Los lazos que nos unen, de Carine Tardieu

SANDRA Y LOS AFECTOS. 

“El afecto no se puede crear; sólo puede ser liberado”. 

Bertrand Russell

Si pudiéramos prever los acontecimientos venideros de nuestras vidas, quizás, nuestras formas de encajarlas  podría ser muy diferente. La única verdad es que, por mucho que pensemos en aquello que nos está ocurriendo, hay una tsunami emocional que nos pasa por encima y es totalmente independiente a la razón, y sin darnos cuenta, nos va sometiendo a un universo del que jamás hubiésemos imaginado que íbamos a ser partícipes. Esto le sucede a Sandra, la protagonista de Los lazos que nos unen (“L’attachement”, en el original, que podríamos traducir como “El apego”), el quinto largometraje de Carine Tardieu (Francia, 1973), en la que basándose en la novela “L’intimité”, de Alice Fervey, traza una trama muy íntima y transparente, de las que se pueden tocar, en que la citada Sandra es una mujer muy independiente que trabaja en una librería femininsta, y las cosas del destino hacen que los vecinos de enfrente le dejen un día a Elliot, un jovenzuelo de 6 años muy espabilado, mientras ellos van al hospital por el inminente nacimiento de la niña. 

Un guion muy bien hilado y nada convencional escrito por Raphaële Moussafir, tercera película con la directora, Agnès Feuvre, que tiene en su haber películas como La fractura, de Catherine Corsini, y Un verano con Fifí y El teorema de Marguerite, entre otras y la propia directora, nos sitúa en un relato muy doméstico entre vecinos, y aún más cuando Alex, el padre se queda viudo con el mencionado Elliot, y la recién llegada Lucille, que irá marcando con sus meses el desarrollo de la historia. La vida de Sandra irá cambiando y se convertirá en una más en la familia de Alex y sus dos hijos pequeños. La contención y la sutileza se imponen en el tono de la película, porque los avatares que van alcanzando a sus personajes se van dando, casi sin querer, como la vida misma, donde los sentimientos y las emociones inesperadas, porque nunca son esperadas, van envolviendo a los respectivos y llevándolos a contradicciones y reflexiones alejadas a lo que ellos tenían en mente, sobre todo, al personaje de Sandra, hilo invisible y no tanto, y conductor de esta película que tiene apariencia de comedia ligera pero se va convirtiendo en una drama sin estridencias ni voladuras, sino todo lo contrario, muy ìntimo y nada pegajoso, dejando libertad y reflexión para la participación esencial de los espectadores. 

La directora francesa, de la que habíamos visto por estos lares la estupenda Los jóvenes amantes (2021), también distribuida por Karma Films, se ha rodeado de un equipo muy cómplice para abordar una película construida a partir de miradas y gestos, y pocas palabras. Tenemos al cinematógrafo Elin Kirschfink, dos películas con Tardieu, amén de otras con cineastas importantes como Mohamed Hamidi, Guillaume Senez y Léa Domenech, para dotar de una plasticidad tangible y nada ampulosa, que mantiene una atmósfera muy cálida y verdadera. La magnífica música de Eric Slabiak, cuatro películas con realizadora, que acoge las imágenes creando esa atmósfera tranquila y reposada donde las emociones van construyéndose desde los cimientos, casi imperceptibles e invisibles, que van arrastrando irremediablemente a los diferentes personajes. El montaje de Christel Dewynter, toda una jabata con más de 30 títulos que le ha llevado a trabajar con Mikhaël Hers, Thomas Lilti y Bruno Podalydès, y muchos más que, con sus 106 minutos de metraje, consigue atraparnos con muy poco, acentuando un ritmo reposado y nada agitado, con tensión y momentos de gran calado emocional, porque Sandra, más racional y concienzuda y los años que nunca engañan sabe mucho de tantas situaciones, aunque siempre existen esos resquicios que nos sorprenden inesperadamente. 

El reparto es brillante empezando por Sandra que hace una espectacular Valeria Bruni-Tedeschi, curtida en mil batallas y construyendo un personaje admirable, tanto en su forma de mirar como apegándose al pequeño Elliot, y la relación tan especial que tienen y aún más, una presencia que llena cualquier plano y encuadre como demuestra en muchos momentos de la película. A su lado, Pio Marmaï, un actor todoterreno con casi medio centenar de títulos, dando vida a Alex, el padre viudo lleno de temor e inseguridades en su situación, Vimala Pons es Emillia, una pediatra que llegará a la vidas de Alex y sus hijos, como un terremoto emocional, Raphaël Quenard es el padre de Elliot, un tipo muy curioso, dejémoslo ahí. Y finalmente, el joven César Botti que hace de Elliot, un chaval inteligente al que no se le escapa una. No se pierdan Los lazos que nos unen, de Carine Tardieu, porque descubrirán que la vida aparte de hacer planes que la mayoría no haremos, también tiene esa parte llamémosle accidental o inesperada que, la mayoría de las veces, se convierten en las partes más importantes de nuestra vida y nos la cambian de lleno, adentrándonos en un mundo desconocido pero lleno de emociones y amores maravillosos que, quizás, nos cambian muchas cosas, incluso nuestras ideas más profundas sobre esto o aquello. Estén despiertos porque estos accidentes inolvidables están ahí afuera o ahí adentro, nunca se sabe. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Desmontando un elefante, de Aitor Echeverría

CUIDARNOS PARA CUIDAR.  

“¿Qué es lo que me ha ocurrido en mi vida que me ha convertido en un inválido en el plano de los sentimientos?.

Frase recogida en “Cuaderno de trabajo”, de Ingmar Bergman

La película se abre con una imagen reveladora donde vemos a Marga, la madre echada en un sofá durmiendo la mona y en la cocina se ha producido un fuego que vemos borroso en segundo plano. En ese instante, irrumpe en la casa Blanca, la hija, que intenta infructuosamente despertar a su madre y se dirige con premura a la habitación de al lado a intentar apagar el fuego. Dos figuras, la madre y la hija, son las que se asienta la primera película de Aitor Echeverría (Barcelona, 1977), al que conocíamos por su faceta como cinematógrafo junto a interesantes cineastas como Nely Reguera, Jo Sol y Cesc Cabot y Pep Garrido. Su ópera prima nace en el cortometraje Morir cada día (2010), en el que vimos los primeros pasos de una familia que debe enfrentar un problema al que todos sus miembros deciden no afrontar por su incapacidad emocional. En Desmontando un elefante, que nos remite a eso mismo, se centra en la familia y en esas dos figuras de madre e hija, de cómo actúan cuando el problema es tan grande que ya no hay manera de esconderlo por más tiempo. 

