Entrevista a Sergi López, actor de la película “Pequeña flor”, de Santiago Mitre, en el Instituto Francés en Barcelona, el lunes 28 de noviembre de 2022.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Sergi López, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Fernando Lobo de Surtsey Films, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“La vida es una partida de ajedrez y nunca sabe uno a ciencia cieta cuánto está ganando o perdiendo”.
Adolfo Bioy Casares
La última película de Santiago Mitre (Buenos Aires, Argentina, 1980), pudiera parecer en su apariencia un cambio de registro al cine que nos tenía acostumbramos el director argentino, un cine de fuerte carga política y social que se erige como una profunda radiografía de ese otro lado de la política y la sociedad, pero no es así la cosa, porque Pequeña flor, si que tiene un tono muy diferente al cine que venía haciendo Mitre, pero solo en apariencia, porque continúa con esos personajes atribulados, sumamente complejos y sometidos a una fuerte presión, tanto en su entorno como personalmente, el José, protagonista de la que nos ocupa, es un tipo expulsado de todo: acaba de perder su trabajo como dibujante, acaba de ser padre primerizo, y aún más, acaba de estrenarse como amo de casa y cuidador 24 horas de su bebé, además, conoce a un peculiar vecino que le encanta el jazz, el vino elitista y todas esas cosas que cuestan tanto dinero.
Mitre escribe el guion junto a Mariano Llinás, su cómplice en muchas batallas, la más reciente Argentina, 1985, estrenada hace apenas hace un par de meses, amén de un gran cineasta como lo atestiguan películas de la solidez de Balnearios, Historias extraordinarias y La flor, entre otras, adaptando la novela homónima de Iosi Havilio, en un relato que va cambiando de género de forma natural y aleatoria, pero siempre ordenada siendo una sombra de la confusión en la que está inmerso el protagonista, fusionado diferentes tramas y texturas, siempre en un tono ligero y muy jocoso, yendo desde la comedia romántica, divertida y muy negra, el thriller, desde una perspectiva juguetona y cotidiana, y el fantástico, desde su vertiente realista y psicológica, con el mejor aroma de los Borges, Cortázar, Bioy Casares y demás, y algunas dosis de la ruptura total de tópicos y prejuicios hacia esa Francia que tenemos en mente de postal y campiña, alejándose de la idea preconcebida, y adentrándose en una Francia más cercana, situándonos en un espacio frío, feo y nada cómodo.
El gran trabajo de cinematografía de Javier Julià, que ya estuvo con Mitre en La cordillera (2017), y Argentina, 1985 (2022), amén de buenos trabajos en Iluminados por el fuego, El último Elvis y Relatos salvajes, que construye un contraste de luces, fusionando varios tonos como esa luz etérea y barroca del interior de la casa de José y Lucie, con esa otra luz en las antípodas tan kitsch y colorida de la casa del vecino, o esa otra luz del personaje de Bruno, entre la magia, el esoterismo y el más allá, tan pop y cálida. El estupendo trabajo de montaje, conciso y detallado, para meter los noventa y cuatro minutos de metraje, que pasan volando y donde no dejan de ocurrir cosas a cual más extravagante y reflexiva, que firman un trío espectacular como Alejo Moguillansky, otro “Pampero”, como Llinás, con una sólida carrera como director con títulos como El escarabajo de oro, La vendedora de fósforos y La edad media, entre otros, Andrés Pepe Estrada, que estuvo en Argentina, 1985, y ha trabajado con Trapero y Juan Schnitman, y Monica Coleman, con una trayectoria de más de sesenta películas entre las que destacan sus trabajos con Amos Gitai y François Ozon.
Una película tan abierta a la mezcla de géneros, texturas y formas debía tener un reparto muy heterogéneo e internacional como el uruguayo Daniel Hendler, actor fetiche de la primera etapa del cineasta Daniel Burman, que da vida al perdido y desubicado protagonista, acompañado por la maravillosa Vimala Pons, que muchos la descubrimos en La chica del 14 de julio, en un personaje alocado, impredecible y adorable, con esa secuencia de apertura memorable donde está pariendo. El resto de personajes, esos memorables intérpretes de reparto, como Sergi López, un todoterreno de la interpretación que trabaja mucho en Francia, es el inquietante Bruno, una especie de Jodorowsky pero a lo caradura, porque tiene la habilidad de seducir a las personas y atraerlas a esa especie de harén-secta del mundo interior, Mevil Poupaud, que tiene películas con Rohmer, Ozon o Dolan, entre otros, y da vida al excéntrico vecino, una especie de confesor y desahogo para el protagonista, Françoise Lebrun, que tiene un lugar de privilegio en nuestra memoria cinéfila por ser la Veronique de La mamá y la puta (1970), de Jean Eustache, es una vecina muy simpática y acogedora, y finalmente, Éric Caravaca hace una breve aparición como editor.
