El triángulo de la tristeza, de Ruben Östlund

¡VIVA EL MAL! ¡VIVA EL CAPITAL!. 

“El individuo pasa de un consumo a otro en una especie de bulimia sin objetivo (el nuevo teléfono móvil nos ofrece poquísimas prestaciones nuevas respecto al viejo, pero el viejo tiene que ir al desguace para participar en esta orgía del deseo).”

Umberto Eco

El universo cinematográfico de Ruben Östlund (Styrsö, Gotemburgo, Suecia, 1974), se sumerge en la condición sapiens, en explorar al detalle las miserias humanas, en sacar sin ninguna compasión las relaciones de poder y las tristezas, desilusiones y desesperanzas en las que vivimos en las sociedades consumistas. A partir de su tercera película Fuerza mayor (2014), se centra en cómo el capitalismo feroz y salvaje ha anulado la capacidad de humanidad, si es que quedaba alguna cosa, de las personas. En ese caso, se centraba en el producto esencial del consumismo que no es otro que el viaje, acompañando a una familia burguesa que pasa unos días esquiando, y somos testigos de su desmoronamiento después de un incidente que resquebraja sin contemplaciones la débil alianza que sistema esa relación superficial y construida a través del dinero y las apariencias y una moral de mierda. Le siguió The Square (2017), ambientada en el elitista y vacío mundo del arte, en el que un director de museo, después de perder su móvil, se ve abocado a una experiencia que lo turbaba profundamente, descendiendo hacia las partes más desfavorecidas de la sociedad.

Con El triángulo de la tristeza, Östlund se mete de lleno en esos ricachones sin escrúpulos y vulgares que derrochan su riqueza paseando en un lujoso yate por las aguas de algún mar del ancho planeta. La historia nos la guía un par de modelos, jóvenes y bellos, y malditos, como esperaría Francis Scott Fitzgerald. Ellos son Yaya, una modelo espectacular e influencer, y su chico, Carl, también modelo, que se tropezarán con esos ricos muy ricos, como Dimitry, el oligarca ruso que vende “mierda” o lo que es lo mismo fertilizante, al que le acompaña una despampanante rubia oxigenada de pechos operados, y otros y otras, porque aquí no hay distinción de género, tipos y tipas aburridos y aburridas de tanto dinero que poseen, que viven entre lujo y se sienten vacíos y solos. También está la tripulación, déjalos correr a ellos y ellas, como esa primera secuencia donde están reunidos y sedientos de carnaza gritan al unísono ¡Dinero! ¡Dinero!, o ese capitán de barco, borracho, zombie y estúpido, toda una declaración de intenciones del director sueco, y luego, los de más abajo, esos filipinos, indonesios, y demás, provenientes de países embobrecidos, que mencionaría Yayo Herrero, que limpian la mierda y están al servicio, mucho más abajo, de esos ricos y ricas tan y tan miserables.

Östlund ha ido perdido la contención y sobriedad, y se ha decantado la burla, la sátira y la burrada en El triángulo de la tristeza (y no les diré que significa su título porque al comienzo de la película lo explican, así que ya saben), donde ataca salvajemente a estos seres malvados y violentos que viven de su riqueza independientemente de donde venga, como esos typical ingleses que fabrican granadas y todo tipo de armas. La película dispara indiscriminadamente  a unos y a otros, a carcajada limpia, tronchándose de ellos y ellas construyendo unas situaciones salvajes, irónicas y llenas de inteligencia y demás, donde hay escatologismo y miseria moral por todos los lados y frentes. Tiene la película esa idea que tenían películas como Sopa de ganso (1933), de Leo McCarey, donde los hermanos Marx se reían de la estupidez de la política, de la guerra y la corrupción, o La gran comilona (1973), de Marco Ferreri, en el que introducía a cuatro tipos en una casa para reventar mientras comían y follaban. Östlund ataca a todo y a todos, es impagable los primeros minutos de película, en el que se mete contra el asqueroso y superficial mundo de la moda, toda la manipulación, el mercantilismo y la idiotez que sujetan semejante negocio y todas esas personas que van disfrazadas y dando la nota con el único objetivo de vender, vender y vender.

La película huye del simplismo y el discurso moralizante, porque los disparos no solo van dirigidos a los enriquecidos, aquí recibe todo quisqui, porque la cosa va de ricos idiotas, hipócritas e hijos de puta, pero también abarca a los “otros”, a la servidumbre y el vasallaje de los y las que los y las sirven, como esa denigrante secuencia que la rica teñida y pelleja de turno obliga a los empleados a bañarse, un sin Dios. El cineasta sueco se vuelve a acompañar de los suyos como el productor Erik Hemmendorff, con el que fundó la compañía Plattform Produktion, con el que ha coproducido las cinco películas del director, con el cinematógrafo Fredrik Wenzel, que ha estado en las tres últimas y mencionadas películas del realizador sueco, que construye un luz cercana e íntima, tan radiante y bella haciendo el contrapeso de la oscuridad y la miseria que encierra el interior de los personajes, y la presencia del montador Mikel Cee Karlsson, que llega al universo Östlund, con un estupendo trabajo porque no es nada fácil mantener el ritmo y el gran abanico de personajes y situaciones que cohabitan en la cinta, en un metraje que se va a las dos horas y veinte minutos de metraje, ahí es nada, y es muy meritorio que, en ningún instante, perdamos el interés y decaiga la sorna y el descabello tan impresionante al que asistimos.

Un reparto que brilla a la altura de lo que nos cuenta la película encabezada por los adonis Charlbi Dean (recientemente fallecida) y Harris Dickinson, que hacen de Yaya y Carl, Woody Harrelson es el capitán o lo que queda de él, menudo tipejo, todo un caos de alcohol, de irresponsabilidad y qué se yo, Zlatko Buric es el oligarca ruso, orgulloso de su capitalismo y su miseria, tan borracho y estúpido como el capitán, y después tenemos a todo un grupo de intérpretes como Dolly de Leon, Vicki Berlin, Carolina Gynning, Hanna Oldenburg, Sunnyi Melles, Iris Berben, Henrik Dorsin, entre otros y otras que forman el equilibrado y bien escogido reparto coral de esta grandísima película de aquí y ahora y de siempre, escenificada en una aventura aberrante, mordaz y satírica película sobre la condición sapiens, y más de los enriquecidos, y también de todos nosotros, sobre el clasismo imperante,la mercantilización de todo y todos, las repugnantes posiciones sociales y sobre todo, cómo se ejerce el poder en la sociedad que vivimos, o mejor dicho, en la mierda de existencia en la que nos movemos diariamente con nuestras miserias, idioteces, egos, vanidades, y tantas basuras de la que no somos capaces de escapar y ahí seguimos, trabajando como esclavos y creyéndonos que somos libres, esos sí, solo somos libres para gastar y endeudarnos y seguir trabajando para seguir siendo libres y ganando dinero, endeudarnos y gastar y… todo para engordar y engordar a miserables podridos de dinero que usan la guerra, la violencia y la explotación para enriquecerse sin ningún atisbo de humanidad. ¡VIVAL EL MAL! ¡VIVA EL CAPITAL!, que decía mi añorada Bruja Avería.

Un viaje de mármol, de Sean Wang

EL CAPITALISMO Y NOSOTROS. 

“La gente paga por su propia subordinación”

Noam Chomsky

Los tremendos y rápidos cambios económicos de China han quedado retratados de forma profunda y seria por un cineasta de la talla como Jia Zhangke en películas como El mundo (2004), Naturaleza muerta (2006), y Wuyong (Useless) (2007), entre otras, excelente cronista de su país y el desánimo de una población lanzada al capitalismo y expulsada a la vida. Otro cineasta chino como Sean Wang, retrata en Un viaje de mármol el capitalismo desde dentro y sobre todo, desde fuera de China, y sus conexiones con Grecia, destino turístico y colaborador esencial en engrandecer la economía de sus ciudadanos más pudientes. No es la primera vez que el director chino se ha acercado a la realidad griega, ya lo hizo en su ópera prima Lady of the Harbour (2017), en la que se centraba en el trabajo de Suzanne, una activista china que junto a su equipo, ayudaba a los refugiados que llegaban exhaustos a Lesbos, Pireo y Atenas, esos mismos lugares, a los que se añade otros lugares turísticos como Santorini y demás, son los espacios en los que se desarrolla la película.

La película tiene un arranque tan revelador como demoledor con las gemelas chipriotas haciendo un directo frente al Partenon y hablando en chino, a los que se les acercan un par de turistas chinos y el diálogo y la cordialidad se desarrolla de manera sencilla y divertida. Luego, pasamos al Peloponeso, la ciudad de donde se extrae el mejor mármol del mundo, con el que se construyó el Imperio Romano, que ahora se exporta a China para que los ricos se gasten cantidades indecentes en sus casas del material tan noble. Conoceremos a todos los agentes en cuestión: las citadas gemelas, una especie de embajadoras que reclutan ricos para que compren en Grecia su sol, sus islas y cualquier producto, un artesano chino del mármol que fabrica para el mundo entero haciendo copias y réplicas esparcidas por todos los países, un empresario que explota sus negocios con la piedra en China, en la que hay más permisividad a nivel laboral y legal, y finalmente, el sobrante del mármol, que acaba en los talleres chinos para crear souvenirs que vuelven a Grecia y se esparcen por todo el mundo. Wang va construyendo su narrativa desde un punto de vista global, sin caer en la condescendencia ni en el sentimentalismo. 

Un filme que propone la observación detenida, sin prisas, en la que nos abre una ventana para que contemplemos la belleza del mármol, y el mercantilismo feroz y terrible que se hace de él, con unas imágenes elegantes y sofisticadas, que en muchos momentos creemos que estamos en una película de ciencia-ficción por toda esa ostentosidad que contrasta con los talleres tan miserables en los que hay polvo nocivo, niñas trabajando y unas condiciones de explotación y horror. Wang no remarca en absoluto su discurso político, no le hace falta y tampoco sería necesario, porque sus imágenes y sobre todo, lo que retrata, deja muy patente la absurdidad del mundo capitalista y esa falsa idea de globalización de estar más cerca de todo y los otros, que es una falsedad, porque seguimos como siempre, unos privilegiados viven de esa forma porque la otra mitad de la población trabaja sin descanso y sufre una precariedad extrema. La película muestra situaciones de pobreza laboral, aunque también, mira y atiza a los “presuntos” empresarios, que van y vienen de Grecia a China y viceversa, copiando, replicando y rodeados de un lujo hortera y estúpido, donde todos parecen fotocopiados, en un mundo descontrolado donde la idea de amasar dinero y gastarlo en gilipolleces está a la orden del día, un mundo que parece el posapocalíptico de otro que fue, y ya no está, donde todo lo bello acaba siendo pasto de la mentira, la riqueza y la estupidez humana. 

Con un ritmo estupendo y ágil, nos llevan de manera suave y reposada por esos ambientes empresariales, donde abundan los encuentros, las fiestas y demás, incluidos los religiosos, y los otros, los que los trabajadores chinos y chinas pierden su vida y su salud esclavizados por el bien del progreso de otros, porque no del suyo. Wang podría haber construido una tragedia sin esperanza, pero aunque vemos poca de esperanza, sí que ha concluido mucho humor en su película, un humor divertido y en otras ocasiones, muy irónico, en el que se descojona sin compasión de todas las argucias y estupideces del sapiens por ganarse al rico y venderle de todo, con saraos superficiales, sonrisas fingidas y demás poses para ganarse la confianza, es decir su chequera. Aprovechen la ocasión que les brinda el DocsBarcelona a través de su maravillosa iniciativa del Documental del Mes y no se pierdan Un viaje de mármol, de Sean Wang, porque tiene de todo y muy bueno. Tiene eso que mucho cine actual ha olvidado y no es otra cosa que mostrar y retratar una realidad, pero no edulcorada cayendo en la deshonestidad, sino todo lo contrario, mostrando una realidad que duele, pero es así, porque podemos mirarla desde otros ángulos si queremos, pero seguirá siendo la misma realidad, eso sí, podemos contarla como lo hace Wang, de verdad, con emoción y con mucho humor, porque es bueno ver las cosas desde otro modo, aunque sigan siendo crudas, ayuda a sacar nuestras propias conclusiones y la próxima vez que tengamos la necesidad de comprar un artículo o turistear a algunos de esos países, pensemos un poco en toda la basura que mantiene esa injusticia, y sobre todo, a la maquinaria que hace que este mundo de tanto asco. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

 

Entrevista a Anna Giralt Gris

Entrevista a Anna Giralt Gris, directora de la película “Robin Bank”, en la oficina de la productora Gusano Films en la Incubadora Almogàvers en Barcelona, el lunes 26 de septiembre de 2022.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Anna Giralt Gris, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y al equipo de Gusano Films, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Alvaro Gurrea

Entrevista a Alvaro Gurrea, director de la película “Alma anciana”, en el Flash Flash en Barcelona, el lunes 23 de mayo de 2022.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Alvaro Gurrea, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Sandra Carnota de Begin Again Films, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Alma anciana, de Alvaro Gurrea

FILMAR AL OTRO.

“Nos equivocamos al decir: yo pienso. Deberíamos decir: alguien me piensa”

Arthur Rimbaud

La primera imagen con la que se abre la película no es una imagen baladí. Es una imagen en la que vemos a dos personas, el Mbah Jhiwo, el “Alma anciana” de la película, junto a su esposa. Están en silencio, no se miran, los dos están cabizbajos, presentes/ausentes sin saber qué decir y mucho menos que hacer. La cámara fija recoge el plano secuencia. Escuchamos en off como la mujer le ha comunicado que debe marcharse, no sabe por qué motivo, pero debe hacerlo. A partir de ese instante, Alma anciana emprenderá un periplo espiritual por los ritos y mitos de su pueblo, una tierra colonizada por diferentes invasores y culturas, en la que perviven sus huellas: el animismo hinduista, el islam y el capitalismo. La forma de esta primera secuencia seguirá indemne durante todo su metraje. Una cámara que observa desde el silencio, desde la intimidad de las vidas que retrata, unas vidas que mira con respeto y humildad. Una cámara que no está muy lejos de aquella otra de Moi, un noir  (1958), de Jean Rouch, en aquello que el maestro francés llamaba “etnoficción”, en esa forma de cámara-ojo que mira y retrata al otro desde el yo, en un acercamiento desde la sencillez, frente a frente, retratando su vida, su cotidianidad y sobre todo, su parte emocional.

El cineasta Alvaro Gurrea (Barcelona, 1988), que sin buscarlo, se encontró con Mbah Jhiwo, un minero que transporta grandes rocas de azufre ladera arriba por el cráter del Kawah Ijen, y no se quedó en esa imagen impactante que tanto han explotado otros “turistas invasores”, sino que se acercó a él, y a su entorno del pequeño pueblo de Bulusari, de Central Java, en Indonesia, y durante cuatro años lo ha filmado, lo ha conocido, lo ha seguido, y aún más, lo ha convertido en la razón de su primer largometraje. Un proyecto con el que hizo el prestigioso Máster en Documental de Creación de la Universidad de Pompeu Fabra en Barcelona. Una película que tiene en la producción a Rocío Mesa que dirigió el largometraje Orensanz (2013), sobre la figura del artista contemporáneo Ángel Orensanz,  y hacer las Américas, ayudando a difundir el cine español de vanguardia en los EE.UU., promocionándolo a través de una organización y presentándolo en el Festival La Ola. En el montaje nos encontramos con Manuel Muñoz Rivas, que ha editado en films tan estimulantes como los de Eloy Enciso, Mauro Herce, Théo Court, entre otros, y la reciente Eles transportan a morte, de Helena Girón y Samuel M. Delgado, amén de dirigir películas tan especiales como El mar nos mira de lejos (2017), y a Alejandra Molina en diseño de sonido, una máster en estas lides como lo atestiguan películas con Carolina Astudillo, Carla Subirana y Pilar Palomero, entre otras.

Gurrea observa el entorno y construye su película, a partir un retrato que se va cociendo a fuego lento que, un viaje espiritual y físico, que fusiona con acierto y sabiduría el documento y la ficción, siempre fundiéndolas de manera sutil, vamos mirando la vida y el trabajo y los conflictos de Mbah Jhiwo, porque la historia se adapta a las circunstancias de cada instante, nunca al revés, por eso, en ocasiones, estamos en una de Rouch, en un documental observacional al uso, con esas imágenes de los mineros acarreando las grandes rocas de azufre, mientras los turistas se retratan, en una película de Apichatpong Weerasethakul, con la naturaleza y la selva engullendo al personaje, donde el misterio y lo espiritual se funden de manera natural y sin estridencias, o en una de Tsai Ming-liang, con esas motos en plena efervescencia y las calles de las urbes asiáticas. Gurrea ha construido una película que parece dirigida por un indonesio, por alguien que conoce los tiempos y las cotidianidades de sus personajes y de los lugares que filma, convirtiéndose en uno más, donde la cámara filma desde esos encuadres fijos secuenciales, con el mejor aroma de Ozu, donde la vida pasa o simplemente pasa lentamente, deteniéndose, donde vemos de un modo natural la coexistencia de todas las creencias, mitologías y demás formas de espiritualidad, asistiendo a ritos y danzas y formas de comunicarse con los ausentes.

Alma anciana se aleja completamente del documental que invade y sobre todo, contamina al otro. Aquí no hay nada de eso, todo fluye, todo se mira de forma tranquila, reposada, adaptándose a los ritmos y la cadencia de las vidas de estas personas, con esa mina avasalladora con esos hombres arrastrando esos bloques de azufre, donde la importancia del sonido es brutal, porque todo acaba inundado por ese sonoridad que va aplastando a todos, y los sonidos del pueblo y la naturaleza, engullendo a sus habitantes y sus formas de ser y hacer, donde el nuevo capitalismo, con esa idea de hacerse rico rápidamente, también ha entrado en esos universos que parecían ajenos a ese monstruo dominante. Celebramos y nos emocionamos con el primer largometraje de Alvaro Gurrea y esperamos que le sigan otros, donde de buen seguro seguiremos admirando su forma de trabajar y de filmar al otro desde el yo, desde la experiencia y sobre todo, desde el amor. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Lobster Soup, de Pepe Andreu y Rafa Molés

EL VIEJO CAFÉ DE MARINEROS DE GRINDAVIK SE CIERRA.

“No nos podemos convertir en un país al servicio de los demás, porque sino perdemos nuestra alma”

Gudbergur Bergsson

Desde que se conocieron en la Facultad de Ciencias de la Información, Pepe Andreu (Elche, Alicante, 1973), y Rafa Molés (Castellón, 1974), han unido sus fuerzas y talento y han codirigido cuatro películas, cuatro retratos partiendo de una realidad desconocida, incómoda y versátil, que demuestra que los cineastas han cimentado una filmografía basada en la inquietud y la curiosidad de aquello que vive y se transforma, adentrándose en aspectos de la vida, de la memoria y la actualidad más íntima. En Five Days to Dance (2014), su opera prima, nos hablaban de los primeros pasos en el baile de unos aficionados, en Sara Baras: Todas las voces (2017), cruzaban el otro lado del espejo, y filmaban a una de las mejores bailaoras de los últimos años, en Operación Stuka (2018), rescataban de la memoria unos sucesos olvidados sobre las operaciones secretas de los nazis en la provincia de Castellón, y en Picotazos contra el cristal (2019), un documento sobre la educación actual y su cuestionamiento.

Su quinta película juntos, Lobster Soup, se trasladan al pequeño pueblo de Grindavik, en la costa oeste de Islandia, con sus poco más de 2400 habitantes, con sus bajísimas temperaturas, y más concretamente, en el Café Bryggjan, una cafetería junto al puerto, regentada por los hermanos Krilli, el que abre por la mañana y el cocinero de la famosa “Sopa de Langosta”, y Alli, alma mater del lugar, con su imponente físico, su barba blanca, que le da un aspecto de vikingo auténtico, y los demás parroquianos del lugar: el último boxeador de Islandia, el citado Gudbergur Bergsson, novelista y traductor de ”El Quijote” en islandés, y demás viejos marineros, ahora retirados, que hablan del mundo, de su pequeña comunidad, y de aquello otro y más allá. Andreu y Molés huyen del documental de postal, y penetran en el alma del lugar y de todas aquellas personas que conforman tan variopinto y auténtico lugar, mostrando su esencia, su lado humano y sobre todo, el contexto en el que se desarrolla. Un café en el que una vez por semana se habla de los que ya no están, de sus difuntos, otra noche, hay música en directo, y muchos días, se agolpan cientos de turistas, ansiosos por probar su famosa sopa y vivir la experiencia de conocer un lugar con seña e identidad, quizás el último que queda.

Lobster Soup tiene ese aspecto de documental antropológico de esa zona en cuestión de Islandia, con esas formas de ser tan peculiares, sus formas de hablar, de explicar y esos silencios que tanto llenan y cuentan, pero la película no se queda ahí, va muchísimo más allá, porque nos habla de cómo el turismo masivo ha cambiado todo, porque los turistas que llegan a parte de consumir “La Laguna Azul”, un espacio de aguas termales muy concurrido, se pasan por el Café Bryggjan, para degustar su sopa, y ver por última vez un lugar perdido en el tiempo y en el espacio, que todavía pervive a pesar de la globalización y el capitalismo, que todo lo consume y lo compra, aunque será por poco tiempo, porque los hermanos han recibido una sustanciosa oferta y todo cambiará, el café se convertirá en otra cosa, y los lugareños del lugar deberán buscarse otro espacio para pasar las horas y la vida. Aunque los directores valencianos no hacen una película nostálgica y triste, sino todo lo contrario, porque Lobster Soup es ante todo, una obra vitalista, llena de amor y vida hacia unas personas que recuerdan sus años de marineros de competitividad por quién capturaba más pescado, años de mar y de una forma de vida que va despareciendo, porque la película no solo muestra un tiempo que se pierde, sino también, una forma de vida, en la que estos hombres de mar representan, y el Café es ese espacio de tertulia, de amistad y fraternidad, y la película recoge sus últimos meses, donde todos acuden a despedirse por todos los años vividos, todos las charlas, todas las sopas.

Andreu y Molés han construido una película que bebe mucho de la atmósfera y el aroma que desprendía el cine de Ozu y su última película El sabor del sake (1962), con esos amigos bebiendo y recordando su vida, y el primer cine británico de los Loach, Frears y Leigh, donde después de una dura jornada laboral, todos bebían pintas y pasaban las penas, y Kaurismäki, con esos hombres de bar y cafés, con la jarra en la mano y escuchando música en vivo,  donde se emana felicidad, amor y fraternidad, y frente todo eso, el voraz capitalismo y ese turismo consumista y devastador que todo lo quiere ver, en el menor tiempo posible, y cuánto más mejor, donde todo se consume y nada se vive, nada se contempla, todo con prisa y ya. Ante esa vorágine estúpida, malsana y contaminante, los tipos del Café Bryggjan son una especie de limbo, de gentes que todavía viven y miran su alrededor, una especie de outsiders como los de las películas de Fuller o Jarmusch, o aquellos pistoleros de Grupo salvaje, de Peckinpah, que ante el avance de los nuevos tiempos con cacharros de motor, incluso algunos que vuelan, ellos preferían seguir siendo lo que eran, seguir siendo auténticos frente a un mundo cada vez más irreconocible, deshumanizado y lleno de estupidez. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Oeconomía, de Carmen Lossman

LAS ENTRAÑAS DEL MONSTRUO.

“El sistema capitalista no precisa de individuos cultivados, sólo de hombres formados en un terreno ultraespecífico que se ciñan al esquema productivo sin cuestionarlo”.

Karl Marx

Lo primero que nos llama la atención de Oeconomía, de Carmen Losman (Alemania, 1978), es su entramado o dispositivo, ya que la mayoría de secuencias no son reales, debido a la negativa de los expertos en el tema en participar en la película, y la película se ve obligada a ficcionarlas, ya que  todas sus secuencias son simulaciones de aquello real, interesante paradoja porque el propio dispositivo adquiere una relevancia total, y escenifica en toda su miseria el malévolo juego del capitalismo, en el que todo parece inventado, simulado o falso o quizás, no lo parece, porque como iremos viendo en la película, ni los propios expertos saben definir el capitalismo, y sobre todo, su funcionamiento, otra paradoja más, porque el sistema económico que rige nuestras vidas, parece un magma completamente desconocido para aquellos que viven y se enriquecen de él.

En su primer trabajo, Work Hard Play Hard (2011), la directora alemana exploró los efectos de la gestión de recursos, en su segunda película, también investiga la gestión de otros recursos, el dinero, y como funciona, su creación, su movimiento, la labor de los bancos, el Mercado Central Europeo, las grandes empresas, y demás compañías e instituciones de crear y mover el dinero, pero no solo se queda ahí, porque después de simulaciones y demás, a las preguntas del comienzo se han añadido muchísimas más, creando más confusión y desorientación, por eso, y en un alarde astucia y transparencia, Losmann convoca alrededor de una mesa, en mitad del centro de una ciudad, a una serie de economistas que nos dan algunas claves, no todas, porque a la vista está que resulta imposible desentrañar el capitalismo, de cómo funciona una parte de este entramado económico voraz, sin límites, que consiste en crear deuda para generar dinero, cuanto más deuda más dinero ahí.

La cineasta teutona no ceja en su empeño de hablarnos de todo lo que hay detrás del capitalismo, haciendo las preguntas pertinentes a los expertos, aunque obtenga evasivas y no respuestas a sus demandas, porque Oeconomía trabaja intensamente para que conozcamos más del capitalismo, seguramente todavía hay muchas lagunas que a día de hoy sigue siendo indescifrables, peor algo hemos entendido y sobre todo, algo conocemos más, sobre todo, aquella mesa en medio de todo, porque los expertos allí reunidos conocen el sistema y hablan de él, y lo hacen de una manera clara, concisa y directa, y nos abren nuevas vías para construir un sistema mejor, humano y no agresivo contra la naturaleza y sus recursos. La película no solo nos habla de dinero, balances, ventas y clientes, sino también de cómo vivimos y como trabajamos, de quiénes somos y porque estamos soportando un sistema que solo alimenta a cuatro y somete a la inmensa mayoría vendiéndolos la ilusión que sus vidas mejorarás a golpe de martillo y pasándose la vida trabajando para conseguir productos que venden como primera necesidad, cuando son solo lujos para seguir engordando un sistema agotado, siniestros y devastador, que solo se mantiene gracias a aquellos que lo sufren cada día, quizás la paradoja más humillante y triste de nuestra existencia, y la que deja clara la película.

El relato, a pesar de su dificultad, está bien contado y no se hace pesado ni muchísimo menos, y se muestra inquisitivo en su propuesta, lanzando una serie de cuestiones elementales como: ¿Por qué seguimos trabajando para nuestras vidas aunque sepamos que el sistema nos ayuda a vivir peor? o la más desgarradora aún si cabe: ¿Qué sentido tiene endeudándonos para seguir ilusionándonos con una vida que no mejora, que solo gira alrededor nuestro, como si fuésemos el hámster que rueda sin llegar a ningún lugar?. La película no responde a esas preguntas, esas respuestas solo nos corresponden a nosotros, a nuestra responsabilidad, y sobre todo, a como nos planteamos nuestras vidas y trabajos, si hace la película, es mostrarnos al monstruo, al capitalismo, con toda su miseria, absurdidad, y su funcionamiento indescifrable, estúpido y desgarrador, que no ayuda a las personas a vivir mejor, sino las ayuda a que sigan gastando y les proporciona un dinero para que sigan trabajando y sigan debiéndolo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Vivarium, de Lorcan Finnegan

VIDAS EN SERIE.  

“En la civilización del capitalismo salvaje, el derecho de propiedad es más importante que el derecho a la vida.”

Eduardo Galeano

En los años 50, la industria estadounidense produjo películas de ciencia-ficción, que no eran más que un reflejo de la sociedad norteamericana, la llamada “American way of life”, aquel estilo de vida que se hizo fuerte y esencial después de la devastación de la Segunda Guerra Mundial. Las películas alertaban contra el enemigo soviético en forma de invasión alienígena, muchos recordarán grandes hits como La invasión de los ladrones de cuerpos, El enigma de otro mundo, Ultimátum a la tierra, La guerra de los mundos o Vinieron del espacio, entre otros, films que alcanzaron un enorme éxito popular, y sobre todo, alimentaron el temor a la amenaza comunista, alentado por el malvado comité de actividades antiamericanas del susodicho McCarthy. En la actualidad, el enemigo del capitalismo no es otro que el propio capitalismo, su codicia, su salvajismo y la sociedad de mercado han provocado tremendas desigualdades e injusticias, derivando en el cataclismo que significó la crisis del 2008, donde la economía se vino abajo y creó una catástrofe que la mayoría de  la población sigue arrastrando.

El cineasta Lorcan Finnegan (Dublín, Irlanda, 1979) centra en Vivarium (del latín, “lugar de vida”, es un área para guardar y criar animales o plantas para observación, o investigación, simulando una pequeña escala una porción del ecosistema de una particular especie, con controles para condiciones ambientales) todas las barbaridades del capitalismo en forma de una joven pareja que busca un hogar y acaban en una especie de universo artificial, confinados, donde no hay salida, donde deberán pasar sus días eternos, educar un ser extraño en forma de hijo, y existir en un bucle eterno. Finnegan ya había demostrado sus inclinaciones al género de terror y ciencia-ficción en sus anteriores trabajos -siempre con la complicidad de su guionista y compatriota Garret Shanley- en Foxes (2012) pieza corta donde también una pareja joven quedaba confinada en una cabaña en el bosque amenazada por zorros, y en su opera prima Without Name (2016) un supervisor de terrenos descubría un secreto oscuro en el bosque.

En Vivarium, aparte del terror doméstico, inquietante y oscuro, plantea una distopía demasiado real y cercana, quizás a la vuelta de la esquina, o incluso, viviendo ya en ella, en la que a través de una pareja joven y enamorada, se sumerge en varios elementos. Por un lado, tenemos la deshumanización de la pareja, envuelta en una rutina malvada y agotadora, sin vías de escape, nutriendo sin más, con alimentados insípidos, y por el otro, el salvaje capitalismo y las vidas en serie que propone, obligados a habitar una casa enfermiza, oscuramente perfecta, al igual que esa urbanización (ya las urbanizaciones son terroríficas de por sí) igual, del mismo color y formas, con ese cielo falso y una vida típicamente capitalista, vacía y muy enferma. El director irlandés vuelve a contar con dos de sus cómplices como MacGregor, en la fotografía, como ya hiciese en Foxes, y con Tony Cranston, en el montaje, donde ya contó en su primera película.

La cinta plantea una intensa y brillante alegoría sobre la oscuridad y el aislamiento que provoca un estilo de vida del “yo”, donde prevalece el individuo, el materialismo y su esfuerzo, sacrificio y trabajo en pos a una vida “exitosa, perfecta y llena de sol y alegría”, que obvia el fracaso, la tristeza y la oscuridad que encierra esa vida artificial y vacía. Finnegan resuelve hábilmente su propuesta, en un relato in crescendo, donde va aniquilando a sus criaturas, lentamente, sin prisas, abocándolos a una rutinaria existencia, donde trabajar, alimentarse y respirar lo es todo, una existencia en que la oscura se va cerniéndose sobre sus ilusiones y esperanzas de salir de ese paraíso artificial y terrorífico, y encima, la aparición de ese niño monstruoso y malvado -una especie de reencarnación de Damien, el niño de La profecía– dinamitando así la paternidad o maternidad, la familia como aspecto indisoluble al estilo de vida capitalista y occidental.

Vivarium  nos  interpela directamente a los espectadores, como las buenas películas que plantean mundos irreales pero tan reflejados en el nuestro, esos mundos tan cercanos, con seres malvados que nos rodean, con aspecto de buenas personas, quizás de tan cerca que no los vemos, que no somos capaces de mirarlos con detenimiento y conocerlos en profundidad, y plantearnos la vida como una sucesión de decisiones que demos tomar antes que otros las tomen por nosotros, fabulándonos con sus urbanizaciones tranquilas y de ambiente familiar, casas preciosas con jardín y piscina, y nuestro hijo jugando despreocupado en el porche, y mostrando esa sonrisa desmesurada y artificial. Jesse Eisenberg y Imogen Poots interpretan a la pareja protagonista, unos jóvenes que desconocen en que especie de agujero existencial se están metiendo, muy a su pesar, imbuidos por esa vida material y familiar que parece van encaminados, personajes que bien podrían pertenecer a algún capítulo de la serie cincuentera The Twilight Zone, llamada por estos lares como La dimensión desconocida, quizás uno de los seriales más importantes e inspiradores para todos aquellos cineastas que les gusta desenvolverse en el género de terror, fantasía y ciencia-ficción, para hablar de los grandes males y enemigos que nos acechan en la sociedad capitalista, y no vienen convertidos en amenazas exteriores, sino que nos rodean y nos dan los buenos días, entre nosotros, o incluso, en nuestro interior. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

 

Machines, de Rahul Jain

MALDITO TRABAJO.

“La pobreza es tormento, señor”

A mediados del siglo XIX, con la Revolución Industrial se acababa un gran período de transformaciones sociales, económicas y culturales que, en principio, se terminaba con las condiciones precarias de vida de los ciudadanos, para de esta manera entrar en una nueva era de mejores condiciones de vida donde las máquinas ayudarían a que la cotidianidad de los habitantes. Más lejos de todo aquello, a día de hoy, la máquina se ha impuesto al ser humano, y le ha condicionado, tanto su vida personal como laboral, imponiéndole unos ritmos de vida muy alejados de aquella lejana idea del XIX, donde la máquina venía a realizar todo lo contrario, y que no era otra cosa que mejorar las condiciones de vida. El director indio Rahul Jain (Nueva Delhi, India, 1991) nos introduce en las mazmorras de una fábrica textil en Surat,  una ciudad industrial situada al noroeste de la Índia, donde elaboran toda clase de tejidos, y nos muestra la terrible cotidianidad de unos trabajadores que son explotados en durísimas jornadas laborales de 12 horas diarias a razón de 210 rupias (unos 3 euros), muchos de ellos viajan miles de kilómetros para vivir lejos de sus familias para de esta manera sobrevivir en condiciones miserables, y subsistir, en trabajos de por vida donde nunca podrán ahorrar.

La cámara se mueve entre los trabajadores, entre los larguísimos pasillos, donde vemos cientos de telas amontonadas y preparadas para su ejecución, en una producción que nunca cesa, donde los trabajos y máquinas, conviven y comparten un espacio oscuro, sin ventilación y más propio de una prisión que de un ambiente laboral. Jain toma como referencia el documental británico del primer tercio del siglo XX, que mostró al mundo los ambientes laborales como Drifters, de John Grierson, Industrial Britain, de Robert J. Flaherty, Basil Wright y Arthur Elton, o Night Mail, de B. Wright y Harry Watt, entre otros muchos,  o el más reciente Workingman’s death, de Michael Glawogger, documento del 2005. Películas que documentaban las durísimas condiciones laborales de un mundo cada vez más desigual e injusto, y que el tiempo no ha ayudado a que esas situaciones mejorase, sino todo lo contrario, las ha acrecentado, creando un sistema capitalista feroz y salvaje que solo mira los rendimientos productivos y económicos, creando todavía más desigualdades si cabe, contribuyendo a crear un sistema de esclavitud moderno, donde las grandes empresas, con la ayuda de gobiernos corruptos y de inexistentes derechos laborales, explotan hasta la saciedad los trabajadores de esos países, una nueva manera de colonialismo, o mejor dicho, una continuación del colonialismo, donde unos siguen ganando cantidades enormes de dinero, a costa de las penosas y terribles condiciones laborales de aquellos a los que explotan por el bien del progreso y la modernidad.

Jain construye una película breve, de apenas 72 minutos, donde se introduce de un modo natural y tranquilo en todos los espacios existentes en ese paisaje de desolación y no vida, en el que hombres y máquinas se mezclan con el ruido incesante del movimiento continuo y mecánico de la frenética elaboración de los tejidos, donde las telas se fabrican a destajo, como si el mundo se terminase, donde los colores vivos parecen apagados, o los trabajadores los ven así, donde los rostros, imperturbables y silenciosos de los que allí trabajan mirando con recelo y miedo a la cámara, como a un invitado extraño que viene a documentar su manera de no ganarse la vida. El cineasta indio filma en primera persona a los trabajadores, ofreciéndoles su cámara para que expliquen sus vidas, reflexiones y el funcionamiento de este infierno al que llaman trabajo. Unas personas que explican sus orígenes, y porque se mantienen esas condiciones miserables de trabajo, ya que la nula comunicación entre los trabajadores hace imposible la organización sindical que ayude a mejorar sus trabajos.

Unos seres que se mueven como fantasmas, donde la vida y sus almas se quedan en la puerta, como explica uno de ellos, que más de un día piensa en no entrar, en dar media vuelta, porque sabe el infierno que irremediablemente le espera. La fábrica, como si se tratase de una mina, se encuentra en los sótanos, donde apenas hay luz natural, donde los trabajadores son expuestos y hacinados durante horas interminables y agotadoras, donde la máquina manda su ritmo de producción. Un paisaje inhumano, donde trabajan al ritmo de las malditas máquinas, doblando turnos de 12 horas para así ganar más dinero, en una no vida donde siempre andan exhaustos, agotados y sin alma. Rahul Jain debuta en el largometraje con un documento fascinante a nivel formal, y demoledor y terrorífico en su contenido, denunciando unas condiciones laborales de explotación, y lo hace desde la sencillez y la honestidad, sin caer en el panfleto, ni mucho menos en la proclama revolucionaria, sino mirando esos rostros con dignidad y extrayendo la humanidad que albergan, porque tras esas personas ensombrecidas por las máquinas y el maldito trabajo, existen personas como nosotros, que lo único que necesitan es vivir dignamente con un trabajo que los mire como seres humanos y no como máquinas.

Safari, de Ulrich Seidl

CAZADOR BLANCO EN EL ÁFRICA NEGRA.

El universo cinematográfico del cineasta Ulrich Seidl (Viena, 1952) se compone de dos elementos muy característicos, por un lado, tenemos su materia prima, el objeto retratado, sus conciudadanos austriacos que son filmados mientras llevan a cabo sus actividades domésticas e íntimas. Y por otro lado, la naturaleza de esas actividades que vemos en pantalla filmadas desde la más absoluta impunidad y proximidad. Seidl ha construido una filmografía punzante y crítica con el sistema de vida, no sólo de sus paisanos, sino de una Europa deshumanizada, un continente ensimismado en su imagen e identidad, que utiliza y explota a su antojo, cualquier lugar o espacio del mundo que le venga en gana, además de practicar todo tipo de actividades, a cuál más miserable, para soportar una sociedad abocada al materialismo, la individualidad y el éxito.

Su cine arrancó a principios de los noventa con títulos tan significativos como Love animal (1996) donde retrataba a una serie de personas que llevaban hasta la locura su amor por los animales, o Models (1999) que exploraba el mundo artificial y vacío del mundo de la moda y la imagen, con Import/Export (2007) se adentraba en la absurdidad de la Europa comunitaria que dejaba sin oportunidades laborables tanto a los de aquí como les de los países colindantes, con su trilogía Paraíso: Amor, Fe y Esperanza (2012) estudiaba, a través de tres películas, las distintas formas de afrontar la vida y sus consecuencias con una turista cincuentona que encontraba cariños en los brazos de los jóvenes nigerianos a la caza del blanco (trasunto reverso de Safari, donde, tantos unos como otros, andaban a la caza para paliar sus miserias), en la segunda, las consecuencias de una fe llevada hasta el extremo, y por último, una niña obesa intentaba adelgazar en un campamento para tal asunto. En su última película, En el sótano (2014) filmaba las distintas actividades que practicaban los austriacos en sus sótanos, donde daban rienda suelta a sus instintos más primarios.

En Safari, al contrario que sucedía en Love animal, aquí los austriacos viajan a África para matar animales, también los aman, según explican, pero de otra forma, un amor que los lleva a querer matarlos, por todo lo que ello les provoca como una forma de poseerlos. Seidl filma a sus criaturas caminando sigilosamente por la sábana en busca y caza los animales que quieren abatir, mientras escuchamos sus diálogos, entre susurros. También, captura a sus cazadores (en sus característicos “Tableaux Vivants”) rodeados de los animales disecados, mientras hablan sobre las características de sus armas, la excitación que les produce matar a un animal u otro y los motivos de su cacería, justificándola y aceptándola como algo natural en sus vidas y en la sociedad en la que viven, secuencias que Seidl mezcla con planos fijos de los empelados negros que trabajan para el disfrute de los turistas blancos, aunque a estos no los escuchamos, y finalmente, el cineasta austríaco nos muestra el traslado del animal muerto (que suele tratarse de caza mayor como impalas, cebras, ñus… ) y posterior descuartizamientos de los animales por parte de los negros, sin música, sin diálogos, sólo el ruido de los diferentes utensilios que son empleados para realizar la actividad, recuperando, en cierta medida, el espíritu de Le sang des bêtes, de Georges Franju.

Seidl se mantiene en esa distancia de observador, no toma partido, filma a sus personas/personaje de manera sencilla, retratando sus vacaciones y escuchándolos, sin caer en ninguna posición moral, función que deja a gusto del espectador, que sea él quién los juzgue. Seidl construye relatos incisivos, críticos y provocadores, sobre una sociedad que todo lo vale si tienes dinero, que el colonialismo sigue tan vivo como lo fue, pero transformando en otra cosa, explotando al que no tiene porque el que puede no lo permite. El cineasta austriaco investiga las miserias humanas y su tremenda complejidad, y lo hace de forma incisiva, mostrando aquello que nadie quiere ver, aquello que duele, que te provoca un posicionamiento moral, lo que se esconde bajo la alfombra, lo que todos saben que está mal que exista, pero nadie hace nada y mira hacia otro lado, un lado más amable, aunque sea falso.