Silver Haze, de Sacha Polak

LA JOVEN DE FUEGO. 

“A medida que lo alimentaba, el fuego crecía y no dejaba nada a su paso. Cuando hubo quemado todo lo que encontró a su paso, sólo le quedaba una cosa por hacer. Con el tiempo, acabaría por consumirse a sí mismo”.

De la novela El enigma del cuadro (2004), de Ian Caldwell

Después de Hemel (2012) y Zurich (2015), dos dramas producidos en Holanda, la filmografía de Sacha Polak (Amsterdam, Países Bajos, 1982), dio un vuelco considerable con Dirty God (2019), un drama ambientado en el extrarradio de Londres sobre la existencia de Jade, una joven madre que sufre un ataque de ácido de su ex pareja que la deja desfigurada, interpretada por la actriz no profesional Vicky Knight. La película con el mejor aroma del cine social británico de Loach, Leigh y Frears, mostraba una realidad dura, de jóvenes atrapados en un ambiente sin futuro, donde la libertad se relaciona a las noches de fiesta, baile, drogas y sexo. En Silver Haze (que hace referencia a una variedad del cannabis, que fuman las protagonistas), la directora neerlandesa sigue explorando los barrios de Dirty God y la vida real y ficticia de Vicky Knight, ahora convertida en Franky, una joven enfermera que sufrió graves quemaduras al incendiarse el hospital donde dormía.

La película, con guion de la propia directora, se instala en la obsesión de la protagonista por vengarse de su padre y la amante de éste, a los que acusa del incendio ocurrido 15 años atrás. Mientras, la vida de la joven sigue siendo dura, con una madre alcohólica, un tío sin trabajo y una hermana pequeña demasiado perdida. Su vida cambia cuando se enamora de una paciente, Florence, que ha intentado suicidarse, con la que empieza una relación muy intensa y pasional llena de altibajos y conflictos. El relato es muy duro y sin piedad, pero en ningún momento hay regodeo, ni porno miseria, que acuñaba Luis Ospina, porque entre los pliegues de tanta desazón y problemas y rabia contenida, hay esperanza, o al menos, algo de ella, porque entre tanta basura emocional, los personajes intentan ser felices o al menos intentar estar un poco mejor. Son individuos que luchan con lo que pueden y tienen a su alcance para avanzar aunque sea a trompicones fuertes. Quieren una vida como la de todos, una vida donde haya algo de amor, o cariño, donde las cosas no se vean tan negras, en que el personaje que interpreta Vicky Knight ejemplifica esa idea que transita la historia donde siente la enfermiza venganza que la come por dentro y también, lo contrario, el amor que siente por Florence, en ese mar de contradicciones en los que nos movemos los seres humanos. 

Como sucedía en Dirty God, la película tiene un tono y una atmósfera muy acorde con lo que experimentan sus personajes, van de la mano, con un excelente trabajo de cinematografía de Tibor Dingelstad, con una cámara inquieta y curiosa que vuelve a meterse en las vidas, emociones y tristezas de los personajes, donde ficción y realidad se dan la mano, muy cerca de ellas, atrapándolas en esas míseras casas llenas de trastos, con ese cielo plomizo y esas ganas de huir constantes. La estupenda música del dúo Ella van der Woude y Joris Oonk, en el que sin subrayar consiguen transmitirnos toda esa maraña de emociones que viven en el interior de los personajes, y sobre todo, sin teledirigir emocionalmente a los espectadores. el gran trabajo de edición de Lot Rossmark, en una película compleja como esta, que se va a los 102 minutos de metraje, donde hay muchas montañas rusas en los personajes, algunas evidentes como esa parte de la noria que vemos como espejo-reflejo de las complejidades de unos personajes que sólo buscan un lugar donde haya paz o al menos, algo de comprensión, y dejen atrás las pequeñas islas a la deriva en que se han convertido sus tristes y ensombrecidas existencias. 

Como ya hemos mencionado en este texto, volvernos a encontrar con Vicky Knight metida en otro personaje de rompe y rasga, muy diferente al que hizo en Dirty God, donde vivía con miedo, escondida y con la idea fija de recuperar la imagen que tenía antes de las quemaduras. En Silver Haze, su Jade quiere un poco de paz, encontrar un hogar tranquilo, donde todos se miren y se entiendan a pesar de todo, porque en su familia biológica no lo consigue y todos son historias. Con Florence consigue algo de ese cariño, pero también resulta difícil porque ella está mal y es narcisista. La interpretación de Vicky Knight es asombrosa, llena de carisma y naturalidad, donde muestra su cuerpo sin pudor y sin miedo, un cuerpo lleno de cicatrices por las quemaduras, un cuerpo lleno de vida y esperanza. A su lado, Esmé Creed-Miles que ya estuvo con Polak en la serie Hannah, en el papel de la mencionada Florence, una mujer que huye de una realidad dura, siendo egoísta y muy perdida. La sensible interpretación de Angela Bruce, en uno de esos personajes llenos de dulzura y vida. Y luego una retahíla de intérpretes no profesionales como Charlotte Knight, la hermana real de Vicky, que hace de Leah, tan perdida como equivocada. Archie Brigden es Jack, hermano de Florence, en su peculiar mundo, y TerriAnn Cousins como la madre de Vicky. 

No les voy a engañar, Silver Haze  es una película muy dura, tiene momentos muy heavys, de esos que encogen el alma y nos golpean fuertemente al estómago, pero la vida para muchos es así, y no por eso, no se va a mostrar esa crudeza y la tristeza en la que viven. Lo interesante de la película es que ante esa realidad cruda y maloliente, no se regodea en ningún momento ante tanta desazón, sino en que se centra en unos personajes, en sus bondades y maldades, en esa idea fija que tienen de mejorar, de ver cada día de otra manera, huyendo de esa idea manida de la superación ni de tontadas de esas, sino de creer en nosotros mismos a pesar de la mierda que nos rodea, en sentir y en levantarse cada vez que la vida nos golpea duro, en creer cuando dejamos de creer, en respirar cuando nos falta el aire, en no dejar de seguir como se pueda, como hacen los distintos personajes, en una película que habla de amor, de familia, de relaciones y sobre todo, de cómo gestionamos todo eso, las diferencias, sus peculiaridades y todo lo no normativo. Gracias a Sacha Polak por mostrar tantas realidades, porque ante tanto oscuridad podemos encontrar un resquicio de luz, por pequeño que sea, ya es mucho. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Aina Picarolo

Entrevista a Aina Picarolo, actriz de la película «Nina», de Andrea Jaurrieta, en el hall del Room Mate Gerard Hotel en Barcelona, el lunes 6 de mayo de 2024.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Aina Picarolo, por su amistad, tiempo, sabiduría, generosidad, y a Eva Calleja de Prismaideas, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Andrea Jaurrieta

Entrevista a Andrea Jaurrieta, directora de la película «Nina», en el marco del D’A Film Festival, en la Sala Raval del Teatre CCCB en Barcelona, el viernes 12 de abril de 2024.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Andrea Jaurrieta, por su amistad, tiempo, sabiduría, generosidad, y a Eva Calleja de Prismaideas, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Nina, de Andrea Jaurrieta

LA VENGANZA TIENE NOMBRE DE MUJER.   

“¿Estás de su lado o del nuestro, Vienna? 

– Yo no estoy del lado de nadie”

Frase de Johnny Guitar (1954), de Nicholas Ray 

Si pensamos en westerns donde las mujeres llevan la voz cantante, por desgracia, encontramos muy pocos. Hay dos grandes excepciones: la Altar Keane que hacía Marlene Dietrich en Rancho Notorious (1952), de Fritz Lang, y la Vienna con Joan Crawford en Johnny Guitar (1954), de Nicholas Ray. Dos mujeres que no se amedrentaban por las sacudidas machistas de pistoleros y se hacían valer y de qué manera. Las directoras contemporáneas han venido a hacer cine, y sobre todo, a contar sus historias, muchas de ellas con mujeres fuertes y rotas, valientes y con miedo, y sobre todo, mujeres que se enfrenten a quién haga falta, mujeres que sientan el peso de la historia, como tantas veces a ocurrido con los hombres. Porque ellas también están, ellas no se esconden, como le ocurre a Nina, la protagonista de la película homónima de Andrea Jaurrieta (Pamplona, 1986), una mujer que viene de un pasado muy oscuro, que vuelve a su pueblo natal, al lugar de los hechos, a un paisaje hostil y frío, vuelve a la niña que fue, a la niña que se atacó, vuelve a recuperar lo perdido, pero ahora adulta, con ganas de justicia y de todo. 

Partiendo del texto “Nina”, de José Ramón Fernández, que a su vez, ya adapta libremente el clásico “La Gaviota”, de Chéjov, la directora navarra lo lleva a su terreno, y lo sitúa en el norte que conoce tan bien, en el pequeño pueblo costero de Arteire, arrancando en una noche negra y lluviosa, donde la citada Nina llega a lo que fue su vida hasta los 15 años. La película navega por los dos tiempos indistintamente, con la Nina adolescente del pasado y la Nina adulta en la actualidad. Un entramado narrativo en el que Jaurrieta no oculta sus referencias, el western y su clasicismo, con su amigo que le ayuda y la escucha como Blas, un pueblo ocupado en sus tradiciones y fiestas, y un objetivo: Pedro, el escritor, el maduro que se aprovechó de su ingenuidad y su soledad con un padre tan ausente. Un western con tintes de melodrama, un western contemporáneo sin caballos pero con venganza, con pasado tortuoso, donde se arrastran muchas cargas y mucho dolor. Segundo trabajo de la directora, después de su sorprendente Ana de día (2018), donde investigaba los aspectos psicológicos sobre la identidad de una mujer enfrentada a una réplica idéntica. 

Con Nina no se aleja de su aspecto psicológico, aunque añade otros elementos como lo espiritual y lo filosófico, en una interesante mezcla de género con profundidad y complejidad, en una intenso y detallista trama que se agarra y no te suelta, con mucha tensión y oscuridad, con la inquietante atmósfera gélida y silenciosa de su entorno y personajes, con ese estado de ánimo tan propio de los tipos que pululan las películas de Melville, tan callados y tan torturados, porque Nina es un personaje muy melvilleniano, tanto en su aspecto, su silencio y su dolor. Una parte técnica que brilla con ejemplaridad, con dos cómplices que ya estuvieron en la mencionada Ana de día, como el cinematógrafo Juli Carné Martorell, donde el rojo copa la película que contrasta con ese tono frío y neutro del norte, un rojo que acapara el sentir de su protagonista, como ocurría en el cine de Sirk, ahí volvemos al melodrama, que también capturó Fassbinder, y desarrolló Almodóvar en su obra cumbre Mujeres al borde de un ataque de nervios, un rojo de la pasión, de la sangre, del corazón y sobre todo, de la venganza. El otro habitual es el editor Miguel A. Trudu, que mantiene el ritmo entre el reposo y la agitación en un relato de poquísimos días pero muy intensos donde nunca hay respiro, o lo que hay poco, en un trama que se va a los 105 minutos de metraje. 

La nueva incorporación al universo de la navarra es la gran Zeltia Montes, como nos gustaron sus trabajos para Que nadie duerma y El buen patrón, tan diferentes y tan geniales, que compone una soundtrack que debería estudiarse al detalle en cualquier lugar con estudiantes de música, porque sus cuerdas y su composición son magníficas, creando la mejor compañía para la historia que quiere contarse, con esa lija que incómoda y aturde yendo al compás de la protagonista. Si en Ana de día, Ingrid García Jonsson tenía un reto por delante que solventaba con claridad y naturalidad, no digamos de la Nina que hace Patricia López Arnaiz, otro reto mayúsculo encarnar a un personaje que habla tan poco, que siempre está en silencio, que mira mucho y desprende muchas sombras sombras e inquietud, pero la actriz lo agarra del pescuezo con firmeza y valentía, en una composición memorable, otra más de l actriz vitoriana, que bien interpreta, con tanta sutileza, con tanta carga y con tanta fuerza, y tanta tristeza, como los pistoleros que cabalgaban meses para volver a su casa, con todo lo que habían dejado atrás y con tantas derrotas, y si no que le pregunten al Jeff McCloud de Hombres errantes (1952), otra vez volvemos a Ray, y a Ethan Edwards de The Searchers (1965), de Ford, dos tipos que si hubiesen sido mujeres serían interpretados por actrices como López Arnaiz. 

Bien acompañada por un enorme y sobrio Darío Grandinetti, ¿alguna vez está mal este inmenso actor?, haciendo el “malo”, pero no un villano público, sino uno que se esconde, que son los peores, que además no se siente malvado, que es mucho peor, porque entonces era un maduro escritor, cuando se aprovechó impunemente de una adolescente y ahora un anciano venerado en el pueblo, un monstruo bien considerado como suele pasar, que la gente no quiere ver ni escuchar. La joven Aina Picarolo hace de Nina adolescente, que vimos en un papel corto en La casa entre los cactus, en una gran interpretación, con todo ese candor e inocencia de su edad, de gran parecido con su Nina adulta, en una composición estupenda de una actriz que le deseamos un gran futuro, porque se lo ha ganado con creces con su espectacular Nina, con su sutileza y esa sonrisa que llena todo el cuadro. Como buen western que se tercie, la película tiene esos individuos de reparto tan bien compuestos como Iñigo Aramburu como Blas, que hemos visto en películas vascas tan interesantes como Handia, HIl Kanpaiak e Irati, entre otras, Mar Sodupe, Ramón Agirre y Silvia de Pé, entre otros. 

No dejen escapar una película como Nina, y no lo digo para que acuden al cine a verla, que sí, pero también, porque se atreve a romper muchas cosas, y a tejer con paciencia y angustia un relato noir, de los que se recuerdan mucho más con los años, un western con la rabia, la melancolía y la pérdida que tenían los crepusculares que empezaron a adueñarse de las carteleras a partir de los cincuenta, cuando el cine dejó de épicas y empezó a mirar el alma de sus cowboys, unos tipos solitarios, alejados de todo, y empeñados en luchar por un amor perdido que nunca llegaron a tener. La Nina de Andrea Jaurrieta también nos habla de alguien con alma oscura, no porque no haya intentado olvidar, pero es un olvido que duele demasiado, y el destino le tiene guardada un último aliento, una vuelta a los hechos, a su pasado, a ese pasado que un día huyó de él, un pasado que grita mucho, incluso demasiado, y ella sólo sabe que podrá callarlo haciendo lo que tiene que hacer, o quizás no, vean la película para salir de dudas, y si pueden, hablen de ella, porque les aseguro que la experiencia de ver esta película queda en el alma, y su protagonista y su viaje no deja nada indiferente. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Sobre todo de noche, de Víctor Iriarte

UNA MADRE, UN HIJO, UNA MADRE. 

“Esta es una historia de violencia, de rabia y de violencia. Alguien pierde a alguien. Alguien busca a alguien el resto de su vida. Esta es mi historia. Hubiera podido suceder de otra manera pero sucedió así”.

Vera

Si algo adolece mucho del cine actual es la ausencia de relato en las historias que cuenta. Muchas películas abandonan por completo la idea del cuento, la idea de la fábula poliédrica, aquella historia que se bifurca constantemente, que fábula sobre ella misma, que indaga a partir del artefacto cinematográfico en una incesante búsqueda donde el artificio se fusiona con la narración, en que el camino no tiene una constante ideada, sino todo lo contrario, un itinerario que acoge otras disciplinas como la literatura, la música y el canto para contar y contarnos su historia en un caleidoscopio infinito donde el género es una mezcla de todos ellos, incluso el misterio que oculta cualquier película, en este cine se revela o no y cuando lo hace se revela ante nosotros interrogando a la propia película, en un documento ensayístico en el que lo importante no es sólo lo que nos están contando, sino que va construyendo una forma heterogénea que va mutando a lo largo de la película. 

El cineasta Víctor Iriarte (Bilbao, 1976), al que conocemos por su trabajo de programador de cine y director de múltiples piezas, amén de sus trabajos para Isaki Lacuesta y Raya Martin, debutó con el largometraje Invisible (2012), un relato que ya planteaba la fusión de géneros, elementos, texturas y formas para contarnos muchas historias dentro de ella. Mismo punto de partida con el que ejecuta su segundo trabajo de título tan estimulante, Sobre todo de noche, donde nos pone en la pista de Vera, una madre que entregó su hijo por no poder atenderle, y años después, cuando quiso saber de él, se enfrenta a un vacío y oscuridad burocrática y decide vengarse de todos ellos. Una línea mínima de argumento, convertido en un interesante y revelador guion que firman Isa Campo, estrecha colaboradora del citado Isaki Lacuesta, (que ambos coproducen la película, junto a Valérie Delpierre, y demás), Andrea Queralt, productora de títulos tan importantes como O que arde, de Laxe, y Matadero, de Fillol, y el propio director, filmada en un estupendo trabajo de cinematografía en 16mm por Pablo Palomo, del que vimos Al oriente, de José María Avilés, en una composición que nos remite a por ejemplo películas como Los paraísos perdidos (1985), y Madrid (1987), ambas de Basilio Martín Patino, con ese aroma de atemporalidad donde las cartas y los mapas pueden convivir con los móviles sin ningún tipo de interferencia. 

La excelente música, un personaje más de la historia, que firma una grande como Maite Arroitajauregi, una habitual del cine vasco en películas como Amama, Akelarre e Irati, y de directores como Fernando Franco, construyendo de forma tensa y profunda todos los vaivenes emocionales de los personajes. Una película de estas características donde la forma y lo que cuenta devienen tanta importancia requería un preciso y detallado trabajo de montaje, y lo encontramos en una habitual de este tipo de cine que investiga y se investiga, que no es otra que Ana Pfaff, que realiza una edición donde priman los rostros y las manos, en que la película se explica mediante acciones, acompañadas de intensas reflexiones sobre el pasado. Qué decir del excelente trío protagonista de la película con una enorme Lola Dueñas como Vera, la madre que busca a su hijo, la madre que se venga de esa burocracia ilegal y miserable, la madre que encuentra a su hijo y sobre todo, la madre herida que no se lame las penas y se lanza en un viaje en el que no cesará en su empeño. La actriz está inmensa y construye una Vera que traspasa la pantalla por su forma de mirar, de hablar y moverse en un mundo que vapulea al débil y lo olvida, pero Vera no es de esas, porque Vera es una mujer herida, como las que construía Chabrol en su cine. 

La gran actuación de Lola/Vera no ensombrece a los demás intérpretes, que componen un estupendo contraplano interpretativo en sus diferentes roles, porque en su viaje/encuentro se tropezará con otra madre, la que hace Ana Torrent y recibe el nombre de Cora, profesora de piano, una madre que no puede tener hijos, una madre que es muy diferente a Vera, pero otra madre, en fin. Y luego, está Manuel Egozkue. que muchos recordamos como el protagonista de la maravillosa y exquisita Arquitectura emocional 1959 (2022), de León Siminiani. El actor hace del hijo, él hace de Egoz, que está a punto de cumplir los 18. El hijo de dos madres. Y después están María Vázquez que tiene su momento en una biblioteca, y Katia Bolardo, que también tiene el suyo en una piscina, y Lina Rodrigues, que tiene su instante cantando un fado. Intérpretes de vidas duras que arrastran heridas inconfesables, heridas que no han compartido, heridas que desgarran unas vidas que no pueden quedar en el olvido de la desmemoria. Personajes que no están muy lejos de aquellos que tanto le agradaban a Bresson, que explican sus cosas con movimientos, con esos planos de detalle de esas manos recorriendo mapas, recorriendo vidas que quedaron detenidas. 

Sobre todo de noche traza un recorrido por muchos espacios, lugares, texturas y tonos como lo psicológico de Hitchcock, lo noir de Melville, los mundos y submundos de Borges, Bioy Casares y Cortázar, donde la forma y el relato casan con extraordinario detalle y composición, donde la película descansa en la precisión de lo que se está contando acompañado de unas imágenes breves y concisas, donde pasado y presente forman un único espacio, donde todo va convergiendo en ese espacio fílmico o de ficción en el que la historia se interroga y nos interpela a los espectadores, recuperando esa idea de la fábula, del cuento que se cuenta de múltiples formas y las vamos viendo todas, como sucedía en El muerto y ser feliz (2012), de Javier Rebollo, y en La flor (2018), de Mariano Llinás, saltando de forma natural de un género a otro, mezclándolos, de una forma a otra, y de un tiempo/espacio a otro, pero obedeciendo a un proceso donde todo se compacta en armonía, sin darnos cuenta, de un modo de absoluta transparencia, en el que los objetos de naturaleza diversa se vuelven cotidianos, y donde los personajes van y vienen en un sin fin de espesuras y tensiones, donde todos tienen su camino, su objetivo, en busca de paz, de esperanza dentro de los conflictos que les ha tocado vivir, o mejor dicho, padecer, con una narradora que es la propia Vera que explica e indaga sobre sí misma y los demás, en un continuo juego de espejos y realidades múltiples. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Una noche con Adela, de Hugo Ruiz

MIENTRAS MADRID DUERME.  

“En la venganza el más débil es siempre más feroz”.

Honoré de Balzac

Cada año en la gran cantidad de películas que llegan a las salas, aparecen ese tipo de películas, modestas en su producción y atrevidas en su forma y en lo que cuentan, que sorprenden a propios y extraños y convencen incluso a los más escépticos. Una noche con Adela es de esas películas, que los anglosajones llaman “sleeper”, refiriéndose a esa cinta que se convierte en un éxito cuando nadie la esperaba. Que una película como ésta se meta en un certamen como Tribeca Festival de New York es una hazaña extraordinaria, y además, resulta galardona con el premio de Mejor dirección novel es absolutamente sorprendente, porque no estamos ante una película debut, que cuenta una historia muy oscura y violenta, y además, lo hace a partir de una narración muy audaz y dificultosa, con ese plano secuencia que nos lleva de aquí para allá, siguiendo los pasos de una antiheroína como la mencionada Adela, una barrendera del turno de noche. Una mujer que esa noche llevará a cabo una venganza que lleva años ideando. Una venganza que le sanará algunas heridas o quizás no. 

Detrás de las cámaras tenemos a Hugo Ruiz (Zaragoza, 1974), que conocíamos por su cortometraje Taxi fuera de servicio (2011), en la que mezclaba el drama con la comedia en un taxi que acaba convirtiéndose en un lugar parecido como el famoso camarote de los hermanos Marx. El maño debuta en el largometraje con Una noche con Adela, una película nocturna, que se detiene en una sola noche, durante el turno de la citada, recorriendo las calles recogiendo la basura, es decir, todo aquello que los ciudadanos no quieren, tropezando con esas rapiñas de la noche como abusadores, ladrones y gentuza de la peor calaña. Cuando parece que el relato se encaminará hacia el thriller más oscuro y destroyer, la película girará a lo personal, pero de un modo más profundo y salvaje, porque Adela tiene algo oculto para esa noche, que es su noche. Un viaje muy íntimo hacia la oscuridad de la condición humana, que se rompe con ese revelador diálogo de la protagonista con la locutora de radio, que se interpreta así misma la propia Gemma Nierga, que recupera su “Hablar por hablar”, un programa nocturno en el que personas solitarias compartían sus problemas y eran aconsejados por los demás oyentes. Adela conduce su camión recogiendo la basura, que deviene la metáfora del relato, en un viaje hacia la psique y lo físico, porque la barrendera entra en una espiral de drogas, sexo y violencia muy bestia. 

Mención aparte tiene el grandísimo trabajo de cinematografía de Diego Trenas, que debuta en el largometraje, con un detallista y preciso ejercicio de estilo, en un abrumador y lleno de tensión con los 105 minutos de un magnífico plano secuencia que sigue a la protagonista por ese Madrid oscuro y periférico, repleto de almas zombies que deambulan por las calles negras y vacías de la gran ciudad. Salvando las distancias, por supuesto, estamos ante un relato que emula aquellos que hicieron grandes como Boorman, De Palma, Scorsese y Lumet en los setenta en Estados Unidos, sacando la pala y desenterrando la miseria moral y física de una sociedad violenta y deshumanizada, porque Una noche con Adela es sencilla y honesta, no va más allá de lo que su modestia le permite, no juega a la pretenciosidad de otras películas, sino que conoce sus limitaciones y juega con ellas, sacando lo mejor de cada situación y trazando una parte de la radiografía humana de las calles cuando se llenan de noche y aparecen las criaturas de la noche, en la que Adela no es una más, sino alguien herido, derrotado pero no vencido, porque esa noche será su noche, y no de la manera que la cantaba Raphael, sino todo lo contrario, porque esa noche Adela llevará a cabo su venganza, una justicia que lleva años pensando y manteniendo en secreto. 

He dejado para la parte final de este texto mi comentario sobre la interpretación de Laura Galán como la mencionada Adela. Una actriz que muchos de nosotros descubrimos primero en el corto y luego en el largometraje de Cerdita, de Carlota Pereda. Un thriller rural, que emulaba las películas setenteras de terror estadounidenses, donde la castellana demostraba sus buenas dotes compositivas para cambiar de alimaña a cazadora, en un inmenso trabajo que le valió muchos de los reconocimientos del año. Su Adela está en otro lado, aunque conecte con lo corporal y lo sensitivo, porque su barrendera nocturna es una mujer demasiado herida, que se ha hartado de tanta vileza y dolor, y se ha puesto manos a la obra, ejecutando la venganza contra aquellos que la hicieron así, o la convirtieron en una mujer que se destroza cada noche en un trabajo que no le satisface y lo llena de drogas, alcohol y sexo salvaje. Laura Galán vuelve a demostrar que es una actriz portentosa, capaz de meterse en cualquier piel y cuerpo, que transmite con esa mirada de rencor y rabia, que es todo un ejemplo que con trabajo y algo de suerte, se puede labrar una interesante carrera a pesar de los estereotipos que tanto abundan en esta sociedad. Me gustaría que Una noche con Adela  tuviera tiempo para labrarse un boca a boca entre el público, porque estamos ante una película que está bien contada, que tiene a una actriz que llena la pantalla, porque tiene carisma, porque transmite y es pura energía. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Jinetes de la justicia, de Anders Thomas Jensen

SOBRE EL DOLOR Y LA VENGANZA.

“Una persona que quiere venganza guarda sus heridas abiertas”.

Francis Bacon

Todo empieza con un accidente. Un accidente de tren, en el que Mathilde ve como su madre fallece. Markus, el padre, un militar destinado en el extranjero, vuelve a casa y sigue como si nada hubiera pasado, llevándole a muchos conflictos con su hija adolescente. Un día, Otto, un experto en matemáticas, que es uno de los supervivientes del accidente, explica a Markus que tiene pruebas que el accidente fue intencionado. A Otto, traumatizado porque un accidente que él provocó acabó con al vida de su mujer e hija.  le acompañan otros dos cerebritos expertos en informática y conseguir datos, Lennart, que arrastra un trauma infantil, y Emmenthaler, un obeso acomplejado. Markus en primer momento escéptico, acaba por participar en la venganza contra los responsables, una banda de gánsteres muy conocida de la zona. Anders Thomas Jensen (Frederiksvaerk, Dinamarca, 1972), ha escrito muchos de los guiones de las películas de Susanne Bier, y de nombres tan importantes como los de Lone Scherfig, aparte ha cosechado una interesante filmografía como director donde Mads Mikkelsen (uno de los intérpretes daneses más internacionales que ha trabajado con gente tan reconocida como Thomas Vinterberg y Nicolas Winding Refn, entre otros), ha sido protagonista en las cinco películas que ha dirigido hasta la fecha.

En Jinetes de la justicia, Mikkelsen se pone en la piel de un tipo rudo, reservado y solitario, que lleva demasiados años fuera de casa y ahora, debe volver ante un panorama muy adverso, lleno de heridas y mucho dolor. Un tipo que encontrará la venganza como vehículo para cerrar tanta oscuridad. El cine de Anders Thomas Jensen se edifica a través de un conflicto emocional muy fuerte, donde encontramos a unos personajes a la deriva, muy perdidos, individuos heridos que deben volver a la senda de la vida. Un marco de comedia negra para hablarnos de temas serios y profundos, donde las emociones son la clave de la trama. Ahora, a la comedia negra, muy representada por los tres expertos en datos informáticos y estadísticas, que podrían protagonizar cualquier película de Monicelli, Berlanga o de los Estudios Ealling, se juntan con Markus, un tipo violento, amargado y lleno de rabia, toda contenida y oculta, que explotará sin concesiones y con extrema crudeza cuando se enfrenten a los gánsteres.

La interesante mezcla ente la comedia negra y la película de venganza, excelentemente bien equilibrada y contada, con esa cámara cercana y reflexiva en todo momento, con esos diálogos que pasan de la seriedad a lo ligero en cuestión de segundos, siempre con la trama en el horizonte, en un contexto social muy oscuro, de aislamiento, como viven el trío de amigos informáticos, y ahora, Markus y su hija, es la atmósfera idónea para lanzarse a esta fábula moderna que nos habla de cómo nos relacionamos con las emociones que no logramos expresar, ya sea el dolor, la rabia, la pérdida y cómo vivimos con toda esa carga pesada y dolorosa. Una parte técnica asombrosa que firma Kasper Tuxen en la cinematografía, en una película de un poco antes de la Navidad, muy asfixiante y muy noir, y el audaz trabajo de montaje con Nicolaj Monberg y Anders Alberg Kristiansen, consiguiendo esa fusión entre las relaciones de personajes, capitales en una película donde los personajes son tan diferentes, tanto a nivel físico, contexto y emocionalidad, la comedia negrísima en muchos aspectos, y ese thriller crudísimo y muy violento.

Un gran reparto encabezado por el citado Mads Mikkelsen, extraordinario en su rol de padre roto de dolor y militar violento lleno de venganza, demostrando una vez más su tremenda versatilidad e inteligencia en elegir personajes tan diversos y bien construidos. Bien acompañado por Nikolaj Lie Kaas como Otto, otro actor que también ha estado en todas las películas de Anders Thomas Jensen, al igual que Nicolas Bro, que hace de Emmenthaler, Lars Brygman como Lennart, un actor de reparto muy considerado en Dinamarca, y la joven Adrea Heick Gadeberg como Mathilde, que después de algunas series empieza a aparecer en la gran pantalla. El cineasta danés construye un relato de nuestro tiempo, muy sólido y contundente, que profundiza en muchos temas que tienen que ver con la condición humana, y sobre todo, cuando las cosas se vuelven del revés, cuando sufrimos pérdidas irreparables, no sabemos como enfrentarnos al dolor, y encontramos en la rabia y la violencia nuestra forma de sacudirnos las heridas y los demonios que nos acechan, y en eso la película es magnífica, porque afronta los conflictos de esta índole con reflexión y de frente, construyendo complejos personajes, y sobre todo, guiando poco al espectador, dejando ese espacio de libertad tan necesario para que cada uno de nosotros saque, si puede, sus propias conclusiones o enseñanzas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Quién a hierro mata, de Paco Plaza

VENGAR LAS HERIDAS.         

Los primeros minutos de la película evidencian tanto una forma como un fondo de exquisita sobriedad en la que sobresale una imagen estilizada, de planos cortos y elegantes, y de una autenticidad sobrecogedora, en la que la dosificación de la información marcará la película en cada detalle, objeto y mirada de sus personajes y los hechos que nos contarán. El séptimo trabajo de Paco Plaza (Valencia, 1973) se desvía algo de su rumbo trazado porque deja el terror puro y clásico que había formado su carrera con títulos tan renombrados como El segundo nombre, con el que debutó en el 2002, la tetralogía de REC, en la que codirigió con Balagueró algunos títulos, y otros en solitario, y la más reciente Verónica, de hace un par de años, donde ahondaba en el terror de posesiones en el interior de una familia de barrio. Ahora, con A quién hierro mata, basándose en una historia de Juan Galiñanes (editor de Dhogs, ente otras) en un guión escrito por el propio Galiñanes y un tótem como Jorge Guerricaechevarría en un relato muy noir ambientada en la costa gallega, donde conoceremos a Mario, un tipo ejemplar, humilde y excelente profesional como enfermero, que espera junto a Julia, su mujer, su primer hijo. Todo parece andar como de costumbre, cuando Antonio Padín, un famoso narco aquejado de una enfermedad degenerativa ingresa en la residencia donde trabaja Mario.

A partir de ese instante, todo cambiará, y la vida de Mario virará en 180 grados, donde el antiguo capo se convertirá en la diana de sus heridas del pasado. Entre tanto, Toño y Kike, los hijos del narco urden un plan de narcotráfico en el que necesitan la ayuda del padre residente que los rehúye. Plaza toma prestado el paisaje nublado e hierático de las Rias Baixas para situarnos en lo más profundo de una venganza, urdida desde lo invisible por alguien cotidiano, alguien que creía haber resuelto su pasado, alguien que creía vivir en paz, pero con la entrada en su vida del narco, todo su empeño se dirige a vengar su pasado, desde su profesión, desde la oscuridad, sin que nadie se percate, de alguien que se debate entre lo correcto y sus deseos internos y enfermizos de llevar a cabo su plan, una ambigüedad en la que se posa la película y convierte al personaje de Mario en un ser atrayente por su vida, personalidad y trabajo, pero a la vez, alguien que es capaz de algo horrible, la misma ambigüedad en la que se interna el relato en la que la vida y la muerte siempre rondan a los personajes, unos individuos en que constantemente se debaten entre esos dos estados, entre esas dos decisiones, entre el bien y el mal, y en bastantes ocasiones, confunden los dos términos y convierten sus vidas en una lucha interna y constante entre aquello que está bien y aquello otro que desean hacer, donde su moral siempre está en juego y dividida.

El director valenciano se acompaña de este viaje noir a lo más oscuro y profundo del alma humana con algunos de sus cómplices habituales como Pablo Rosso en la cinematografía, Pablo Gallart en el montaje, Gabriel Gutiérrez en el sonido y una colaboradora inédita como Maika Makovski en la música, con esos toques de percusión suave y golpeada, muy tono de duelo, de lucha fratricida muy del western, muy de esa espera tensa y agobiante que se vivía en Sólo ante el peligro o El último tren de Gun Hill, en un thriller tensísimo, sobrio y reflexivo a través de esa complejidad emocional muy de los personajes de Lumet en Serpico o Tarde de perros, o las huellas del hombre traicionado de A quemarropa, de Boorman, o el hombre tranquilo que usa la violencia para defenderse en Perros de paja, de Peckinpah. Plaza ha construido un durísimo y descarnado relato oscuro y lleno de fantasmas que a base de golpes secos y abruptos va llevando a sus personajes a esas zonas que ya no tienen vuelta atrás, lugares a los que es mejor no entrar, quedarse en la puerta.

Otro de los grandes logros de la película es su plantel extraordinario de intérpretes entre los que destaca la inagotable capacidad camaleónica de un grandísimo Luis Tosar, en uno de sus personajes más complejos y difíciles, consiguiendo atraparnos a través de esas miradas y gestos estudiados y detallados, como esa brutal mirada cuando mira por primera vez a Padín en la residencia, bien acompañado por el desaparecido Xan Cejudo (a quién está dedicada la película) mentor de Tosar, que realiza una soberbia interpretación del narco Padín, ese patriarca severo, insensible y bestial, sus dos hijos interpretados por Ismael Martínez como Toño, ese heredero que no está a la altura, y el hermano pequeño Kike, que hace Enric Auquer, puro nervio, inmaduro y salvaje, los dos hijos que nunca desearía un narco como Padín. Y María Vázquez, que después de Trote, vuelve a demostrar que menos es más cuando se interpreta. Los 108 minutos de la película nos envuelven en una montaña rusa emocional de consecuencias imprevisibles para todos sus personajes, en una tragedia familiar, donde padres, hermanos e hijos se envuelven en un halo de destrucción y venganza sin fin, donde alguien sin más, un hombre bueno se mete en la boca del lobo aunque sepa que quizás nunca debería haber entrado en un universo donde nadie sale indemne. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Dogman, de Matteo Garrone

PERROS SALVAJES.

Aunque ya llevaba cinco títulos en su filmografía, fue con Gomorra (2008) un durísimo retrato sobre el hampa napolitana, basada en la novela de Roberto Saviano, inspirada en hechos reales, la película que catapultó el nombre de Matteo Garrone (Roma, Italia, 1968) a nivel internacional. Un cine que ya había dado muestras de su carácter indómito con retratos sobre inmigración y oscuras historias de amor y odio, ancladas en lugares de la periferia o alejados, donde van a acabar aquellos con pocos recursos o marginales, con historias protagonizadas por los más débiles, aquellos invisibles que se mueven entre la suciedad y lo más terrible de la sociedad, con un marcado estilo documental, donde el retrato de los personajes y sus vidas, se acaba fusionando con esos lugares casi ruinosos de sus ambientes, atmósferas duras, ásperas y sucias donde gentes humildes se relacionan con la gentuza más horrible de la sociedad. Un cine que recuerda a la fealdad y pesimismo del cine de Pasolini, donde sus personajes parece ser que tienen marcado un destino negro hagan lo que hagan. En Dogman, noveno título de su carrera, se centra en la vida de unos pequeños comerciantes instalados en las afueras de la ciudad, y más concretamente en uno de ellos, Marcello, un hombrecito enclenque y divorciado, que tiene una relación fraternal con su hija pequeña Alida, y regenta su peluquería canina, y mantiene una relación amable con sus vecinos también comerciantes. Aunque, hay algo que preocupa a Marcello y los demás, y tiene un nombre, Simoncino, una mala bestia que ha creado el terror en el lugar, adicto a la cocaína, que le proporciona Marcello, y con un carácter violento que asola el lugar y tiene muy preocupados a los comerciantes.

Garrone narra un cuento ético, sin moralina, sólo muestra unos hechos, y convoca al espectador para que se mantenga despierto y alerta, donde nos habla de manera sobria y concienzuda sobre las consecuencias de las elecciones en nuestras vidas, y cómo esas decisiones nos convierte en personas que odiamos, en la parte sombría de nuestra alma, y cómo el miedo y la confusión nos lleva a realizar actos impuros y deshumanizados, traicionando a aquellos que más queremos, y provocando terribles consecuencias para nuestras existencias. El cineasta italiano construye una película sobre lo peor de la condición humana, donde no hay esperanza ni salvación, o al menos hay muy poca, y muchos menos para todos. Un cine de personajes enfrentados con aquello más oscuro y terrible, donde la sociedad se vuelve más siniestra y feroz, en el que sobrevivir se convierte en la preocupación diaria, porque hay veces que la razón ya no vale, y la violencia es el único argumento para salir adelante, algo así como una huída por miedo a enfrentarse a esa bestia que cada día nos humilla y nos aniquila más.

Garrone plantea una película de atmósfera agobiante y brutal, que deja sin aliento, donde el tiempo siempre está nublado o lluvioso, con muy pocas horas de sol, con unos personajes que hacen sus típicos trapicheos ilegales para ganarse unos billetes, y que a veces acaban trasgrediendo los límites, y cuando se dan cuenta ya es demasiado tarde. Una trama construida a través de dos ambientes, la primera, observamos la vida cotidiana de Marcello y los demás comerciantes de la zona, con esos momentos tiernos y agradables de Marcello con su hija, planeando viajes que my probablemente nunca realizarán o sí, y luego, tenemos la presencia inquietante y violenta de Simoncino, que se encuentra desatado y sus actitudes violentas van a más, un mundo sórdido y brutal, donde la película vuelve a los ambientes del hampa napolitana de Gomorra, donde traficantes, ladrones y gentuza de la misma calaña, pululan por la vida de Simoncino, y por la de Marcello, a veces a su pesar, cuando el gigante lo mete en sus negocios turbios, porque cada día quiere más, y nunca tiene suficiente.

El cine de Peckinpah, y sus personajes atrapados en la violencia y con esos destinos fatales cargados en su pasado y conciencias, fatalidades de las que no pueden escapar, sería un fiel reflejo al que se mira Garrone, donde la violencia siempre se desata de forma muy violenta y las consecuencias siempre son trágicas, como la espiral violenta que narra el director italiano, que va in crescendo, sin nada ni nada que pueda evitarla, donde cada acto en apariencia inocente, se vuelve turbio y cruel, con la magnífica metáfora de esos perros enjaulados que asisten atónitos a toda la maldad humana. Garrone narra con dureza y contención una venganza, un combate a muerte entre el hombre bueno y la bestia violenta que ataca su mundo humilde y sencillo, en el que sobresalen las dos magnificas interpretaciones de la pareja en cuestión. La cuidada y contenida interpretación de Marcello Fonte (un actor que había trabajado con Scorsese o Scola, entre muchos otros) se convierte en el centro de la trama, bien acompañado por su contrincante en estas lides, el enorme y violento Simoncino, una mala bestia suelta y peligrosa al que da vida Edoardo Pesce, convirtiéndose en un enemigo a la altura de la composición de Fonte. Dos grandes trabajos que nos llevan de un lado al otro, de un extremo a otro, donde ya nada tiene regreso, donde siempre se va hacia adelante, con extrema violencia, en este cuento moderno sobre la amistad, las zonas oscuras del alma, las decisiones que tomamos, y sobre las jaulas que nos inventamos, nos creamos y esas vidas que no llevamos por miedo o por desilusión.

 

 

Mandy, de Panos Cosmatos

EL INFIERNO ENTRE NOSOTROS.

“Cuando muera. Enterradme hondo. Colocad dos altavoces a mis pies. Ponedme unos cascos en la cabeza. Y rocanroleadme. Cuando esté muerto.”

Mandy y Red son un matrimonio que vive en mitad de un bosque y alejado de todos. Ella, de aspecto frágil y sensible, trabaja en una gasolinera, peor su pasión es la ilustración. Él, de aspecto rudo y fuerte, contrasta con el de su esposa, y trabaja de leñador. Los dos se quieren y dentro de su vida anodina, son todo lo felices que pueden. Aunque, un día, esta tranquilidad y armonía se rompe bruscamente, cuando Mandy se cruza con Jeremiah, un iluminado que se cree un enviado de Dios, y su desquiciada familia de seguidores, a los que con la ayuda de un trío de motoristas invocados del mismísimo infierno, raptarán a Mandy y Red. Después de su debut en Beyond the Black Rainbow (2010) en la que nos hablaba de una estudiante perturbada que era raptada por un diabólico doctor, Panos Cosmatos (Roma, Italia, 1974) vuelve con una película dividida en dos partes bien diferenciadas. En la primera, asistimos a la vida sencilla y cotidiana de Mandy y Red, y el amor romántico que se tienen el uno al otro, donde asistimos a momentos tiernos y sensibles, muy alejados del cine de terror al uso, donde a las primeras de cambio, la trama se desliza por los momentos duros y golpes de efectos.

Cosmatos construye en este primer bloque una fábula romántica, casi fantástica, jugando con esos encuadres llenos de texturas y coloridos, más propios de las leyendas o los cuentos de hadas. Será en el segundo bloque cuando la película cambie completamente, y se torne más oscura y perturbadora, cuando Red busca venganza, y se lanza a una pesadilla sanguinaria para acabar con aquellos que le han robado lo que más quería. Aquí, Cosmatos se enfunda el traje del terror y toma referencias como La matanza de Texas, Las colinas tienen ojos, y otras de Wes Craven, el universo de John Carpenter, o ejercicios que mezclan terror, thriller y ciencia-ficción al estilo de La fortaleza, de Michael Mann, para contarnos la aventura justiciera de Red (un inconmensurable Nicolas Cage, que parece haber vuelto a la senda de sobrias interpretaciones como había hecho en Joe, de David Gordon Green, un personaje que podría recordarnos a Red, con el que mantiene muchos aspectos en común) bien acompañado por Andrea Riseborough haciendo de Mandy, la criatura frágil y sensible, que fantasea con las novelas de misterio para soportar su lúgubre y anodina existencia.

Cosmatos hace uso de toda esa ingeniería visual del propio director, ya desde la ambientación de la película, anclada en el año 1983, una fecha nada casual, porque casi todos los referentes de la cinta andan por esos años, o su inquietante atmósfera, donde predominan esos cielos estrellados que destellan infinidad de cromas y colores, o los espacios naturales del bosque y la casa que habitan sus protagonistas, envuelta en el silencio perturbador del bosque y esa niebla que los oculta, o qué decir del armamento que porta Red, con esa especie de hacha, más propia de los personajes de cómic legendarios, forjada por él mismo, como símbolo de su venganza y el amor que se sentía por Mandy. Sin olvidarnos de los antagónicos, empezando por ese trío de motoristas de riguroso negro, a los que nunca veremos el rostro, criaturas de las profundidades, muy de ese cine setentero thriller de seres vengativos y errantes.

Mención aparte tiene ese iluminado asesino de Jeremiah, demente seguidor de Dios, pero más cerca de Satán y sus paranoias sanguinarias y su familia, que parece recordar a Manson y los suyos, con esa especie de iglesia subterránea, donde hace y deshace todas sus desquiciadas extravagancias, y esos que le siguen, donde abundan las mutilaciones físicas, y sobre todo, las enfermedades mentales, seres malvados, como esa concubina mayor que lo sigue sin rechistar, o la joven doncella que seguirá el mismo camino que la otra. Cosmatos opta por un ritmo pausado y romántico del primer bloque, para cambiar del todo en el segundo bloque, donde el ritmo se vuelve esquizofrénico, al ritmo del personaje de Cage, y su viaje sangriento y paranoico en busca de venganza y muerte, echando mano de lo kitsch, el cómic, videoclip, o gore, con esas cabezas reventadas y esos cuerpos despedazados. Una película entretenida y potente visualmente, con la estupenda score de Jóhan Jóhannsson, que ayuda a crear esa atmósfera oscura, inquietante y fantástica que baña toda la trama, que no se mete en camisas de once varas, sino que hará las delicias de los amantes del género, y no sólo de ellos, sino de otros espectadores que quieran adentrarse en un cine de terror de ahora, pero que no olvida sus referentes, pero no a través de un ejercicio de mera copia, sino creando su propio universo personal y creativo.