Mitre ha hecho una película extraordinaria y muy psicológica, no se dejen engañar por su apariencia, porque debajo de la alfombra se ocultan muchas cosas y muy sorprendentes, en una comedia gamberra, negrísima, con el mejor estilo de los Ealing Studios, como El quinteto de la muerte y Oro en barras, entre otras, comedias muy cotidianas, oscurísimas y tremendamente socarronas y críticas con la sociedad británica de posguerra, con personajes excéntricos, disparatados y llenos de humanidad, recogiendo el testigo de los grandes comediantes del Hollywood clásico como los Chaplin, Keaton y los Marx. Nos vamos a sentir muy identificados con el protagonista de Pequeña flor, porque en algún momento de nuestras vidas hemos o estaremos completamente perdidos, sin rumbo, alejados de nosotros y ahogados en una vida cotidiana que, seguramente, no hemos pensado en tener ningún día de nuestras vidas, y nos hemos visto inmersos en una existencia de derrota y sobre todo, sin fuerzas y sin puertas por las que salir, y toda nuestra vida se ha visto sumergida en una especie de locura sin sentido, donde todo parece tener un significado que nosotros somos incapaces de descifrar y mucho menos entender. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Ariadna Ribas, comontadora de “Pacifiction”, de Albert Serra, entre muchas otras, en su domicilio en Barcelona, el martes 6 de septiembre de 2022.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Ariadna Ribas, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a mi querido amigo Óscar Fernández Orengo, por hacernos un retrato tan bonito. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
El universo cinematográfico de Albert Serra (Banyoles, Girona, 1975), tanto en sus seis largometrajes como en sus películas para instalaciones, está lleno de fantasmas, o lo que es lo mismo, existencias que fueron o ya no son, relatos sobre figuras en que prima la desmitificación, filmarlos en sus horas muertas, en su más ferviente cotidianidad, en todo aquello que la historia ha escamoteado o simplemente ha olvidado. Sus personajes hacen y se mueven, son muy físicos, van de aquí para allá, eso sí, sin un itinerario muy planeado, sino todo lo contrario, son sonámbulos, cuerpos que se deslizan por sus vidas como extraños, meras sombras en un mundo oscuro, individuos vacíos, encerrados en sus miserias, en unas vidas inconclusas, en unas vidas sin rumbo, agazapadas en la espera de no se sabe qué y porqué. Serra filma su espacio exterior/interior, aborda sus vidas desde todos los ángulos posibles, penetrando en sus intimidades, en esos tiempos fútiles, en esas acciones torpes e inútiles, que más tienen que ver con lo que fueron que con lo que son. Una especie de vidas ya pasadas, que ahora se repiten como en un bucle incesante que está estancado en el tiempo, atiborrado de recuerdos, de memoria apelotonada, en una nada sin nada.
De Roller, su última criatura, es un enviado del gobierno que vive en la isla de Tahití, en la Polinesia Francesa, un pez gordo del poder, o al menos así lo cree él. Un tipo que se mueve principalmente de noche, en esos clubs nocturnos que ahora exhalan su último aliento, lleno de señores que ya no saben que hacen ahí, y mucho menos ya recuerdan el motivo que los llevó a semejante lugar. Señores que pierden el tiempo y su dinero con señoritas autóctonas que ahogan su placer o lo fingen para sentirse bien aunque sea una mera representación. Podríamos ver la película de Serra como un thriller político en el que hay unos indígenas que protestan contra las posibles pruebas nucleares que parecen planearse en la zona, también, en la exploración de la reinante corrupción y en las miserias de un poder que se aniquila así mismo. Pero, en ese caso, nos quedaríamos con la parte más evidente y menos interesante de la película, porque el relato tiene innumerables capas y dimensiones, quizás la que engancha más es la idea de espectro que reina en toda la isla y en todos sus personajes.
Un personaje principal lleno de amargura y soledad, de inutilidad y locura. Una especie de sombra, de cuerpo en movimiento, con ese omnipresente traje blanco, que resalta ante la oscuridad y los tonos playeros del resto. Su blancura, tanto en la ropa como en su piel, como su ánimo, no estaría muy lejos del capitán extraviado James Burke de Lord Jim (1965), de Richard Brooks, basada en la novela homónima de Conrad, del que la película se inspira notablemente, o el compositor decadente Gustav von Aschenbach en Muerte en Venecia (1971), de Luchino Visconti, la locura del Coronel Kurtz de Apocalypse Now (1979), de Francis Ford Coppola, el cónsul alcohólico Geoffrey Firmin de Bajo el volcán (1984), de John Huston, todos ellos seres, mitad de aquí y mitad de allá, una especie de zombies perdidos y sin voluntad, que se mueven en un lugar al que ya no pertenecen, del que ya no forman parte, del que han huido pero todavía están ahí. Entraríamos en ese espacio que tanto se mencionaba en Yo anduve con un zombie (1943), de Jacques Torneur, obra capital para hablarnos de la idea del monstruo devorador que acaba comiéndose el alma y la voluntad de todos, como han hecho en su cine tanto Pedro Costa como Bertrand Bonello, que lo homenajeaba en Zombi Child.
El cineasta catalán nos sitúa en la piel y el estado mental de su protagonista, todo lo vemos a través de él, lo seguimos por esa isla laberíntica, que nunca vemos en su totalidad, solo en partes, en mutilaciones que escenifican lo emocional de De Roller, moviéndose por esos tugurios decadentes y feos, con personajes igual de perdidos y ausentes como él, que intercambian palabrería y vacío los unos con los otros, que intentan ser uno más con los nativos pero ni por esas, todo es fronterizo, todo está cercado en pequeños lugares que nada tienen que ver entre sí, en esa falsa idea de paraíso, que aquí es una mera sombra, o quizás, la idea de lo exótico es otra de las mentiras que nos han vendido. En el cine de Serra perdemos completamente la idea de tiempo y espacio, todo está filmado para generar esa confusión, ese limbo, ese deambular de no saber dónde estamos, en una especie de laberinto que no tiene salida y tampoco sabemos cómo hemos entrado. De Roller es un sonámbulo, un alma perdida y triste, un hidalgo de triste figura, como lo eran el Quijote, los reyes magos, Casanova, el rey agonizante y los libertinos de las anteriores obras del cineasta de Banyoles, almas en tránsito, almas en suspenso, almas sin alma.
Serra vuelve a contar con sus más íntimos cómplices como Montse Triola en la producción y como actriz en un personaje muy interesante, la coreógrafa del espectáculo de danza que se prepara, Artur Tort, en la cinematografía, con esa luz crepuscular que traspasa a todos, hipnotizadora y magnética que nos descoloca y nos abruma, con esa densidad y esa planificación que encierra a los personajes, todo un inmenso trabajo de composición y detalle, quizás la luz más espectacular de todas las películas de Serra, un Tort que también firma el montaje junto al propio director y Ariadna Ribas, toda una grande de la edición, que saben manejar una película que se va a los ciento sesenta y tres minutos de metraje, que va in crescendo, en la que nos van sumergiendo en esa espiral de (des) encuentros, derivas y demás lugares y personajes fantasmales. El impecable trabajo de arte de Sebastián Vogler, y el no menos empleo del sonido de Jordi Ribas, que ha estado en todas las películas de Serra, y la capacidad de sugestión de la música de Marc Verdaguer, con esas capas de onirismo y artificialidad que tanto van con el relato. Qué decir del inmenso trabajo del actor Benoît Magimel, metido en la piel de este pobre diablo que cree que sabe y que su labor de “pacificar” es un ejemplo, y se pierde en sus derivas emocionales y en su cansancio y soledad del que ha cabalgado ya demasiado por la vida, bien acompañado por todo un grupo de grandes intérpretes como Marc Susini como el putero y alcohólico almirante, un Sergi López, siempre natural como dueño de alguno de los antros con esa camisa y americana tan brillantes, la belleza exótica y fascinante de Pahoa Mahagafanau como Shannah, la femme fatale diferente del relato, Alexandre Mello como un portugués tan extraño como el resto, y finalmente, Lluís Serrat, el inolvidable Sancho Panza de Honor de caballería, que aparece en todas las de Serra, como un cliente más de los que aguantan el tipo o no.
