Romería, de Carla Simón

LA MEMORIA EXILIADA. 

“Cuando pasa el tiempo todo lo real adopta un aspecto de ficción”. 

Javier Marías 

Hace unos años en la Filmoteca de Cataluña la cineasta Carla Simón (Barcelona, 1986) presentó una sesión donde pudimos ver Llacunes (2015), un cortometraje de 14 minutos donde construía la memoria de su madre Neus Pipó a través de sus cartas en las que recorría los lugares donde fueron escritas, entre ellos, Vigo. La ciudad portuaria gallega es el escenario de su tercer largometraje Romería, donde recupera el personaje de Frida, la niña de Estiu 1993 (2017), ahora reconvertida en Marina con 18 años que, como sucedía en el citado corto, emprende el viaje a la citada Vigo para reconstruir la memoria de sus padres junto a la familia paterna. La familia y sus avatares emocionales vuelven a estar presentes en el cine de Simón como en Alcarràs (2022), aunque en aquella su alter ego no estaba presente, pero sí la institución familiar como reflejo de nuestras felicidades, tristezas y demás. Este tercer capítulo no sólo se detiene en la memoria silenciada de aquellos años ochenta donde muchos jóvenes cayeron en la heroína y el sida, sino que, a través de la mirada de Marina recorre todo el silencio y las sombras de una generación totalmente silenciada y exiliada.  

La directora barcelonesa impone un tono y una atmósfera naturalista e íntima, en que la llegada de Marina revuelve un tiempo escondido, un tiempo en que los diferentes personajes de la familia paterna recuerdan a medias, inventando o simplemente ignorándolo, donde estamos frente a una familia que es la antítesis de Estiu 1993, donde todo era acogida, comprensión y cercanía, aquí es tensión, silencios y gestos malintencionados, donde el misterio y el miedo se ha impuesto en la “oveja negra” de la familia. La trama se instala en la imposibilidad de Marina de reconstruir aquellos días de verano de los ochenta de sus padres, mediante los testimonios confusos de todos y todas, las cartas reales de su madre, convertidas en un diario de ficción, y sobre todo, la imaginación o la invención, como ustedes prefieran, porque todo lo que desconocemos, por los motivos que sean, también podemos inventarlo, y así aproximarnos a lo que creemos que sucedió, o tal vez, no es más que otra ficción como aquello que llamamos realidad. Quizás, con este ejercicio de pura invención podemos acercarnos a la verdad de los hechos, que también tienen algo de ficción. 

La cineasta catalana se ha acompañado en este viaje a la memoria instalada en la ausencia de los otros, de las que ya no están, de sus huellas y sombras. Tenemos a la gran Hélène Louvart como cinematógrafa en un trabajo extraordinario donde los pasados, tanto el de  2004 como los ochenta están construidos a través de un luz muy natural, que ayuda a la idea que todo es un presente continuo, donde la realidad, los sueños y la ficción se mezclan y fusionan creando no un tiempo definido, sino un caleidoscopio donde las fronteras convencional se desvanecen creando una verdad muy íntima que, además, se va fabricando mediante las imágenes que va capturando la inquieta Marina, donde realidad y ficción se van haciendo uno, a través de las diferentes texturas y grosores. La maravillosa música de Ernest Pipó también acoge la historia desde lo más profundo e invisible generando todas esas amalgamas de sensaciones, inquietudes, sabores y atmósferas por las que transita la travesía emocional de la protagonista. El gran trabajo de sonido que firman el dúo Eva Valiño y Alejandro Castillo, que va muy bien para adentrarse en el universo real y onírico por el que atraviesa Marina con ese mar y ese olor como metáfora-testigo de todos y todo.  El montaje de Sergio Jiménez y Ana Pfaff opta por el cuidado y el detalle en un viaje tranquilo y reposado donde Maria se adentra en un laberinto muy oscuro y enterrado donde nadie habla y si hablan aún transmiten más inquietud y misterio, en unos poderosos y bellos 114 minutos de metraje. 

La excelencia en la parte interpretativa es una de las marcas de la casa del universo de Simón, en Romería, vuelve a contar con un elenco que brilla sin necesidad de aspavientos ni estridencias, adoptando una naturalidad que traspasa la pantalla, transmitiendo desde la mirada y el gesto todo el batiburrillo de emociones. La magnífica y debutante Llucía Garcia se hace con Marina, una joven que quiere saber o simplemente hacer las preguntas que nadie ha hecho de una familia obligada a vivir en la mentira o en el silencio que es lo mismo. Mitch es Nuno, primo de Marina, otro debutante, siendo esa especie de llave, esa intimidad y complicidad que necesita la joven, al igual que el tío Iago, que hace estupendamente el cineasta Alberto García. Encontramos a otros intérpretes de la talla de Tristán Ulloa, Myriam Gallego, Sara Casasnovas, Janet Novas, José Angel Egido, todos gallegos que ayudan a reflejar esa autenticidad que tanto busca en su cine la cineasta. Este viaje-romería que emprende Marina no sólo es al pasado de sus padres que no vivió, sino también a una verdad, como sucedía en Paisaje en la niebla (1988), de Theo Angelopoulos, en el que dos hermanos buscaban a su padre en una travesía en la que se enfrentarán a la vida, y a todas las esperanzas y tristezas que la rodean. 

Estamos ante una película que en su entramado formal y narrativo busca acercar al espectador sin agobiarlo, a partir de una historia llena de ausencias, silencios y muchos misterios, pero que en ningún momento resulta pesada y demasiado alejada, encuentra el equilibrio para contar el deseo de Marina de saber, de conocer, de desenterrar muertos y heridas que, por otro lado, nadie quiere desenterrar porque la desconocen o la callan por temor o vergüenza, y menos su abuelo que la trata como una extraña, una desconocida e incluso como una molesta forastera. Con sólo tres películas Carla Simón ha construido un meticuloso universo donde sus jóvenes protagonistas se relacionan con su familia, sea nueva o pasada o simplemente, ausente, de formas diversas y en eterna lucha, eso sí, desde lo que no se dice o lo que se oculta. Romería no responde todas las preguntas ni mucho menos, algunas sí, y otras, generan más interrogantes o silencios, porque la memoria es lo que tiene, y más cuando es la de otros, la de los ausentes, de los que ya no están, que no podemo preguntarles, y los que quedan, apenas saben y él que sabe, prefiere callar, silenciar y exiliar esa memoria, aunque ahí está Marina para reconstruirla ya sea con testimonios, con un diario, con una cámara o con su imaginación. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Los lazos que nos unen, de Carine Tardieu

SANDRA Y LOS AFECTOS. 

“El afecto no se puede crear; sólo puede ser liberado”. 

Bertrand Russell

Si pudiéramos prever los acontecimientos venideros de nuestras vidas, quizás, nuestras formas de encajarlas  podría ser muy diferente. La única verdad es que, por mucho que pensemos en aquello que nos está ocurriendo, hay una tsunami emocional que nos pasa por encima y es totalmente independiente a la razón, y sin darnos cuenta, nos va sometiendo a un universo del que jamás hubiésemos imaginado que íbamos a ser partícipes. Esto le sucede a Sandra, la protagonista de Los lazos que nos unen (“L’attachement”, en el original, que podríamos traducir como “El apego”), el quinto largometraje de Carine Tardieu (Francia, 1973), en la que basándose en la novela “L’intimité”, de Alice Fervey, traza una trama muy íntima y transparente, de las que se pueden tocar, en que la citada Sandra es una mujer muy independiente que trabaja en una librería femininsta, y las cosas del destino hacen que los vecinos de enfrente le dejen un día a Elliot, un jovenzuelo de 6 años muy espabilado, mientras ellos van al hospital por el inminente nacimiento de la niña. 

Un guion muy bien hilado y nada convencional escrito por Raphaële Moussafir, tercera película con la directora, Agnès Feuvre, que tiene en su haber películas como La fractura, de Catherine Corsini, y Un verano con Fifí y El teorema de Marguerite, entre otras y la propia directora, nos sitúa en un relato muy doméstico entre vecinos, y aún más cuando Alex, el padre se queda viudo con el mencionado Elliot, y la recién llegada Lucille, que irá marcando con sus meses el desarrollo de la historia. La vida de Sandra irá cambiando y se convertirá en una más en la familia de Alex y sus dos hijos pequeños. La contención y la sutileza se imponen en el tono de la película, porque los avatares que van alcanzando a sus personajes se van dando, casi sin querer, como la vida misma, donde los sentimientos y las emociones inesperadas, porque nunca son esperadas, van envolviendo a los respectivos y llevándolos a contradicciones y reflexiones alejadas a lo que ellos tenían en mente, sobre todo, al personaje de Sandra, hilo invisible y no tanto, y conductor de esta película que tiene apariencia de comedia ligera pero se va convirtiendo en una drama sin estridencias ni voladuras, sino todo lo contrario, muy ìntimo y nada pegajoso, dejando libertad y reflexión para la participación esencial de los espectadores. 

La directora francesa, de la que habíamos visto por estos lares la estupenda Los jóvenes amantes (2021), también distribuida por Karma Films, se ha rodeado de un equipo muy cómplice para abordar una película construida a partir de miradas y gestos, y pocas palabras. Tenemos al cinematógrafo Elin Kirschfink, dos películas con Tardieu, amén de otras con cineastas importantes como Mohamed Hamidi, Guillaume Senez y Léa Domenech, para dotar de una plasticidad tangible y nada ampulosa, que mantiene una atmósfera muy cálida y verdadera. La magnífica música de Eric Slabiak, cuatro películas con realizadora, que acoge las imágenes creando esa atmósfera tranquila y reposada donde las emociones van construyéndose desde los cimientos, casi imperceptibles e invisibles, que van arrastrando irremediablemente a los diferentes personajes. El montaje de Christel Dewynter, toda una jabata con más de 30 títulos que le ha llevado a trabajar con Mikhaël Hers, Thomas Lilti y Bruno Podalydès, y muchos más que, con sus 106 minutos de metraje, consigue atraparnos con muy poco, acentuando un ritmo reposado y nada agitado, con tensión y momentos de gran calado emocional, porque Sandra, más racional y concienzuda y los años que nunca engañan sabe mucho de tantas situaciones, aunque siempre existen esos resquicios que nos sorprenden inesperadamente. 

El reparto es brillante empezando por Sandra que hace una espectacular Valeria Bruni-Tedeschi, curtida en mil batallas y construyendo un personaje admirable, tanto en su forma de mirar como apegándose al pequeño Elliot, y la relación tan especial que tienen y aún más, una presencia que llena cualquier plano y encuadre como demuestra en muchos momentos de la película. A su lado, Pio Marmaï, un actor todoterreno con casi medio centenar de títulos, dando vida a Alex, el padre viudo lleno de temor e inseguridades en su situación, Vimala Pons es Emillia, una pediatra que llegará a la vidas de Alex y sus hijos, como un terremoto emocional, Raphaël Quenard es el padre de Elliot, un tipo muy curioso, dejémoslo ahí. Y finalmente, el joven César Botti que hace de Elliot, un chaval inteligente al que no se le escapa una. No se pierdan Los lazos que nos unen, de Carine Tardieu, porque descubrirán que la vida aparte de hacer planes que la mayoría no haremos, también tiene esa parte llamémosle accidental o inesperada que, la mayoría de las veces, se convierten en las partes más importantes de nuestra vida y nos la cambian de lleno, adentrándonos en un mundo desconocido pero lleno de emociones y amores maravillosos que, quizás, nos cambian muchas cosas, incluso nuestras ideas más profundas sobre esto o aquello. Estén despiertos porque estos accidentes inolvidables están ahí afuera o ahí adentro, nunca se sabe. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Las delicias del jardín, de Fernando Colomo

PADRE E HIJO, Y EL DICHOSO ARTE. 

“El arte es una mentira que nos acerca a la verdad”. 

Pablo Picasso 

Con Isla bonita (2015), Fernando Colomo (Madrid, 1946), abrió una etapa diferente con producciones más pequeñas y temas más frescos y naturales, que significaba un gran giro, muy alejado del entramado industrial en su extensa carrera como director, desde aquellas Pomporrutas imperiales (1976), célebre cortometraje que siguió a sud ebut en el largometraje con la inolvidable Tigres de papel (1977), punta de lanza de lo que luego se llamó la “Comedia madrileña”. Más de treinta títulos entre películas, series y demás han hecho de Colomo un director de cine con muchas comedias a sus espaldas. Con Isla bonita volvía a un cine ya muy presente en sus inicios y hablamos de La mano negra (1980), y La mitad del cielo (1983), que recuperó con Eso (1996). Un cine con pocos medios, muy fresco y divertido, lleno de ironía y crítico con todo y lleno de unos personajes metidos en mil líos y con un corazón enorme, sin olvidar las estupendas apariciones de Colomo como un actor excelente que, sobre todo, se ríe de sí mismo y de todo lo que le rodea. Aunque había aparecido en sus películas realizando cameos inolvidables, fue en las primeras películas de Manuel Gómez Pereira donde se descaró como actor y en Todo es mentira (1994), de Álvaro Fernández Armero se destacaba como un actor peculiar y brillante. 

Como digo, en Las delicias del jardín, producida en los mismos parámetros que Isla bonita, con un guion coescrito junto a su hijo Pablo Colomo, destacado pintor figurativo que, además se pone a actuar junto a Colomo. Mano a mano, padre e hijo se convierten en las almas inquietas y torpes de la trama. El padre es Fermín, un pintor abstracto en plena crisis personal y económica, que disimula como puede sus temblores que le impiden pintar, y vive en un garaje prestado, y el hijo es Pablo, que pinta poco porque sigue enganchado a su ex. En esas está Pepa, ex de uno y madre del otro, que les propone que participen en el concurso que elegirá una obra original inspirada en “El jardín de las delicias”, del Bosco. Un relato que mira al mundo del arte, a sus estupideces, algarabías y demás desastres con humor. Un humor crítico e irónico, por el que pululan personajes, personajillos y entes de todos los colores y etnias, y entre medias los enfrentamientos amistosos y no tanto entre padre e hijo y el encargo que tienen entre manos, que no resultará nada fácil como era de esperar. Colomo insufla a la película ese gran cine que lo caracterizó en sus estupendos ochenta, en películas como La vida alegre (1987), Bajarse al moro (1989), y las ya mencionadas. 

Colomo, después de tantos años de oficio, se ha rodeado para la ocasión de un grande como José Luis Alcaine, toda una institución de la cinematografía española con casi sesenta años de carrera y más de 150 títulos en su filmografía, con el que ha rodado seis películas, rodada con móviles por cuestiones presupuestarias, dándole una apariencia de inmediatez y naturalidad asombrosa que le va como anillo al dedo a lo que cuenta la película, con esos dos parias que intentan encontrar algo que no sea lo de siempre. La música la pone Fernando Furones, la quinta película con el director, con una composición de comedia clásica donde vida y ficción y realidad se mezclan creando una idea de ritmo y movimiento fantástica. El montaje lo firma Ana álvarez Ossorio, cuarta película con Colomo, amén del trabajo de Paco León como director, que insufla a la película una composición donde la agitación y la transparencia se convierte en las mejores bazas de una película pequeña de producción y muy grande de transmisión porque hace reír y no sólo eso, porque lo hace con sutileza e inteligencia, con unos personajes principales a la caza de su pequeño pelotazo que los saque de tanta miseria y penurias. 

Con un reparto fantástico con Colomo como perfecto anfitrión que no duda en reírse de él, del arte y de los tiempos actuales, con tanta impostura, regodeo y narcisismo, bien acompañado por su hijo Pablo, que debuta como guionista y actor, que tampoco duda de mofarse del mundo del arte y la pintura en particular. Y luego una retahíla de pululantes como Carmen Machi en el rol de galerista a la caza de su bolsa que también como he dicho ex y madre de los protas. Antonio Resines como amigo de Colomo, con sus temas sobre las crisis sentimentales y demás, con unos grandes momentos siempre en un bar. La artista Carolina Verd hace un personaje muy divertido y esencial en la trama. Brays Efe, Luis Bermejo y María Hervás también aparecen en personajes breves pero interesantes, además de los pintores Antonio López y Javier de Juan que se interpretan a sí mismos. La película Las delicias del jardín nos devuelve al mejor Colomo, desatada en todos los sentidos, sin las ataduras de la industria y componiendo una divertidísima comedia sobre la vida, sobre el amor, las relaciones, el arte, la pintura y todo lo que le sigue, con aires del mejor Woody Allen y recuperando o volviendo, según se mire, a aquellas obras de los principios de su carrera, donde con pocos o nulos medios sabía captar toda la atmósfera social, cultural y humana que pululaban por el Madrid post dictadura. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La primera escuela, de Éric Besnard

LA MAESTRA Y EL PUEBLO. 

“Enseñar siempre: en el patio y en la calle como en el aula. Enseñar con la actitud, el gesto y la palabra”. 

Gabriela Mistral

Los más viejos del lugar cuentan que… En la campiña francesa, allá en el otoño de 1889, con las primeras luces del día llegó Louise Violet, una maestra de París que pretendía dar clases a los niños del lugar. Así empieza la novena película de Éric Besnard (Francia, 1964), que vuelve a la recreación histórica y lo rural como hizo en Delicioso (2021). Esta vez, un siglo después, cuando la República obligaba a la educación pública y en un entramado narrativo y formal que no está muy lejos de la citada, porque vemos a un señor rudo y cerrado, terrateniente del lugar, y frente a él, una mujer que llega a su casa con ideas diferentes y de otro lugar, que también escapa de un pasado oscuro. La mencionaba se centraba en la cocina, y los primeros lugares para servir comida, y la que nos ocupa, de la educación y la primera escuela que va haber en el pueblo. El gusto por lo humano y las relaciones que se van entretejiendo a partir de caracteres diferentes es lo que sucede a un cineasta como Besnard que, en los últimos años, su cine ha crecido enormemente tanto en temas como en sus ejecuciones. 

Un elemento sumamente ejemplar en La primera escuela (“Louise Violet”, en el original), es su ambientación y atmósfera empezando por su cuidadísimo trabajo de producción, con un excelente equipo que nos traslada a la Francia rural de finales del XIX empezando por los decorados de Virginie Tissot, el vestuario de una grande como Madeline Fontaine, con más de 40 películas entre las que destaca Amélie, Séraphine, Violette, Jackie y la reciente El profesor de esgrima, que ya trabajó en Delicioso, todas recreaciones históricas de ejecución acertadísima. En el arte encontramos a una leyenda como Pascal Chevé con más de 150 títulos con grandes autores de renombre como Jeunet, Frears, Haneke, Ozon, Farhadi, Polanski y Wes Anderson, entre muchos otros, amén de trabajar en la citada Delicioso. Una película de época que no está acartonada, ya que en cada secuencia todo emana cercanía y naturalidad, huyendo de los tópicos que, en muchas ocasiones, encontramos en este tipo de películas, mucho más interesadas en contarnos los grandes nombres y se olvidan de los invisibles y humildes que también forman parte de la historia.

La excelente cinematografía de Laurent Dailland, con más de 40 años de carrera, al lado de Catherine Breillat, Radu Mihaileanu, Agnès Jaoui y Régis Wargnier, en su primera película con Besnard en la que capta con sencillez y fuerza todos los espacios de una película con una luz cambiante porque pasa por todas las estaciones durante casi un año, tanto en exterior como exterior. La música de Christophe Julien, cinco películas con Besnard, y junto a sus habituales Albert Dupontel, Josiane Balasko y Pablo Agüero, entre otros, donde va mucho más allá que el simple acompañamiento y ejerce un elemento imprescindible para recoger todos los altibajos y complejidades humanas que se desarrollan en la trama. El montaje de Lydia Decobert, otra cómplice más que estuvo en Delicioso, amén del cine de Nicolas Boukhrief, donde en sus reposados e intrincados 108 minutos de metraje nos va contando de un modo clásico las peculiaridades de los principales personajes, las diferentes relaciones que se establecen y el conflicto y los conflictos que estallan con la llegada de Louise Violet, una especie de extraterrestre en forma de forastera que deberá ganarse la confianza de unos aldeanos poco dados a las nuevas amistades. La película alberga puntos en común con El cabezota (1982), de Francisco Lara Palop, ambientada en el Asturias de 1857 que relata el enfrentamiento de un aldeano y la maestra porque se niega a llevar a su hijo a la escuela. 

En el campo interpretativo tenemos a Alexandra Lamy que alberga más de 40 películas principalmente en comedias populares, que le da una enorme humanidad y complejidad a su Louise Violet que, la República ha dado una oportunidad expulsándola de la gran urbe por resistencia política, y enviándola al rural para reflexionar sobre sus actos. Uno de esos personajes que se quedan en el recuerdo porque no sólo quiere que sus alumnos aprendan sino que les ayuda a convertirse en buenas personas llenas de honradez y humildad. A su lado, Grégory Gadebois, protagonista de las tres últimas películas de Besnard, la ya comentada Delicioso, Las cosas sencillas (2023), y ésta, donde su terrateniente bruto con una gran coraza que esconde un enorme corazón se resentirá al principio y con el tiempo veremos que algo cambia en él. La veterana Annie Mercier recrea un personaje maravilloso, el de la madre del terrateniente, una especie de bruja y muy sabia que habla poco y mira aún más. Jérémy López, otro Delicioso, Jérôme Kircher y Patrick Pineau completan el reparto que se nutre de figurantes de la zona. Vayan a ver La primera escuela porque habla de educación, del hecho de enseñar, hay algo más bonito en este planeta que aprender, escuchar y descubrir el lenguaje, la historia y todo lo que ignoramos y sobre todo, saber y comprender que no estamos tan sólos, que hay más montañas tras los muros del lugar que te vio nacer. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

On Falling, de Laura Carreira

LA EMPLEADA AURORA. 

“Cuando el trabajo es un placer la vida es bella. Pero cuando nos es impuesto la vida es una esclavitud”. 

Maximo Gorki

Viendo el nombre de Ken Loach y Rebecca O’Brien de Sixteen Films como unos de los productores podemos hacernos una idea sincera de por dónde irán los tiros de On Falling, ópera prima de Laura Carreira (Porto, Portugal, 1994), que nos sitúa en la existencia de Aurora, una inmigrante portuguesa que vive en la fría y lluviosa Edimburgo y trabaja como picker en uno de esos almacenes on line que venden para todo el mundo. Lo humano y lo social del individuo aplastado por los designios de lo material, fue la punta de lanza que exploró el magnífico cine del citado Loach, son también los cimientos de esta película, donde se habla muy poco, en la que asistimos en silencio a la vida de Aurora, entre las paredes que comparte con otros inmigrantes y los eternos pasillos que recorre en soledad capturando la infinidad de objetos para los pedidos. No conocemos su pasado, y mucho menos, qué será de su futuro. El relato se enmarca en su presente, en esa vida repetitiva, anodina y vacía llena de solitud, apenas compartida y terriblemente, alienante y autómata. 

Carreria afincada en Edimburgo ya demostró su sensibilidad por los trabajadores precarios en sus anteriores trabajos. Sendos cortometrajes Red Hill (2019) y The Shift (2020), en los que seguía a dos personas solitarias en sus duros empleos. La misma atmósfera y tono siguen en su primera película On Falling (traducida como “En caída”), capturando una de tantas vidas de la mal llamada Europa del bienestar que no es más que una mera excusa para seguir explotando personas y esclavizarse en trabajos insulsos y alienantes que no ayudan para tener una vida mejor, sino una vida en suspenso, como de espera, casi nula, que va pero a ningún lado sano y humano. La película nunca cae en el tremendismo ni la condescendencia, sino que logra construir un equilibrio profundo y honesta donde vemos la vida de Aurora, sus males y complejidades pero nunca de forma aleccionadora ni con el relamido mensaje de positivismo ni estupidez del tipo. La cinta emana verdad, una de tantas, que retrata de frente y sin cortapisas la vida de muchos inmigrantes que terminan en empleos mecanizados y aburridos, sólo para seguir manteniendo un sistema materialista y deshumanizado. Siempre ha sido mucho más humano y coherente hablar de los que sufren la “sociedad consumista” que hablar de las miserias de los que se nutren de ella. 

Una película que, aunque habla de miserias, construye una forma ejemplar y brillante, con la excelente cinematografía de Karl Kürten, que trabaja habitualmente con Lea Becker, con esos encuadres en espacios reales y domésticos que evidencian lo gris y oscuro de la existencia de la protagonista, con unos planos que sigue sus movimientos muy pegados a ella, que recuerdan mucho al Free Cinema británico que capturó las frágiles realidades de la working class post Segunda Guerra Mundial. La música de Ines Adriana no se dedica a acompañar las imágenes, sino que va mucho más allá, reflejando mucho el interior de Aurora, todas esas cosas que siguen ahí y no acaban de materializarse como un mejor trabajo, socializar más, aunque lo intenta no llega a concretarse y en fin, una vida que no sea tan mierda. El montaje que firman el dúo Helle le Fevre, la editora de la gran cineasta británica Joanna Hogg, y Francisco Moreira, que ha trabajado con Joâo Nicolau y Catarina Vasconcelos, entre otros, generando un relato muy movido, en el que hay pocos descansos, de corte puro y nada empático, porque la idea es contribuir a la reflexión en sus intensos 104 minutos de metraje.

Una película como esta necesitaba una actriz portentosa como Joana Santos, muy expresiva y tremendamente corporal, que consigue transmitir en silencio y en poquísimas palabras y gestos, toda la desazón y tristeza que acarrea Aurora, una mujer en tránsito de no se sabe qué, esperando una vida mejor que no acaba de llegar, en un estado donde todo parece que su vida es vivida por otra. Seguiremos muy de cerca la filmografía de Laura Carreira porque su On Falling es una obra mayor que devuelve el mejor cine social y humanista, tan en desuso en estos tiempos, quizás tiene mucho que ver con la necesidad de evasión y disfrute efímero que tiene el personal, para huir y engañar por unas horas esa existencia tan alejada de lo que son y en realidad, desean, y huyen de verse reflejado en una pantalla y no para bien, dándose cuenta de las vidas miserables que vivimos en el día a día, la que se refleja cada mañana en nuestro espejo, y las que vemos alrededor ya sea en el coche que nos lleva al dichoso polígono lleno de almacenes iguales que venden toda clase de objetos inútiles, o los que comparten con nosotros el almuerzo en mitad de conversaciones banales que ya no entretienen ni satisfacen en absoluto. Unos seres que apenas comparten unos minutos a lo largo de la semana, que apenas se conocen, en una sociedad cada vez más vacía, superficial y sin rumbo ni felicidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Manel Piñero y Jorge Cebrián

Entrevista a Manel Piñero y Jorge Cebrián, actor y director de la película «Boris Skossyreff, el estafador que fue Rey», en la vivienda de Pere Vall en Barcelona, el miércoles 17 de septiembre de 2025.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Manel Piñero y Jorge Cebrián, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y a Pere Vall de Comunicación de la película, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad.  JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Juanjo Castro

Entrevista a Juanjo Castro, director de la película «7291», en el Hostal Portugal en Barcelona, el miércoles 27 de noviembre de 2024.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a la personas que ha hecho posible este encuentro: a Juanjo Castro, por su tiempo, sabiduría, generosidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Retrato de un cierto oriente, de Marcelo Gomes

FÁBULA SOBRE EL AMOR Y LA INTOLERANCIA. 

“El odio no disminuye con el odio. El odio disminuye con el amor”. 

Buda

Érase una vez… La historia de Emilie y Emir dos hermanos libaneses y católicos allá por el 1949 que, después de haber perdido a sus padres y ante la inminente guerra, deciden embarcarse con destino a Brasil. Durante la travesía, Emilie se enamora de Omar, un comerciante musulmán que vive en Manaos. Emir se antepone a la relación y hará lo imposible por romperla, aludiendo a las diferencias religiosas. Retrato de un cierto oriente, de Marcelo Gomes (Recife, Brasil, 1963), es una historia sobre el amor, también lo es sobre la intolerancia, y el miedo al otro y a todo lo que representa, lo desconocido. Una historia contada como una fábula, con la atmósfera que emanaba de Las mil y una noches, que tiene mucho del cine de Miguel Gomes, a la que dedicó la trilogía homónima de 2015, y en películas como Tabu (2012), y la más reciente Gran Tour. Un cine que recoge la pasión, la aventura y lo misterioso de aquel cine en el Hollywood clásico que hacía Tourneur, donde había un enfrentamiento entre diferentes culturas, y se exponía todo lo que les separa y todo lo que les acercaba. 

A partir de un guion que firman Maria Camargo (que ha trabajado con Sergio Machado, el director de Cidade Baixa, entre otras), Gustavo Campos (que hizo con Gomes la película Paloma de 2022), y el propio director, basado en la novela homónima de Milton Hatoum, nos sitúan en la existencia de dos hermanos que huyen de su país envueltos en la desesperanza y con tiempo y actitud irán descubriendo una nueva esperanza en sus vidas. Ella, cuando conoce al enigmático y guapo Omar, y él, con Donner, un fotógrafo que va inmortalizando por el barco a todo aquel que se presta. Estamos ante una película tranquila, muy reposada, donde el traqueteo del barco va impulsando las distintas emociones que expresan la pareja protagonista, tan dispares y en continua colisión. Un relato que habla de nuestras diferencias a través de lo que nos une y nos acompaña como, por ejemplo, el baile, las tradiciones y la necesidad de ayuda del otro, como ocurre con el personaje de Anastácia, una india de la selva amazónica que entabla amistad con Emilie. Es también una obra que nos explica la importancia vital, como medio de supervivencia, de la confianza y la bondad del otro cuando el mundo parece destinado a aniquilarse. 

Una espectacular, sombría y atmosférica cinematografía en un poderoso blanco y negro que firma Pierre de Kerchove, habitual de Daniel Ribeiro, que repite con Gomes después de Joaquim (2017) y la mencionada Paloma, consiguiendo captar con suavidad las diferentes luces por las que pasan los hermanos, construyendo una luz que es un reflejo profundo de sus estados emocionales, acompañados por las diferentes texturas y grosores que se van acercando: la tenebrosa Líbano, lo misterioso y oscuro de la travesía, lo salvaje y mágico del poblado en pleno corazón selva amazónica y finalmente, la luz esperanzadora de Manaos. La música de Mateus Alves, cómplice de Kleber Mendonça Filho, Piero Bianchi y Sami Bordokan, consiguen con unas melodías atrayentes y nada estridentes capturar el misterio que encierra toda la película. El montaje de Karen Harley, habitual de la cinematografía brasileña, con una extensa trayectoria al lado de Carlos Diegues, Mika Kaurismäki, Anna Muylaert, Sergio Trefaut, y Zama (2017), de Lucrecia Martel, amén de cuatro películas con Marcelo Gomes, en un preciosista trabajo que sabe condensar los diferentes puntos de vista en sus 93 minutos de metraje que pasan con el mismo ritmo tranquilo y en calma que el viaje en barco, con sus brotes de violencia, que los hay. 

Si la parte técnica es un trabajo muy elaborado que brilla en cada encuadre y secuencia, la parte interpretativa está a la misma altura, en unas interpretaciones en las que se habla poco y se dice mucho. Tenemos a la actriz libanesa Wafa’a Celine Halawi que hace de Emilie con dulzura, belleza y carácter. A su lado, los libaneses Zakaria Kaakour es su hermano intolerante Emir, que debuta en el largometraje y Charbel Kamel interpreta a Omar, la antítesis del odio de Emir, que rivaliza con él. También encontramos a Rosa Peixoto que es Anastácia, la indigena brasileña que actúa como puente entre culturas y diferentes formas de pensar que están más cercas de lo que parece a simple vista. Y también, el actor italiano Eros Galbiati es Donner, que hace las maravillosas fotografías que son tan esenciales en la trama de la película. Acercarse a una película como Retrato de un cierto oriente, de Marcelo Gomes no es ninguna cosa baladí, porque experimentan ese aura que ha perdido mucho cine actual, donde el cine se convertía en una especie de demiurgo que nos llevaba por universos llenos de misterios, de amor, de belleza, a lo desconocido desde lo más íntimo y cercano, adentrándonos en esa parte de nosotros que desconocemos. Así que, tomen asiento, relájense y disfruten del viaje. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Concha Barquero y Alejandro Alvarado

Entrevista a Concha Barquero y Alejandro Alvarado, directores de la película «Caja de resistencia», en el marco de L’Alternativa. Festival de Cinema Independent de Barcelona, en el hall del Teatre CCCB en Barcelona, el sábado 16 de noviembre de 2024.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Concha Barquero y Alejandro Alvarado, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y al equipo de comunicación de L’Alternativa, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad.  JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Temps mort, de Fèlix Colomer

LA HISTORIA DE CHARLES THOMAS. 

“La vida no es sino una continua sucesión de oportunidades para sobrevivir”. 

Gabriel García Márquez 

Se cuenta que una vez, en un tiempo pasado, hubo un jugador de baloncesto estadounidense llamado Charles Ray Thomas que, no saltaba, simplemente volaba por encima de todos. Se contó que llegó a España a finales de los sesenta para jugar en el Sant Josep de Badalona, recién ascendido a la élite, donde fue el mejor. De ahí pasó al Barça donde hizo una dupla de oro con Norman Carmichael, mítico jugador de la sección en la que jugó nueve temporadas. Tenía una mujer Linda que lo adoraba y dos hijos pequeños. Pero aquellos de esplendor y de cielo infinito se truncaron con la importante lesión de rodilla frente al eterno rival Real Madrid. Después de todo aquello, la cosa cambió radicalmente, porque Thomas no fue el mismo. Aparecieron el alcohol y las drogas, su mujer lo abandonó y finalmente, un día de 1976 desapareció para volver a aparecer cuatro años después como una noticia que confirmaba su muerte. Una noticia nunca contrastada y por ende, abierta a ser cierta o no. La película Temps mort, de Fèlix Colomer (Sabadell, 1993), recoge su historia y la reconstruye de forma fidedigna, revelando información sobre la vida y la no vida de Charles Thomas, el jugador que voló.

De Colomer hemos visto películas como Sasha (2016), que recogía las vivencias de un niño ucraniano en su verano de acogida en Cataluña, Shootball (2017), que seguía el vía crucis de Manuel Barbero para destapar un caso de abusos en un colegio religioso, la serie Vitals (2021), sobre los primeros meses de la Covid en un hospital en su ciudad natal, en Fugir (2022), seguía a cinco hermanos ucranianos que huyen de la guerra, y El negre té nom, de este mismo año, donde daba buena cuenta del hombre disecado en Banyoles y la búsqueda sobre su identidad. La identidad en relación a lo humano es el leitmotiv de los trabajos del cineasta catalán, en que su cine-investigación se alimenta de seres que, en contra de todo y todos, deciden alzar su voz, luchar por la verdad, la dignidad y la justicia, en un camino lleno de obstáculos y presiones sociales y legales. Un cine bien contado, muy cercano, que usa un lenguaje directo y nada enrevesado, con una estructura con su parte didáctica e informativa, pero sin olvidarse del cine, es decir, con tensión, calma, giros inesperados y sobre todo, un incesante trabajo para destapar casos que han caído en el olvido, en algunos casos, y otros, que no han tenido la información adecuada y han quedado en suspenso. 

En Temps mort, con la complicidad del periodista Carlos Jiménez que investigó la figura de Charles Thomas, Colomer hace su Searching for Sugar Man, la película que siempre cita como la obra que lo llevó al documental, y rescata la vida y trayectoria del jugador, y lo hace componiendo una película que se hace con maravilloso material de archivo, en el que vemos a Ramón Ciurana, el señor que lo llevó a España, y algunos fragmentos de partidos de la época, imágenes del propio Thomas y su familia en sus momentos domésticos, e increíbles recreaciones, además de estupendos testimonios familiares del mencionado Ciurana, ex compañeros como el propio Carmichael, con el que eran íntimos amigos, Manolo Flores y Aito García Reneses, grandes jugadores como Santillana y Ramos, entre otros, para trazar un enigmático y contundente viaje por las luces y las sombras de un jugador que iba destinado a marcar una época pero la lesión de rodilla y la depresión lo alejaron de todos y de él mismo. Una película contado con un feroz ritmo, acompañado de una música excelente de Joaquim Badia, que ha trabajado en seis ocasiones con Colomer, amén de Ventura Pons, bien acompañado por temazos de la motown de aquellos años, con una brillante y lúcida cinematografía del dúo Juan Cobo y Pep Bosch, que ya estuvo en Sasha, y el febril montaje de Guiu Vallvé, habitual y pieza capital en el cine del director sabadellense, consiguen atraparnos y llevarnos en volandas por una historia llena de altibajos y sorpresas. 

La película evita la sorpresa tramposa, cuenta las cosas de forma honesta y nada especulativa, se centra en los hechos y los relata a partir de lo humano, sin necesidad de volantazos ni estridencias de ningún tipo, todo emana mucha verdad, es decir, vemos a personas que nunca son juzgadas, personas que son escuchadas atentamente, con la distancia justa y dotándolas de un espacio relajado y sin prisas. Temps mort es una gran película y lo es por su humildad y sencillez, con una trama digna del mejor thriller de investigación lleno de giros sorprendentes y totalmente inesperados, erigiéndose en un implacable retrato de historia, y de los personajes anónimos que son rescatados y sacados del olvido injusto del tiempo, porque no sólo nos sumerge en las antípodas de lo que era el baloncesto en España a finales de los sesenta y principios de los setenta, sino que traza un interesante, profundo y revelador cuento sobre la memoria, el tiempo, la amistad, la salud mental, el pasado que nos somete, el presente como oportunidad, y ejecuta un sólido e interesantísimo documento sobre los olvidados, los marginados y los invisibles, que quizás no están tan muertos, y siguen esperándonos para contarnos su historia, la suya y la de nadie más. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA