Cantando en las azoteas, de Enric Ribes

LA DIGNIDAD COMO ORGULLO.

“Para mí vivir es no tener prisa, contemplar las cosas, prestar oído a las cuitas ajenas, sentir curiosidad y compasión, no decir mentiras, compartir con los vivos un vaso de vino o un trozo de pan, acordarse con orgullo de la lección de los muertos, no permitir que nos humillen o nos engañen, no contestar que sí ni que no sin haber contado antes hasta cien como hacía el Pato Donald… Vivir es saber estar solo para aprender a estar en compañía, y vivir es explicarse y llorar… y vivir es reírse…”

Carmen Martín Gaite

Nació como Eduardo Rondón en los años veinte en San Fernando en Cádiz. De infancia difícil en el seno de una familia obrera, se refugia como monaguillo donde será objeto de abusos. Se alista al ejército en el Sáhara y luego, huye a París dejando una España franquista y reaccionaria. Allí trabajará para Cocteau y François Sagan y se convertirá en el transformista Gilda Love, que lo lleva a Barcelona en la década de los sesenta y setenta en un espectáculo que se convierte en la sensación de Barcelona. Gilda Love es el último transformista de la Barcelona más underground y canalla.

Cantando en las azoteas no hace un recorrido por la larga y novelesca vida de Gilda Love, sino que se centra en el aquí y ahora. La cotidianidad de un nonagenario, que vive con pocos recursos en el barrio del Raval, que sueña con volver a actuar, y las circunstancias le obligan a cuidar de una niña. El cineasta Enric Ribes (Barcelona, 1989), a pesar de su juventud, alberga una larga trayectoria junto a Oriol Martínez con el que dirige varios cortos como Take Me to the Moon (2014) y Xong Di (2016), sobre la intimidad de las colonias textiles de China, y largometrajes como Glance Up (2014), sobre un deportista discapacitado, y The Peach Blossom Garden (2016), sobre el sueño de un paraíso perdido en China. En solitario Ribes dirige Greykey (2018), retrato contado por la hija de un guineano-español superviviente de Mauthausen, galardonado internacionalmente, y producido por Valérie Delpierre, al igual que su opera prima en solitario, el mismo viaje que hiciera con Carla Simón y Pilar Palomero, que nace del proyecto de un corto documental para convertirse en una mirada tierna y humana de Gilda Love, y lo hace con un magnífico guion que firma Xènia Puiggros (productora entre otras de La mujer ilegal, de Ramón Termens y Voces rotas, de Héctor Faver), en el que colabora el propio director y ha tenido como consultora a Isa Campo.

Una historia desde la intimidad de Gilda Love, y siguiendo una trayectoria que continua anclada en el retrato ,en un ejercicio muy interesante en el manejo del archivo, que hay muy poco, en ese ejercicio de mirar al otro, de penetrar en su intimidad, de entrar en lo doméstico, en filmar a su personaje en la cotidianidad de su vivienda con sus quehaceres diarios, comprar gas, cuidar de sus plantas, maquillarse y vestirse frente al espejo como hacía antes, tender la ropa en la azotea mientras canta recordando como lo hacía su madre, escuchando y tarareando sus actuaciones, y de repente, la aparición de Chloe, una niña de dos años, con un padre en la cárcel y una madre haciendo la calle, que se quedará con Gilda como antaño hizo con otros niños. Una relación que no solo recuerda a aquella otra de El chico, de Chaplin, una película que tiene más de un siglo de existencia, sino que ejerce como faro para hablarnos de todo aquello que vemos y no vemos de singular personaje. Una exquisita, cálida y naturalista cinematografía de Anna Franquesca Solano, a la que Ribes recupera de sus trabajos anteriores, amén de realizar una carrera en el cine independiente estadounidense con títulos tan loables como Indiana, de Toni Comas, o The Farewell¸de Lulu Wang, entre otras.

El director catalán reúne su relato en unos especiales y auténticos setenta y ocho minutos en un gran trabajo de edición que firman Guillermo Irriguible, que ya estuvo en Greykey, Queralt González, con experiencia en series como Sé quién eres, Vida perfecta y Hache, entre otras, y Sofi Escudé, que ha trabajado con Mar Coll, Liliana Torres y Pilar Palomero, entre otras. Ribes sin alardes ni subrayados, construye una excepcional película que aborda temas tan universales como la vejez, las personas mayores del colectivo LGTBIQ+, la soledad, la dignidad de ser diferente y seguir defendiéndolo y aceptándose, y sobre todo, la bondad, ese valor humano en vías de extinción, una obra que le acerca a aquella bondad y humanismo que tanto declamaban cineastas como el citado Chaplin, Renoir, Rossellini, Kiarostami, Kaurismäki, entre otros, donde lo humano y la cercanía con el otro es esencial para seguir viviendo con dignidad y orgullo, y Gilda Love es todo un ejemplo en ese sentido, porque como dice ella todo lo ahce de corazón y sin esperar nada, sintiéndose útil y siendo generosa, como la misma actitud que tenía el anciano de Umberto D, de De Sica, que a pesar de las injusticias que soportaba y no tener nada, se mostraba bondadoso.

Ribes nos ofrece un hermosísimo canto a la vida, al amor y a resistir como forma de ser, mirando a su personaje desde la honestidad, sin caer en el sentimentalismo ni la condescendencia, mirando por la mirilla, sintiéndose uno más de su vida, alguien que mira y filma, siempre desde la sinceridad, mostrándolo todo y haciéndolo de forma tierna y sensible. El director barcelonés ha creado una película muy sencilla, y tremendamente honesta, una obra auténtica, de verdad, que emana vida y humanidad por sus cuatro costados. Un relato sobre alguien que tiene una actitud de rebeldía y dignidad ante la vida, que a sus más de noventa años, sigue en pie, en la lucha, siendo una persona que nunca se rendirá, que seguirá dando guerra, porque solo las cosas que nos importan, hacen que seamos reales, como Cantando en las azoteas, que no solo nos descubre a un personaje-persona de una Barcelona desaparecida, sino que nos abre los ojos para que volvamos a sentir valores que parece que la sociedad consumista e individualizada ha desterrado, valores como la dignidad, la bondad y la resistencia, valores que nos hacen humanos, al fin y al cabo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Tailor, de Sonia Liza Kenterman

EL SASTRE QUE HACIA VESTIDOS DE NOVIA.

“La derrota tiene una dignidad que la victoria no conoce”

Jorge Luis Borges

En Los tomates escuchan a Wagner (2019), de Marianna Economou, unos primos griegos y la ayuda de unas abuelas reciclaban su cultivo de tomates en conservas orgánicas que vendían al extranjero. Algo parecido le sucede a Mikos, un sastre a la antigua usanza que ha heredado el negocio de su padre. Los cambios en la moda masculina, unos clientes envejecidos o fallecidos, y la crisis arrasadora del país, obligan a Nikos a mirar hacia el futuro de forma diferente y dejar su trabajo como sastre y mirar a las mujeres y a los vestidos de novia. La directora Sonia Liza Kenterman (Atenas, Grecia, 1982), de madre griega y padre alemán, que ya había dirigido un par de películas cortas como Nicoleta (2013), y White Sheet (2015), con gran aceptación internacional, vuelve a colaborar en el guion con Tracy Sunderland, con la que ya coescribió Nicoleta, y continúa en el mundo de los marginados y perdedores, y aquellos que han sufrido alguna pérdida en el entorno familiar. Individuos como Nikos, que no se resigna al inminente embargo de su tienda por falta de pagos, y sobre todo, de clientes.

La trama arranca con el padre de Nikos en hospital, y con la soga al cuello, se las ingeniará para sacar a flote su negocio, con la inestimable ayuda de su ingenio y de su vecina Olga, y su pequeña y espabiladísima hija Victoria, formaran un equipo que recorrerá las calles con un especie de remolque tirado por una moto en busca de clientas, imposible no acordarse del motocarro de Plácido y sus penurias para afrontar la primera letra del citado vehículo. Tailor tiene ese tono de fábula mágica, con el aroma del cine mudo de Chaplin o Keaton, con un tipo muy curioso, de hablar poco, mirar mucho y de vida tranquila y anodina, solo de su trabajo. Tiene también mucho del cine de Tati, y su inolvidable Monsieur Hulot, el tipo hecho a la antigua que choca con tanto aparato moderno, y sin olvidarnos del toque de cuento, con tonos melancólicos y tragicómicos que deambulan por el imaginario de Menzel, Iosseliani, Kusturica, entre otros, y películas como Delicatessen, donde la comedia y el tono de fábula ayuda a mirar la realidad de formas y texturas diferentes.

Kenterman confía plenamente en su plantel de intérpretes para dar vida a unos personajes que hablan lo justo, y miran mucho, eso sí, y como miran, diciéndolo todo, expresando todo lo que tienen en su interior. Dimitris Imellos da vida a Nikos, el callado y rutinario Nikos, un tipo que ya no seduce con el maravilloso arranque de la película, cuando lo vemos en plena faena, con sus telas, sus patrones, sus hilos y alfileres y agujas y demás herramientas de su sastrería, con ese olor a naftalina y a inamovible. La actriz rusa Tamila Kouieva es Olga, una vecina que le ayudará con los vestidos de novia, y quizás a algo más, la niña Dafni Michopoulou es Victoria, hija de Olga, con la que mantiene una peculiar correspondencia, y en el otro lado, están Thanasis, el padre de Nikos, que interpreta el veterano Thanasis Papageorgiou, un hombre de antes, que ve a su hijo como un ser inferior, alguien a quien dirigir, un pobre tipo que ha aprendido el oficio y no es nada sin él, y finalmente, Kostas, el marido de Olga, que compone el actor Stathis Stamoulakatos, un tipo rudo, corriente, y todo lo contrario a Nikos.

Sonia Liza Keterman ha dado con el tono y la forma de su opera prima, una película que no solo habla de la crisis económica desde otra posición, no de aquella triste y crudísima, sino desde un espacio donde se habla de valores que en la sociedad actual parecen olvidados, como la dignidad, la amistad, la fraternidad y la cooperativa, ayudarse unos a otros, mirar al otro, y sobre todo, empatizar. Y todos esos valores humanos nos lo cuenta en el marco de una hermosísima y sensible fábula con el aroma de los cuentos de toda la vida, con la cotidianidad e intimidad que vivimos diariamente. Una película que no debería pasar desapercibida entre la maraña de estrenos semanales, porque el espectador no solo va encontrar un relato bien contado y unos intérpretes que destilan bondad, trabajo y dignidad, valores que en este mundo se hacen cada vez más necesarios y valientes, sino que también van a encontrar humanismo, esa palabra que muchos no solo desconocen, sino que sus actos les llevan a todo lo contrario, porque en casos de dolor y tristeza, como el caso de Nikos y su sastrería, es cuando más necesitamos al otro, que nos mire, que nos entienda y sobre todo, que nos coja de la mano y nos acompañe, porque no somos un número de cuenta corriente ni los bienes materiales que lleven nuestro nombre, eso no es ser, es solo tener. Ser es otra cosa, ser es como somos y nos relacionamos con los demás cuando estamos tristes y jodidos, eso es lo que nos hace personas de verdad, y sobre todo, humanos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El médico de Budapest, de István Szabó

LA DIGNIDAD HUMANA.

“La desvalorización del mundo humano crece en razón directa de la valorización del mundo de las cosas”.

Karl Marx

El director István Szabó (Budapest, Hungría, 1958), es junto a Miklós Jancsó (1921-2014), y Béla Tarr (1955), los directores húngaros más relevantes e importantes que ha dado el país magiar. La filmografía de Szabó arrancó en 1965 con la película La edad de las ilusiones, a la que le siguieron otras producciones como Padre (1966), Un film de amor (1970), entre otras. Películas que hablaban de la condición humana sometida al contexto histórico, económico, social y cultural de la Hungría comunista y la Segunda Guerra Mundial. A partir de Confianza (1980), la historia de una pareja que simula su amor para no ser deportada por los nazis, su cine despega internacionalmente de la mano del director de fotografía Lajos Koltai, en una colaboración que se alargará 14 películas, y la presencia del sensacional y contenido actor austriaco Klaus Maria Brandauer en la trilogía sobre el Imperio austro-húngaro que se inicia con la cinta Mephisto (1981), en la que un ambicioso actor de teatro se vuelve seguidor nazi para conseguir éxito, en Coronel Redl (1984), un oficial oculta su homosexualidad en plena desmembración del imperio, y Hanussen (1988), donde un hombre dotado para la hipnosis y la adivinación predecirá el auge y caída del nazismo.

Szabó emprenderá una nueva etapa en su cine, en el que realiza varias películas notables rodadas en inglés como Cita en Venus (1991), Sunshine (1999), Conociendo a Julia (2004), con producciones húngaras entre las que destacan Dulce Emma, querida Bobe (1992), The Door (2012), siempre moviéndose en un cine elegante, sobrio, pausado, y enormemente humanista, con la continua lucha entre los valores humanos contra los materiales, y entre los sentimientos y el deber. Con El médico de Budapest, trabaja por primera vez con el director y productor Pál Sandór, que tiene en su haber más de cuarenta producciones, donde vuelve a reencontrarse con Klaus Maria Brandauer, su actor fetiche, convirtiéndolo en un prestigioso cardiólogo de Budapest que, llegada la jubilación, decide convertirse en el médico de cabecera del pueblo donde creció. Allí, se reencontrará con varios personajes, empezando con el cura, ex compañero del colegio, que interpreta Károly Esperjes, que trabajó por primera vez con Szabó en Coronel Redl, con unas maravillosas sesiones de terapia y conocimiento en que se habla de fe y el valor del trabajo y las convicciones personales.

El doctor se tropezará con varios personajes, muy distintos entre sí, unos, más conformes con los delirios del alcalde y otros, en contra. El insigne cardiólogo mantendrá una relación cercana con la maestra que enseña canto a sus alumnos, que hace Dorottya Udvaros, que también estuvo en Coronel Redl, y bajo las órdenes de Jancsó, una mujer viuda, independiente y firme que, también se verá hostigada por los vecinos por su forma diferente de pensar y hacer. András Stohl hace de ese alcalde más preocupado de sus intereses personales que las necesidades de sus habitantes, uno de esos tipos muy críticos con el régimen comunista que ahora, en democracia, utiliza las mismas triquiñuelas para alcanzar sus objetivos, András Balint, uno de los actores húngaros más reputados, imprescindible en muchas películas de Jancsó y en las primeras de Szabó, da vida a un personaje faro del relato, siempre sentado en un banco junto a la estación, testigo de un tiempo pasado y espectador de un presente demasiado viejo.

Con un estilo y una forma muy característica, donde abundan las secuencias donde todo parece fluir sin grandes turbulencias, el cineasta húngaro maneja como nadie el tempo cinematográfico, con un ritmo reposado, cadencioso, como si filmase un diario del pueblo en cuestión introduciendo el conflicto de forma silenciosa, sin armar jaleo, huyendo de las estridencias y virguerías narrativas de mucho del cine actual, István Szabó es de la vieja escuela, aprendió cine a partir de la forma y los personajes, construyendo unos encuadres invisibles, pero llenos de fuerza y contundentes, donde la acción emocional era y lo es todo. Cada personaje es sumamente complejo, visto desde el detalle, desde la mirada del observador que sabe hacia dónde va, siguiendo su camino, moviendo con pausa su historia, y sobre todo, capturando con armonía y sencillez, todo lo que se cuece bajo la apariencia del lugar y sobre todo, de cada uno de los personajes, con su característico tono donde el melodrama intenso y cautivador va calando en el interior de los personajes, y siendo fiel a esa mirada de cineasta curtido en 17 películas, donde se ha labrado una obra de un gran observador de su tiempo, del pasado imperial, ruina y deshecho de los tiempos actuales, lanzando esa mirada crítica, corrosiva e inquieta al régimen comunista, a la democracia o eso que se le parece, y demás momentos convulsos de la historia vivida, donde la condición humana se ve continuamente sometida a los avatares de la historia, donde los valores humanos siempre están chocando con las adversidades históricas, donde la lucha por vivir y sobrevivir pende de un hilo muy fino.

En El médico de Budapest, como sucede en la mayoría de su filmografía, todo se mueve en apariencia con una armonía plácida y cotidiana, pero la llegada del doctor de la capital, romperá con todo eso, y alterará el lugar, dejando al descubierto todas las miserias y la corrupción que se manejan, fusionada excelentemente bien con los conflictos personales de los personajes, tanto los personales como los que tienen con otros, donde hay una historia de amor, de las que encogen el alma, esa lúcida e íntima mirada sobre la vejez con sus alegrías y tristezas, la despoblación y la dejadez del mundo rural, el sentimiento de sentirse extraño en un lugar reconocible, el paso del tiempo y sus afectaciones, las relaciones difíciles entre doctor y su madre, y sobre todo, lanza un mensaje humanista, en la que los valores humanos son cada día más imprescindibles en un mundo cada vez más idiotizado y autómata donde el dinero es el nuevo Dios y la razón de existir. El director húngaro nos habla de esa imposibilidad de volver a lo que éramos, al tiempo perdido, y a todo lo que dejamos, como explicaba con inteligencia y emoción la maravillosa Fresas salvajes, de Bergman, aunque como hace el genial cineasta sueco y el propio Szabó, siempre nos quedará algún lugar y alguna mirada en la que reflejarnos y sentirnos felices, aunque solo sea un leve instante, que con el tiempo se convierten en momentos inolvidables. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Zabou Breitman

Entrevista a Zabou Breitman, codirectora de la película “Las golondrinas de Kabul”, en el Instituto Francés en Barcelona, el miércoles 19 de febrero de 2020.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Zabou Breitman, por su tiempo, amistad, generosidad y cariño, a Mariam Chaïb Babou, por su fantástica labor como intérprete, y a Eva Herrero de Madavenue, por su tiempo, amabilidad, generosidad y cariño.

Las golondrinas de Kabul, de Zabou Breitman y Éléa Gobbé-Mévellec

BAJO EL YUGO TALIBÁN.

“Ser tirano no es ser, sino dejar de ser, y hacer que dejen de ser todos.”

Francisco de Quevedo

La acción se sitúa en el verano de 1998, en la ciudad de Kabul (Afganistán) bajo el yugo de los talibanes, un régimen de horror que acabó con cualquier atisbo de resistencia, y sobre todo, creo un mundo donde la mujer quedó anulada, al amparo del hombre, oculta bajo el burka, vilipendiada y sometida al amparo del tirano. Habíamos visto películas interesantes y profundas sobre este atroz tiempo de la historia del país árabe como Osama, de Siddiq Barmak, A las cinco de la tarde, de Samira Makhmalbaf o Buda explotó por vergüenza, de Hana Makhmalbaf, donde se daba buena cuenta de la terrible situación de la mujer afgana. Incluso, en junio del año pasado, y también con las técnicas de animación, conocimos el relato de Parvana, la heroína de El pan de la guerra, de Nora Twoney, que al igual que ocurría en Osama, su familia la convertía en chico para poder subsistir. Ahora nos llega, Las golondrinas de Kabul, basada en la novela homónima de Yasmina Khadra, que nos cuenta las peripecias de Zunaira y Mohsen, una joven pareja que vive en Kabul, y cómo su destino hará que la penosa y oscura existencia bajo el régimen talibán les dé una oportunidad diferente a la que tienen.

Los productores de Bienvenidos a Bellevilley Ernest & Celestine, dos de las últimas películas de animación francesas de éxito, confiaron en el talento de Zabou Breitman (París, Francia, 1959) con una extensa filmografía como actriz, y directora de teatro y cine con cinco títulos de acción real en su haber. A través de la técnica de la rotoscopia (filmar con intérpretes acciones reales que después se pasaran a animación) misma técnica utilizada en grandes obras del género como Yellow Submarine,  El señor de los anillos, A Scanner Darkly o Vals con Bashir, y la magia de los dibujos en acuarela de Éléa Gobbé-Mélvellec (Francia, 1985) que ya había trabajado en Ernest & Clestine, la simbiosis perfecta para llevar a cabo la sensibilidad y belleza que requería la novela de Khadra. Un espacio que nos sumerge en la cotidianidad de ese Kabul espectral y vacío, donde apenas se ven rastros de vida, en el que todos sus habitantes se mueven por inercia, desplazándose con miedo, agazapados en una realidad terrorífica y desoladora.

La película de Breitman y Gobbé-Mévellec capta con absoluta precisión y detalle todo ese universo deshumanizado, construido a través de las miradas y gestos de unos personajes encerrados en una existencia desgarradora y asfixiante, en que el dibujo nos muestra la cotidianidad de manera abstracta, situándonos en un paisaje urbano que describe el abatimiento que sienten los protagonistas del relato, vaciándonos el espacio y dejándonos en mitad de ese desgarro infernal en el que los talibanes han convertido Kabul, donde crece la infamia, el dolor, el miedo y la sinrazón a cada instante, como el terrorífico detalle de la mirada de las mujeres a través de la rejilla del burka o esa demoledora secuencia de la lapidación. Las directoras francesas parecen guiarnos por una película muy deudora del cine iraní, con la sombra guiadora de los Kiarostami, Panahi, Makhmalbaf, entre otros, un cine que reflejaba en la infancia los durísimos embates contra la población iraní bajo el régimen de los ayatolás.

La cercanía, el preciosismo y la belleza que hace gala la animación se convierten en el mejor vehículo para contarnos de manera sincera e intimista el infierno cotidiano y existencial que viven los personajes, consiguiendo en muchos instantes que olvidemos la animación y nos sintamos frente a un documento real sobre la situación vital de la población afgana que padeció tamaño sufrimiento, sensación manifiesta gracias a la fantástica ilustración, acompañado de un movimiento y sonido evolventes, con el aroma que desprende y la precisión de su brillante guión, transformando un relato que va más allá de la simple historia, para adentrase en un terreno más universal, con unas personas que sueñan con ser libres y luchan por conseguirlo, donde las circunstancias del momento pueden cambiar de tal forma que el infierno persistente y agobiante de la realidad, abra un resquicio de luz por el que la vida ofrezca una oportunidad inesperada pero real para sus vidas, como ocurría en Funan, de Denis Do, otra impresionante muestra de cómo la animación evocaba los infiernos personales de los camboyanos bajo el yugo de los Jemeres Rojos.

En Las golondrinas de Kabul (bellísimo título que evoca a esa libertad que añoran los personajes de la película) Breitman y Gobbé-Mélvellec consiguen unos personajes diversos y complejos, todos en situaciones difíciles, todos en encrucijadas vitales en las que deberán situarse en aquel lugar de resistencia aunque para ellos tengan que sacrificar muchas cosas, en una trama brutal y magnífica que va in crescendo, con un ritmo desbordante en el que no dejará indiferente a ningún espectador, soportando esa malvada cotidianidad donde solo los valientes y sobre todo, aquellos que nada tienen que perder, se atreverán a ir más allá, a cruzar las líneas que jamás hay que cruzar en situaciones tan horribles, en creer que hay vida tras los muros de la ignominia y la crueldad talibán. Una película humanista, sencilla, honesta, maravillosa e íntima que sabe sumergirse con maestría en la cotidianidad de los afganos bajo el yugo talibán, en sus ilusiones rotas, en sus conciencias abatidas, en sus sentimientos vaciados, y sus dignidades pisoteadas, pero también, nos muestra que todo esa frustración vilipendiada y oculta, puede un día emerger y construir un espacio de libertad y dignidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Xavier Artigas

Entrevista a Xavier Artigas, codirector de la película “Idrissa. Crónica de una muerte cualquiera”. El encuentro tuvo lugar el jueves 7 de noviembre de 2019 en el domicilio del director en Barcelona.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Xavier Artigas, por su tiempo, amistad, generosidad y cariño, y a Katia Casariego de Comunicación, por su tiempo, amabilidad, generosidad y cariño.

Womanhood, de Beryl Magoko

RECUPERAR LA DIGNIDAD.

“La dignidad de la naturaleza humana requiere que enfrentemos las tormentas de la vida”.

Mahatma Gandhi

Beryl Magoko sufrió a los 10 años la MGF (Mutilación Genital Femenina) en el poblado donde vivía en Kenya. Desde entonces, su vida sexual ha sufrido las consecuencias, así como muchos problemas de salud que arrastra desde aquel fatídico día en que le practicaron la ablación. Ahora, muchos años después, convertida en una cineasta afincada en Alemania, coge su cámara y emprende un viaje-búsqueda para encontrarse con otras mujeres africanas que sufrieron en su infancia la ablación para compartir experiencia, dolor y silencio, y también, para recuperar la dignidad perdida, una dignidad que se convierte en el foco de atención de la película, ya desde su título “Womanhood”, feminidad, donde Magoko emprende su propio viaje personal catártico y a tumba abierta para enfrentarse a su dolor, a su pasado y a su presente, ya que se plantea una operación de reconstrucción en la que volverá a recuperar su dignidad como mujer y su vida. Segundo trabajo de la directora en la que explora la ablación, práctica ancestral que han sufrido más de 200 millones de mujeres y niñas en 30 países del África subsahariana, Oriente Medio y Asia, como hizo en The Cut (2012) que recibió varios elogios internacionales.

Magoko nos sumerge en un viaje emocional y muy profundo, en el que se desnuda en todos los sentidos y niveles, abriéndonos su alma e investigando desde todos los puntos de vista posibles todo lo que visible e invisible de la MGF, escuchando a otras víctimas de la práctica, y explorando nuevos caminos de restitución, en un retrato femenino de gran profundidad, mostrándonos un espejo deformador donde las cosas adquieren un significado poético y sincero donde no caben medias tintas ni ningún tipo de sentimentalismo para convencer al espectador, todo se cuenta desde su crudeza, sus terribles consecuencias, desde lo más profundo del alma, sin cortapisas ni filtros, con toda la verdad y honestidad que desprenden las diferentes mujeres y la propia directora que comparten con nosotros su experiencia, su dolor y su vida, mostrándonos una realidad silenciosa y horrible que padecen tantas mujeres.

La directora kenyana habla de ella misma, de su tierra, de sus orígenes, de sus tradiciones, y lo hace desde una sinceridad apabullante, mirándonos de frente, siendo fiel a sus emociones, a todo lo pasado y todo lo que le pasa, describiendo con minuciosidad todas las emociones contradictorias que experimenta durante la película, como ese instante impagable donde el encuentro con su madre en Kenya en la que las dos mujeres hablan a tumba abierta sobre lo ocurrido, donde existía la presión religiosa, cuando es una práctica de iniciación que nació antes de la llegada de la religión, y la presión social, un diálogo entre madre e hija que resume toda la intención de la película, donde tradición y modernidad se mezclan, se funden y dialogan frente a frente, explicándose las ataduras tanto de una y otra en una sociedad tradicionalista, patriarcal y anclada en viejas y sangrientas tradiciones.

Magoko no juzga a nadie, y mucho menos a su madre, explica de manera detallada y visual un relato verbal de recuperar un pasado atroz, enfrentándose a ese dolor, a esa angustia, a esa culpa que acarrean tantas mujeres, cara a cara con aquello que ha condicionado completamente su feminidad, su sexualidad y su identidad, sin huir del dolor, sin intermediaciones, guerreando con lo que duele, con lo que no deja vivir, con esa condena. El documento se emparenta a otras exploraciones materno filiales como Stories We Tell (2012) de Sarah Polley o Amazona de Clare Weiskopf, en la que hijas inquietas, curiosas y llenas de enigmas acuden al reencuentro con las madres en busca de respuestas, de aclaraciones, de reconstruir un pasado oscuro, callado y lleno de enigmas. Womanhood se erige como un documento imprescindible, necesario, valiente y conmovedor sobre la dignidad de la mujer y las herramientas para reconstruir su vida y aquello que le arrebataron siendo niña, convirtiéndose en un retrato íntimo y profundo lleno de aristas, de búsqueda personal, de (des) encuentros que devolverán la vida y la dignidad a una mujer apaleada y violada cuando era niña, en una película catártica que ayuda a dejar de arrastrar el fatídico yunque y empezar a respirar y recuperar lo arrebatado, tanto su feminidad, su vida y su sexualidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Georgina Cisquella

Entrevista a Georgina Cisquella, directora de la película “Hotel explotación: Las Kellys”, en el Parque Jardins de Mercè Vilaret en Barcelona, el martes 4 de diciembre de 2018.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Georgina Cisquella, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Carmen Jiménez de ArteGB, por su tiempo, cariño, generosidad y paciencia.

Entrevista a Julia Dahr

Entrevista a Julia Dahr, directora de “Gracias por la lluvia”. El encuentro tuvo lugar el jueves 1 de marzo de 2018 en la Plaza Gutenberg del Campus UPF en Barcelona.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a  Julia Dahr, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a Mercè, la traductora, por su amabilidad, generosidad y trabajo,  y a Ot Burgaya y Laia Aubia de El Documental del Mes, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño.

10 años y divorciada, de Khadija Al Salami

10-anos-y-divorciadaMUÑECAS ROTAS.

Una niña de 10 años escapa de su marido y entra en una sala de justica, angustiada y temerosa, le comunica al juez que quiere divorciarse. A partir de este arranque impactante que no deja lugar a ningún tipo de dudas de las intencias de la película, la cineasta Khadija Al Salami (1966, Saná, Yemen) con una interesante trayectoria como novelista, en la que ha destacado en denunciar los abusos contra las mujeres de su país, se inicia en el mundo del cine, con un largometraje de denuncia, una obra que nos muestra la terrible odisea de una niña, Nojoom (estrellas, en lengua yemení) que es obligada por su padre a casarse con un hombre de 30 años a cambio de una renta pequeña. A través de flashbacks, con idas y venidas, vamos conociendo los orígenes de la familia de Nojoom, que viven del café en una zona rural, y todas las situaciones adversas que se originaran para que finalmente tengan que emigrar a la ciudad y comenzar una nueva vida.

Nojoom

Al Salami realiza una obra sin concesiones, directa y contundente, no se anda con rodeos innecesarios, muestra unos hechos terribles y dolorosos sin caer en el sentimentalismo y la condescendencia con su personaje, huye de adornos innecesarios y argumentaciones recurrentes, envuelve su obra a través de la mirada de su desdichada criatura, un gesto brutal que se arrastra en silencio, Nojoom se siente atrapada, presa de un destino oscuro, casada con un hombre que abusa sexualmente de ella, y la maltrata física y emocionalmente si ella no lo obedece. Una vida de mujer cuando sólo es una niña, infancia robada y vilipendiada, una vida que no es la suya, un tormento continuo, un infierno vital en el que se encuentran cientos de miles de niñas en todo el mundo, como explica la abogada durante el juicio. La película yemení, una cinematografía totalmente alejada e inexistente en nuestros cines, también puede verse como un estudio antropológico serio y realista de las condiciones durísimas de vida en las zonas rurales, y las ancestrales tradiciones patriarcales de sometimiento a las mujeres por parte de la voluntad y el deseo de los hombres, como la barbaridad de casar a la mujer ultrajada por su violador, o permitir que los hombres puedan casarse tantas veces quieran y cohabitar con todas sus mujeres, leyes de hombres contra la libertad y la dignidad de las mujeres.

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La cineasta yemení, afincada en París, sigue a su joven heroína en esta terrorífica situación a la que es expuesta, una niña que le roban su vida, una niña que sólo puede imaginar casas señoriales dibujándolas con tiza en el suelo, que vende su anillo de boda para comprarse una muñeca, que le encanta jugar y reírse con su hermano, pero que no le dejan ser quién es, y es obligada a ser quién todavía no es. Una película construida desde la mirada de una niña de 10 años, desde la mirada de alguien preso en su vida, la cámara captura todos esos momentos de forma honesta, tomando la distancia prudencial, contando sin entorpecer la mirada del espectador, estando ahí, siguiendo lo que ocurre, pero sin plantear ningún discurso moralizador. Una película humanista que, saca del olvido a muchas de estas niñas, dotándolas de una visibilidad que los medios no les ofrecen. La película denuncia, como el motivador y esclarecedor discurso del juez durante el juicio, “…recogiendo las miserias de una población ignorante y tremendamente analfabeta, apelando a la conciencia humana para considerar ciertos valores que controlan las vidas, de deshacerse de la ignorancia que ciega a los culpables, que inconscientemente delinquen en nombre de las tradiciones. Y también de la religión…” , discurso que recuerda a otro, sublime y brutal, el formulado por Charles Laughton en Esta tierra es mía, de Renoir, en 1943, en plena Segunda Guerra Mundial, en la que el maestro cobarde, se dirigía a los presentes enarbolando la bandera de la libertad hablando sobre el valor y la dignidad humanas frente a la barbarie. Khadija Al Salami nos ofrece una película durísima, pero que no le falta poesía, a través de detalles ínfimos y muy cotidianos, pero llenos de esperanza a unas niñas que mientras tengan ganas de jugar nadie les podrá arrebatar sus vidas.