Estamos ante la película menos cerrada del director gerundense, pero igual de compleja que las anteriores, tanto en su trama como en su forma, porque si en algo destaca enormemente Pacifiction es de su carácter y solidez cinematográfica, guste más o menos, porque la película consigue aquello que busca, aquello que quiere representar, desde su no complacencia, rebelándose sin pretenderlo contra ese cine convencional, y haciéndolo con las armas del propio cine, devolviendo al cine todo lo que el mercantilismo ha quitado, toda esa esencia de belleza plástica que profundiza sobre los complejos mecanismos de las emociones humanas. Un cine que plasma con sabiduría esa belleza oxidada de paraíso perdido, donde deambulan individuos de otro tiempo, seres que fueron, seres que ya no serán, seres enamorados o no, con historias de querer y no poder, seres evanescentes como aquellos cowboys de Peckinpah que exhalan su último pitillo llenos de polvo, aplastados por una modernidad que ya no los quería, un poder que los desterraba porque ellos no habían sabido ser ni estar, y sobre todo, ellos nunca habían comprendido que la vida poco tiene que ver con el progreso. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“El mal es vulgar y siempre humano, y duerme en nuestra cama y come en nuestra mesa”.
A. H. Auden
Los más cinéfilos recordarán a Hans Beckert, el asesino de niñas de M, el vampiro de Düsseldorf (1931), la célebre y terrorífica película de Fritz Lang, una crítica abierta y directa a otro asesino, el nazismo, que empezaba a resurgir en Alemania. La historia de Enriqueta Martí, la mal llamada “Vampira de Barcelona”, se encamina por derroteros parecidos al del relato de Lang, ya que nos sitúa en una sociedad dividida entre dominantes y necesitados, entre las altas esferas de la Barcelona de 1913, y aquella otra que se pierde entre callejones del distrito del Hospital, llenos de miseria y depravación, por cabarets canallas, rondando putas desdentadas, pidiendo limosna y al servicio de la caridad de los poderosos. De Enriqueta Martí hay novelas, ensayos, incluso una novela gráfica, que rescatan a un personaje del primer tercio de siglo que, muy a su pesar, se convirtió en enemigo público, al que se le atribuyeron desapariciones y horrendos crímenes de niñas. Lluís Danés (Arenys de Mar, Barcelona, 1972), ha construido una carrera muy interesante como director artístico y director, con títulos como Llach. La revolta permanent (2006), sobre la elaboración del trabajo ”Campanades a Morts”, de Lluís Llach, sobre los asesinatos de Vitoria en 1976, o el personal telefilme Laia (2016), basado en una novela de Salvador Espriu, sobre amores trágicos.
Con La vampira de Barcelona, el director de Arenys, se adentra en otro terreno, más ambicioso, peor con la humildad y la personalidad que caracterizan sus trabajos, poco es más. Lo que más destaca la película es su grandísimo trabajo del espacio cinematográfico, que coge de la citada novela gráfica, con su maravillosa ambientación y empleo visual, con las maravillosas siluetas animadas, herencia de la gran Lotte Reiniger, que agrandan el encuadre, creando esa maravilla de profundidad de campo, donde cada lugar es físico y emocional a la vez, donde un bar se convierte en una calle, y donde los pensamientos y las acciones de los personajes conforman una especie de laberinto escénico, donde todo es posible. El grandísimo trabajo de cinematografía obra de Josep M. Civit, con ese sobrio y elegante blanco y negro, que explica la negrura y sombría Barcelona, con las huellas de la semana trágica de 1909, la inestabilidad política, y la alarmante escalada social y criminal constante. Un b/n, azotado por elementos de color, como hacía Coppola en Rumble Fish, con ese rojo sangre, o el colorido del burdel, donde acaban todo el esplendor de esa falsa Barcelona, que resalta con la negritud del resto, en un mundo donde sueños y pesadillas se mezclan, perdiendo su verdadero significado, donde todo es pura apariencia, donde en mitad de pocos metros, se anudan la vida y la muerte, como el gran teatre del Liceu, o esas calles siniestras en las que pululan seres desesperadas como el padre que busca a su hija desaparecida.
Sebastià Comas es el periodista-guía que usa Danés para mostrarnos su película y su contexto histórico, que abarca medio año, en un potente flashback, que nos remonta al inicio de todo, o el final, según se mire. Comas (en la piel de un grandísimo Roger Casamajor), es un tipo con ideales, alguien en busca de la verdad, un personaje integro que tropezara con los designios de su jefe, que además es su protegido, alguien que cree en un mundo más justo y real, que alivia con morfina sus trastornos psicológicos, un perdedor en toda regla, un antihéroe como los que habitan en las novelas de Baroja o Valle-Inclán o los westerns de Peckinpah o Hellman, un pobre diablo que lucha contra gigantes en forma de molino, un personaje quijotesco, sobrepasado por sus traumas, intentando encontrar su lugar en un mundo atroz y sin escrúpulos, en una sociedad en mantener las formas y más interesada en el dinero y la depravación.
Comas es el puente de este mundo miserable y lleno de mentiras, porque frecuenta la alta burguesía y los bajos fondos, se relaciona con tipos como el abogado Salvat o el jefe policial Amorós y Madame Leonor, la dueña del prostíbulo, pero también, con gente como Amèlia, una puta sin más, que también intenta huir como Comas, o Fuster, el padre enloquecido, o la propia Enriqueta Martí, una curandera y pobre como tantos de esas calles. La película se construye a través de la investigación de Comas sobre unas niñas desaparecidas, con un guion que firman Lluís Arcarazo y María Jaén (que ya habían estado en los anteriores trabajos de Danés), construyendo todo ese imaginario, a través de un rítmico montaje que firma Dani Arregui, el consumado trabajo con el sonido, y el fuera de campo, y al excelente partitura musical, creando ese universo de fábula, lleno de otros mundos, con ese aire romántico y terrorífico a la vez. Danés opta por la artesanía cinematográfica, desde lo mostrado como el impecable trabajo de vestuario y maquillaje, o lo oculto, como esas pesadillas del protagonista, donde cada mirada y gesto de los personajes se vuelve tangible e íntimo, como cada objeto o calle, con ideas fantásticas, como la suciedad y la miseria de esas calles empedradas, el sonido ambiental, esas sábanas-lonas que escenifican las calles, o esos momentos fantásticos, donde realidad y pesadilla se confrontan con el protagonista, elementos que ayudan a crear esa atmósfera inquietante y fantástica que recorre toda la película.
Un extraordinario grupo de intérpretes viene elegidos para encarnas los personajes de esa Barcelona como el citado Casamajor, Bruna Cusí demostrando su enorme valía en cada trabajo, encarnado a Amélia, el personaje que más entiende a Comas, la mirada de Nora Navas para ser la mártir de la función, la Enriqueta Martí de turno, y luego, todo un ramillete de estupendos intérpretes como Francesc Orella, Sergi López, Núria Prims, Mario Gas, Pablo Derqui, Anna Alarcón, Francesca Piñón, Albert Pla, y muchos más, conforman un abanico heterogéneo y peculiar como era la Barcelona de 1913, recorrida por el poder absolutista, heredado de las colonias, con ese otro universo, el que se consumía por las callejones oscuros y malolientes del distrito Hospital, en el Raval, donde gentes sin nombre se mueven entre basuras, escombros y olvidos, intentando sobrevivir y existir por algún pedazo de pan que llevarse a la boca, a expensas de una clase dominante que dirige, ordena y disfruta a su merced. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
La cita anual con el universo cinematográfico de Woody Allen (Brooklyn, Nueva York, EE.UU., 1935), ha llegado a la película número cincuenta y medio, en la que nos sitúa esta vez en San Sebastián, y más concretamente, durante su festival de cine. A la ciudad, han llegado Sue, una engreída agente de prensa, y su marido, Mort Rifkin, un tipo inseguro y perdido, que siempre ha deseado ser escritor, y lleva demasiado tiempo intentando escribir su obra maestra. Mort es un gran amante del cine, del cine europeo de antes, aquel con el que soñaba hacer cuando daba clases de cine. Pero, la estancia en la preciosa ciudad no sale como esperaba, y todo se tuerce. Sue, está fascinada por su representado, Philippe, un afamado y narcisista director de cine, que no traga Rifkin, al que considera un esnob y presuntuoso, y además, un pésimo y pretencioso cineasta.
Entre tanto, y sin nada que hacer, Rifkin pasea por la ciudad, dejándose llevar por su imaginación, psicoanalizándose (como ese precioso arranque de la película, en el que Rifkin le cuenta a su psicológico las vicisitudes del viaje que estamos a punto de ver), y reinterpretando famosas secuencias de películas, en las que aparecen personas de su vida real, primero más lúdicas y sentimentales, reivindicando ese cine europeo más adulto y maduro que el que se hacía en Hollywood, donde las historias tocaban más la verdad y los personajes eran de carne y hueso, como hace con el triángulo amoroso de Jules y Jim, de Truffaut, emulando el recorrido en bicicleta, el famoso travelling de Ocho y medio, de Fellini (fábula profunda sobre los fantasmas de un director de cine), en el que aparecen diversos personas que interactúan con él, incluidos sus padres, mientras suena la maravillosa melodía de Nino Rota, o el famoso viaje en plena lluvia de Un hombre y una mujer, de Lelouch, y más adelante, las secuencias se volverán más oscuras y profundas, como el instante de los invitados atrapados en la casa de El ángel exterminador, de Buñuel, o la vuelta a la infancia emulando a Fresas salvajes, o en medio de las dos mujeres de Rifikin (su esposa y su doctora, que conocerá en San Sebatián), siguiendo la tensión de Persona, o el encuentro con la muerte, de El séptimo sello, todas dirigidas por Bergman. Durante sus encuentros por la ciudad, Rifkin conoce a la Dra. Jo Rojas, y toda su estancia cambia, ya se sentirá fuertemente atraído por Jo, y empieza a quedar con ella.
Allen sigue instalado en la comedia romántica, pero con sus matices, claro está, si bien construye un relato ligero y en cierta medida, arranca alegre y lleno de equívocos y (des)encuentros, se irá llenando de nubarrones y situaciones amargas y tristes, y alguna que otra, rocambolesca. Rifkin es el personaje tipo de Allen, los que hacía él en la década de los setenta y ochenta, para ya en los noventa dar paso a otros actores, que lo están interpretando, con alguna que otra incursión, que por edad, Allen daba el tipo. Sus personajes son personas inadaptadas, frustradas, demasiado diferentes para los avatares de la sociedad, seres que siempre han soñado con ser quiénes no son, individuos que fracasan en su empeño de ser artistas, quedándose en meros profesores o artistas de tercera, enfrascados en sus conflictos sentimentales, en sus constantes exámenes a sí mismos, en su búsqueda interior, en su razón de existir, y en ordenar, sin éxito, sus complejas emociones, deseos o ilusiones. Tipos que se embarcan en historias de finales inesperados y trágicos, metidos en situaciones que les son ajenas, enfrascados en encontrarle un sentido a la vida, y como suele pasar, siempre acaban mucho más perdidos que al principio. Allen suele hablar casi siempre de esa clase media-alta neoyorquina que tanto conoce, de forma crítica y divertida, donde hay escritores, profes, doctores, psicólogos, y muchos artistas, eso sí, ninguno de ellos es capaz de admitir su soberbia y también, su ineptitud.