El cineasta barcelonés firma un guion junto al citado Pep Garrido, en el que nos plantea una película de muy pocos escenarios, en que la magnífica casa familiar con jardín emerge como el epicentro de la trama. Un relato marcadamente frío, elegante y nada empático, porque el director nos propone una mirada muy íntima y para nada sensiblera, sino todo lo contrario, a través de una historia donde vemos como actúa cada miembro de esta familia, tan diferentes y tan esquivos para relacionarse con el problema del alcohol que padece la madre. Habíamos visto muchas películas sobre el tema del alcoholismo, pero pocas, muy pocas, ahora yo no recuerdo ninguna, que nos habla que ocurre después de la desintoxicación, de esos días y meses después de salir del problema, de ese período de adaptación a la vida, al trabajo y a tu entorno. No se busca la empatía con el espectador y sí la reflexión, donde la emoción se resignifique y sea una espiral que nos lleve a hacernos preguntas sobre nuestra inútil forma de relacionarnos ante los problemas de los que nos rodean. De nuestra incapacidad emocional, como citaba Bergman, de todo lo que no somos emocionalmente hablando, de la terrible incomunicación entre los más cercanos, y la estúpida capacidad para centrarnos en temas menos incómodos, menos duros y sobre todo, menos dolorosos. 

Echeverría opta por el cinematógrafo Pau castejón Úbeda, que ya trabajó en el mencionado cortometraje, amén de los hermanos Pastor, Elena Trapé y Alejo Levis, entre otros, en una luz fría y belle a la vez, que usa con inteligencia todos los espacios de la casa, muy cortados y segmentados, para generar todas las barreras físicas y sobre todo, emocionales que separan a los integrantes de esta familia. La ausencia de música original también ayuda a crear esa atmósfera de película polaca, es decir, de construir casi un thriller psicológico, lleno de miradas, silencios y gestos donde la intimidad cotidiana se torna oscura y terrorífica como hacían los Zuwalski, Skolimowski, Polanski y Kieslowski, entre otros. En los mismos términos juega un gran papel el fantástico trabajo del montaje de Sofi Escudé, habitual de Pilar Palomero, Liliana Torres, Mar Coll y Elena Trapé, porque logra ajustar una cinta que se va a los 82 de metraje sólido y sobrio, en el que se mantiene una especie de calma en apariencia que está apunto de estallar. El sonido sutil y nada invasor, pero muy efectivo, obra del tándem Marianne Roussy, que tiene a Costa-Gavras, Ferrara y Chema García Ibarra, entre sus directores, y Philippe Grivel, toda una institución con más de 200 títulos.

En el campo artístico, el director catalán ha escogido muy bien, porque Emma Suárez como Marga es una gran elección en otro de sus grandes interpretaciones, porque casi sin hablar lo dice todo con ese rostro y mirada tan rotos, dando vida a una madre que acaba de salir de la clínica de desintoxicación y debe aprender a vivir sin alcohol, retomando su vida, o lo que queda de ella, su familia, en la que todos deben ayudarse, y su trabajo, evitando todos los juicios de los otros. Frente a Suárez, encontramos a una siempre generosa y estupenda Natalia de Molina es Blanca, la hija que no sabe cómo ayudar a su madre, a la que sobre protege, descuidando su vida y su trabajo con el baile, donde la danza se erige como contraplano para exorcizar todos los elementos interiores que bullen sin encontrar una salida catalizadora. Les acompañan unos formidables Darío Grandinetti como padre, más metido en su trabajo y en el arreglo de la cocina, para de esa manera hacer que como que nada ha cambiado, cuando en realidad, todo ha cambiado. Y por último, la presencia de Alba Guilera, que nos encantó en Un año, una noche (2022), de Isaki Lacuesta, aquí es la hermana mayor que vive en París y acaba de ser madre y opta por una actitud diferente. 

Me ha hecho reflexionar mucho Desmontando un elefante, de Aitor Echeverría, porque dentro de su modestia y de su primera vez, nos habla desde el corazón y el alma, sin caer en una historia demasiado explicativa y sensiblera, sino en todo lo contrario, en un relato que mira de cerca y de verdad a sus personajes, y nos obliga a los espectadores a mirar en ese reflejo que nos devuelve la película, en cómo nos relacionamos con los que tenemos más cerca, en cómo afrontamos los problemas de los otros, y cómo evitamos los conflictos aunque nos pisoteen la vida, en cómo no miramos al elefante, que hace referencia el título, aunque nos esté aplastando nuestra vida. Una película que en cierta manera, tiene el aroma de la magnífica Tots volem el millor per a ella (2013), de Mar Coll, porque la Geni, que ha sufrido un accidente y debe volver a su vida, se parece a la Marga que interpreta Emma Suárez, porque las dos sufren la incapacidad de la familia, porque no saben cómo ayudarla y encima, actúan como si nada hubiese ocurrido, un desmadre que tiene consecuencias fatales. Celebramos la primera vez de Echeverría y su coraje para hablar de temas que nos duelen demasiado, y sobre todo, hacerlo desde la mirada y la emoción que lo hace. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

 

 

Los pequeños amores, de Celia Rico Clavellino

LOS AFECTOS COTIDIANOS.   

“Los sentimientos son sólo experiencias que nos informan acerca de cómo se están comportando nuestros proyectos o deseos en su enfrentamiento con la realidad”.

José Antonio Marina

La última película que rodó la gran Chantal Akerman (1950-2015) fue No Home Movie (2015), un documento-retrato de la cineasta belga a través de su madre. A partir de conversaciones presenciales y on line, madre e hija repasaban su vida, su relación, sus pliegues, afectos y fragilidades. Akerman no sólo se sumerge en su progenitora sino que también lo hace en ella misma, en una radiografía emocional directa y profunda para rastrear la mirada interior que todos llevamos y ocultamos a los demás y a nosotros mismos. El cine doméstico y cotidiano de los sentimientos de Akerman impregna el par de películas de la cineasta Celia Rico Clavellino (Constantina, Sevilla, 1982), un cine sobre madres e hijas, un cine sobre los afectos y las fragilidades interiores de las que estamos hechos. En su impecable debut, Viaje al cuarto de una madre (2018), la cosa iba de Leonor, una hija que, harta de la falta de oportunidades en su pueblo, quería escapar a Londres para abrirse camino, y le costaba enfrentarlo a Estrella, su madre con la que convive. 

Estrella y Leonor, madre e hija, no están muy lejos de Teresa y Ani, la hija y madre de Los pequeños amores, su segundo largo, donde vuelve a hablarnos de forma tranquila y reposada de las grietas emocionales entre las dos mujeres. Podríamos ver esta segunda película como la continuación de la primera, o como el contraplano, unos años después, porque hay muchos elementos que se repiten en las dos películas. Volvemos a situarnos en un pueblo, ahora hay más exteriores, y si en aquella el invierno era la estación escogida, ahora, es el verano, la estación predilecta para parar, para hablar y sobre todo, no hacer nada, aunque a veces se convierte en un tiempo de reflexión en que nos resignifica y nos obliga a mirarnos al espejo y mirar el reflejo. A Teresa, profesora en Madrid y con novio lejos, volver al pueblo y a la casa de su madre (en esta, como en la anterior, la ausencia del padre vuelve a estar presente), es también abrir su personal “Caja de Pandora”, entre ellas dos. Teresa vuelve porque su madre se ha caído y necesita ayuda. Una situación que le incomoda y no le gusta, pero las cosas son así, y la película con trama tranquila y sin estridencias ni aspavientos emocionales ni argumentales, va tejiendo con intensidad pausada y transparencia, con desnudez y sensibilidad. 

La sombra de Akerman vuelve a estar en cada elemento de la película, con ese cine doméstico que parece tan cercano y en realidad, es tan lejano, porque siempre huimos de nosotros y de los demás a la hora de enfrentar nuestras emociones y aquello que no nos gusta de nosotros. Ani es una madre difícil, crítica y reprocha demasiadas cosas a su hija, quizás la soledad (sólo camuflada por la compañía de un perro), y cierta amargura la han convertido en alguien así. No obstante, Teresa intenta capear los temporales como puede, no es una mujer feliz, se siente frustrada por un trabajo que no ama, y un amor que no acaba de encontrar y además, está en esos 40 y algo en que la vida se vuelve demasiado reflexiva y se empeña o nos empeñamos a pasar cuentas con nuestra vida hasta entonces, y con todo lo que vendrá, que ya no parece tan lejano como a los veintitantos. Rico Clavellino huy de la trama convencional y a este dúo alejado, le introduce un vértice, un joven pintor llamado Jonás que sueña con ser actor, alguien que devolverá a Teresa a tiempos pasados o quizás, a aquellos años donde todo parecía posible, en los que las cosas no eran tan complicadas o tal vez, no las veíamos de esa forma. La cineasta sevillana se vuelve a rodear de mucha parte del equipo que le ayudó a que Viaje al cuarto de una madre se convirtiese en una película, porque encontramos a la terna de productores Sandra Tapia, Ibon Gormenzana e Ignasi Estapé, la cinematografía de Santiago Racaj, que acogedora, sutil y especial es su luz, que no está muy lejos de aquella que hizo para La virgen de agosto (2019), de Jonás Trueba, y el montaje de Fernando Franco, que acoge con serenidad, tacto y brillantez sus sensibles y naturales 93 minutos de metraje, donde va ocurriendo la cotidianidad rodeada de miradas y gestos y en realidad, lo que ocurre es la vida aunque desearíamos esquivarla inútilmente. 

Las dos mujeres parecen dos islas que se irán acercando, cada una a su manera, entre reproches de la madre, soledades de la hija, entre las ficciones de la literatura, que divertidos resultan los diálogos en relación a los libros, las canciones que nos remiten tiempos y personas, entre (des) encuentros del pasado de la hija, esos cines de verano en la plaza, el insoportable calor de las noches veraniegas, los baños en el estanque y demás días, tardes y noches de verano en soledad y compañía. Como sucedía en su ópera prima, Rico Clavellino vuelve a contar con un par de magníficas actrices, la Lola Dueñas y Ana Castillo dejan paso a Adriana Ozores como Ani y María Vázquez como Teresa. Una madre muy suya en la piel de una actriz que con poco dice mucho, en otro buen personaje como el que tenía en Invisibles, metiéndose en la piel de una mujer tan acostumbrada a la soledad y las indecisiones de su hija que constantemente le recuerda, pero también, una mujer que se deja cuidar a regañadientes, que tiene su corazoncito porque recuerda tiempos lejanos donde costaba poco ser feliz. Una hija con la mirada triste y perdida de María Vázquez, que vuelve a emocionarnos con otro peazo de personaje como el que hizo en la asombrosa Matria, siendo esa mujer limbo porque está en Madrid y en el pueblo, porque tiene un amor y a la vez, no lo tiene, y que cuida de una madre que no se deja cuidar, y de paso se cuida poco ella. Con esa idea de huir sin saber dónde. Y Aimar Vega, el testigo pintor, que aporta frescura, que no está muy lejos del personaje de Leonor, que habíamos visto en películas como Amor eterno, de Marçal Forés, y en Modelo 77, de Alberto Rodríguez, entre otras. 

No dejen pasar una película como Los pequeños amores (gran título como el de Viaje al cuarto de una madre), porque sin explicar demasiado, aunque esta es una película que no se puede explicar, porque todos sus espacios y elementos invisibles tienen mucha presencia y se van construyendo un diálogo muy honesto entre ficción y realidad, al igual que entre lo que estamos viendo los espectadores y lo que vamos sintiendo. Una cinta que deja una ventana entreabierta a descubrir esos “pequeños amores” que hemos olvidado o practicamos nada, porque la vida y esas cosas que nos pasan, casi siempre tienen un sentimiento de tristeza y frustración, y debemos detenernos y mirar y mirarnos y sentir que esos amores a los que no dedicamos ninguna atención son tan importantes como los otros que, en muchos casos, van y vienen y no acaban de quedarse, por eso, es tan fundamental, prestarnos más la atención y sumergirnos en nosotros y lo que sentimos, y no olvidarnos de los amores cotidianos, tan cercanos y tan íntimos como los que sentimos hacía una madre, porque esos no durarán siempre y un día, quizás, nos despertemos y no podremos tenerlos. La película de Celia Rico Clavellino nos invita a vernos en esos espejos que descuidamos, en esos amores que nos hacen estar tan bien con muy poco. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Néixer per néixer, de Pablo García Pérez de Lara

CONSTRUYENDO PERSONAS. 

“Una prueba de lo acertado de la intervención educativa es la felicidad del niño”.

María Montessori

Hemos hablado varias veces de la importancia capital que tienen los comienzos en las películas. Ese primer plano y esa secuencia explica mucho de lo que será la historia que vamos a ver. En Néixer per néixer, quinto largometraje de Pablo García Pérez de Lara (Barcelona, 1970), su apertura es sencilla, potente y magnífica. Vemos a un grupo de alumnos reunidos en un rincón del aula, conversan entre ellos. Se acerca una maestra y les comenta si les incomoda que se filme ese encuentro. Uno de ellos afirma que sí. Entonces, alguien del equipo de la película se levanta y cruza frente al plano fijo y la imagen corta a negro. Un leve gesto, pero en el fondo, un gesto que define una película que mira y respeta lo que mira. Una película que se detiene en una escuela, pero no en una escuela cualquiera, sino en la Escuela Congrés-Indians de Barcelona, un colegio que forma a sus alumnos con pedagogías diferentes, donde el alumno forma parte de un todo, donde cada uno de ellos aprende en una comunidad, habla de sus emociones abiertamente y cada uno de ellos tiene un acompañamiento especial y a su ritmo. La película registra el último curso de la primera promoción de la escuela que, después de 9 años, dejará la escuela para entrar en secundaria. 

García Pérez de Lara, que se encarga de la escritura, la dirección, la cinematografía y el montaje, filma la intimidad del centro: la profunda y detallada relación entre alumnos y maestros, las miradas y los gestos cotidianos, y todo lo que allí acontece, o podríamos decir, todo aquello que registra la cámara. Una intimidad que vemos desde el respeto y sobre todo, la educación, como hemos citado en el primer párrafo de este texto. Una cámara fija, a una distancia prudencial, observativa, no contaminante, que capta las rutinas, los diálogos, las relaciones y esos instantes únicos e irrepetibles de unos preadolescentes que dejarán un ambiente muy especial para entrar en otros. La cámara sigue sus movimientos, sus ilusiones, tristezas y demás aspectos emocionales, una vorágine de sentimientos, contradicciones y la vida de primera mano, esa vida que se escapa, que no se detiene, que avanza. Desde su primera aventura Fuente Álamo, la caricia del tiempo (2001), que ya llevaba consigo la palabra tiempo, el director manchego-catalán sigue empeñado no en contener el tiempo, que sería imposible, sino en mirarlo detenidamente, capturar una parte y reflexionar sobre él, ya sea desde la infancia, desde su propio trabajo como cineasta o demás aspectos de la condición humana. 

No es la primera vez que García Pérez de Lara había situado su mirada en la infancia y en la educación, ya lo había hecho en Escolta (2014), una película de 29 minutos centrada en una escuela donde hay niños oyentes y sordos. En Néixer per néixer aumenta la edad de sus “protagonistas”, los filma en su edad preadolescente, con todas las inquietudes, miedos , ilusiones e inseguridades propios de su edad, pero en un centro donde aprenden a escuchar, a explicar lo que sienten y sobre todo, aprenden a compartir el aprendizaje, sus caminos, y donde todos y todas son parte de sí mismos y de un todo. Estamos ante una película muy especial, una historia que engancha por su modestia, su sencillez y su transparencia, no resulta repetitiva ni educadora, para nada, la película habla de su proceso, de lo que está mirando y lo hace desde el respeto, desde lo humano y desde lo íntimo, porque no quiere enseñarnos nada, ni tampoco no pretende, sino capturar una forma de educación diferente a la mayoría de los centros, una educación que quiere ser y sentir, alejada de las formas convencionales que han acompañado desde siempre el sistema educativo. Una escuela pública para todos en la que se aprende a vivir, a pensar y a trabajar por sí mismos, sin excepciones, de forma libre, dinámica y compartiendo. 

Tiene la película el aroma de los grandes títulos que han mirado a la educación de forma honesta y reflexiva como la excelente Veinticuatro ojos (1954), de Keisuke Kinoshita, los imprescindibles documentos sobre el tema del gran Frederick Weisman, aquel monumento que es Diario de un maestro (1973), de Vittorio de Seta, y en la misma senda la espléndida Hoy empieza todo (1999), de Bertrand Tavernier, Ser y tener (2002), de Nicolas Philibert, A cielo abierto (2013), de Mariana Otero, y Primeras soledades (2018), de Claire Simon, entre otros. Obras que no sólo nos cuentan las diversas y complejas realidades a través de una pedagogía que se centra en las emociones y sus aprendizajes. Néixer per néixer  va más allá de una película-documento-retrato, porque no sólo se queda ahí, sino que investiga su propio dispositivo, investigando el material humano que maneja, y profundizando en un microcosmos y atmósferas que recoge la película, y lo hace desde un respeto que traspasa todo lo que vemos, con ese certero montaje que ha escogido unos planos, encuadres, diálogos y sentimientos de unas personas que las conocemos después de 9 años en Congrés-Indians, unos alumnos y alumnas tratados como personas, con sus días, sus altibajos emocionales, sus inquietudes, sus conflictos y demás cosas. 

La película no sólo se detiene en los niños y niñas, sino que, también conocemos a los adultos, unos maestros y maestras que están, escuchan y aprenden igual que sus jóvenes estudiantes, porque todo lo que vemos, sea en la escuela o fuera de ella, tiene una naturalidad asombrosa, donde hay vida, hay aprendizaje, y sobre todo, hay pedagogía, una pedagogía en la que todos, absolutamente todos y todas, alumnos y alumnas, maestras y maestros, en compañía, aprenden cada día, se miran cada día y se respetan cada día, compartiendo el aprendizaje, compartiendo la vida, y todo, absolutamente todo, y nos referimos a expresarse y escucharse, algo que hacemos tan poco o apenas. Una película que debería ser de visión obligatoria a todos y todas aquellos que quieran conocer otra forma de colegio, de eduación y de todo, porque a pesar de toda esa forma convencional que las élites quieran imponer, podemos hablarles que hay otra forma de vivir y sobre todo, aprender, que hay esperanza, aunque no lo parezca, y si no que vean Néixer per néixer, porque aunque recoge una de esas islas resistentes e inconformistas, hay que ver todo el mapa y todo lo que se hace fuera de la norma imperante, que visto lo visto, no ayuda a vivir mejor. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La hija eterna, de Joanna Hogg

MI MADRE Y YO. 

“Parte de la historia habla de cómo nuestras madres – más que nuestros padres – tienen el poder de transportarnos de nuevo, da igual nuestra edad, a la infancia, como si usaran un hechizo. Incluso cuando se ha alcanzado los cuarenta o más, cuando se está cuidando a padres ancianos, la sensación de ser una persona adulta desaparece y vuelven las lágrimas y el sentimiento de vulnerabilidad”.

Tilda Swinton 

No nos dejemos llevar por el tono y la textura de cuento de terror gótico que almacena una película como La hija eterna, el sexto largometraje de Johanna Hogg (London, United Kingdom, 1960), porque alberga la misma mirada e inquietudes que ya estaban en las anteriores películas de la excepcional cineasta británica. La historia vuelve a hablarnos de familia, en este caso madre e hija, de entornos muy cotidianos y tremendamente domésticos y palpables, ese hotel que antes fue la mansión de la familia, y nuevamente, en estados vacacionales y de asueto, una directora que quiere armar su nueva película mientras se aísla unos días en ese lugar solitario y alejado de todos y todo, pensando, descansando y sobre todo, recordando. 

La británica una experta consumada en la observación de las grietas emocionales femeninas en el entorno familiar, ya lo descubrimos con Unrelated (2007), su ópera prima en la que seguía a una casada infeliz que se refugiaba en un joven, en Archipelago (2010), las tensiones de una familia también eran el foco de atención, así como en Exhibition (2013), con una pareja que debe abandonar el edificio que han construido y compartido, o en el magnífico díptico The Souvenir (2019), y su secuela, dos años después, en la que profundiza en el primer amor de una joven, su toxicidad y su recuperación. Julie es una mujer madura, sin hijos, cineasta de oficio, que pasa unos días con Rosalind, su anciana madre. En esos días de descanso y trabajo, envuelta en muchas sombras y nieblas, situada en una zona inhóspita como Moel Famau, en Gales, vivirá o quizás deberíamos decir, tendrá su Ebenezer Scrooge dickensiano particular, porque Julie recreará y volverá al pasado, aquel que compartió con su madre, en el que se destaparán recuerdos ocultos, invisibles y sobre todo dolorosos, en una especie de viaje espejo-reflejo en que la protagonista se sumergirá en una especie de ensoñación catártica, en la que la seguiremos, la sentiremos y la descubriremos, y nos adentramos en su interior, en todo aquello que oculta y nos oculta, y que irá emergiendo a la superficie más tangible, dejando sobre la superficie toda su relación y no relación con su madre. 

Como hemos mencionado el tono y la textura nos remiten de forma directa a los cuentos de terror clásicos de la época victoriana, a sus personajes solitarios, melancólicos y perdidos, que tan bien relataron nombres tan ilustres como los de Henry James y su inmortal Otra vuelta de tuerca, y su excelente adaptación cinematográfica The innocents (1961), de Jack Clayton, autores como William Wilkie Collins y Margaret Oliphant, entre otras, a películas de la Hammer basándose en relatos de Poe y Lovecraft, y a todo ese universo donde lo inquietante se apodera de la historia, y vemos al personaje metido en una sucesión de experiencias extrañas que no tienen una explicación racional ninguna, en que el grandísimo trabajo de cinematografía de Ed Rutherford, que ya estuvo tanto en Archipelago como Exhibition, el exquisito y conciso montaje de Helle Le Fevre, que ha trabajado en los seis títulos de la directora, que construye una armonía perfecta para condensar los noventa y seis minutos de metraje, así como la inquietante y cercana música de Béla Bartók (1881-1945), un gran compositor que su música se acopla con detallada perfección a las imágenes de la cineasta. 

Hogg acoge el cuento de terror gótico de forma natural y absorbente, pero sólo lo usa para sumergirnos y sobre todo, vapulear a su personaje, expulsándolo de su zona tranquila y llevándolo a ese otro espacio donde abundan las sombras, las tinieblas (qué maravillosa niebla, que recuerda a la de Amarcord, de Fellini), y los fantasmas, tanto los suyos como los ajenos, todos esos espectros que revivimos de tanto en tanto, todos los que nos rodean y damos cuenta de ellos en algunos instantes de nuestra existencia, cuando debemos investigarnos y encontrarnos, como el caso de Julie, que pretende hacer una película sobre su relación con su madre. La directora londinense es una maestra consumada en introducirnos, sin estridencias ni piruetas narrativas, casi de forma transparente, de un entorno íntimo y cotidiano en otro, muy oscuro y violento, pasando de un lado al otro del espejo de manera tan natural como sencilla, a través del diálogo, como esa recepcionista, tan inquietante como amable, que dice que el hotel está lleno y nunca vemos a nadie más, o la aparición del vigilante y jardinero, que recuerda a aquel otro de El resplandor (1980), de Kubrick, con el que Julie mantiene una relación, algo estrecha y que la transformará en muchos sentidos. La compañía del perro también se convierte en un elemento distorsionador que inquietará a la protagonista. 

La elección de Tilda Swinton, que ya estuvo en el díptico The Souvenir, para el doble papel tanto de hija como madre, no sólo consigue seducirnos desde el primer encuadre, sino que consigue capturar toda la retahíla de matices y detalles de los dos personajes y de todo lo que se ha cocido a su alrededor, en ese espejo-reflejo en bucle, y la estupenda compañía y no de los otros personajes, la rara recepcionista que interpreta la debutante Carly Sophia-Davies, coproductora de la cinta, y el enigmático y cercanísimo vigilante que hace Joseph Mydell, al que vimos en Manderlay (2005), de Lars Von Trier, y algunas series británicas, completan un breve reparto que no sólo hace aumentar la inquietud y la extrañeza que tenemos durante toda la película. No se pierdan La hija eterna, de Joanna Hogg, porque a parte de todas las cosas que les he comentado, es una película que recordarán por mucho tiempo, porque no es sólo una película más de terror con la Swinton, sino que es una película que nos habla de nosotros y sobre todo, nuestra relación con nuestra madre, y eso es fundamental, no sólo en nuestras vidas sino en nuestras relaciones y en todo aquello que sentimos, porque todo nace y se cuece cuando éramos pequeños y mirábamos a nuestra madre y ella nos miraba, o quizás no. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Karaoke Paradise, de Einari Paakkanen

EL KARAOKE COMO TERAPIA.

“(…) In my life there’s been heartache and pain. I don’t know If I can face it again. Can`t stop now I’ve travelled so far. To change this lonely life. I wanna know what love is. I want you to show me. I wanna feel what love is. I know you can show me…”

I Want To Know What Love is” by Foreigner

Los amantes del cine de Aki Kaurismäki ya sabíamos del carácter reservado y frío de los finlandeses, de sus vidas solitarias y cotidianas, y sobre todo, de su recelo a mostrar sus emociones a los demás, y esa peculiar forma de hablar tan cortante y directa. Aunque, también sabíamos de su sentido del humor, tan diferente al nuestro, y su forma de enfrentar a los pesares de la vida, con entereza y aplomo. Mucho de esa forma de ser la volvemos a ver en la curiosa, divertida, sensible y profunda película Karaoke Paradise, del director finés Einari Paakkanen, que tiene formación en Ciencias Aplicadas y en dirección de Documentales en Barcelona, amén de un par de películas donde la realidad es su campo de investigación y exploración.

 

Vamos a conocer a una serie de personajes, entre los que destacan una señora presentadora de karaokes que hace muchos kilómetros para llevar canciones a todos aquellos que las necesitan, ya sean en bares, residencias o cualquier otro tipo de evento, un joven tímido que quiere cantar en karaokes para salir de su mundo y crecer como persona, un matrimonio que perdió a su bebé y afronta la pérdida cantando y liberando dolor, un señor, padre de una hija adolescente, que canta en su taller mecánico, pero desea encontrar un amor, y finalmente, una mujer aquejada de párkinson que canta para aliviar su enfermedad. La película desde una distancia prudente y observadora, se va sumergiendo en sus cotidianidades y mediante sus voces en off y la relación con su entorno y los demás, vamos descubriendo sus vidas, sus miedos, sus alegrías, sus inseguridades, y los diferentes procesos emocionales en los que están inmersos. Paakkanen mira a sus personas-personajes desde la complejidad de sus existencias, sin hacer nunca ningún juicio de valor, sino optando por la alegría y la tristeza según se expresen en los momentos por los que pasan durante la historia que nos cuentan.

En Karaoke Paradise se huye de lo evidente para explorar terrenos incómodos y difíciles, en el que no hay ni un atisbo de sentimentalismo ni nada que se le parezca, todo lo que vemos tiene un aroma de cercanía, de respeto, y sobre todo, de humanidad, en la que vemos todo lo que somos los seres humanos, en esas montañas rusas emocionales, donde el karaoke y las canciones, sean cuales sean, porque como dice la señora que los presenta, a veces, necesitamos llorar y otras, reír, y otras, no sabemos lo que necesitamos, y por eso también cantamos para compartir, para que nos escuchen, para aligerar equipaje, y para también, expresar lo que sentimos a través de las canciones. En un país como Finlandia, con tan pocas horas de sol, mucha oscuridad, y donde la mayoría de la población vive en soledad, los karaokes son más que una terapia, funcionan como espacios de sociedad donde se comparte, se habla y se juntan los aficionados a cantar, o aquellos que no han cantado nunca y se atreven a hacerlo, y aún más, cantan para estar mejor consigo mismos, sin ningún ánimo de cantar bien, solo por el hecho de cantar como se sienten y compartir con los otros, con las demás personas que también existen y nos escuchan a partir de las canciones, como una hermandad del afecto y lo emocional, muy alejado a esa idea que tenía del universo del karaoke por aquí, donde la gente se reúne para reír y pasarlo bien, no para también hacer frente a los miedos e inseguridades, y sobre todo, como terapia para fortalecerse y seguir abriendo días y experiencias después de las tragedias personales que han vivido o qué viven.

El cineasta Einari Paakkanen nos abre las vidas de este grupo de personas, y de muchas más que frecuentan los karaokes, y lo hace desde el respeto y la sencillez, y no solo mostrando un rostro muy diferente de los habitantes de Finlandia, muy alejado de los estereotipos, sino que ha hecho una película muy didáctica, tremendamente social, porque muestra unas formas de vida y unos maravillosos procesos efectivos para vencer traumas, y humanista, que tampoco se ve en mucho cine que se estrena cada semana en nuestras carteleras, con personajes de carne y hueso, de diferentes edades y extractos sociales, que comparten una misma afición o idea de vida, cantar canciones y salir de esos espacios oscuros en los que viven o están, y compartir sus canciones y sus interpretaciones, para ellos y para los demás, sin vergüenza y sin ningún tipo de pudor, porque en el Karaoke Paradise todas las voces tienen cabida y no se discrimina a nadie, al contrario, se acepta a toda persona, sea como sea, y venga de donde venga, eso sí, tiene que estar dispuesta a cantar canciones. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Berta Bahr

Entrevista a Berta Bahr, actriz de la obra de teatro «Angle mort», de Roc Esquius y Sergi Belbel, en su domicilio en Barcelona, el viernes 13 de agosto de 2021.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Berta Bahr, por su tiempo, sabiduría, generosidad, complicidad y cariño, y a mi querido Óscar Fernández Orengo, autor del retrato que encabeza esta publicación, por su amistad, generosidad y cariño.

Madres verdaderas, de Naomi Kawase

LAS MADRES DE ASATO.

“Yo no te parí, pero te di la luz”

(Frase de la tía abuela en Nacimiento y maternidad)

Si hay una película que define la mirada como cineasta de Naomi Kawase (Nara, Japón, 1969), esa no es otra que Nacimiento y maternidad (2006), un documento de cuarenta minutos, donde la directora condensa su vida del pasado y el presente, contando su propio embarazo y nacimiento de su hijo, y dialoga con su tía abuela, persona que la crió cuando fue abandonada por sus padres. Una obra en la que profundiza en los temas existenciales que ha vivido la propia Kawase y luego ha trasladado a su filmografía. La búsqueda de los orígenes, la construcción de la identidad, la aceptación de la pérdida, el proceso de la maternidad, y esa intensa relación entre las emociones humanas con la naturaleza. Un cine sobre la intimidad, donde las relaciones personales y sus conflictos son tratados desde una sensibilidad estremecedora, sin caer en ningún sentimentalismo donde agradar en exceso al espectador, sino todo lo contrario, acercándose al dolor y la pérdida de forma madura y natural, donde la vida y la muerte continuamente se dan la mano, en que el vacío y la ausencia van estructurando la existencia en un solo espacio, en la que sus personajes viven entre el pasado y el presente, donde vida y muerte se mezcla, se funde y conviven en armonía.

Kawase ha construido una extensa filmografía que roza la treintena de títulos en casi tres décadas. Una carrera en la que nos encontramos tanto cortos como largometrajes, rodados indistintamente, donde conviven obras documentales como de ficción. En Madres verdaderas encontramos los temas y los elementos que constituyen su mirada, esa forma de plantear relatos cotidianos, done el tiempo desaparece y se conforman muchas y variadas capas donde pasado y presente conviven entre los personajes, en que el viaje tanto físico como emocional estructuran fábulas de nuestro tiempo donde las heridas deben acompañarse y cicatrizarse. La maternidad observada desde varias perspectivas, forman la línea argumental de la película, basada en la novela homónima de Mizuki Tsujimura, en un espléndido guion que firman Izumi Takahari junto a Kawase, en un relato construido al detalle y excelentemente bien estructura, donde el tiempo viaja al pasado y circula por el presente indistintamente, en que vamos conociendo los detalles y pormenores del conflicto en el tiempo y la forma que desea la directora para generar esa red de emociones entrecruzadas.

La historia es bien sencilla: Satoko y Kiyokazu Kurihara desean ser padres pero no pueden. Encuentran una empresa que se dedica a la adopción plenaria (acogen a chicas jóvenes en su hogar, las acompañan en su embarazo y cuando dan a luz, la criatura es adoptada por parejas que no pueden tener hijos). La pareja adopta a Asato, hijo de Hikari Katakura, una niña de 14 años que se ha quedado embarazada del compañero de clase con el que sale. Con el tiempo, Hikari quiere conocer a su hijo. Como ocurren en todas las películas de Kawase, el conflicto que se plantea es muy íntimo, corporal y sensorial, donde las emociones tienen mucho que ver, en el que las derivas del tiempo y las circunstancias azotarán a la actitud y gesto de los personajes. Unos individuos en cierta manera desamparados y perdidos, que buscan incesantemente algo de amor, un hogar, un lugar en el que sentirse escuchados y sobre todo, arropados, como le sucede a Hikari, cuando el alud de acontecimientos y experiencias la llevan a volver al hogar de Hiroshima.

Tanto Satoko como Hikari son dos mujeres con una carencia, la primera no puede ser madre, y la segunda, es madre pero no puede cuidar de su hijo por su temprana edad. Las dos son mujeres, las dos son madres, y es ahí, donde Kawase plantea la cuestión principal de su película, la maternidad en todos sus aspectos, tanto en el nacimiento como en el cuidado, sujetadas a las derivas emocionales y sociales con las que deben lidiar los personajes. Una luz mágica, brillante, que traspasa y oscurece que firma Yûta Tsukinaga, dan esa forma donde todo se cuenta desde esa verdad que tanto caracteriza al cine de la japonesa, como ese sutil y conmovedor montaje de una cómplice como Tina Baz, y Yôichi Shibuya, que ya estuvo en Viaje a Nara, en un extraordinario ejercicio de orfebrería donde el tiempo se dilata y la película salta del pasado al presente trazando un intenso y especial forma de encarar el conflicto y sobre todo, en el transcurso del tiempo, una de las características más importantes, ya no solo del cine de Kawase, sino de mucho del cine japonés. La directora japonesa cuida mucho sus detalles y trata con pausa y serenidad el desarrollo de su conflicto, anteponiendo las razones y las circunstancias de sus personajes, donde somos conscientes del paso del tiempo y las emociones que van viviendo sus personajes, cuidando con extrema sensibilidad y delicadeza todo lo que se cuenta y como se cuenta, donde la naturaleza, donde el viento y el agua esenciales como elementos físicos que explican más de los personajes que cualquier línea de diálogo que vayamos a escuchar, detallando toda la complejidad del interior de unos seres que deben lidiar con todo aquello que nos habían contado sobre la maternidad y la adopción.

Otro de los aspectos donde destacan las películas de la cineasta japonesa es la elección y la dirección de su reparto. Hiromi Nagasaku da vida a Satoko, una mujer y madre que deberá enfrentarse al pasado de su hijo, el pequeño Asato, en forma de la visita de su madre biológica, Aju Makita (que hemos visto en varias películas de Hirokazu Koreeda), da vida a Hikari, esa niña madre que con el paso del tiempo, y las hostias de la vida y el desamparo, querrá conocer al hijo que tuvo y no puede olvidar. Y finalmente, Arata Iura como Hiyokazu como el marido de Hiromi, un personaje más testigo de todo el conflicto, porque Kawase nos habla desde la profundidad, sobre el deseo de ser madre, ya sea de forma biológica o desde el cuidado, y de cómo adaptarse a todos los conflictos que vendrán, ya sea internos como exteriores, ya sean provocados por uno o por otros, y como aceptamos todo eso, desde una perspectiva emocional y de aceptación, no de enfrentamiento, porque Kawase lanza una conclusión extraordinaria y humanista en su cine, porque abandona la lucha y al tristeza, proponiendo algo muchísimo más vital y honesto, proponiendo mirar al otro, acompañar, compartir y sobre todo, abrazar. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Ama, de Júlia de Paz Solvas

TRES DÍAS, TRES NOCHES.

“Los hijos no son un sustituto del amor; no reemplazan un objetivo de vida rota; no son un material destinado a llenar el vacío de nuestra existencia; son una responsabilidad y son un pesado deber”.

Simone de Beauvoir

La película se abe de forma muy contundente y sin respiro, porque nos sumergimos en mitad de la noche, a oscuras, y nos tropezamos con Pepa, una mujer de unos treinta años, sometida a su propia agitación y nerviosismo, parece en busca de alguien. Un flashback nos lleva a un lugar donde Pepa está fatal y se cae sin que su madre la pueda ayudar. Volvemos a la noche, Pepa se mete en una discoteca, se hace unas rayas y baila como si el mundo acabara esa noche. Al día siguiente, con el sol en la cara, vuelve a su casa, su compañera de piso, que ha cuidado a su hija Leire de 6 años, harta de tantas huidas a ninguna parte, le pide que se vaya. Pepa debe buscar un lugar donde dormir junto a su hija. Un arranque de una grandísima fuerza y tensión, como pocos recordamos para una primera película que firma Júlia de Paz Solvas (Sant Cugat del Vallés, Barcelona, 1995), que ya conocíamos por dos anteriores trabajos, La filla d’algú (2019), el largometraje colectivo que dirigió junto a diez compañeros de la Escac, y un año antes, Ama, el cortometraje que ya se detenía en Pepa y Leire, en una sola jornada.

Ama  tiene ahora su traspase al largometraje, que amplía sus jornadas en dos días más con sus noches, en una película muy física, en continuo movimiento, en un guion que vuelve a escribir junto a Núria Dunjó, y en la cinematografía cuenta otra vez con Sandra Roca, con esa cámara pegada al cogote de Pepa, otra piel, otro cuerpo, que la sigue incesantemente, sin descanso, traspasándola, radiografiándola, y convertida en otro más, en testigo de esta crónica de hoy y de ahora, pero completamente atemporal, que no solo nos habla del hecho de ser madre, de su significado y consecuencias, de esas “malas madres” que tanto se reivindica en la actualidad, quitando toda esa idea romántica y falsa de la maternidad y explicando sus oscuridades y miedos, enfrentándola a una realidad sincera que siempre se le había negado. Pero Ama, también nos habla de lo que se cuece en nuestro interior, de todo eso que nos conduce por la vida, nos hace enfrentarnos a los demás y sobre todo, a nosotros, de todos nuestros fantasmas, inseguridades y demás emociones que anidan en nuestra alma.

La jovencísima directora catalana construye su película como una fábula actual, en una ciudad turística, con su playa, sus visitantes, sus hoteles, que siempre se nos mostrará en off, con sus ruidos y sonidos fuera de campo, en cambio, sí que nos enseñará la otra ciudad, encaminándonos hacia su periferia, a todos esos lugares donde el turismo no va ni conoce, a la ciudad de verdad, a la que vive cada día como si fuera el último, a la que la necesidad y el desamparo obliga a deambular y buscarse cada día la vida o lo que quede de ella. Esos lugares reales que transitaban los chavales de Pullman (2019), de Toni Bestard, o los de The Florida Project (2017), de Sean Baker. Pepa es una mujer que debe aprender a ser fuerte, a perdonarse y perdonar, a no rendirse y seguir aunque cuesta la vida entera, porque debe mirar por su hija, que no puede continuar en esa existencia de aquí para allá, como dos vagabundas, esperando algún golpe de suerte o algo a donde agarrarse, como la condescendencia de una amiga cansada, o un ex novio engañado tantas veces, o un jefe que ya no le permite un descalabro más, o un dueño de hostal que prefiere los euros extranjeros a la necesidad de los de aquí.

Pepa con todo lo que arrastra se encuentra un mundo atroz, sin compasión, que no encuentra ayuda o simplemente, algo de cobijo, como mencionaban los Rossellini y Pasolini, en una mirada deshumanizada que se asemeja mucho la que encontraba Sandra, la mujer desesperada que intentaba convencer a sus compañeros para no perder su trabajo en la demoledora y magnífica Dos días, una noche (2014), de los hermanos Dardenne. Un reparto lleno de intérpretes estupendos bien dirigidos entre los que destacan Estefanía de los Santos, como la madre de Pepa, Ana Turpin como Ade, la compañera de piso, Diego, el ex cansado de Pepa, Chema del Barco como dueño del hostal, el veterano Manuel de Blas como su jefe, la niña Leire Marín como su hija, y Tamara Casellas, que vuelve a repetir su personaje de Pepa, ahora en el largometraje, que brilla con intensidad y luz propia, componiendo una de las grandes interpretaciones del año, premiada en Málaga, que transmite naturalidad, intimidad y sobriedad en un personaje humano y lleno de miedo y culpabilidad, una mujer rota y a la deriva, que va hacia la autodestrucción, y encima una hija a la que cuidar, en un extraordinario trabajo de la sevillana que es una batalladora de la interpretación, aquí se convierte en la auténtica alma mater de la función, en un trabajo inolvidable.

Júlia de Paz Solvas entra de lleno a esa talentosa, trabajadora y envidiable terna de cineastas surgidas de la Escac, las Mar Coll, Elena Trapé, Nely Reguera, Liliana Torres, Diana Toucedo, Andrea Jaurrieta, Marta Díaz, Belén Funes, Celia Rico, entre otras, que tienen en la mujer, su entorno y emociones, el abanico donde surgen las historias que cuentan, con grandísima sensibilidad e intimidad, siguiendo la estela de la Coixet, Bollaín y demás. De Paz Solvas ha tejido con aplomo y sabiduría una película de verdad, que maneja con muchísima soltura, y saliendo muy airosa de terrenos pantanosos, sabiendo sujetar al espectador y llevándolo hacia lugares que hay que mostrar y transitar, en un relato que va más allá del drama íntimo y social, situándose en ese difícil campo donde la vida se mezcla con las emociones, lo social, lo más íntimo, y sobre todo, la maternidad, y ser hija, de mirar al frente, de perdonar y sobre todo, vivir sin miedos, prejuicios y demás, mirando a las cosas por su nombre y en toda su plenitud, sin mentiras ni nada que se le parezca. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Adam, de Maryam Touzani

DOS MUJERES MARROQUÍES.

“La muerte no pertenece a las mujeres. A las mujeres pocas cosas nos pertenecen.”

Samia es una mujer marroquí, joven, sola y embarazada, en un país donde se castiga el embarazo fuera del matrimonio, como explicaba Sofia (2018), de Meryem Benm’Barek, en la veíamos las dificultades que tenía una joven embarazada en el rígida sociedad religiosa marroquí. Samia deambula por las calles de Casablanca, intentando encontrar trabajo y cobijo. En la Medina, rodeada de calles laberínticas y populares, donde se cruzan tradición y modernidad (como revelará ese magnífico instante, cuando delante de nuestros ojos, pasan tres mujeres jóvenes, dos llevan hiyab, y la otra, el cabello suelto), un espacio donde se puede apreciar su belleza y su suciedad, Samia se tropezará con Alba, una mujer más madura, viuda y madre de Warda, de 8 años,  que regenta una humilde tienda de repostería tradicional marroquí. La niña se encariña con la recién llegada, y la madre acepta acogerla unos días. Maryam Touzani (Tánger, Marruecos, 1980), ha destacado como directora de documental con títulos como Sous Ma Vieille Peau (2014), donde indagaba en la prostitución en su país, y en Aya va a la playa (2015), en la que investigaba la explotación de los niños en el trabajo doméstico. Ha coescrito Much Loved (2015), sobre la prostitución en Marruecos, y Razzia (2017), que protagonizó, centrada en el integrismo religioso, ambas dirigidas por su esposo Nabil Ayouch (París, 1969), destacado realizador centrado en los problemas sociales de las mujeres y niños marroquíes, que actúa como productor en Adam.

Touzani debuta en el largometraje de ficción con un relato intimo y doméstico, centrado en la relación de tres mujeres, dos adultas y una niña, mujeres proscritas por la tradicional y conservadora sociedad marroquí, que encuentran en el interior de la casa, el espacio ideal para limar asperezas y acercarse emocionalmente, y la directora nos muestra ese recorrido interior, a través de un elemento fundamental, la cocina, en este caso, la elaboración de los postres tradicionales, arrancando con el “Rziza”, un postre extremadamente laborioso, realizado artesanalmente, que encandila a los clientes de Alba, y así sucesivamente, como ocurría en Como agua para chocolate (1992), de Alfonso Arau, y en Comer, beber, amar (1994), de Ang Lee, donde, entre postre y postre, iremos conociendo a estas dos mujeres, su pasado, sus heridas y todo aquello que las separa, y las une. Una historia anclada en el espacio personal y doméstico, que no olvida los ecos de esa sociedad conservadora y durísima contra las mujeres, que las obliga a ocultarse y sobre todo, a convertirse en meros espectros que no pertenecen al devenir de unas leyes machistas.

La narración se toma su tiempo y su pausa para elaborar con pulcritud y sobriedad todo lo que cuenta, tanto en su fondo como en su forma, partiendo de dos niveles. En uno, vemos el detallismo y cuidado de las dos mujeres en la elaboración de los productos que, más tarde, se venderán en la tienda, su confidencias y complicidades, y luego, en el entorno íntimo de la casa, en el calor de las habitaciones, durante los quehaceres cotidianos de la casa, como lavar y tender la ropa, y en las sutilezas y detalles que la película va mostrando con reposo y elegancia. Una luz, que firman Virginie Surdej y Abil Ayouch, que nos recuerda a los pasajes bíblicos, con esa calidez y humanidad que van desprendiendo las relaciones de estas dos mujeres heridas, ávidas de comprensión y cariño, y la sutileza y sencillez de la edición, obra de Julie Nass, que sabe marcar un ritmo que encoge o alarga según la evolución del acercamiento emocional entre las dos protagonistas.

Un excelente reparto encabezado por dos almas generosas y solitarias como son Alba y Samia, y la pequeña Warda, con una Lubna Azabal en la piel de Alba, demostrando nuevamente la riqueza y la brillantez de una interpretación admirable, cuanto se puede decir sin abrir la boca, cuanto se pude transmitir con un leve gesto o mirada, junto a ella, Nisrin Erradi como la Samia sola y abatida, que encuentra amparo y consuelo en el lugar al que, sin saberlo, debía llegar, irradiando fortaleza y fragilidad al mismo tiempo, escenificando una realidad que viven tantas embarazadas solteras en un país como Marruecos, que las persigue y castiga. Y finalmente, la pequeña Douae Belkhaouda, que da vida a Warda, el puente que provocará el encuentro y la relación. La directora marroquí titula su película como Adam, y no es por una razón estética, sino por su significado, ya que en árabe moderno, para decir “ser humano” se dice “Beni Adam”, es decir “hijo de Adán”. Un niño, que anida en el vientre de Samia, que ella rechaza, y quiere donarlo en adopción, para de esa manera volver a su casa y ser aceptada por su familia.

Touzani debuta a lo grande en el campo del largometraje de ficción, con un relato sencillo y humilde, que no explica más de lo necesario, sino que se centra en las dos mujeres y su cotidianidad, tanto social, a través de la tienda y los clientes, y lo íntimo, con sus conflictos domésticos, a través de un retrato político, cultural y social sobre Marruecos y sus leyes, construyendo una historia humanista, que explica sin juzgar, que muestra sin banalizar, y que filma sin caer en tópicos ni sentimentalismos. Una película magnífica y sólida para hablarnos de relaciones humanas, de maternidad, del rechazo de la sociedad, de la libertad, y sobre todo, de amor, pero en el sentido amplio de la palabra, y más bien, la falta de amor en una sociedad demasiado sumisa y cobarde, que reivindica el amor como único medio para la comprensión y fraternidad entre seres humanos, y sobre todo, el nuestro propio, que seamos capaces de perdonar y perdonarnos, de aceptar nuestras fisuras y tristezas emocionales, y acarrear con ellas, sin miedo y con decisión, compartirlas y vivir con ellas, firmes y valientes, para mirar sin acritud el pasado y afrontar el presente con humildad y valentía. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA