Trance, de Emilio Belmonte

EL ESPÍRITU DE LA MÚSICA. 

“Cuando uno empieza a tocar, a hacer música, a emitir sonidos… El primer objetivo, claro, no es ni la popularidad, ni vender entradas, ni ganar dinero con ello, supongo. Es más el adentrarte en ese mundo mágico de lo intangible, de lo que no es material, de lo que te trasciende. Los primeros músicos seguramente eran sanadores, de hecho hay muchos músicos que siguen ejerciendo de eso, quizás, todos lo hacemos. Cuando la gente se emociona, de alguna manera, está sanando su espíritu, su alma. Lo que pasa es que todo eso se ha borrado y se ha vendido más como ese mundo del espectáculo, en el cual, pues… ya todo es mesurable, entonces uno gana más dinero que el otro, el otro es más popular. Esa vorágine del mundo del espectáculo muchas veces oculta esa primera semilla de la música que no tiene mucho que ver con eso. Tiene más que ver con nuestro espíritu”.

Jorge Pardo

Por mucho que pretendamos, inútilmente, ser dueños de nuestro destino, la cosa va por otro lado. Porque somos presos de las circunstancias y los encuentros accidentales dominan nuestras existencias. El músico Jorge Pardo (Madrid, 1956), que tenía en el jazz su camino, se tropezó a finales de los setenta en un estudio con el guitarrista de flamenco Paco de Lucía, y ahí cambió todo para él. Porque de aquel encuentro casual, nació una colaboración que se mantuvo durante veinte años viajando por todo el mundo. El famosísimo sextete de Paco de Lucía llegó para cambiarlo todo, el flamenco entró en la fusión, son los tiempos del disco “Leyenda del tiempo”, de Camarón, y Triana y demás. La flauta de Pardo se puso al servicio del flamenco y todos disfrutamos del nuevo sonido, de la nueva mezcla y de una nueva mirada que lo revolucionó todo y a todos. Jorge Pardo sigue de ruta, con veinte discos editados, sigue en la fusión, en la búsqueda, tanto con su flauta como con su saxo, investigando y profundizando a través de la música, de sus múltiples caminos, reflejos y estados, siempre invocando el espíritu de la música.

El cineasta Emilio Belmonte (Almería, 1974), lleva más de veinte años instalado en París, y desde el 2017 con Impulso, sobre el arte de la bailaora Rocío Molina, ha empezado el proyecto “La piedra y el centro”, una trilogía documental sobre el flamenco del siglo XXI, en el que ahora llega su segunda entrega dedicada al maestro, trovador y genio Jorge Pardo con Trance. Durante dos años, la película sigue a este singular y gran tipo que es Pardo, lo vemos de aquí para allá, por varios lugares de Andalucía, ya sea por las playas almerienses, los encuentros de Cádiz, incluso por las tres mil viviendas de Sevilla, por festivales de jazz en Francia, en locales de Madrid, en conciertos por la India, en estudios de grabación de New York, y tomando unos boquerones en el bar. Lo vemos junto a amigos y músicos de viaje como el guitarrista Niño Josele, el pianista de jazz Chick Corea, el cantaor Israel Fernández, Pepe Habichuela, Diego Carrasco, el arpista Edmar Castañeda, el violinista indio Ambi Subramaniam, y demás músicos, cantaores y bailaores, que forman parte del universo flamenco y jazzístico por el que se mueve un tipo integro, honesto y sabio que sigue en la brecha defendiendo su música y su arte, muy alejado del oropel y neón de la industria, luchando incansablemente por seguir en el camino, a pesar de las dificultades y el ostracismo de una maquinaria económica a la que no le interesa la música y mucho menos el arte.

La impecable plasticidad de la película, su maravillosa mezcla de alboroto y calma, como es el flamenco y la música, y la sabiduría de Pardo, consiguen un inteligente y emocionante documento que no solo gustará a los amantes del flamenco y el jazz y la fusión, sino a todos aquellos que se detengan a escuchar, porque Trance va más allá del mero espectáculo de un músico virtuoso, que también hay, pero desde otro punto de vista, más humanista y honesto, aquí hay luces y algunas sombras, porque todo no es Jauja, también hay polvo y sangre. La película hace un magnífico y profundo retrato de Jorge Pardo, sin sentimentalismos ni condescendencias, sino auténtico, sin gustarse ni nada parecido, sino planteando una road movie de carretera, de aviones y de automóviles, una película de carretera con el aroma de Paul Bowles, donde el viajero es todo, y el viaje es lo de menos, donde todo lo que se experimenta es solo un camino y una experiencia más, dentro de un recorrido vital, porque el viaje es físico y sobre todo, emocional, porque el viaje no solo nos hace movernos de un lugar a otro, sino nos tiende puentes con los otros, con los demás, con sus formas de pensar, de sentir, de creer, de ser, y sobre todo, a nosotros mismos.

Jorge Pardo se abre en canal, mostrando su vida y sus vidas, todas las vividas, las que vive y las que vivirá, y lo hace desde la sinceridad del tipo calmado, del tipo sin prisas, del tipo que sabe que las dificultades de la vida hay que enfrentarlas con decisión, con coraje y con amor, alguien que tiene ironía, inteligencia y sencillez, alguien que sabe que la vida siempre es a cara de perro, porque quien quiere algo que nace desde dentro, siempre se tiene que bregar en cualquier sitio y con cualquiera. Trance de Emilio Belmonte con Jorge Pardo es un viaje por un músico y por su música, tanto la que hace como la que escucha, un viaje por todos sus compañeros, porque a través de ellos conocemos más a Pardo y todo su entorno, el que vemos y el que no, y todo magníficamente estructurado con ese objetivo del concierto en Madrid con sus amigos en el horizonte, con esa mezcla de vida y música que respira la película. Una película enorme, tangible e íntima, que nos lleva por sus ciento cuatro minutos de forma ágil, rítmica y maravillosa, sintiendo la música, el arte y la vida, porque como menciona Pardo la vida y la música es un todo, es la razón para seguir, es todo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Animales sin collar, de Jota Linares

DEUDAS CON EL PASADO.

El espectacular arranque de la película en la que nos sitúan en el interior de un automóvil en plena noche, en el que dos individuos jóvenes, uno, el que conduce, es un manojo de nervios, balbucea y está al borde del colapso, el otro, en cambio, anda moribundo y con un pie en el otro mundo. El coche circula a toda velocidad, todo ocurre muy rápido, sin tiempo de respirar, los planos son cortos y agitados. De repente, pasamos a general y el coche se detiene y deja al moribundo en la entrada de urgencias de un hospital, y sale a toda pastilla. Corte a un parking de discotecas, estamos unos años atrás, el que conducía se encuentra con una mujer, los dos se miran y saben que, a partir de ese momento, sus vidas quedarán ligadas muy a su pesar. De la noche del inicio pasaremos a la luz cálida, en ocasiones abrasadora y asfixiante de esa Andalucía rural, alejada de ruido, tráfico y prisas. La puesta de largo de Jota Linares (Cádiz, 1982) está inspirada libremente en Casa de muñecas, de Henrik Ibsen, la heroína Nora metida en un berenjenal íntimo, social y político de finales del XIX pasa a la Andalucía actual en otro embrollo de la misma naturaleza que mezcla el pasado y el presente, la política y lo íntimo, en el que se respira una atmósfera oscura y agobiante que contrasta con los espacios llenos de luz de la película, y la paz que, presumiblemente tienen esos ambientes.

La película lleva el sello de la productora Beatriz Bodegas, artífice de Tarde para la ira, de hace un par de años, también debut como director del actor Raúl Arévalo, un intenso y brutal thriller urbano en él que también se jugaban cartas con el pasado. Ahora, de la mano de Jota Linares, que ya había llamado la atención con sus cortometrajes como 3,2 (Lo que hacen las novias), Ratas o Rubita, planteando historias oscuras y perversas dentro de la cotidianidad, vuelve a esas premisas para hablarnos de varias cuestiones. Por un lado, tenemos el pasado, en el que Nora, el personaje femenino que hace una extraordinaria Natalia de Molina, será la encargada de llevar el peso de la trama, en el que Linares descansará toda la parte emocional soterrada, aquella que no se ve, pero bulle en su interior como una olla a presión a punto de estallar, en el que sentiremos toda su angustia, dolor y rabia en los acontecimientos que irán surgiendo.

Luego,  tenemos la política, con el personaje de Abel, que interpreta un sobrio y elegante Daniel Grao, uno de esos políticos jóvenes que viene a hacer borrón y cuenta nueva ayudando a los desfavorecidos y los olvidados con un partido que se llama “Pueblo Unido” (si hacen sus cábalas encontrarán su símil en la realidad) un marido tranquilo y sereno que tiene en ese lunes el día más importante de su carrera política, el discurso de investidura como presidente de la Junta de Andalucía. El tercer vértice de la trama encontramos a Víctor, estupendamente interpretado por Ignacio Mateos, en el que sentimos su desesperación y miseria,  un alto cargo manchado de corrupción con padre en la cárcel y madre senil, que remueve el pasado para no perder sus privilegios, chantajeando a Nora y provocando el cisma de la película, uno de esos tipos que ha utilizado la política como moneda de cambio, como espacio para acaudalarse y ahora, se ve perdido y herido como un lobo dando sus zarpazos a diestro y siniestro.

Encontraremos a dos personajes más, a Virginia, con el temple de una fantástica Natalia Mateo, en uno de esas almas a la deriva que pertenece al pasado de todos y de ninguno, que llega a servir de ayuda a una desesperada Nora, y también, conoceremos a Félix, al que da vida un convincente Borja Luna, interpretando un fotógrafo, también del pasado, que será testigo de todo la revolución emocional que está a punto de estallar. El cineasta gaditano nos encaja su película en sólo 3 días, que irá puntualizando como si fuesen capítulos, con esa penterante luz de Junior Díaz , también debutante, que baña la intimidad con suavidad, pero con esa negrura que sólo las almas sin consuelo conocen. Linares dota a su trama de un ritmo pausado, a fuego lento, sin prisas ni aspavientos emocionales ni sentimentales, en un magnífico thriller intenso,  íntimo y social donde todo escuece y nada es lo que parece, en un brutal ejercicio de sobriedad y estilo, donde todo se cuenta desde las entrañas, donde crecen y brotan lo más sucio y miserable de la condición humana, donde los males nos hacen polvo a nosotros y aquellos que queremos, en esos espacios del alma en los que nadie miente, donde la verdad es dolorosa y no deja luz para aliviarla.

La película toca muchos palos, desde el thriller seco y áspero, como el que hacían Fleischer, Fuller, Ray o Boorman, a ese cine rural violento y sangrante de Pascual Duarte o Furtivos, el western, con esos paisajes desérticos, donde antes pasaban carreteras y se podía oler la vida, al estilo de Hellman o Peckinpah, de esos tipos tirados y perdidos con su coche a cuestas como único hogar o final, la política, como juego de bandos y aniquilación del adversario, el pasado como arma arrojadiza del que no puedes despegarte y del que deseas enterrar por siempre jamás, y la mirada femenina, esa mujer que hace lo (im) posible para manejar los problemas y tiene que acarrear un montón de penurias y conflictos internos para que la armonía y esa paz, sólo de apariencia, siga siendo el motor de la vida de su marido, aunque a veces, todo es demasiado hostil y doloroso para seguir manteniéndose fuerte y valiente, porque hay momentos que también uno tiene que mirar por sí mismo y dejar que otros agarren las riendas de su vida y se enfrenten a sus propios conflictos.