Entrevista a Lucía Alemany, directora de la película “La inocencia”, en la Cafetería Farga en Barcelona, el viernes 20 de diciembre de 2019.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Lucía Alemany, por su tiempo, amistad, generosidad y cariño, y a Katia Casariego de Comunicación, por su tiempo, amabilidad, generosidad y cariño.
“No te rindas que la vida es eso, continuar el viaje, perseguir tus sueños, destrabar el tiempo, correr los escombros y destapar el cielo”
Mario Benedetti
La inagotable cantera cinematográfica de la escuela de cine Escac sigue dando sus inmejorables frutos y alumbra una nueva mirada que se llama Lucía Alemany (Traiguera, Castellón, 1985) que ya habíamos conocido hace cuatro años cuando presentó su cortometraje 14 años y un día, en el que plasmaba las disputas de Arantxa, una niña de 14 años que se enfrentaba a la tiranía paterna, íntegramente filmado en su pueblo natal. Para su puesta de largo ha vuelto a su pueblo para filmar a otra niña, en este caso Lis, quinceañera, en mitad de otra tesitura emocional que también la llevará a enfrentarse a sus padres, por su deseo de ser artista de circo, a su pueblo y su particular pelea por su vida. Alemany escribe junto a Laia Soler Aragonès, compañera de la Escac, un guión que arranca con el final de las fiestas patronales del pueblo, con las verbenas de pasodobles, “bous al carrer”, procesiones y los fuegos artificiales como fin de fiesta, o lo que es lo mismo, el final del verano, el final de ese espacio y estado emocional de despreocupación, libertad, amigas y fiesta.
Empieza el otoño y también, las clases y las obligaciones, pero Lis, que encuentra en Néstor, un novio de verano, una forma de huida ante la opresión del ambiente de pueblo cerrado y crítico con cualquier actitud diferente, pero lo que parece una tabla de salvación derivará a un embarazo no deseado, y unas responsabilidades que suponen una hecatombe en la vida de Lis, que perdida y temerosa por la respuesta paterna, encontrará refugio en la complicidad de su inseparable amiga Sara, y la madre de esta, Remedios, dedicada a la sanación emocional y espiritual, que la escucharán y sobre todo, le ofrecerán una mirada amiga y protectora. Alemany coloca su cámara a la altura de la mirada de su protagonista, con la que a través de ella, nos mostrará ese pueblo anclado en lo arcaico y la tradición, un lugar poco tolerante con las ideas diferentes, encerrado en sí mismo y sus quehaceres cotidianos, como veremos con la actitud paterna, la de sus amigos o vecinas del lugar, más interesadas en las vidas ajenas que en las propias.
Lis es alguien ajeno a la dinámica del pueblo, metida en su mundo, muy suya, alejada de las actitudes de sus amistades y crítica con lo que se cuece ahí. Un espíritu libre y valiente, alguien que ya en el arranque de la película deja clara quién es y a qué se enfrenta, cuando se lanza a la piscina y mientras va buceando, tiene que ir sorteando a otras personas y obstáculos para seguir avanzando, la secuencia que mejor define el espíritu que recorre la propuesta de Alemany, la de esa inocencia interrumpida de golpe, de volverse mayor de un día para otro, de ese verano que ya no volverá, que será el último de muchos, del final de la infancia y el comienzo de algo que empieza a vislumbrar sus garras, ese mundo de los adultos donde los actos y actitudes devienen responsabilidades que hay que enfrentar y asumir como propias. La directora castellonense construye una película ligera e íntima, colocando a Lis en el centro del conflicto dramático del relato, convirtiéndose en el origen y final de todo lo que sucede en la película, ese cambio de niña a mujer, o lo que es lo mismo, ese tránsito en empezar a ser quién quiere ser y pelear con todas sus fuerzas para conseguir la mujer con la que sueña, acarreando los conflictos que se vayan presentando.
Alemany reúne en este viaje a compañeros de escuela como la citada Soler Aragonès y Joan Bordera en la cinematografía, con esa luz mediterránea y cálida para atraparnos con sutileza en el cisma emocional que sufre Lis, y al preciso y sobrio montaje de Juliana Montañés, fraguada en la Ecam, editora de Carlos Marques-Marcet, consiguen una forma brillante y luminosa donde el pueblo de Traiguera se convierte en un personaje más, por su atmósfera abierta y cercana y a la vez, cerrada y maldiciente. La magnífica terna de intérpretes experimentados como Laia Marull, haciendo de esa madre protectora, pero también, sumisa con la autoridad paterna, Sergi López, como padre trabajador y señor de la casa, mostrándose muy intolerante con su hija a la que todavía trata como una niña desamparada, y Sonia Almarcha, la madre de Sara, la mejor amiga de Lis, interpreta a esa mujer diferente, el contrapunto de la actitud de los padres de Lis, la “bruja” según los habitantes del pueblo, alguien especial y con ideas muy abiertas sobre el amor, el sexo y la vida.
Y los intérpretes jóvenes, debutantes muchos de ellos, casan a la perfección junto a los adultos, con una magnífica y apabullante Carmen Arrufat que da vida a Lis, una niña-adolescente rebelde, libre y con deseos de volar y salir del pueblo para enfrentarse a su vida y a su sueño, con Joel Bosqued como Néstor, el típico chulito de pueblo, que pasa droga y se siente el rey del mambo, dando réplica a Lis, que empieza siendo la válvula de escape que necesita la chica para luego ser un problema en su vida, con Estelle Orient, que ya estuvo en 14 años y un día, interpretando a Sara, la íntima amiga de Lis, algo así como un espejo en el que se refleja Lis, un apoyo incondicional por su rareza y su falta de encaje en el sentir del pueblo, y las otras amigas, Laura Fernández y Rocío Moreno, que son Rocío y la Patri, con las que tropiezan las anteriores por sus diferencias de actitud y deseos. Alemany ha creado una película muy cercana y libre, sin ataduras, en la que basándose en experiencias reales sitúa a una niña que se enfrenta al final del verano más difícil de su corta existencia, en el que deberá enfrentarse a todo aquello que quiere ser, tanto por ese embarazo inesperado, a sus sentimientos, a su vida y a su sueño, pase lo que pase, y peleando por todo aquello que siente y quiere. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Laia Marull, actriz de “Brava”, de Roser Aguilar. El encuentro tuvo lugar el lunes 3 de julio de 2017 en el hall de los Cinemes Girona en Barcelona.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Laia Marull, por su tiempo, generosidad y cariño, a Maria Guisado de La portería de Jorge Juan, por su amabilidad, paciencia, atención, generosidad y cariño, y a Toni de Cinemes Girona, por su amabilidad y cariño.
Entrevista a Roser Aguilar, directora de “Brava”. El encuentro tuvo lugar el lunes 3 de julio de 2017 en el hall de los Cinemes Girona en Barcelona.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Roser Aguilar, por su tiempo, generosidad y cariño, a Maria Guisado de La portería de Jorge Juan, por su amabilidad, paciencia, atención, generosidad y cariño, y a Toni de Cinemes Girona, por su amabilidad y cariño.
Un década de espera ha transcurrido para que podamos ver un el segundo largo de la directora Roser Aguilar (Barcelona, 1971) después de la buenas sensaciones que dejó su debut, Lo mejor de mí, donde retrataba a una mujer que por amor debía de tomar una decisión compleja que le hacia descubrir cosas ocultas en su interior, reconocimiento premiada en Locarno con una gran interpretación de Marian Álvarez. Entre medias, Aguilar se ha dedicado a la docencia, a preparar proyectos que finalmente no vieron la luz y a filmar un par de cortos, Clara no lo esperaba (2009) en la que hablaba sobre una enfermedad reumática, y Ahora o puedo (2011), donde se ponía en la piel de los problemas a los que se enfrentaba una actriz que retomaba su profesión después de ser madre. Ahora, nos llega Brava, que continua en los márgenes de las obsesiones e intereses narrativos de las anteriores, situándonos en un retrato femenino actual, donde Janine, una empleada de banco que aparentemente vive feliz con su pareja, se ve envuelta en un viaje emocional catártico y de no retorno, provocado tras sufrir un asalto sexual en el metro, y presenciar la violación de una joven en el mismo lugar y no intervenir por miedo.
La película nos muestra a una mujer herida, rota y perdida, que en primera instancia huye, se aleja de la ciudad para encontrar la paz rodeada de un ambiente rural junto a su padre viudo. Allí, frente a un espacio vacío al que le cuesta reconocerse y adpatarse, conoce a Pierre, un francés también huido, con una herida profunda como la suya, también sumido en una batalla interior que le impide encontrar la paz. Aguilar, apoyada en la estupenda fotografía de Diego Dussuel (habitual de Isaki Lacuesta), en la que remarca el espacio, vacío y silencioso, carente de vida o tiempo, en el que la naturaleza no parece una buena aliada cuando se padece dolor, y sobre todo, ese miedo a la propia vida, a uno mismo, a no saber encontrar aquello que nos equilibraba, aquello que pensábamos que nos ayudaba, y nos damos cuenta que no es así, que el control era puramente ficticio, una ilusión, algo a lo que nos agarramos para simplemente sobrevivir. Aguilar filma el deterioro emocional de su personaje, de modo sencillo y pausado, llevándola por lugares en los que se siente una extraña, junto a personas a las que no sabe dirigirse para contarles que le pasa, o sintiéndose atraída por cosas oscuras que creía que no existían en su interior.
Janine nos recuerda a Giuliana, la joven interpretada por Mónica Vitti que, después de sufrir un accidente, arrastraba secuelas psicológicas que le impedían volver a ser quién era, bajo la incisiva mirada de Antonioni en El desierto rojo, o a la madre que hacía Gena Rowlands en Una mujer bajo la influencia, de Cassavetes, que debido a su inestabilidad emocional le impedía llevar una vida “normal”. Retratos de mujeres duros, sin concesiones, donde la narración avanza a través de las acciones emocionales que sufre el personaje, llevando al espectador a cuestionarse su posición moral hacia una mujer que huye, que no quiere enfrentarse a lo que le sucede, que el dolor, la culpa y sobre todo, el miedo, guían y dominan su existencia, como les ocurre a las mujeres que estructuran buena parte de las películas de Haneke, existencias envueltas en espacios del alma turbios y oscuros que no las dejan abandonar esa infelicidad que parece empujarlas al abismo. Aguilar no cuestiona a su personaje, lo mira de frente, siguiendo su periplo autodestructivo, mirándola con respeto y honestidad, capturando su deterioro mental y su peculiar descenso a sus infiernos particulares, a esos que por mucho que pidamos ayuda a los demás, sólo saldremos por nosotros mismos, entendiéndonos y comprendiendo lo que nos ha ocurrido, no castigándonos ni creyendo que todo estaba bajo control. Una película que nos recuerda en cierta manera a la premisa narrativa que se exploraba en Elisa, vida mía, de Carlos Saura, donde una hija pasaba un tiempo junto a su padre en una casa en medio de un páramo para hablar, entenderse y mirar al pasado familiar sin miedo.
Brava retrata una sociedad malsana, destruida y podrida, en la que el individualismo se ha apoderado de las vidas de cada uno de nosotros, anteponiendo nuestro afán personal al bien común, a sentirse impune emocionalmente hablando a todas las injusticias y dolor que ocurren a nuestro alrededor, a lo que vemos diariamente, o eso creemos parecer ver, porque en lo interno, no todo parece funcionar y lo que se ha roto, no se puede arreglar sin más, lleva un tiempo, y pide adentrarse en un mundo desconocido, frágil y perverso, en ocasiones. Aguilar, formada en la Escac, ha construido un retrato femenino de grandes hechuras que la relaciona a otras compañeras de escuela como Mar Coll con Tots volem el millor per a ella, y Nely Reguera con María (y los demás), terna a la que podríamos sumar a Sergi Pérez, también graduado en la Escac, que en El camí més llarg per tornar a casa, no hacía un retrato femenino, sino masculino, pero con la misma intensidad de viaje a lo más profundo del alma sobre el dolor, la culpa y el miedo.
Otra de las facetas que dan brillo a la película es su trío protagonista, tres actuaciones de grandes vuelos apoyadas en las miradas, sielncios y unos gestos mínimos, con el aplomo de un veterano como Emilio Gutiérrez Caba como padre, un viudo que también arrastra su dolor, el carisma de Bruno Todeschini (visto en La propera pell, de Isaki Lacuesta e Isa Campo) y el protagonismo de una brillante Laia Marull, desarrollando una interpretación llena de matices, detallista y emocionante, que nos recuerda una actriz de temperamente, de mirada rasgada y alma rota. La directora catalana que ya demostró su buen hacer en su opera prima, nos vuelve a demostrar su inmensa valía con una historia compleja, de construcción medida y capacidad de sugestión, que nos conduce por paisajes rurales, de calles desiertas de noche, de habitaciones incómodas, de caminos que no llevan a ninguna parte y (des)encuentros salvajes y dolorosos que sacan lo más oscuro y perverso de nuestra alma.
La película arranca de forma abrupta, sin concesiones, de modo seco y muy duro, sin tregua al espectador, nacida desde las entrañas, sin embudos ni parafernalias, capturando la vida, o podríamos decir la no vida de Miguel, un chaval de 14 años que está solo, aunque viva con su madre, trapichea lo que puede dentro de su mísera existencia, el bocadillo del compañero de clase, vende paquetitos de pañuelos a dos euros en los semáforos, roba embutido de extranjis en el súper de la esquina, y ahí va, huyendo de su vida, de una madre irresponsable que ni lo cuida ni se cuida, de un entorno social que ahoga, que no da tregua, que simplemente aniquila todo lo diferente, lo que escapa de lo establecido.
El cuarto largo de Alberto Morais (Valladolid, 1976) es un leve cambio de rumbo en su filmografía, un golpe de timón hacia un cine directo, un cine anclado en la realidad de ahora, en el instante fugaz de la actualidad, de lo de ahora, si bien sigue manteniendo el tono de documento con lo social y lo inmediato que ya tenían sus anteriores trabajos, y la estructura de viaje, retratando el itinerario que siguen sus personajes, pero se desmarca levemente en el tema de la memoria que, estructuraba su filmografía hasta ahora, en la que debutó con Un lugar en el cine (2008), un bellísimo homenaje al cine en el que el director Theo Angelopoulos en compañía de otro insigne realizador, Víctor Erice, viajaban hacía Ostia, playa donde fue asesinado Pasolini, a la que siguió Las olas (2011), en la que un señor viajaba hacia el campo de refugiados de Arguelès-sur-mer después de la muerte de su mujer, y finalmente, Los chicos del puerto (2013), en la un chaval en compañía de sus amigos deambulaban por Valencia con la esperanza de devolver una chaqueta militar a un antiguo compañero de su abuelo fallecido.
Morais que vuelve a colaborar en labores de escritura con Ignacio Gutiérrez-Solana (con el que escribió Los chicos del puerto), y con Verónica García Navarro (socia-productora) logran hilar un relato marcado por la desilusión, el drama cotidiano y doméstico, donde el ámbito familiar ha sido derrotado, excluido y roto, en el que Miguel deberá subsistir como puede, y donde pueda, con lo que pueda conseguir, se ha convertido en un barco a la deriva, sin cariño, sin amor, sin nadie. Unos encuadres y planos que asfixian a los personajes, que sigue sin descanso a unos seres angustiados, sin futuro, que más que caminar o desplazarse, se mueven porque tienen que hacerlo, sin nada ni nadie que les espere, siempre mirando hacia atrás, en esa continua huida que se ha convertido sus maltrechas vidas, con mochila al hombro y a la carrera, con el miedo de los servicios sociales siempre acechando, en una vida que no es vida, sino alma en pena, perdida y desamparada, en un abandono que duele, que mata, que no debería ser así, pero lo es.
La fotografía de Diego Dussuel (colaborador de Isaki Lacuesta) consigue atrapar esa luz seca, que encoge el ánimo, que nos penetra en el alama sin nada a lo que agarrarse, y el montaje de Julia Juániz (en muchas películas de Carlos Saura, y en la fascinante El cielo gira, de Mercedes Alvárez) abrupto, de corte limpio, soportando esos planos que pesan, en los que no entra la luz y el aire, que muerden, y el sonido de Daniel Fontrodona, un experto en la materia, consiguiendo ese aroma de la inmediatez, en la que los sonidos invaden todos los lugares y los estados de ánimo de los personajes. Un reparto ajustado en el que cada intérprete apoya la mirada de Miguel (un excelente Javier Mendo, que ha crecido en la pequeña pantalla a través de la serie Los protegidos) una mirada donde se sustenta toda la trama de la cinta, en la que Laia Marull (que aparecía en Las olas) compone una madre sin trabajo, vacía, sin nada, alejada de sí misma, y sobre todo, de su hijo, que contrapone con la aparición de la siempre estimulante Nieve de Medina, como la mujer redentora, dispuesta a ofrecer una mano si hace falta a nuestra criatura indefensa, y la presencia de Ovidiu Crisan dando vida a Bogdan, actor rumano (Rumanía es el país coproductor de la película, junto a Paulo Branco, el reconocidísimo productor de nombres como Wenders, Tanner, etc…, que actúa como productora asociada) de gran presencia física y temperamento, dando vida al ex-amante de la madre.
Morais ha conseguido una película brillante, de talle delicado, construida a través del abandono, de esa mirada triste, en la que no juzga a sus personajes, sino que los retrata de forma realista, manteniéndose a la distancia prudente de no caer en maniqueísmos ni sentimentalismos de otras producciones. Una película que bebe de la gran tradición del cine británico, desde los tiempos del Free Cinema a los Loach, Frears o Leigh, en retratar los ambientes sociales más complejos y duros, y buena parte de la cinematografía francesa como Truffaut, Pialat, etc… en los que abordan de manera concisa y terrible los problemas a los que se ven sometidos los menores, sin olvidarnos de la fantástica aportación a este terreno de los hermanos Dardenne en el niño de la bicicleta. Cine de gran contenido social, que describe de forma brillante, y necesaria los problemas que nos rodean cada día, en respuesta a los medios y gobernantes de turno que no se detienen ni lo más mínimo en su atención, y cuando lo hacen, lo abordan de una forma simplista y terrible.