En Rifkin’s Festival hay esa mirada al cine, a un oficio que conoce demasiado bien, donde pululan tipos de toda clase y colores. Una mirada que ha tocado en diversas formas y texturas a lo largo del cine, quizás las más parecidas a la película que nos atañe, serían dos, donde el cine no solo era una cuestión fundamental en la película, sino la única razón de existencia para sus personajes. En La rosa púrpura del Cairo (1985), cine y vida se mezclaban de tal manera, que la desdichada camarera Cecilia, encontraba el amor con un personaje de ficción que salía de la pantalla literalmente, y en Stardust Memories (1980), la que podríamos decir, más parecida a la historia que cuenta Rifkin’s Festival, aunque el director de cine Sandy Bates, viajaba a la costa a recibir un homenaje, y se encerraba en el hotel a recordar los fantasmas de sus ex parejas sentimentales. Casi como le ocurre a Mort Rifkin, aunque él no sea director, si que durante el festival, se enfrenta a sus fantasmas, miedos, inseguridades y respectivos vacíos, a un tiempo de reflexión, de hacer cuentas consigo mismo, y quizás, a empezar de nuevo, o a volver por donde solía, que no era algo importante, pero si, algo que, por momentos, le hacía estar bien.
El cineasta neoyorquino, fiel a su estilo y a su mirada de hacer cine, necesita ese equipo de colaboradores cómplices, que muchos de ellos le acompañan desde hace décadas, como las productoras Letty Anderson y Helen Robin, el arte de Alain Bainée, en su segunda colaboración, el vestuario de Sonia Grande, en su quinta película juntos, el maravilloso y ágil montaje de Alisa Lepselter, veintidós películas con Allen, y la magnífica luz cantábrica y soleada del gran Vittorio Storaro, la cuarta colaboración juntos, sin olvidarnos de un elemento esencial en el cine de Allen, la música, y concretamente, la música Jazz, que firma Stephane Wrembell, un viejo conocido. Después de tantas historias, la mirada de Allen tiene oficio, y sabe por dónde se mueve, los noventa y dos minutos de metraje de la película pasan volando, y las diferentes situaciones del festival, la ciudad, los sueños y evocaciones surrealistas de Rifkin, se acomodan sin ningún aspaviento en la trama.
Y qué decir de los intérpretes, con un viejo conocido de Allen como el gran Wallace Shawn, como el desdichado Mort Rifkin, bien acompañado por una elegante y engreída Gina Gershon dando vida a Sue, la mujer de Mort, una natural Elena Anaya es la doctora, objeto de deseo de Mort, con un marido como Sergi López, en una secuencia loquísima, y Louis Garrel como el director sabelotodo que se mueve en un escaparte como el festival, agasajado y encumbrado sin merecerlo, y la aparición de Christophe Waltz como la Muerte de El séptimo sello, quizás uno de esos momentos made in Woody Allen, donde mezcla trascendencia, terror y humor. La película gustará a todos aquellos que llevamos años viendo el cine de Allen, un señor que lleva más de medio siglo haciendo cine, el cine que le gusta, riéndose de todos y sobre todo, de sí misma, quitándole trascendencia a la vida, y a esto del cine, con ese toque de ligereza, donde hay humor, divertimento, conflictos sentimentales, conflictos existencialistas, y sobre todo, muchas preguntas sin respuesta, porque al fin y al cabo, el cine, no solo ayuda a vivir, sino a abstraerse y refugiarse de tanta realidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Amarse a uno mismo es el principio de una historia de amor eterna”
Oscar Wilde
Mujeres jóvenes, decididas, valientes, alocadas, impetuosas, alegres, vitales, inquietas, curiosas, rotas, perdidas, poderosas, comprometidas, alocadas, brillantes, solteras, tristes, madres, hermanas, hijas, solas, sentidas, miedosas, divertidas, estupendas, cotidianas, acompañadas, compañeras, bellas, enamoradas, esposas, inseguras, novias, nerviosas, capaces, trabajadoras, despechadas, decididas, simplemente mujeres, mujeres todas ellas que pululan por el universo de Icíar Bollaín (Madrid, 1967). Mujeres como Niña y Trini, de Hola, ¿estás sola? (1995), que se lanzaban a la vida en busca de un lugar en el mundo, de su lugar. Las Patricia, Milady y Marirrosi de Flores de otro mundo (1999), que querían eso tan sencillo, y a la vez tan difícil, como querer y ser queridas. La Pilar de Te doy mis ojos (2003), una mujer maltratada que huía para empezar una nueva vida. Las Carmen, Inés y Eva de Mataharis (2007), detectives que debían conciliar el trabajo con la maternidad. La Laia de Katmandú, un espejo en el cielo (2011), una mujer que se trasladaba a la otra parte del mundo a ayudar a los demás. Las mujeres de En tierra extraña (2014), obligadas a emigrar en busca de un futuro mejor. La Alma de El olivo (2016), obstinada con recuperar y honrar la memoria familiar.
Si exceptuamos También la lluvia (2010), y Yuli (2018), centradas en figuras masculinas, y curiosamente, filmadas en el extranjero, el resto de las películas de Bolláin tratan conflictos femeninos, ya sean físicos u emocionales, en la que sus personajes comparten la edad con la directora en el momento que vieorn la luz. Una filmografía que podríamos ver como un caleidoscopio interesante y profundo de las inquietudes personales, profesionales y emocionales de Bollaín a lo largo de este cuarto de siglo de carrera, donde hay historias sobre mujeres para un público inquieto y reflexivo. Ahora, nos encontramos con Rosa, una mujer costurera de 45 años, con una vida entregada a las necesidades de los demás, a su familia, a la compañía de un padre viudo que no sabe estarse quieto, a la de Armando, un hermano separado y con hijos, que su psicosis por el trabajo y la comida, no le dejan tiempo para nada más, y a las de Violeta, una adicta al trabajo, también, que ahoga su soledad y egoísmo en alcohol, y la inquietud por Lidia, una hija, recién madre de gemelos, que vive en Londres, demasiado sola. Y así pasan los días, semanas y años, con esa inquebrantable rutina y asfixiante vida de Rosa (como deja patente el magnífico prólogo con esa carrera en la que todos alientan a Rosa a seguir, aunque ya no pueda con su alma, y finalmente, cae rendida, sola y abatida).
La directora madrileña vuelve a escribir con Alicia Luna (que ya formaron dúo en la exitosa Te doy mis ojos), su película número diez, un relato de aquí y ahora, con esa urgencia e intermitencia que tienen las historias que están sucediendo en la cotidianidad más cercana, explicándonos las (des) venturas de una mujer agobiada y sin aliento, que existe por y para los demás, que está a punto de explotar. Rosa es un personaje de carne y hueso, como nosotros/as, como todas esas personas que nos cruzamos diariamente en nuestras vidas, pero también, es una hija de Bollaín, y eso quiere decir que no se va a rendir, que no se contentará con su existencia tan precaria, sino que algo hará, aunque sea una locura y este llena de impedimentos y obstáculos. Las criaturas de la cineasta madrileña no entienden de esas cosas, no se achican por los miedos e inseguridades, o los vientos de tormenta, ellas son mujeres de carácter, de pasos al frente, y Rosa lo da, y tanto que lo da, como un golpe en la mesa, decidida y firme en su decisión, dejando todo atrás, incluida familia, y empezando reconciliándose con sus raíces, su pueblo, y su pasado, con esa madre costurera como ella, y para celebrarlo, decide contraer matrimonio con ella misma.
La bomba que lanza remueve y de qué manera a su familia, que cada uno a su manera, responde con sus decisiones y sus historias haciendo caso omiso a Rosa, que deberá seguir remando para hacerse entender y sobre todo, que los demás escuchen y no piensen tanto en sí mismos, y piensen un poquito en Rosa, la que siempre está ahí. La película brilla con una luz mediterránea (se sitúa en localizaciones de Valencia, Benicàssim, entre otras), una luz libre e intimista obra de los cinematógrafos Sergi Gallardo (que ya hizo la de El olivo, otro relato con tintes mediterráneos), y Beatriz Sastre, que debuta en el largo de ficción, bien acompañados por otros miembros conocidos de Bollaín, como el montaje de Nacho Ruiz Capillas, lleno de energía, con ese aire naturalista y próximo que emana la película, el arte de Laia Colet, o el sonido de Eva Valiño. La narración fluye y enamora, tiene ese aire de tragicomedia que tanto le gusta a Bollaín, con ese aire de comedia alocado y drama personal, mezclados con astucia con humor y emoción, sin nunca caer en el sentimentalismo o el dramatismo, sino en esa fina, cuidada y equilibrada mirada donde todas las cosas están donde deben estar y en la distancia justa, esa distancia para poder conocer a los personajes, sus tragedias cotidianas, que nos hagan reír, llorar y en fin, emocionarnos.
La directora madrileña vuelve a contar con Candela Peña, que estuvo en su debut, y era una de las hermanas de Pilar en Te doy mis ojos, dando vida a Rosa, en un rol maravilloso y jugoso, en que la actriz catalana brilla con luz propia, con ese magnetismo natural que le caracteriza, expresando sin palabras, solo con gestos, toda la marabunta emocional que vive en la película, reafirmando sus emociones, luchando por ellas, y haciendo lo imposible para que todos los suyos sepan que hasta aquí hemos llegado, que su vida, la real, la que siempre había soñado, empieza hoy, que ya es muy tarde, y todos ellos, deberán sacarse las castañas del fuego, y no depender de su buena voluntad, como señal de esa nueva vida, el vestido rojo de vuelo, pasional y vital. A su lado, brillan también Sergi López, campechano, mandón y egoísta, ese hombre abnegado a su trabajo que le está llevando a la ruina, Nathalie Poza, la hermana que vive demasiado en su burbuja y deberá remover sus cosas para volver a la senda que más le conviene, Ramón Barea como el padre, ese hombre todavía perdido después de haber perdido a su mujer, que también, debe encontrar su forma de encauzar el dolor y la pérdida. Y finalmente, Paula Usero (que ya vimos en un breve papel en El olivo), da vida a Lidia, esa hija que ya lleva dando demasiados tumbos para su corta edad, que necesita entender a su madre Rosa, y sobre todo, entenderse a sí misma para saber que quiere y que necesita.
Bollaín ha querido volver a esas historias protagonizadas por mujeres perdidas y rotas que tanto le gustan, situándolas en esa tesitura donde sus existencias ya nada tienen que ver con lo que soñaron años atrás, cuando eran más jóvenes, cuando todo parecía posible, en una aventura de volverse a reencontrarse con ellas mismas, como si recuperase el personaje de Trini y lo buscara a ver que ha sido de su vida, o quizás, dentro de Rosa hay muchas Trinis, o tal vez, podríamos añadir, que dentro de nosotros hay demasiadas Rosas, que al igual que Rosa, deberíamos dar el paso y casarnos con nosotros mismos antes que con nadie. La cineasta recoge el aroma de todo ese cine español tragicómico donde se hablaba de emociones en el contexto social que nos ha tocado vivir, como las comedias madrileñas de los Colomo, Trueba o Almodóvar, con personajes femeninos fuertes y desgraciados, mirando los problemas bajo la mirada del observador crítico y paciente. Bollaín ha construido un relato bellísimo y muy emocionante, lleno de ritmo, de vitalidad, de sentimientos, que va de aquí para allá, sin tregua, donde ocurren mil cosas, dando visibilidad a todas esas emociones que necesitan salir y materializarse, una película sobre la vida, sobre todas esas vidas que no hacemos caso, todas esas vidas que se pierden por el camino, un camino demasiado encajonado y cuadriculado, un camino que es demasiado planeado, en el que solo obedecemos y agradamos a los demás, olvidándonos de lo más importante de nuestras vidas que no es otra cosa que nosotros mismos, lo que somos, lo que sentimos y hacia donde queremos ir. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Lucía Alemany, directora de la película “La inocencia”, en la Cafetería Farga en Barcelona, el viernes 20 de diciembre de 2019.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Lucía Alemany, por su tiempo, amistad, generosidad y cariño, y a Katia Casariego de Comunicación, por su tiempo, amabilidad, generosidad y cariño.
“No te rindas que la vida es eso, continuar el viaje, perseguir tus sueños, destrabar el tiempo, correr los escombros y destapar el cielo”
Mario Benedetti
La inagotable cantera cinematográfica de la escuela de cine Escac sigue dando sus inmejorables frutos y alumbra una nueva mirada que se llama Lucía Alemany (Traiguera, Castellón, 1985) que ya habíamos conocido hace cuatro años cuando presentó su cortometraje 14 años y un día, en el que plasmaba las disputas de Arantxa, una niña de 14 años que se enfrentaba a la tiranía paterna, íntegramente filmado en su pueblo natal. Para su puesta de largo ha vuelto a su pueblo para filmar a otra niña, en este caso Lis, quinceañera, en mitad de otra tesitura emocional que también la llevará a enfrentarse a sus padres, por su deseo de ser artista de circo, a su pueblo y su particular pelea por su vida. Alemany escribe junto a Laia Soler Aragonès, compañera de la Escac, un guión que arranca con el final de las fiestas patronales del pueblo, con las verbenas de pasodobles, “bous al carrer”, procesiones y los fuegos artificiales como fin de fiesta, o lo que es lo mismo, el final del verano, el final de ese espacio y estado emocional de despreocupación, libertad, amigas y fiesta.
Empieza el otoño y también, las clases y las obligaciones, pero Lis, que encuentra en Néstor, un novio de verano, una forma de huida ante la opresión del ambiente de pueblo cerrado y crítico con cualquier actitud diferente, pero lo que parece una tabla de salvación derivará a un embarazo no deseado, y unas responsabilidades que suponen una hecatombe en la vida de Lis, que perdida y temerosa por la respuesta paterna, encontrará refugio en la complicidad de su inseparable amiga Sara, y la madre de esta, Remedios, dedicada a la sanación emocional y espiritual, que la escucharán y sobre todo, le ofrecerán una mirada amiga y protectora. Alemany coloca su cámara a la altura de la mirada de su protagonista, con la que a través de ella, nos mostrará ese pueblo anclado en lo arcaico y la tradición, un lugar poco tolerante con las ideas diferentes, encerrado en sí mismo y sus quehaceres cotidianos, como veremos con la actitud paterna, la de sus amigos o vecinas del lugar, más interesadas en las vidas ajenas que en las propias.
Lis es alguien ajeno a la dinámica del pueblo, metida en su mundo, muy suya, alejada de las actitudes de sus amistades y crítica con lo que se cuece ahí. Un espíritu libre y valiente, alguien que ya en el arranque de la película deja clara quién es y a qué se enfrenta, cuando se lanza a la piscina y mientras va buceando, tiene que ir sorteando a otras personas y obstáculos para seguir avanzando, la secuencia que mejor define el espíritu que recorre la propuesta de Alemany, la de esa inocencia interrumpida de golpe, de volverse mayor de un día para otro, de ese verano que ya no volverá, que será el último de muchos, del final de la infancia y el comienzo de algo que empieza a vislumbrar sus garras, ese mundo de los adultos donde los actos y actitudes devienen responsabilidades que hay que enfrentar y asumir como propias. La directora castellonense construye una película ligera e íntima, colocando a Lis en el centro del conflicto dramático del relato, convirtiéndose en el origen y final de todo lo que sucede en la película, ese cambio de niña a mujer, o lo que es lo mismo, ese tránsito en empezar a ser quién quiere ser y pelear con todas sus fuerzas para conseguir la mujer con la que sueña, acarreando los conflictos que se vayan presentando.
Alemany reúne en este viaje a compañeros de escuela como la citada Soler Aragonès y Joan Bordera en la cinematografía, con esa luz mediterránea y cálida para atraparnos con sutileza en el cisma emocional que sufre Lis, y al preciso y sobrio montaje de Juliana Montañés, fraguada en la Ecam, editora de Carlos Marques-Marcet, consiguen una forma brillante y luminosa donde el pueblo de Traiguera se convierte en un personaje más, por su atmósfera abierta y cercana y a la vez, cerrada y maldiciente. La magnífica terna de intérpretes experimentados como Laia Marull, haciendo de esa madre protectora, pero también, sumisa con la autoridad paterna, Sergi López, como padre trabajador y señor de la casa, mostrándose muy intolerante con su hija a la que todavía trata como una niña desamparada, y Sonia Almarcha, la madre de Sara, la mejor amiga de Lis, interpreta a esa mujer diferente, el contrapunto de la actitud de los padres de Lis, la “bruja” según los habitantes del pueblo, alguien especial y con ideas muy abiertas sobre el amor, el sexo y la vida.
Y los intérpretes jóvenes, debutantes muchos de ellos, casan a la perfección junto a los adultos, con una magnífica y apabullante Carmen Arrufat que da vida a Lis, una niña-adolescente rebelde, libre y con deseos de volar y salir del pueblo para enfrentarse a su vida y a su sueño, con Joel Bosqued como Néstor, el típico chulito de pueblo, que pasa droga y se siente el rey del mambo, dando réplica a Lis, que empieza siendo la válvula de escape que necesita la chica para luego ser un problema en su vida, con Estelle Orient, que ya estuvo en 14 años y un día, interpretando a Sara, la íntima amiga de Lis, algo así como un espejo en el que se refleja Lis, un apoyo incondicional por su rareza y su falta de encaje en el sentir del pueblo, y las otras amigas, Laura Fernández y Rocío Moreno, que son Rocío y la Patri, con las que tropiezan las anteriores por sus diferencias de actitud y deseos. Alemany ha creado una película muy cercana y libre, sin ataduras, en la que basándose en experiencias reales sitúa a una niña que se enfrenta al final del verano más difícil de su corta existencia, en el que deberá enfrentarse a todo aquello que quiere ser, tanto por ese embarazo inesperado, a sus sentimientos, a su vida y a su sueño, pase lo que pase, y peleando por todo aquello que siente y quiere. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Nada es más difícil que aprender a mirar a alguien, a ser mirado de cerca por otro.”
Antonio Muñoz Molina
Corría el año 2013 cuando apareció La plaga, del tándem Neus Ballús (Mollet del Vallés, 1980) y Pau Subirós (Barcelona, 1979). Ballús en la dirección y comontaje, y compartiendo producción y guión con Pau. La plaga nos hablaba de un país en crisis, a partir de un retrato naturalista y sensible, a medio camino entre la ficción y el documento, para hablarnos de la difícil cotidianidad de unos supervivientes en los márgenes. Seis años después nos llega el segundo trabajo del tándem Ballús-Subirós, pero esta vez han dejado la periferia del Vallés para viajar hasta Senegal, situándonos en uno de esos resorts en los días previos a la Navidad. En semejante espacio, lugar idílico para el turista occidental, donde transita alejado de la realidad social del país para enfrascarse en su aventura más superficial, en aburridas rutas de safari, en paseos para conocer el entorno más amable, realizar juegos acuáticos en el hotel y conocer el folclore más exótico y simpático.
En ese entorno occidental en África, conoceremos a una peculiar familiar a través del punto de vista de Marta, una chica de 17 años, asqueada por el viaje y compartir con su padre, al que hacía tiempo que no veía, uno de esos blancos que hacen negocio con el turismo, algo simpático, y más preocupado de sus business que de sus hijos y sus problemas, y también anda Bruno, el hermano pequeño de Marta, convertido en un aliado imbuido por la tecnología. Y así andan las cosas, los días en el resort van cayendo uno tras otro mientras el agobio y la desazón de Marta van en aumento, cada vez más ausente y distante, y más tiempo alejado de los suyos, hasta que cruza la frontera, sumergiéndose en el “Staff Only” (al que hace referencia el subtítulo de la cinta) donde conocerá a Khouma, un joven mayor que ella que se dedica a realizar esos vídeos para sacarles un cuántos euros de más a los turistas, y a Aissatou, una limpiadora de habitaciones. Marta profundizará con sus “nuevos” amigos y descubrirá una cara diferente de Senegal, que la llevará a alejarse de su familia, y dejarse llevar con sus amigos, experimentando esa realidad que el turista nunca ve, esa que está afuera, lejos del ideal falso del resort.
De la mano de Marta, o mejor podríamos decir, que a través de su mirada, iremos conociendo el otro rostro menos amable y más real, los verdaderos intereses de los autóctonos, una realidad muy diferente a la suya, una realidad que chocará con los valores y costumbres occidentales de Marta. Situación que la llevará a replantearse las cosas, sus sentimientos y a acercarse más a su padre, a sus ideas y a reconciliarse con él. Ballús vuelve a mostrarnos diferentes realidades que se nos escapan, que viven invisibles dentro de un mismo entorno, mostrando las múltiples cotidianidades tan desiguales e injustas que conviven en el mismo espacio, pero no lo hace desde la condescendencia o el sentimentalismo, sino todo lo contrario, que recuerda en ciertas formas y narrativas al cine de Ulrich Seidl y su aproximación al turismo occidental en África en su Paraíso: Amor (2012) explorando de forma sincera, profunda y honesta todas sus realidades, todos sus personajes, todos sus intereses, los choques culturales e idiomáticos, y al diversidad de intereses de unos y otros, consiguiendo un retrato certero y conciso de todo ese universo complejo y multicultural que se mueve en estos espacios hoteleros.
La joven protagonista no solo crecerá a un nivel físico, sino también emocional, valorando todo lo que tiene y sobre todo, conociendo todas esas realidades que se mueven en su vida y en su mirada, porque lo que nos explica de forma clara y apabullante Ballús es que para ver a los demás y conocerlos en sus realidades y complejidades, primero deberíamos conocernos a nosotros mismos, entendiéndonos profundamente, y viviendo con nuestras emociones volubles, nuestras vidas vulnerables y toda esa extrañeza que nos atrapa en situaciones en las que nos cuesta reconocernos en los demás y sobre todo, a nosotros mismos. La luz cálida e íntima de Diego Dussuel, que repite con Ballús, crea ese ambiente amable, pero también oscuro que se va desarrollando a lo largo del metraje entre los personajes y sus derivas emocionales, con el preciso montaje que deja que las situaciones se vayan desarrollando en una especie de laberinto, tanto físico como emocional por donde se van desplazando los personajes, con esa interesante mezcla entre las diferentes texturas de cine y video, que acaba creando un espejo deformante donde libertad y prisión emocionales se miran, se reconocen, pero también se alejan y discuten. Sin olvidarnos la cercanía del sonido obra de Amanda Villavieja que captura de forma extraordinaria la diversidad sonora y los contrastes que conviven en la cinta.
El fantástico reparto que ha logrado reunir Ballús emana espontaneidad, veracidad y cercanía, con un natural y estupendo Sergi López, único actor profesional de la película, que se mueve en su salsa, dando vida a ese padre que también deberá aprender a acercarse a su hija y sobre todo, a conocerla y a hablarle de otra forma, como una mujer, la magnífica debutante Elena Andrada dando vida a esa Marta en pleno apogeo de descubrimiento y hastiada de su padre, que deberá reencontrarse con los suyos y con ella, y los formidables intérpretes africanos con Ian Samsó que interpreta a Khouma, un buscavidas que encuentra en los turistas una forma de subsistir en un entorno difícil, y Madeleine Codou Ndong que hace una Aissatou que mostrará a Marta esa realidad que se escapa del turismo modelo. Ballús-Subirós vuelven a demostrar que con poco se puede hablar de mucho, desde la sinceridad y la honestidad, sin olvidar que en las situaciones más difíciles también hay espacio para lo humano, a través de la sensibilidad y el encuentro con el otro donde nos reflejamos a través de lo que somos y lo que sentimos. El viaje de marta es una película valiente y necesaria, llena de vericuetos narrativos y emocionales, repleta de situaciones complejas y difíciles, que no se olvida del sentido del humor en una película que explica tantas realidades e intereses diversos, en un entorno de múltiples rostros y entornos, explicándonos con arrebatadora naturalidad y sencillez el choque con el otro, las relaciones con el diferente, que quizás no lo es tanto, confrontando esos espejos físicos y sobre todo, emocionales que tanto nos ayudan a seguir creciendo y conociéndonos más. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA