Entrevista al cineasta Franco Piavoli, con motivo de la retrospectiva en el marco de la Mostra de Cinema Espiritual en la Filmoteca de Catalunya en Barcelona, el miércoles 16 de noviembre de 2022
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Franco Piavoli, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a Lucas por su gran trabajo como intérprete, a mi querido amigo Óscar Fernández Orengo, por retratarnos de forma tan especial, y a Jordi Martínez de comunicación de la Filmoteca, por por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Las fronteras no son el este o el oeste, el norte o el sur, sino allí donde el hombre se enfrenta a un hecho”.
Henry David Thoreau
La película nos da la bienvenida con un mapa cartográfico mirado desde el cielo, donde observamos, mediante un plano lento y conciso, los accidentes geográficos de lo que podemos divisar como una planicie, sinuoso y agreste, una sucesión de líneas curvas e imperfectas, que podría pertenecer a cualquier lugar de la España rural, ese espacio que el tiempo y las necesidades personales va despoblando y alejándolo de todo. Luego, la película bajará a la tierra, para mirar el cielo desde ahí, observando uno de esos pueblos de la meseta castellana, y filmando a sus gentes, a sus pocas gentes, que todavía habitan esos espacios. El cineasta Juan Palacios (Eibar, 1986), había debutado en el largometraje, con Pedaló (2016), un documento sobre tres amigos aventureros que se proponen navegar por el Cantábrico, a bordo de un pedaló de segunda mano.
Cuatro años más tarde, nos propone Meseta, donde firma el guión, el montaje y al dirección, una nueva aventura, esta vez, más hacia adentro, volviendo al terreno del ensayo, del documental observacional, de la experimentación, retratando la España despoblada, en un viaje inmersivo y sensorial, en el que nos va trazando un mapa físico y emocional de los espacios que fueron y quedan, y de las pocas gentes que fueron y quedan, siguiendo el trabajo de un pastor de ovejas, que recorre las llanuras, junto a las autovías, el de un fotógrafo que registra imágenes atávicas que pertenecen a otro mundo, otra historia, a la de un par de niñas que caminan por el pueblo vacío y los alrededores, intentando inútilmente cazar pokémons que no encuentran, un pescador en el río que habla de la dificultad de encontrar pareja, un dúo musical, popular en el pasado, recuerdan quiénes fueron y sobre todo, la historia del pueblo, la carretera nacional que lo atravesaba y regaba de turistas y curiosos el lugar. Ahora, con la autovía, la carretera está desierta y ya no pasa nadie, y esa decisión, para bien o para mal, como explica uno de ellos, ha cambiado radicalmente la fisionomía del pueblo. O el anciano que para combatir el insomnio cuenta las casas deshabitadas del pueblo, peor como hay tantas, nunca llega al final, porque se duerme antes.
Palacios retrata el espacio rural y humano, a través de la mirada crítica, donde hay espacio y tiempo para todo, para la idea romántica del pueblo, y para la tragedia del pueblo, donde se funden belleza y fealdad, en la idiosincrasia cerrada de los habitantes de los pueblos, la belleza intrínseca de un paisaje vasto y natural, la paz y tranquilidad que se respira y se halla, la falta de trabajo que ha empujado a los jóvenes a abandonarlo, la falta de una economía sustituyente al trabajo manual que mantuvo el pueblo tantos siglos, y sobre todo, el envejecimiento de los que quedan, de las pocas personas que siguen en sus casas, siendo testigos de un tiempo que desaparece con ellos, un tiempo que se extingue, un tiempo de la memoria, que la película retrata trazando un mapa humano y emocional, donde lo físico, casi fantasmal, como una película de terror, y lo personal, se mezclan, creando un espacio donde el silencio y el vacío acaban devorándolo. El impecable y sobrio trabajo de sonido que firman el propio director, junto a Fatema Abdoolcarim, Rubén Cuñarro, Alberto Peláez, Julio Arenas, convierten a Meseta, no solo en una muy física, sino también, muy profunda, en esta aventura introspectiva, en que cada plano y encuadre de la película, traspasa la pantalla, alojándose en lo más profundo de todos nosotros.
La película huye completamente de esa mirada romántica del pueblo, para adentrarse en las múltiples miradas y experiencias vividas en el pueblo, desde lo bello y lo trágico, desde tantos puntos de vista, que consiguen crear una idea mucho más amplia y real de lo que han sido, son y desgraciadamente, no serán mucho de los pueblos de la España rural. Palacios consigue lo que se propone, porque sus imágenes no juzgan ni se posicionan, sino que observan y capturan el presente de un pueblo, donde el retrato y su propia cartografía, nos transportan a su pasado, y también, su no futuro, a través de sus gentes, de lo que piensan, lo que hacen, lo que recuerdan, y sobre todo, lo que sienten, porque la película se adentra en lo personal y lo humano, sin dejar de mirar ese paisaje natural y salvaje, un territorio que cuenta muchas cosas si se le mira con tiempo y detenimiento, alejándose de tantas prisas y carreras inútiles de las ciudades, convirtiéndose la película en una oda de la mirada y el tiempo necesario para que ese mirar nos transporte a ver más allá, aquello que sucede tanto en el cielo como en la tierra que pisamos, con sus silencios, sonidos y demás. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
La película se abre de manera sencilla y a la vez, espectacular, en la que su obertura nos remonta a la propia génesis de la tierra, de la naturaleza, en la que de forma brillante nos sitúa en las Bardenas Reales, desierto de tierra y roca plana y seca, en que un hombre vestido de forma tradicional y con la azada al hombre se dirige con paso firme hacia un lugar. Se detiene en una planicie, donde se puede divisar parte del lugar, comienza a surcar la tierra seca y bañada por el sol radiante, lo hace como si se tratara de un ritmo musical, casi sin darnos cuenta, un grupo de más de una decena de hombres llegan a su encuentro y comienzan a seguirle el ritmo. En un instante, el hombre se detiene y comienza a bailar de forma tradicional, unos cuantos lo siguen, luego los demás, y así sucesivamente. La tierra, la naturaleza, la vida, el movimiento casan de forma mágica, como si todo perteneciera a ese todo que danza en hermandad con el universo. Después de presenciar este baile, desde la tierra seca, a la que caerá lluvia, emergerá una planta y luego un árbol, del cual nacerán unas figuras que vestidas de colores vivos y radiantes, danzando a ritmo pausado y ceremonioso en torno al árbol, sujetadas a través de siete lianas, en una explosión brutal e incesante de vida, naturaleza y danza.
El tercer largometraje de Telmo Esnal (Zarautz, Gipuzkoa, 1967) se sumerge en las danzas tradicionales vascas para contarnos un relato cíclico, donde arrancamos con el nacimiento de la naturaleza, con sus elementos de tierra, agua, fuego y aire, para seguir con los hombres y mujeres que sembrarán esa tierra y luego recogerán sus frutos. El director vasco nos sumerge en las diferentes danzas, a modo de “Tableau Vivant” en movimiento, en el que se van sucediendo las diferentes coreografías (obra del afamado Juan Antonio Urbeltz, que se reserva una breve presencia en el instante donde un grupo numeroso baila al son de la música en un pueblo) en la que cada uno representa las diferentes costumbres ancestrales, cuando hombres y mujeres vivían en consonancia con la naturaleza y sus diferentes ritmos, donde los cuerpos se dejan llevar por el ritmo de las diferentes músicas (obras de los historiadores musicólogos Marian Arregi y su hijo Mikel Urbeltz, arregladas por Pascal Gaigne, autor entre otras de Loreak, Handia o el cine de Bollaín) ataviados por diferentes trajes tradicionales que van escenificando los diferentes motivos y costumbres de antaño.
La película nos lleva por diferentes espacios, como en la citada Bardena con el sol como compañía, en una cueva, sobre el agua, sobre la piedra a la luz de la luna, dejándose llevar por las calles y la plaza del pueblo, guiados por la fiesta, todos al unísono, celebrando la cosecha, donde el amor despertará, y también, en el interior de talleres y casas, o en monumentos en mitad del bosque, en una explosión de cuerpos, movimientos, colores y bellísimas imágenes que van acompañando las diferentes danzas, con ese vestuario de infinitos colores y heterogéneo, que va desde la ropa sencilla medieval hasta lo más extraño e inquietante (obra de Arantxa Ezquerro, que ya había hecho el de La novia) en que la luz va dibujando con maestría y belleza los movimientos de los bailes (obra de Javier Agirre, colaborador del propio Esnal, Altuna y los creadores de Loreak, y Handia), donde la película recuerda a los musicales atípicos y visuales de Carlos Saura sobre el flamenco, y en otros instantes, parece absorver la magia del Rohmer de El romance de Astrea y Celadón o el Maravilloso Boccaccio de los Taviani.
La película irradia vida y alegría, donde lo tradicional deviene modernidad, donde cada instante se convierte en esencial, a través de su inmensa factura visual, donde todo es posible, donde todo casa de forma extraordinaria, convirtiendo lo más cotidiano en universal, y viceversa, donde la belleza lo impregna todo, hasta el movimiento más imperceptible, en el que todo parece moverse en un orden universal, y a la vez, caótico, en el que lo tradicional y las formas de vida ancestrales se convierten en el epicentro de la película, en el que los bailes nos van guiando, sin necesidad de diálogos, donde la danza y la música, nos explican todos los pormenores y diferentes relaciones personales y con la naturaleza que se van sucediendo al ritmo brutal y espectacular de los bailes., en que el extraordinario montaje firmado por Laurent Dufreche (responsable entre otras de El cielo gira, Amama o Handia) capta de forma extraordinaria y activa, captando con detalle y precisión de cirujano todos los movimientos veloces y bellos de los diferentes bailarines y bailarinas.
Esnal ha construido un maravilloso y espectacular poema visual, que nos invita a viajar sobre las danzas y costumbres ancestrales, sumergiéndonos en un película hipnótica e inabarcable, llena de luz, de amor, de pasión, de belleza, de poesía, donde todo empieza y finaliza de forma espectacular, en el que las danzas nos hipnotizan y nos dejamos llevar por ese universo donde lo tradicional y lo antiguo toma nuestras vidas, y nos atrapa convirtiéndonos en espectadores activos y fascinados por esas danzas, esos movimientos, donde todo tiene vida, tiene amor, tiene libertad, en que tantos hombres y mujeres dialogan a través de sus pasos, sus ritmos y sus acrobacias imposibles, en qué todo el cuerpo nos explica emociones a raudales, donde el verbo desaparece para dejar paso al cuerpo y sus movimientos, donde la danza nos explica todo el mundo, toda la vida y todo lo que nos rodea, incluso aquello que no vemos, pero podemos sentir. Una película de una belleza inusitada, acaparadora para todos nuestros sentidos, que se mueve desde lo más mundano e íntimo hasta aquello más universal e inalcanzable, porque todo este mundo y todo aquello que podemos ver, y lo que no, no tiene porqué tener explicación, sólo hace falta sentirlo, dejarse llevar por las emociones, simplemente bailar, bailar y bailar.