Vivir sin nosotros, de David Färdmar

AMAR A QUIÉN YA NO TE AMA.

“Cuando uno ama todavía, es muy doloroso no ser amado; pero esto no es nada comparado con el tormento de ser amado cuando ya uno ha dejado de amar”

Georges Courteline

¿Qué ocurre después del amor? La devastadora sensación que uno experimenta cuando la persona que ama le comunica que ya no le ama, es una sensación que no se puede explicar con palabras. Una sensación que tampoco se puede olvidar, un antes y después de todo, es el momento crucial en que todo va a cambiar, todo se tornará de otro color, olerá de otra forma, los rostros y los cuerpos devendrán otro cariz, otra cosa, y el amor, o lo que se creía por amor, empezará su largo proceso de desamor, de empezar a reconstruirse emocionalmente, un largo recorrido que todavía se desconoce su destino por completo, un largo viaje para volver a uno y olvidarse del otro, de aquel que nos dejó de amar, o simplemente, creyó amarnos.

La opera prima de David Färdmar (Frölunda, Göteborg, Suecia, 1972), después de años dedicado a componer repartos, y dirigir dos películas cortas de gran éxito internacional, es una película que llama la atención desde su particular título, Are We Lost Forever (“Nos hemos perdido para siempre?”, en el original), lanzando “la pregunta”, una cuestión que no solo consigue acercarse a esa sensación del desamor cuando el amor se acaba, o mejor dicho, cuando la relación se acaba, porque el amor no es cosa racional, y seguramente, si existió, no depende de lo que pensemos o analicemos, sino de otros factores que se escapan de cualquier tipo de entendimiento. La primera imagen de la película resulta clarificadora de lo que nos contará, una pareja homosexual incorporados en una cama, con las miradas perdidas, después de que uno de ellos, Hampus, le haya comunicado a Adrian que la relación se terminó. Esos instantes de después, cuando el tiempo se detiene, cuando todo cambia de forma, de color, incluso de olor, cuando la persona que lo era todo, se convierte en alguien que ha comenzado a alejarse, ¿Será para siempre?, como explicará la película.

Färdmar compone un sensible e intimista pieza de cámara, describiéndonos la dificultad de decir adiós, tanto para el que deja como para el que sigue amando, en este proceso de idas y venidas, de llamadas a deshoras, de ataques de ansiedad, de no saber qué hacer ni adónde ir, de convertirse en otro, de una batalla entre lo que sientes y lo que racionalizas, entre lo que debes hacer y lo que no, entre la dignidad y el amor que sientes, en un torbellino infinito de emociones, gestos y demás acciones corporales y emocionales, en no saber qué ni nada. El director sueco construye con acierto y sinceridad todo esas batallas emocionales que experimentamos en una situación así, porque su película habla del amor cuando se acabó, y también, del desamor, ese desamor que todavía nos ata a la otra persona, o mejor dicho, a lo que teníamos con esa persona, y la película describe con minuciosidad y tacto toda esa reconstrucción emocional que debemos hacer para seguir en nuestro camino, y sobre todo, darnos cuenta que nada ni nadie nos salvará de nada, excepto nosotros mismos, y que el amor, o lo que creemos por amor, va y viene, o lo que es lo mismo, es demasiado inestable y vulnerable, y el verdadero amor, el amor de nuestra vida, somos nosotros mismos, elemento importantísimo que tardamos demasiado en descubrirlo.

El buen reparto que convoca Färdman con las presencias de Björn Elgerd como el desdichado y a tribulado Adrian, demasiado hermética y ensimismado en sí mismo, el dominador y de difícil convivencia, que debe aceptar su derrota y reencontrarse consigo mismo. Frente a él, Jonathan Andersson, que da vida a Hampus, el que deja, no porque haya dejado de amar, sino porque la relación con Adrian no puede ser, demasiado incompatibles, y sobre todo, faltos de comunicación. El cineasta sueco brilla en los diálogos y en las composiciones-cuadro de los encuentros y desencuentros, en ese limbo en el que se encuentran los dos protagonistas, en ese apego emocional que deben aprender a dejar, tanto el que deja como el dejado, en este duelo del amor, envueltos en el desamor, en esa otra forma de amar, de recordar lo que fue y ya no será, en todos esos momentos felices y amargos, que también los hay, en esa imperfección y locura que sentimos cuando creemos que nos enamoramos, y sobre todo, en esa catarata de emociones, sensaciones y no saber qué, porque en el amor como ocurre en todo lo que experimentamos en la vida, no solo hay que estar preparado para lo que nos resulta agradable, sino también, y más fundamentalmente, hay que estar preparado, y sobre todo, aprender, a estar triste, a dejar ir, y desamar, aunque está cuestión no sé si es posible, aunque conseguir algo que es sumamente importante para nuestras existencias, que consigamos con tiempo y paciencia, que deje de doler cuando recordemos aquello que vivimos con nuestro amor. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Ghosts, de Azra Deniz Okyay

JUVENTUD EN LA OSCURIDAD.

“La juventud no es una época de la vida, es un estado mental”

Samuel Ullman

Durante el siglo XXI, ha sido más o menos habitual, que nuestras carteleras albergarán cada cierto tiempo alguna película turca, los Ferzan Özpetek, Nuri Bilge Ceylan o Fatih Akin, se convertían en nombres reconocibles para el público más interesado en el cine reflexivo y humanista. Lo que ya llama muchísimo más la atención, es que aparezca una película turca dirigida por una mujer, que fue el caso de la extraordinaria Mustang (2015) de Deniz Gamze Ergüven, que retrata la sinrazón religiosa que sufría un grupo de hermanas. Ahora, nos llega otra película Ghosts (“Hayaletler”, en el original), dirigida por otra mujer, Azra Deniz Okyay (Estambuel, turquía, 1983), que debuta con una relato acotado en una sola jornada, la del lunes 26 de marzo de 2020, en la que nos sitúan en uno de esos barrios periféricos de Estambul, a punto de desaparecer, acosado por la gentrificación, ya que las autoridades están desalojando a los vecinos para construir la “Nueva Turquía”, como constantemente se anuncia en la radio. Ese día, en el que transcurre la película, la ciudad turca está sufriendo cortes de luces que sume a la ciudad en un tremendo apagón, dejándola completamente a oscuras, sutil y excelente metáfora del futuro que le espera a esa juventud que retrata la película.

La directora turca nos conduce a través de la vida de tres mujeres y un hombre, tenemos a Dilem (interpretada de forma natural y formidable por la debutante bailarina Dilayda Günes), una dancer que se gana la vida como puede y afronta una infidelidad de su novio, a Ela (que hace de forma concisa Beril Kayar), una activista apasionada por los derechos de la mujer y la comunidad gay, también están, Iffet (que compone con sinceridad Nalan Kuruçim),  limpiadora municipal, que está desesperada, ya que su hijo que cumple condena de prisión injusta, está siendo acosado en la cárcel y necesita dinero, un dinero que no tiene su madre y hará lo imposible para conseguirlo, cruzando al otro lado. Y finalmente, Rasit (que hace con contundencia Emrah Ozdemir), el típico crápula del lugar, que además de cobrarles fortunas a los refugiados sirios por alojarlos en pisos patera, está compinchado con otro para derribar edificios en el que viven personas sin hogar. La cámara febril y nerviosa de la película, con planos muy cercanos, convertida en una segunda piel de los personajes, con abundantes planos secuencia, en un gran trabajo del cinematógrafo Baris Özbiçer, ayuda a retratar ese microcosmos muy alejada de la estampa turista de la metrópolis de Estambul, o el cortante y enérgico montaje que firma Ayris Alptekin, que va de un personaje a otro, sin descanso, moviéndose en esa fina línea donde al caer la noche, todo parece que va a explotar de un momento a otro, con los innumerables saqueos que se producen aprovechando las tinieblas que oscurecen la ciudad, y más concretamente el suburbio en ruinas que acoge la película.

El elemento de la música de Ekin Fil, que rasga con transparencia todos los movimientos desesperados de los protagonistas por no ser engullidos por una realidad que los aplasta y ahoga, con esa policía perseguidora y la religión como guardiana de esa moral tradicional que acosa a las mujeres. La primera película de ficción de la productora Heimatlos Films, fundada en el 2017, que cuenta con cortometrajes de ficción y documental, así como el documental Mimaroglu: The robinson of Manhattan Island, que se vio en el prestigioso festival de Visions du Reel, debutan en la ficción con un relato que juega con la fusión del dispositivo documental y ficción para no solo retratar la Turquía invisible que no llena las noticias de los grandes medios, sino aquella otra, que se oscurece, que se ensombrece, esa llena de fantasmas, de espectros sin vida, o con una vida precaria, que se mueven en el alambre de la huida constante, con trabajos legales que no les da para vivir dignamente, y deben recurrir a la ilegalidad como hacer de “mula”, como hacía Clint Eastwood en su última película, para salir adelante o conseguir aquello que legalmente no pueden conseguir, como queda demostrado en la situación que vive Iffet.

Azra Deniz Okyay se desata como una creadora sumamente observadora de todas las realidades consumidas en ese otro Estambul, aquel Estambul más real, más auténtico, muy alejado del estereotipo que nos suelen vender de Turquía. En Ghosts hay autenticidad en todos los aspectos, tanto en lo que se retrata y en la forma que se retrata, convirtiendo la mirada crítica y humanista de la directora turca en una mirada a tener muy en cuenta, y a seguirle la pista porque volveremos a toparnos con su intenso, magnífico y poderoso cine, porque la película no solo nos habla de esa otra Turquía, y los ciudadanos que siguen resistiendo a pesar del acoso constante de las autoridades, sino que también, es un grandísimo reflejo de una juventud enjaulada, moderna que tropieza con esa tradición religiosa tan sumamente anclada en el pasado, y también, es un retrato formidable sobre la mujer turca, esa que ya no lleva velo islámico, la que no solo es moderna, sino que hace lo posible para ser ella misma y sin ataduras de ningún tipo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Meseta, de Juan Palacios

LO BELLO Y LO TRÁGICO.

“Las fronteras no son el este o el oeste, el norte o el sur, sino allí donde el hombre se enfrenta a un hecho”.

Henry David Thoreau

La película nos da la bienvenida con un mapa cartográfico mirado desde el cielo, donde observamos, mediante un plano lento y conciso, los accidentes geográficos de lo que podemos divisar como una planicie, sinuoso y agreste, una sucesión de líneas curvas e imperfectas, que podría pertenecer a cualquier lugar de la España rural, ese espacio que el tiempo y las necesidades personales va despoblando y alejándolo de todo. Luego, la película bajará a la tierra, para mirar el cielo desde ahí, observando uno de esos pueblos de la meseta castellana, y filmando a sus gentes, a sus pocas gentes, que todavía habitan esos espacios. El cineasta Juan Palacios (Eibar, 1986), había debutado en el largometraje, con Pedaló (2016), un documento sobre tres amigos aventureros que se proponen navegar por el Cantábrico, a bordo de un pedaló de segunda mano.

Cuatro años más tarde, nos propone Meseta, donde firma el guión, el montaje y al dirección, una nueva aventura, esta vez, más hacia adentro, volviendo al terreno del ensayo, del documental observacional, de la experimentación, retratando la España despoblada, en un viaje inmersivo y sensorial, en el que nos va trazando un mapa físico y emocional de los espacios que fueron y quedan, y de las pocas gentes que fueron y quedan, siguiendo el trabajo de un pastor de ovejas, que recorre las llanuras, junto a las autovías, el de un fotógrafo que registra imágenes atávicas que pertenecen a otro mundo, otra historia, a la de un par de niñas que caminan por el pueblo vacío y los alrededores, intentando inútilmente cazar pokémons que no encuentran, un pescador en el río que habla de la dificultad de encontrar pareja, un dúo musical, popular en el pasado, recuerdan quiénes fueron y sobre todo, la historia del pueblo, la carretera nacional que lo atravesaba y regaba de turistas y curiosos el lugar. Ahora, con la autovía, la carretera está desierta y ya no pasa nadie, y esa decisión, para bien o para mal, como explica uno de ellos, ha cambiado radicalmente la fisionomía del pueblo. O el anciano que para combatir el insomnio cuenta las casas deshabitadas del pueblo, peor como hay tantas, nunca llega al final, porque se duerme antes.

Palacios retrata el espacio rural y humano, a través de la mirada crítica, donde hay espacio y tiempo para todo, para la idea romántica del pueblo, y para la tragedia del pueblo, donde se funden belleza y fealdad, en la idiosincrasia cerrada de los habitantes de los pueblos, la belleza intrínseca de un paisaje vasto y natural, la paz y tranquilidad que se respira y se halla, la falta de trabajo que ha empujado a los jóvenes a abandonarlo, la falta de una economía sustituyente al trabajo manual que mantuvo el pueblo tantos siglos, y sobre todo, el envejecimiento de los que quedan, de las pocas personas que siguen en sus casas, siendo testigos de un tiempo que desaparece con ellos, un tiempo que se extingue, un tiempo de la memoria, que la película retrata trazando un mapa humano y emocional, donde lo físico, casi fantasmal, como una película de terror, y lo personal, se mezclan, creando un espacio donde el silencio y el vacío acaban devorándolo. El impecable y sobrio trabajo de sonido que firman el propio director, junto a Fatema Abdoolcarim, Rubén Cuñarro, Alberto Peláez, Julio Arenas, convierten a Meseta, no solo en una muy física, sino también, muy profunda, en esta aventura introspectiva, en que cada plano y encuadre de la película, traspasa la pantalla, alojándose en lo más profundo de todos nosotros.

La película huye completamente de esa mirada romántica del pueblo, para adentrarse en las múltiples miradas y experiencias vividas en el pueblo, desde lo bello y lo trágico, desde tantos puntos de vista, que consiguen crear una idea mucho más amplia y real de lo que han sido, son y desgraciadamente, no serán mucho de los pueblos de la España rural. Palacios consigue lo que se propone, porque sus imágenes no juzgan ni se posicionan, sino que observan y capturan el presente de un pueblo, donde el retrato y su propia cartografía, nos transportan a su pasado, y también, su no futuro, a través de sus gentes, de lo que piensan, lo que hacen, lo que recuerdan, y sobre todo, lo que sienten, porque la película se adentra en lo personal y lo humano, sin dejar de mirar ese paisaje natural y salvaje, un territorio que cuenta muchas cosas si se le mira con tiempo y detenimiento, alejándose de tantas prisas y carreras inútiles de las ciudades, convirtiéndose la película en una oda de la mirada y el tiempo necesario para que ese mirar nos transporte a ver más allá, aquello que sucede tanto en el cielo como en la tierra que pisamos, con sus silencios, sonidos y demás. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA


<p><a href=”https://vimeo.com/333812359″>INLAND_Official Trailer II</a> from <a href=”https://vimeo.com/doxa”>Doxa Producciones</a> on <a href=”https://vimeo.com”>Vimeo</a&gt;.</p>

 

 

 

Vivarium, de Lorcan Finnegan

VIDAS EN SERIE.  

“En la civilización del capitalismo salvaje, el derecho de propiedad es más importante que el derecho a la vida.”

Eduardo Galeano

En los años 50, la industria estadounidense produjo películas de ciencia-ficción, que no eran más que un reflejo de la sociedad norteamericana, la llamada “American way of life”, aquel estilo de vida que se hizo fuerte y esencial después de la devastación de la Segunda Guerra Mundial. Las películas alertaban contra el enemigo soviético en forma de invasión alienígena, muchos recordarán grandes hits como La invasión de los ladrones de cuerpos, El enigma de otro mundo, Ultimátum a la tierra, La guerra de los mundos o Vinieron del espacio, entre otros, films que alcanzaron un enorme éxito popular, y sobre todo, alimentaron el temor a la amenaza comunista, alentado por el malvado comité de actividades antiamericanas del susodicho McCarthy. En la actualidad, el enemigo del capitalismo no es otro que el propio capitalismo, su codicia, su salvajismo y la sociedad de mercado han provocado tremendas desigualdades e injusticias, derivando en el cataclismo que significó la crisis del 2008, donde la economía se vino abajo y creó una catástrofe que la mayoría de  la población sigue arrastrando.

El cineasta Lorcan Finnegan (Dublín, Irlanda, 1979) centra en Vivarium (del latín, “lugar de vida”, es un área para guardar y criar animales o plantas para observación, o investigación, simulando una pequeña escala una porción del ecosistema de una particular especie, con controles para condiciones ambientales) todas las barbaridades del capitalismo en forma de una joven pareja que busca un hogar y acaban en una especie de universo artificial, confinados, donde no hay salida, donde deberán pasar sus días eternos, educar un ser extraño en forma de hijo, y existir en un bucle eterno. Finnegan ya había demostrado sus inclinaciones al género de terror y ciencia-ficción en sus anteriores trabajos -siempre con la complicidad de su guionista y compatriota Garret Shanley- en Foxes (2012) pieza corta donde también una pareja joven quedaba confinada en una cabaña en el bosque amenazada por zorros, y en su opera prima Without Name (2016) un supervisor de terrenos descubría un secreto oscuro en el bosque.

En Vivarium, aparte del terror doméstico, inquietante y oscuro, plantea una distopía demasiado real y cercana, quizás a la vuelta de la esquina, o incluso, viviendo ya en ella, en la que a través de una pareja joven y enamorada, se sumerge en varios elementos. Por un lado, tenemos la deshumanización de la pareja, envuelta en una rutina malvada y agotadora, sin vías de escape, nutriendo sin más, con alimentados insípidos, y por el otro, el salvaje capitalismo y las vidas en serie que propone, obligados a habitar una casa enfermiza, oscuramente perfecta, al igual que esa urbanización (ya las urbanizaciones son terroríficas de por sí) igual, del mismo color y formas, con ese cielo falso y una vida típicamente capitalista, vacía y muy enferma. El director irlandés vuelve a contar con dos de sus cómplices como MacGregor, en la fotografía, como ya hiciese en Foxes, y con Tony Cranston, en el montaje, donde ya contó en su primera película.

La cinta plantea una intensa y brillante alegoría sobre la oscuridad y el aislamiento que provoca un estilo de vida del “yo”, donde prevalece el individuo, el materialismo y su esfuerzo, sacrificio y trabajo en pos a una vida “exitosa, perfecta y llena de sol y alegría”, que obvia el fracaso, la tristeza y la oscuridad que encierra esa vida artificial y vacía. Finnegan resuelve hábilmente su propuesta, en un relato in crescendo, donde va aniquilando a sus criaturas, lentamente, sin prisas, abocándolos a una rutinaria existencia, donde trabajar, alimentarse y respirar lo es todo, una existencia en que la oscura se va cerniéndose sobre sus ilusiones y esperanzas de salir de ese paraíso artificial y terrorífico, y encima, la aparición de ese niño monstruoso y malvado -una especie de reencarnación de Damien, el niño de La profecía– dinamitando así la paternidad o maternidad, la familia como aspecto indisoluble al estilo de vida capitalista y occidental.

Vivarium  nos  interpela directamente a los espectadores, como las buenas películas que plantean mundos irreales pero tan reflejados en el nuestro, esos mundos tan cercanos, con seres malvados que nos rodean, con aspecto de buenas personas, quizás de tan cerca que no los vemos, que no somos capaces de mirarlos con detenimiento y conocerlos en profundidad, y plantearnos la vida como una sucesión de decisiones que demos tomar antes que otros las tomen por nosotros, fabulándonos con sus urbanizaciones tranquilas y de ambiente familiar, casas preciosas con jardín y piscina, y nuestro hijo jugando despreocupado en el porche, y mostrando esa sonrisa desmesurada y artificial. Jesse Eisenberg y Imogen Poots interpretan a la pareja protagonista, unos jóvenes que desconocen en que especie de agujero existencial se están metiendo, muy a su pesar, imbuidos por esa vida material y familiar que parece van encaminados, personajes que bien podrían pertenecer a algún capítulo de la serie cincuentera The Twilight Zone, llamada por estos lares como La dimensión desconocida, quizás uno de los seriales más importantes e inspiradores para todos aquellos cineastas que les gusta desenvolverse en el género de terror, fantasía y ciencia-ficción, para hablar de los grandes males y enemigos que nos acechan en la sociedad capitalista, y no vienen convertidos en amenazas exteriores, sino que nos rodean y nos dan los buenos días, entre nosotros, o incluso, en nuestro interior. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

 

Solo nos queda bailar, de Levan Akin

AMAR Y BAILAR.

“Sentirse plenamente vivo es sentir que todo es posible”

Eric Hoffer

Merab es un joven impetuoso, trabajador y talentoso que sueña con ser un gran bailarín en la Compañía Nacional de Danza de Georgia con su pareja de baile, Mary. Todo cambiará cuando aparece otro bailarín a su altura, Irakli, que se convertirá en su rival y además, es su objeto de deseo. La tercera película de Levan Akin (Tumba, Botkyrka, Suecia, 1979) descendientes de georgianos, vuelve a los elementos y ambientes que ya caracterizaban sus anteriores trabajos, en los que indagaba de forma profunda y personal sobre los problemas de cierta juventud acomodada sueca. En su nuevo trabajo se traslada al país de sus orígenes familiares, Georgia, y concretamente, a su capital Tiflis, para construir una película que nos sitúa entre lo antiguo y lo moderno, entre la tradición y los tiempos actuales, una dicotomía en la que a través del personaje de Merab, uno de esos jóvenes que vive por su pasión por el baile de la danza tradicional, mayormente masculina, anclada en el pasado y en las raíces de un país dominado históricamente, tiene en la danza, al iglesia y el canto sus valores identitarios más fuertes y defendibles para la sociedad.

Merab se siente atraído por Irakli, un tipo alejado a él, alguien que parece despreocupado con su vida y el baile, pero alguien talentoso como Merab. Akin impone un fuerte ritmo a su película, donde no dejan de suceder situaciones que llevan a sus personajes a enfrentarse entre aquello que sienten y deben hacer. Un debate constante que jalona la película, y atrapa al espectador, entre la fuerza de la música y baile tradicional, con esas clases del exigente maestro, la situación familiar de Merab, con pasado de bailarines de danza, pero ahora una mera sombra de aquel esplendor, con una abuela que le apoya, una madre perdida, y un hermano nada serio, convierten la existencia de Merab en una vida donde la danza tradicional es su vía de escape, su forma de expresarse ante el mundo y realizarse emocionalmente, una rebeldía ante tanta imposición, tradición y falta de libertad. El director sueco filma con audacia y fuerza una historia de amor y pasión entre Merab e Irakli, oculta ante todos, con esa efervescencia de la juventud con otras ideas, actitudes y formas diferentes que chocan con ese otro mundo viejuno, que vivió la Unión Soviética y su desaparición, que todavía vive arraigada a unas formas de vida y convenciones sociales arcaicas.

Tiflis se convierte en otro personaje más en la película, erigiéndose en un escenario donde conviven lo antiguo con lo moderno de forma manteniendo las barreras sociales y estructurales, pero que la relación e Merab e Irakli, aunque sea en la clandestinidad, mezcla y funde esos mundos tan opuestos y alejados. Solo nos queda bailar es un relato sobre el amor, la pasión, la necesidad de ser uno mismo aunque eso vaya encontrado de lo establecido, de enfrentarse a lo tradicional, de dejarse llevar por lo que uno siente, de lanzarse al vacío en la vida, en las emociones y sobre todo, en sentir el baile de manera individual, diferente y en libertad. Levan Gelbakhiani es Merab, un actor debutante que compone un personaje lleno de vida, de amor, de libertad, a través de su cuerpo, sus gestos y miradas, a través de la danza georgiana, de la música, que vive, baila y ama con intensidad, como si no hubiese un mañana, con toda la fuerza que es capaz y le dejan, con una carisma que traspasa la pantalla y nos desborda con su fuerza reveladora.

La película de Akin se une a esa corriente de cine LGTBI como La vida de Adèle, Carol, Carmen y Lola, Moonlight, Call me by your name, 120 pulsaciones por minuto, SauvageRetrato de una mujer en llamasEma, entre otras, que viene a ocupar esos espacios vacíos y escasos que el cine convencional se negaba a llenar con historias mayormente enfocadas a la heterosexualidad. Relatos que nos explican con profundidad, complejidad y personalidad historias de amor queer, donde se explora la identidad sexual y de género, tan necesarias y valientes en los tiempo actuales, cuando todavía hay muchos países y sectores reaccionarios que les niegan los derechos y la visibilidad que se merecen como cualquier persona en la sociedad, sin ser juagada por su condición sexual e identidad de género. Akin trata el tema LGTBI de manera sincera y honesta, desde la perspectiva humana y castradora, dejando claro el todavía largo camino que han de hacer tantos gobiernos, instituciones y demás espacios.

Bachi Valishvili como Irakli, el contrapunto de Merab, pero también una fuerza de contención y sobriedad que alimenta la película elevándola a esa energía fascinante y contagiosa que transmite la cinta. Ana Javakishvili es Mary, la compañera de baile y amiga del alma de Mareb, alguien callada y sin hacer ruido, termina sabiendo todo lo que sucede entre Merab e Irakli, bien acompañados por un reparto natural y convincente repleto de intérpretes no profesionales. Esa juventud constataría y rebelde, con nuevas formas de vivir, sentir, bailar y respirar, viene con velocidad de crucero a ponerlo todos patas arriba, a romper las barreras y obstáculos de lo tradicional, a introducir aires diferentes y renovadores a lo anclado, sustituyéndolas por elementos más arriesgados, llenos de esperanza, libertad y con múltiples puntos de vista y miradas inteligentes, imprimiendo aires nuevos y coloridos sobre lo viejuno, una fuerza imparable que se convierte en una ola que provocará nuevas formas de mirar, sentir y vivir, en que el personaje de Merab es el mejor ejemplo, siendo la bandera de libertad, cambio e identidad que propone su forma de ser y vivir. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Les Perseides, de Alberto Dexeus y Ànnia Gabarró

MAR Y LOS FANTASMAS.

“La memoria es el espejo donde vemos a los ausentes”

Joseph Joubert

Primero fue Sobre la marxa, le siguió Les amigues de l’Àgata, luego apareció Júlia ist, más tarde vino Yo la busco, y este mismo año, Ojos negros. Todas ellas tienen en común haber nacido como proyectos de final de carrera en la Universidad Pompeu Fabra. A esta terna de cinco se une ahora Les Perseides, puesta de largo de Alberto Dexeus y Ànnia Gabarró, los dos del 1994 y de Barcelona, que junto a Maria Colomer, coguionista, escriben una película que nos habla desde la más absoluta intimidad y cercanía el relato de Mar durante un verano que arranca desidioso y vacío para encontrar su propia aventura localizada en Escatrón, un pequeño pueblo situado en la Ribera Baja del Ebro, en la provincia de Aragón, un lugar extraño y peculiar, con muchas casas abandonadas y la central térmica como guardián vigilante de un pasado enterrado que empieza a remover sus raíces. Mar se envolverá de las leyendas y los cuentos que se narran en el pueblo, a modo de ficción, como si se tratasen de relatos e historias de fantasmas, que en realidad tienen mucho que ver con lo sucedido durante la Guerra Civil y el franquismo, todas aquellas historias reales convertidas en cuentos de terror.

Dexeus y Gabarró construyen una delicada y sensible película sobre la difícil etapa de la adolescencia, de una niña que está en ese período de transición entre una edad y otra, casi una náufraga todavía sin referentes claros, buscándose esa identidad que se está construyendo, situada en ese verano en el que le ha tocado con su padre pasar unos días en la casa que fue de los abuelos, con padres divorciados, y un padre distante y ajeno, y una madre con la que se comunica por teléfono, y en un pueblo en el que todo parece detenido y anclado en el pasado, donde parece que no hay nada que hacer, donde todo parece tan extraño a ella, a lo que ella recuerda, con unos abuelos que no conoció, con las historias de sus abuelos alejadas en el tiempo y en su conciencia. Una forma intensa y asfixiante que recoge el espíritu del cine de Lucrecia Martel, en que el espacio abierto incluso también deviene un atmósfera cerrada y oscura, el mismo viaje emocional que experimentará la protagonista, del desconocimiento puro a conocer las historias de la guerra, aunque sea  a través de la ficción y sea casi por un resquicio de luz.

La penetrante y cercana forma en la que el tándem Dexeus y Gabarró filma esos espacios vacíos, donde el tiempo se ha detenido, sumergiéndonos en esa España vacía, en la que la falta de oportunidades laborales ha dejada despoblada el universo rural, recogiendo todo lo que hay en el presente continuo de la película, y todo lo que fue, lo que se vivió, donde entra la memoria histórica de la guerra, esa que tantos sectores del poder quieren que siga enterrando y oculta. Mar, a través de las historias que cuenta la niña del pueblo, nos introducirá en ese misterio, en esa aventura de conocer el pasado, de crecer y despertar a la vida, a esa edad adulta donde las cosas siempre tienen menos color y todo parece más vacío y superficial, a darse cuenta que las cosas son siempre diferentes a lo que nos cuentan y sobre todo, darse cuenta que el tiempo siempre va hacia adelante y hacia atrás ininterrumpidamente, mezclándolo todo y generando nuevas miradas y experimentaciones con los espacios y la memoria que ocultan.

Tiene la película ese aroma que tenía el cine español de la transición o principios de la democracia, en su manera de reivindicar la memoria ocultada y silenciada durante el franquismo, a través de películas como La prima Angélica o Cría cuervos, ambas de Saura, El Espíritu de la colmena, de Erice, o El amor del capitán Brando, de Armiñán, entre otras, en las que a partir de figuras infantiles se volvía a mirar el pasado de la guerra civil y el terror del franquismo, a través de tantas ausencias familiares convertidas en fantasmas que siguen entre nosotros, sin encontrar su ansiado descanso, a partir de la reivindicación de sus figuras y su memoria, devolviendo a la actualidad esa parte de la historia para comprender mejor el presente turbio y oscuro que se cernía en los años difíciles de la transición, dejando patente la necesidad creativa de hablar y explorar todo aquella historia que se enterró y ocultó a todos, en que el cine se acercó a ella a través del relato de los vencidos y las consecuencias terribles que sufrieron durante la guerra y el franquismo.

El increíble magnetismo que desprende Nora Sala-Patau, con esa mirada y gesto silenciosos, de una niña que a través de los espacios abandonados y las reminiscencias del pasado y la memoria irá despertando en ella esa inquietud del conocimiento donde todo ese entorno fantástico le devolverá el pasado más oscuro de la guerra y la enfrentará a reflejarse en ese espejo de tantos muertos sin descanso y tantos fantasmas que todavía pululan por esos lugares enterrados y olvidados. Dexeus y Gabarró han construido con sensibilidad y honestidad una mirada sencilla, necesaria y valiente sobre nuestro pasado oscuro y como llega y afecta a las generaciones más jóvenes, aquellas que todavía desconocen esa historia y se mueven a modo de juego fantástico y de relatos de terror por esos paisajes de la memoria, deslizándonos por esta fábula de nuestro tiempo, del aquí y el ahora, de mirar al pasado y sobre todo, conocerlo y rendir memoria a los espectros de nuestra historia. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA


<p><a href=”https://vimeo.com/372841061″>LES PERSEIDES – Trailer CAT</a> from <a href=”https://vimeo.com/boogaloofilms”>Boogaloo Films</a> on <a href=”https://vimeo.com”>Vimeo</a&gt;.</p>

Utoya. 22 de julio, de Erik Poppe

EL HORROR EN ESTADO PURO.

Era un día como otro cualquiera, un viernes de verano en Oslo (Noruega) aunque iba a ocurrir algo que cambiaría ese día apacible por un día de horror imposible de olvidar. A las 15:17 horas explotó una bomba en la capital noruega derribando varios edificios de oficinas y matando a 8 personas. Aunque lo peor todavía estaba por llegar, porque a las 17h en la isla de Utoya, a 40 km de Oslo, en el campamento de verano del Club Juvenil del Partido Laborista, que en esos momentos se encontraba lleno de más de 500 adolescentes y jóvenes que se divertían comiendo gofres, iban a la playa o pasaban el rato confraternizando con los demás, escucharon unos fuertes sonidos que venían del bosque, esos sonidos se convirtieron en disparos y todos empezaron a huir despavoridos intentando poniéndose a salvo. Annes Bering Brayvik, un joven de 32 de extrema derecha llegó al campamento y empezó a disparar indiscriminadamente contra todas las personas que se cruzaban. El agresor asesinó a 69 personas duramente los 72 minutos que duró el horror. Erik Poppe (Oslo, Noruega, 1960) autor de interesantes películas como Mil veces buenas noches (2013) donde exploraba los traumas de guerra de una periodista fotográfica, o La decisión del rey (2016) cuando el rey noruego se enfrentó a la invasión nazi.

Con Utoya. 22 de julio vuelve a sumergirse en las consecuencias del horror desde la mirada de las víctimas, a través del personaje de Kaja (una delicia de composición y naturalidad la de la joven actriz Andrea Berntzen) a la cual seguiremos allá donde vaya oculta de los disparos, en un magistral plano secuencia que describe sin cortes ni pausas, el horror vivido en la desdichada isla. Poppe apenas enseña al asesino, a la bestia humana, solamente lo vemos en un plano general lejano y borroso, sin apreciar su rostro humano, sabia elección por parte del director, porque lo humano de la propuesta es estar al lado de las víctimas, y convertir al autor material de la masacre en una masa irracional y asesina que va en contra de las políticas progresistas y quiere imponer su miedo a base de asesinatos. La película nos traslada a ese enemigo desconocido, sin rostro ni cuerpo, como hacía Ford en La patrulla perdida o Un paseo bajo el sol, de Lewis Milestone, donde unos soldados se apiñaban ocultos disparando contra un enemigo que no veíamos.

El director noruego impone una película a un ritmo vertiginoso, de las iniciales dudas del ataque, confundiéndolo con un simulacro, hasta ver como todos los jóvenes huyen despavoridos a la playa rocosa escapando como pueden de los disparos, con esa cámara nerviosa e inquieta que se convierte en una parte corporal de Kaja, con esas carreras por el bosque con barro y tensión, cayendo y levantándose, sin tiempo ni siquiera para respirar o hablar, tropezándose con aquellos que han corrido peor suerte y agonizan acordándose de todo aquello que jamás podrán vivir, y martirizándose de la irracionalidad del asesino, o esa idea de Kaja de ir al encuentro de su hermana pequeña que se ha quedado en el campamento, esas idas y venidas sin rumbo, con el horror constante al acecho, sin tiempo para nada, con el miedo en el cuerpo, sin poder articular palabra cuando se pide auxilio a susurros por miedo a ser escuchados o sorprendidos por el asesino.

Poppe nos mete en la piel de una de esas personas que sufrieron el ataque, sintiendo de manera visceral y natural, compartiendo ese miedo irracional y atroz, y convirtiendo esos 72 minutos de tiempo real (como aquellos que vivía la Cléo de 5 a 7, de Varda, esperando la cita con el doctor por si estaba gravemente enferma) un horror indescriptible en una lucha encarnizada pro sobrevivir, por escapar de los disparos, por dejar a la muerte atrás, por seguir con vida, respirando y manteniéndose firme sin decaer en el objetivo, aunque no resulte nada sencillo, porque la muerte acecha a cada instante, en cada momento. El director noruego ha construido una ficción de una realidad triste y horrible, peor lo ha hecho de manera brutal y magnífica, convirtiendo su película en una de las mejores películas de terror de los últimos años, y duele mucho más porque sabemos que lo ocurrido aquella tarde aciaga del 22 de julio fue real. Un relato frenético y apabullante construido desde lo íntimo, desde lo más sencillo y honesto, desde la tensión y el miedo de las víctimas, en el que experimentamos el horror de aquellos chavales que se vieron envueltos en el infierno en un momento. Poppe ha hecho una película magnífica y contundente sobre el horror de unos inocentes, de la deriva extrema de muchos que obstaculizan el progreso y todo aquello que huele a humanidad, aunque el director también crítica al gobierno noruego dejando constancia de la inoperancia de las autoridades en sus actuaciones que se demoraron demasiado tiempo, porque de buen seguro, si el gobierno hubiera actuado con más energía el mal hubiera podido ser de menor cuantía. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Yo, Tonya, de Graig Gillespie

AMADA POR TODOS, ODIADA POR TODOS.

La sociedad estadounidense es muy proclive a divinizar sus héroes nacionales, ya sean del ámbito que sean (recordarán aquellos cinco minutos de gloria a los que se refería Warhol) en la que por supuesto no hay medida ninguna, todo adquiere una desmedida desproporcionalidad, en buena medida por los medios de comunicación, que se convierten en bestias insensibles construyendo monstruos y sobre todo, guiando los juicios de la opinión pública. Cuando estos juguetes populares se hallan en la cumbre, todos son buenas palabras y golpes en el pecho, síntomas inequívocos de una sociedad necesitada de figuras exitosas de las que emerger su orgullo patrio, pero cuando las cosas se tuercen, cuando caen estrepitosamente, cuando dejan de ser o simplemente se humanizan, aquellos que los abalaban se convierten en Mr. Hyde y disparan a matar, atizándolos con fuerza, de manera terrorífica, sin medida, despedazándolos y arrancándoles la piel a tiras, en un juego macabro y siniestro donde los medios de comunicación vuelven a dirigir a las masas y matando al monstruo. Yo, Tonya se centra en la figura de Tonya Harding, una patinadora artística que alcanzó su cenit a comienzos de los noventa,  que representaba a esa América que las autoridades esconden, la que ocultan, la que no se rige por la convencionalidad de una sociedad que aparenta moralidad y convenciones conservadoras. Tonya es la hija de LaVona Golden, una de esas madres déspota, insensible y autoritaria que ha tenido media docena de maridos y una hija, a la que trata como si fuese un soldado. Quiere que sea esa patinadora de éxito que arrolle y humille a sus rivales sin compasión. Pero, Tonya es una chica palurda, sin modales y sin un centavo, que trabajará duramente para competir con las mejores, una especie de patito feo que podrá nadar en el estanque dorado, aunque metida en un sinfín de dificultades y problemas de todo tipo.

El origen de la historia se remonta a un documental sobre Tonya que hizo Steven Rogers, guionista de la película, especializado en las comedias románticas populares, que aquí cambia completamente de rumbo y compone un retrato sobre una pueblerina don nadie que llegó a la cima y fue amada por todos,  y luego fue explusado del paraíso sin compasión, convirtiéndose en la villana más odiada del país.Graig Gillespie (Sidney, Australia, 1967) dirige la película, un director que aparte de algunas producciones convencionales, había destacado en Lars y una chica de verdad (2007) protagonizada por un imberbe Ryan Gosling. Aquí, hace su trabajo más asombroso realizando un gran biopic, que huye en todos los sentidos de las biografías al uso que nos llegan desde Hollywood. La película va por otro lado, convirtiéndose en todo un hallazgo desde la forma y su fondo, ya desde su estructura y posición ante la historia que nos van a contar, enmarcada en el dispositivo de entrevistas, como si se tratase de un fake, la trama arranca en el 2015, donde escuchamos los testimonios de los implicados en la historia, la propia Tonya, la mencionada madre, Jeff Gillooly, entonces marido, Shawn Eckhard, sus respectivas entrenadoras, el autoproclamado guardaespaldas de Tonya (pero en realidad una bola de sebo con menos cerebro que una mosca y obsesionado con el espionaje) y finalmente, y por último, pequeñas aportaciones de un bronceadísimo y paleto periodista con ganas de exclusivas amarillistas. Porque la película no cuenta la verdad de Tonya y su desgraciado incidente, sino que desdobla el punto de vista en cuatro verdades, las cuatro personas implicadas nos contarán su versión de los hechos y sobre todo, como interpretaron los hechos ocurridos, en este relato que arranca allá por el 1975, cuando LaVona Golden lleva a su pequeña hija a patinar con sólo 4 años.

A medida que avanza la película, seremos testigos de la adolescencia de Tonya junto a su maléfica madre (una especie de mezcla de la ama de llaves de Rebeca y la mala de 101 dálmatas) y su primer amor que se convertirá en su marido, el tal Jeff (un tonto de tres al cuarto, como lo describe la madre, y violento, con un bigotillo ridículo que, además golpea a Tonya) mientras Tonya sigue su camino al éxito entrenando duramente, compitiendo y soñando con ser una de las grandes y ganar una medalla olímpica. Las continuos idas y venidas de la película, no sólo se convierten en la mejor seña de identidad del filme, sino que imponen un ritmo endiablado por sus dos horas de metraje, magnífico y lleno de tensión (un montaje que hubiera firmado el mismísimo Scorsese de Uno de los nuestros o Casino) en el que las cosas suceden de manera vertiginosa, las relaciones malvadas entre los personajes, en los que Tonya parece recibir todas las hostias (como el maravilloso momento cuando se enamoran unos pipiolos Tonya y Jeff , y seguidamente los vemos casados y golpe va y viene, mientras escuchamos el “Romeo and Juliet” de los Dire Straits) los entrenamientos, las competiciones, con esos giros y piruetas imposibles bien filmadas, que nos introducen en el interior de Tonya (acompañada del “Goodbye Stranger”, de Supertram, como ocurría en otro gran momento en Magnolia)  siguiéndola de forma trepidante por la pista de hielo.

Podríamos decir que es una película en muchas, como si fuese una especie de muñecas rusas, ya que en su interior hay otras tramas, desde el drama familiar entre madre e hija, el amor fou y violentísimo, la rivalidad deportiva, las argucias y los límites de la competitividad, y hasta donde uno está dispuesto a llegar para conseguir sus objetivos,  las normas fascistas de las competiciones, donde apoyan a la que mejor representa la idiosincrasia yanqui de dinero, buena familia y éxito, en detrimento de lo que representa Tonya, esa otra América sucia, desestructurada y mugrienta, sin olvidar la elaboración del incidente (algo así como una especie de comedia surrealista con tintes de cine negro cutre y muy absurda) que empieza por el envío inocente de unas cartas amenazantes a Nancy Kerrigan (la rival de Tonya) que acaba derivando en un esperpento (con el mejor estilo de los Hermanos Coen) donde unos trogloditas sin seso acaban agrediendo a la patinadora en cuestión con una barra de hierro, y finalmente, el circo mediático donde Tonya pasa a convertirse en el ser más despreciable de la tierra, y su posterior juicio y olvido.

La película describe con gran verosimilitud y fuerza el ambiente de aquellos finales de los ochenta y comienzos de  los noventa, con la ropa hortera, los peinados con tupes imposibles y coletas al viento, que se gasta la buena de Tonya, esa luz mortecina de la América profunda donde hay bares de mala muerte donde se sirve comida grasienta y recalentada, en los que se retrata un estado de ánimo, una sociedad psicotizada por el maldito éxito, empeñada en descubrir y alentar héroes cotidianos y encumbrarlos, para luego, cuando se convierten en terrenales, bajarlos de un sopapo y quemarlos sin piedad. La impresionante y magnífica interpretación de Margot Robbie, que deja de ser aquella femme fatale florero de El lobo de Wall Street, y la mejor actuación de la olvidable Escuadrón suicida, para lanzarse al abismo en todos los sentidos con Yo, Tonya, donde además de producir una cinta de naturaleza independiente rodada en sólo 31 jornadas, se convierte en una Tonya Harding espectacular y eficiente, interpretándola en tres momentos, la adolescencia, la juventud y en la cuarentena, mostrándose endiabladamente creíble y fascinante, una mujer vapuleada por todos, aunque ella también será bastante responsable, como admite en algún momento, sin convertirla en una víctima, sino en un ser de condición humilde, que lucha por ser alguien en el mundo del patinaje, y atrapada en una espiral violenta y casi suicida que la llevó a convertirse, a su pesar, en un ser despreciable que quizás no supo a tiempo parar toda la locura que se hervía a su alrededor.

La espectacular composición de Allison Janney (que dejó buenos detalles de su talento en la serie El ala oeste de la Casa Blanca) dando vida a la madre-bruja no muy eficaz en las relaciones humanas, que quiere lo mejor para su hija, y acaba traspasando todos los límites, con el fin de que su hija sea alguien en la vida, y que no acabe como ella de camarera en un bar de mala muerte, de una ciudad vacía y poco más, una grandísima interpretación llena de matices y detalles, que casi sin decir ni pio, acaba hablando de todo, a su manera adora a su hija, aunque sus métodos sean salvajes y humillantes. El buen hacer de Sebastian Stan como el marido enamorado, pero también maltratador y pardillo, con esa relación de amor-odio que se profesan. Gillespie ha construido una película emocionante, magnífica y diferente, libre en su argumento, y con esa forma que atrapa su negrura, la cutrez de los personajes, y los diferentes ambientes, desde las luces de las competiciones a esas casas de tres al cuarto donde se cuecen todas las barbaridades habidas y por haber.