Los reyes del mundo, de Laura Mora

LOS OLVIDADOS.

 “A mitad de camino entre ninguna parte y el olvido”.

Frase de Million Dollar Baby

Conocimos el cine de Laura Mora (Medellín, Colombia, 1981), en 2017 con Matar a Jesús, su primer largometraje en el que a partir de un suceso autobiográfico contaba la experiencia de una chica que presencia el asesinato de su padre y comienza una investigación para dar con su asesino, sumergiéndose en los ambientes más sucios, degradados y violentos de la urbe de Medellín. Sin salirse de esa atmósfera asfixiante y violenta, nos encontramos con los cinco chavales que protagonizan Los reyes del mundo. Los Rá, de 19 años de edad, Culebro de 16, Sere de 14, Winny de 12, y Nano de 13, son las cinco almas sin nadie, como los menciona Eduardo Galeano, esos chicos solos, sin más apoyo que ellos mismos, chicos de la calle que se buscan la vida como pueden, chicos sin más, a los que a nadie les importa. La trama es sumamente sencilla y directa, como esa espectacular apertura con la vida y el tumulto de Medellín, donde a toda prisa van los chicos de aquí para allá. 

Dejamos la urbe, porque al contrario que Matar a Jesús, el fabuloso guion que escriben Maria Camila Arias, que coescribió Pájaros de verano (2018), de Ciro Guerra y Cristina Gallego, y la propia directora, no se desarrolla en lo urbano, porque Rá recibe una notificación que las tierras arrebatadas durante el eterno conflicto que afectó a Colombia, les han sido devueltas, y así empezamos un viaje muy físico en un inicio y a medida que avanza se irá imponiendo el sentido más emocional, espiritual y fantasmagórico, que les sacará de la ciudad para cruzar la cordillera hacia el Bajo Cauca en busca de esa tierra para ellos, abandonados y olvidados sin tierra. Con una contundente y mágica cinematografía de un grande como David Gallego, que está detrás de magníficas películas como El abrazo de la serpiente (2015), y la citada Pájaros de verano (2018), del tándem Ciro Guerra y Cristina Gallego, que mezcla esos momentos tan físicos y viscerales con esos otros, tan hacia dentro, donde la película se transforma en un intenso e inmenso viaje hacia nuestro interior, hacia lo invisible, hacia la imaginación, hacia todos esos mundos inexistentes tan reales que hacen que podamos seguir vivos o simplemente nos impiden tener algo de esperanza en un mundo tan devastador y tan mercantilizado. 

Un viaje que nos recuerda aquel que hicieron los Juan en busca de “El Andarín”, en El corazón del bosque (1978), de Manuel Gutiérrez Aragón, y Willard tras el rastro de Kurtz en Apocalypse Now 81979), de Francis Ford Coppola, ambas películas basada en la monumental El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, donde el viaje los adentraba en lo más profundo de su alma en contraposición con esa naturaleza tan violenta y arcaica. Un montaje alucinante y lleno de complejidad firmado por el tándem Sebastián Hernández y Gustavo Vasco, que ya trabajaron con la directora en la serie Frontera verde, que han trabajado con importantes nombres del cine colombiano como Luis Ospina, Rubén Mendoza, entre otros. El espectacular diseño sonoro de Carlos E. García, que también coincidió con Mora en la mencionada Frontera verde, y hemos disfrutado de su talento en Celda 211, Arrugas, Slimane, Blanco en blanco, Eles transportan a Morte, las citadas El abrazo de la serpiente y Pájaros de verano, entre muchas otras. Con una producción que firman la citada Cristina Gallego y Mirlanda Torres Zapata, también en Frontera verde, consiguen un look impresionante para una película con una textura y fuerza maravillosas. 

Un reparto de actores naturales reclutados de la calle que imprimen naturalidad, cercanía y alma a estos cinco chicos ensombrecidos por unas existencias durísimas y sin nada ni nadie: los Rá, Culebro, Sere, Winny y Nano son respectivamente los Carlos Andrés Castañeda, Cristian David Duque, Davison Florez, Cristian Campaña y Brahian Acevedo, que no sólo conocerán la hostilidad y la violencia de algunos, sino también el amor y el cariño de otros, como esos grandes momentos con las prostitutas mayores y el ermitaño anciano que los ayudan y los miran de otra forma.  Unos chavales que no están muy lejos de los Jaibo y compañía que deambulaban por aquel México de Los olvidados (1959), de Luis Buñuel, y de Mónica y demás que veíamos existir en La vendedor de rosas (1998), de Víctor Gaviria, y el Mechas y el resto de Los nadies (2016), de Juan Sebastián Mesa, con ese aire tan pasoliniano, tan cerca de la miseria y de la no vida, de la calle, de la derrota, de la desesperanza, de la violencia cotidiana, y sobre todo, de la invisibilidad, de la sombra, y de la tristeza que encoge el alma. 

Los reyes del mundo no es una película cómoda ni nada esperanzadora, tampoco es una historia triste, porque hay emociones que nos acercan a la esperanza, pero de otro modo, no esa que facilita las cosas y ayuda a levantarse cada día, sino aquella otra que nos ayuda a soñar, a crear otros mundos, otros universo, otras formas de mirar y relacionarse con la vida, en el mundo de los sueños, que siempre es más agradable y bonito de esa realidad durísima y violenta a la que se enfrentan cada día este grupo de cinco almas a la deriva, perdidas y sin nada ni nadie, que los acerca a esos chicos que pululan tantas ciudades de este planeta, que esnifan pegamento, que hacen lo que sea para comer algo, y que sueñan con una vida mejor, o quizás sólo sueñan que ya es mucho debido a sus circunstancias tan adversas. La directora colombiana Laura Mora no solo va mucho más allá en su segundo trabajo, que recibió el primer premio en el último Festival de San Sebastián, el mismo galardón que recibieron primeras películas y pusieron en el panorama internacional nombres de cineastas que hasta entonces eran unos completos desconocidos, como Llueve sobre mi corazón, de Coppola, El espíritu de la colmena, de Erice, Malas tierras, de Malick, Alas de mariposa, de Juanma Bajo Ulloa, entre otras, alumbrando grandes obras y empujando miradas diferentes, incómodas y llenas de inteligencia en un cine actual que también necesita mirar hacia otro lado, mirar hacia diferentes realidades, y sobre todo, dejarnos soñar y mostrarnos sueños, aunque sean de cinco chicos que no son nadie ni tienen nada, sólo a ellos que son una familia, una familia en continuo viaje, una travesía que no solo es lo ven y experimentan, sino también todo aquello que tienen en su interior, todos sus miedos, inseguridades, tristezas y fantasmas que nunca los abandonan, que son parte de sí mismos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El agua, de Elena López Riera

DE TODOS LOS FANTASMAS QUE SURCAN ESTA TIERRA.

“El mito sólo es reflejo de una realidad”

“Los pasos perdidos” (1953), Alejo Carpentier

Es una verdadera lástima que los cortometrajes se destinen, principalmente, al circuito de festivales, amén de algunas plataformas, porque tener la posibilidad de poder verlos allana el camino en el momento de poder analizarlos y sobre todo, reflexionar en relación a sus posteriores trabajaos. Por eso resulta realmente revelador  haber visto todos los trabajos de una cineasta como Elena López Riera (Orihuela, Alicante, 1982), desde que tuvo el privilegio de ver Pas à Genève (2014), en el D’A Film Festival en Barcelona, largometraje codirigido por el colectivo lacasinegra, formado por la propia Elena, junto a Gabriel Azorín, Carlos Pardo y María Antón Cabot. Ya en solitario, una especie de trilogía no declarada sobre su pueblo y los mitos y tradiciones que allí perduran, como Pueblo (2014), Las vísceras (2016), y Los que desean (2018), tres trabajos donde encontramos los gérmenes de El agua, su debut en solitario en el largometraje.

La opera prima de López Riera se sitúa en su espacio, Orihuela, al sur de Alicante, fronterizo con Murcia, en la comarca de la Vega Baja del Segura, en uno de los pasos del río Segura, fuente esencial para su agricultura, y también, fuente que, en ocasiones, ha arrasado inundando la zona. La película construye ese lugar límbico, entre dos mundos, entre dos lugares, entre el no lugar, con elementos que ya estaban en sus cortometrajes. El fuerte arraigo de mitos y leyendas que se va heredando a través de la tradición oral de las mujeres, que ya estaba en Las vísceras, las relaciones materno-paterno-filiales y así como la tradición del palomo deportivo tan arraigado de Los que desean, la vuelta a los orígenes en una especie de empezar de nuevo, la noche como aliada para la extrañeza y la soledad, y la fuerte tradición católica que vimos en Pueblo, y esa constante de la falta de oportunidades laborales que obliga a los más jóvenes en huir de su lugar, y ese continuo deambular de la juventud de no saber qué hacer ni adonde ir, tan presente en sus trabajos.

Todos esos elementos están presentes en El agua, y siguen siendo motivo de exploración y reflexión por parte de la oriolana, desde la fábula cotidiana que se mimetiza con el paisaje, a través de la fisicidad de la tierra con esa otra parte más espiritual, donde el más allá forma parte de la vida diaria de sus habitantes, son dos componentes vitales en la película, donde conocemos a Ana, un hilo conductor que nos va mostrando esa realidad-irrealidad tan mezclada y confusa por donde se mueve y se alimenta la película. Una adolescente que, como muchas antiheroínas, ha entrado en esa etapa de transición de la adolescencia, donde va a descubrir el primer amor, un amor que la hace vibrar y también, le da miedo, por ese continuo vaivén por el que transita la trama, entre lo terrenal y lo emocional, entre la realidad y la fantasía, entre la infancia y la edad adulta, entre continuar en el pueblo y huir lejos, entre lo que uno siente y lo que no es empujado a hacer, entre las madres y padres y los amigos de siempre, entre la tierra y el río, entre esa inmovilidad en continuo movimiento, pero sin rumbo ni ilusión, entre la alegría y el miedo, entre la dura realidad del día y la familia, y la compañía de la noche, símbolo de amistad y libertad.

López Riera se acompaña para la aventura de su primer largometraje en solitario, de muchos de sus cómplices de viaje en los cortometrajes, como Milagros Mumenthaler y David Epiney en la producción, que ya estaban en Los que desean, y tienen en su haber autores tan importantes como Milagros Mumenthaler, Jean-Gabriel Péirot, Lluís Galter, Luis López Carrasco, ahí es nada. Philippe Azoury, en el guión, que ya fue cámara en Las vísceras, Giuseppe Truppi en la cinematografía y Raphaël Lefèvre en el montaje, que ya estuvieron tanto en Pueblo como en Los que desean, Mathieu Farnarier en sonido que trabajó en Los que desean, y los nuevos compañeros de itinerario como en sonido con Carlos Ibáñez y Denis Séchaud, que han trabajado con nombres tan ilustres como los de Miguel Gomes e Isaki Lacuesta, entre otros, la música de Nadine Knoepfel, que afianza esos dos universos y estados de ánimo tan fusionados de la historia, el arte de un grande como Miguel Ángel Rebollo, con una filmografía excelente junto a Javier Rebollo, Jonás Trueba y Rodrigo Sorogoyen, entre otros, y finalmente, la asistencia en dirección de Adrián Orr, uno de los cineastas más interesantes del actual panorama.

Como no podía ser de otra manera, la directora alicantina vuelve a contar con actores no profesionales para su película, un elemento capital en todos sus cortometrajes, donde se consigue esa idea de verdad, naturalidad e intimidad, como las amigas adolescentes de la protagonista como Irene Pellicer, Nayara García, Lidia Mária Canóvas, y Pascual Valero, y la fabulosa pareja protagonista, tan del lugar y tan de cualquier lugar, formada por los debutantes Alberto Olmo como José, el chico que ha vuelto o quizás, no se ha ido, o simplemente se ha ocultado de todos y todo, que se debate entre seguir con la tierra y no saber qué hacer, que se enamora de Ana, a la que da vida la impresionante Luna Pamies, con esa mezcla de inocencia, fragilidad y fuerza, que se debate entre su triste realidad, siendo la tercera de su familia, donde tanto su abuela como su madre alimentan esa leyenda de las mujeres y el río, junto a unas sólidas y cercanísimas Nieve de Medina como la abuela, medio bruja, llena de sabiduría y humana, y una Bárbara Lennie, despojada de todo armazón, siendo una madre liberal, juvenil y demasiado independiente.

El agua es una película muy atávica y muy actual, porque nos habla de pasado y presente, de lo que fuimos y todos lo que arrastramos, de vidas en suspenso, y mujeres perdidas y valientes. Tiene ese aroma de cuento que nos contaban nuestras abuelas y madres mientras se hacía la comida, en la que consigue una fusión perfecta entre el documento, con esas voces orales de las mujeres de la región explicando sus relaciones con las leyendas y mitos que rodean el lugar, y esa crónica de una juventud encarcelada, desesperada y sometida a la falta de todo, donde lo rural trasciende y se vuelve otra cosa, mucho más universal y penetrante, donde nos sumergimos en otro lugar, otro estado de ánimo, y la ficción, donde entra la fantasía y el terror, vivos y muertos, presentes y ausentes, habitantes y fantasmas, en un cuento sobre mujeres que sueñan, que alimentan el mito y la leyenda sobre el río que se desborda y destruye todos sus sueños e ilusiones, sobre tradiciones que viven y perviven entre las mujeres y se pasan entre generaciones, para que cuando el río se quiera llevar a alguna de ellas, estén alerta, y hagan lo imposible para que el río no se desborde y el agua inunde a todas y se les meta dentro. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Queso de cabra y té con sal, de Byambasuren Davaa

ESTA TIERRA ES MÍA. 

“Mucho tiempo atrás. Sin avaricia que marcará el compás. En una época muy lejana. Cosieron nuestro planeta con seda dorada. (Bis) Por eso lo llamamos “tierra de oro”. Para que esta canción no caiga en el abandono. Cuando el último hilo quede al descubierto. Los demonios volverán al acecho. La vida solo será un mero recuerdo. Y la tierra se convertirá en polvo. (Bis). Sufrimiento eterno es el oro. Felicidad inalcanzable es el oro. La verdad traspasa generaciones sin reposo. Abuelos, padres, y ahora nosotros. (Bis)”.

“Veins of Gold”, de Lkhaguasuren

Primero fue La historia del camello que llora (2003), donde conocimos a la familia Ikhbayar Amgaabazar, en mitad de la estepa mongola, y más concretamente, en el desierto de Gobi. Dos años después vimos El perro mongol, con la familia Batchuluun. En 2009 Los dos caballos de Genghis Khan, con la cantante Urna. Todas ellas dirigidas por Byambasuren Davaa (Ulán Bator, Mongolia, 1971), con estudios en la prestigiosa Escuela de Cine de Múnich, en las que a medio camino entre el documento y la ficción, consigue unas extraordinarias películas donde aúna lo tradicional de los nómadas mongoles a través de sus ritos, creencias y formas de vida y pastoreo, con un progreso devastador que poco entiende de la naturaleza, los animales y la relación de ser humano con el medio que habita.

La directora mongola ha dedicado tiempo a sus dos hijos y a realizar una gira con su espectáculo multivisión sobre su país con gran éxito por Alemania. Una espera que ha valido la pena, porque ahora podemos ver su última película, Queso de cabra y té con sal, coescrita junto a Jiska Rickels, donde nuevamente vuelve a construir su relato a través de una familia nómada, interpretada por actores con poca experiencia, en un gran trabajo hibrido entre documento y ficción, donde hay tiempo para ver las tradiciones y ritos de esta familia y su entorno, añadiendo las dificultades añadidas de ese progreso que comentábamos, ahora personificado en la avaricia y codicia de empresas mineras que buscan oro, generando infinidad de residuos contaminantes y el destrozo generalizado del entorno, que conlleva un cambio radical en el mantenimiento de la forma de vida tradicional para los nómadas mongoles. Si recuerdan la maravillosa película Un lugar en el mundo (1992), de Adolfo Aristaraín, sus personajes se enfrentan a un conflicto de las mismas características: la empresa internacional de turno que quiere explotar unas tierras y de paso, destrozar el modo de vida campesino.

Byambasuren Davaa edifica todo su conflicto de forma admirable y llena de sensibilidad, con ese matrimonio también enfrentado. Mientras Zaya, la madre, opta por abandonar y marcharse con lo poco que les de la compañía y empezar de nuevo, en cambio, Erdene, el padre, se opone a dejar su tierra y su vida, e intenta resistir en la lucha por defender su forma de vida, trabajando para convencer a los otros nómadas. Como ocurría en las anteriores películas mencionadas, la cineasta mongola no crea un relato sentimentaloide ni nada que se le parezca, sino construido con una sutileza y una belleza que encoge el alma, por la belleza de la estepa y la miseria moral de algunas empresas que ansían dinero en forma de oro. Un impresionante trabajo de luz del libanes Talal Khoury, donde cada encuadre esta detallado con mimo y poesía, como el exquisito trabajo de montaje que firma Anne Jünemann, de la que habíamos visto Guerra de mentiras, de Johannes Naber, en el que teje un excelente ritmo pausado y acogedor para llevarnos de la mano por los noventa y seis minutos de su metraje.

Un magnífico trabajo de sonido de Sebastian Tesch, que ha trabajado en los equipos de películas de Maren Ade y Michelangelo Frammartino, entre otros, Paul Oberle y Florian Beck, con amplia experiencia en documental y series de televisión, donde podemos escucharlo todo y de forma absorbente y reposada, y la estupenda banda sonora que crean el tándem John Gürtler y Jan Miserre, amén de la preciosa canción creada para la película. Nos queda mencionar el extraordinario reparto de la película, con rostros de intérpretes desconocidos, excelentemente bien dirigidos por el magnífico trabajo de la directora, que ya había demostrado su grandes dotes para captar la intimidad y la cercanía de sus actores naturales, en otros grandes trabajos de composición, porque no solo transmiten una naturalidad desbordante, sino que cada gesto y cada mirada está llena de todo lo que están viviendo y sufriendo, en un marco bello y doloroso a la vez, donde su forma de vida está siendo amenazada diariamente. Citamos a Amra, el niño que tomará las riendas de la resistencia a pesar de su corta edad, que interpreta Bat-Ireedui Batmunkhw, Zaya es A Enerel Tumen, Erdene lo hace Yalalt Namsrai, la pequeña Altaa es Algitchamin Baatarsuren, y finalmente, Huyagaa es Ariunbyamba Sukhee.

Queso de cabra y té con sal tiene uno de esos títulos sencillos, cotidianos y poéticos, que recuerdan al cine de Ozu, como El sabor del té verde con arroz y El sabor del sake, o aquel otro cine que había en El olor de la papaya verde, de Tran Anh Hung, y La gente del arrozal, de Rithy Panh, todas ellas asiáticas, donde el alimento es un estado de ánimo, una forma de espíritu, y sobre todo, de enfrentar y gestionar los difíciles envites de la existencia. Solo nos queda agradecer a la distribuidora Surtsey Films por distribuir películas de estas características, conociendo el tremendo esfuerzo que lleva tal empresa, porque la película de Byambasuren Davaa nos hace vibrar con su belleza profunda y crepuscular, con cada plano, cada encuadre y cada mirada de sus personajes, sino que también, es cine muy grande, porque no solo recoge una forma de vivir, una forma de hacer y sentir, sino que es una película de su tiempo, totalmente anclada a los conflictos económicos de un país como Mongolia, que no están tan lejanos como imaginamos, porque Alcarràs, de Carla Simón, que explica conflictos muy cercanos en la geografía, está muy emparentada en relato y conflicto con la película de Byambasuren Davaa, que deseamos que siga poniéndose detrás de las cámaras y nos siga deleitando y narrando con su enorme sensibilidad, belleza y minuciosidad su país, sus nómadas y todo su entorno, que esperemos siga en pie por mucho tiempo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Maria Chapdelaine, de Sébastien Pilote

LA TIERRA Y EL AMOR.

“No heredamos la Tierra de nuestros antepasados. La legamos a nuestros hijos”

Antoine de Saint-Exupery

El trabajo es el tema principal en las tres películas que ha filmado como director Sébastien Pilote (Chicoutimi, Saguenay, Canadá, 1973). En Le vendeur (2011), el cierre de una planta afecta a los trabajadores de un humilde pueblo. En Le démantèlement (2013), un granjero de sesenta años debe vender sus propiedades para ayudar a una hija, y finalmente, en La disparition des lucioles (2018), el entorno industrial asfixia a una adolescente que no encuentra la forma de encontrar su lugar. Podríamos decir que Maria Chapdelaine es su película más ambiciosa por varios factores. Se basa en una novela de éxito publicada en 1914 por Louis Hémon, que nos traslada a la década del diez del siglo pasado, al seno de la familia Chapdelaine, que viven a orillas del río Péribonka, al norte del lago Saint-Jean en Canadá. Una familia alejada de todos y todo, que trabaja la difícil tierra, en la que hay que talar los árboles en verano y cosechar para tener alimento para el durísimo invierno.

Los Chapdelaine tienen una vida muy dura, donde siempre hay algo que hacer, una vida que obliga a los hombres a pasar el invierno en las madererías para labrarse un futuro. El director canadiense construye su cuarta película a través de dos pilares fundamentales. En uno, la cinta funciona como una suerte de film antropológico, en el que asistimos a una forma de vida ya desaparecida, con el trabajo físico de la tierra, la madera y el ganado, el hogar familiar y las relaciones entre sus individuos, y por último, las visitas de amigos  al hogar de los Chapdelaine. En el otro, que alberga la última hora de la película, la trama se instala más profundamente en la mirada de la joven protagonista, la Maria del título, con sus diecisiete años, que está dejando de ser una niña para convertirse en una mujer, una etapa en la vida que conlleva elegir esposa para formar su propia familia. Así aparecen los pretendientes, muy diferentes entre sí, con François Paradis, el amor desde la infancia, pero con una vida de trampero, aventurero y guía, luego está Lorenzo Suprenant, el de la ciudad, que le ofrece una vida urbana muy alejada de su familia y su tierra, y por último, Eutrope Cagnon, el vecino, que le da una vida en el bosque, como ahora, trabajando duro la tierra y un porvenir futuro.

Uno de los grandes aciertos de una película inmovilista, en la que siempre estamos en el mismo espacio, es esa idea de dentro y fuera, lo emocional con lo físico, con la interesante reflexión que hace no solo de su entorno, sino también, de los ciclos de la naturaleza y por ende de la vida, y la maravillosa construcción de las miradas y los silencios de la acción, donde se sustenta todo su entramado emocional, en el que sobresalen esos momentos impagables de los encuentros con las visitas, donde se cuentan relatos de tiempos pasados, donde asistimos a la evolución de la vida y las formas de hacer, y esos otros de puro romanticismo, como el paseo de Maria y François buscando arándanos en el día de Santa Ana como manda la tradición, y qué decir de esos otros, donde madre e hija miran desde el porche a lo lejos a los hombres trabajar la madera, un silencio solo roto por los sonidos de desbroce. La película está filmada con detalle, belleza y sensibilidad, como esa apertura en el interior de la iglesia con esa mirada, y luego, el camino de vuelta a casa con la nieve cubriéndolo todo.

La exquisita y poderosa cinematografía de Michel la Veaux, en su cuarta colaboración con Pilote, teje con acierto y visualidad un espacio que podría caer en la postal, pero la película se aleja de esa idea, para conmovernos con sus poderosísimas imágenes tanto exteriores con la fuerza y la quietud de la naturaleza, y unos maravillosos interiores con los colores cálidos y terrosos, donde los quicios de las puertas y las ventanas actúan como lugares para mirar hacia afuera, creando esa idea de interior-exterior que nos remite, completamente, al western y a los relatos fordianos, y más concretamente aquella maravilla de ¡Qué verde era mi valle! (1941). La grandiosa labor de montaje de Richard Comeau, del que hemos visto Polytechnique (2009), de Denis Villeneuve y sus trabajos para Louise Archambault, entre otros, en un estupendo trabajo de concisión y ritmo para una película larga que supera las dos horas y media. La música de Philippe Brault, tercera película con el director canadiense, consiguiendo una elaboradísima composición que nos introduce con naturalidad a los avatares alegres y sobre todo, tristes de la película, sin caer en el preciosismo ni nada que se le parezca.

Un reparto bien conjuntado que emana vida, trabajo e intimidad, con la debutante Sara Montpetit en la piel de la anti heroína de este conmovedor y durísimo retrato. Le acompañan sus “padres” Sébastien Ricard y Hélène Florent, que muchos recordarán como una de las protagonistas de Café fe Flore (2011), de Jean.Marc Vallée, los “pretendientes” Émile Scheneider como François, Robert Naylor como Lorenzo y Antoine Olivier Pilon como Eutrope, que vimos como protagonista en Mommy (2014), de Xavier Dolan, algunos de los “visitantes” como Martin Dubreuil, un trabajador incansable y muy divertido, Danny Gilmore como el cura, Gabriel Arcand como el doctor y Gilbert Sicotte como Éphrem, amén de los otros hermanos de Maria. Pilote ha construido una película excelente, que se cuece a fuego lento, sin prisas y con mucha pausa, elaborando con mimo y sabiduría cada encuadre y cada plano, cada encuentro y cada desencuentro, generando esa agradable sensación en la que el espectador va conociendo los sucesos agridulces de la vida al mismo tiempo que los espectadores, en un retrato sobre la tierra con el mejor aroma de los que hacía Renoir, como por ejemplo El hombre del sur (1945), y otros como El árbol de los zuecos (1978), de Ermanno Olmi, donde familia, tierra y una forma de vivir adquirían toda la fuerza y también, toda la dureza de esas vidas ya desaparecidas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Tros, de Pau Calpe

LA HUIDA IMPOSIBLE.

“La huida no ha llevado a nadie a ningún sitio”

Antoine de Saint-Exupéry

Es de noche en uno de esos pueblos despoblados, envejecidos y perdidos en la provincia de Lleida, el imaginado Alcastrer. Hace un frío que pela. Un grupo de hombres agricultores, de los pocos que quedan del centenar de población, se ha reunido para patrullar la zona y evitar los robos de herramientas y gasoil, los llamados “somatén”. Entre ellos están Joan, un sesentón huraño, reservado y solitario, y su hijo, Pepe, que ha vuelto a la ciudad tras la muerte de la madre. Los demás no les hace ni pizca de gracia que estos los acompañen pero acceden. Todo parece ir sin sobresaltos, hasta que Joan persigue a uno de los hurtadores y lo atropella acabando con su vida. A partir de ahí, padre e hijo emprenderán una huida sin fin, una huida a través de las sombras de la noche, una huida en la que destaparán demasiadas cosas que les unen y que desconocían. El catalán Pau Calpe lleva casi un par de décadas produciendo cine de diversos géneros a gente como Salvador Ruiz, Álvaro Fernández Armero y Fernando Cámara, y películas y series para televisión.

Para Tros (que alude a esa tierra que tanto ha costado levantar al padre y no tiene heredero), su debut como director en el largometraje, Calpe se ha basado en la novela homónima de Rafael Vallbona, a partir de un guion de Marta Grau, con la que coescribió la tv movie Cançó per a tu, en una película que en realidad son dos películas. Por un lado, tenemos la relación de padre e hijo, con sus ausencias y presencias y el alud de reproches, la trama más ficcionada de la trama. Y por el otro, tenemos a los otros, la gente de los pueblos de Alcanó y Sarroca, donde se ha rodado la película, en que la película descansa en una forma cercana al documento y a la improvisación de los actores y actrices no profesionales. Calpe sitúa la acción en una noche, en una jornada nocturna oscurísima y fascinante, donde todo se dirime a partir de un intenso y asfixiante thriller de los de antes, con el mejor tono de los Lang, Fuller, Peckinpah y los de aquí desde la literatura de Aldecoa, Benet y Delibes, y películas como La caza, de Saura, y Furtivos y Leo, ambas de Borau, para contarnos un relato áspero, muy frío, gélido, y violento, lleno de claroscuros y cercanía, con el excelente trabajo de la cinematógrafa Gina Ferrer, que nos encantó en Panteres, de Èrika Sánchez, y la magnífica labor del ágil y rítmico montaje de Aina Calleja, condensando con acierto los ochenta y tres minutos del metraje, una editora que tiene en su haber nombres tan importantes como los de Mar Coll, Nely Reguera y Liliana Torres, etc…

Mención aparte tiene el inmenso trabajo de la música, con ese tema que articula la trama, con la música de Bernat Vivancos, profesor de composición y orquestación de la ESMUC, y la brutal voz de la soprano Núria Rial, especialista en música del Renacimiento y barroca. Estamos ante una tragedia griega, entre un padre y un hijo, que en medio de esa noche sin tregua ni descanso, se redescubrirán, se mirarán a tumba abierta, en una noche donde no habrá vuelta atrás. Si la parte técnica brilla con fuerza, la parte interpretativa no se queda atrás en absoluto, porque la pareja protagonista, Pep Cruz, un actor de cuerpo y alma, con ese rostro machacado como los personajes de Peckinpah, compone un padre rudo y fuerte, atravesado por la codicia y la pertenencia a una tierra que va a defender con lo que sea, un tipo que el mundo lo está arrinconando y él se resiste a morir. Frente a él, un Roger Casamajor, que viene de hacer el periodista adicto de La vampira de Barcelona, el oficial marino sin escrúpulos de El vientre del mar, vuelve a demostrar su buen hacer, erigiéndose como el mejor intérprete de su generación, haciendo un tipo perdido, en una huida constante, saliendo de la ciudad por problemas y llegando a un pueblo donde todo parece vacío y lleno de soledad.

Después tenemos a los otros. Los estupendos y naturales intérpretes no profesionales, entre los que hay que destacar a dos que tienen más peso en la trama, como Eduard Muntada en la piel de Duard, un tipo que tiene mucho que enfrentar a Pep, y a la gran revelación de la película, la magnífica Anna Torguet dando vida a Cinta, una de esas mujeres que no hace falta que diga nada porque lo expresa todo con la mirada y el gesto, un auténtica maravilla que brilla con fuerza cada vez que aparece por el cuadro. El director catalán Pau Calpe se destapa como un excelente director, que habrá que seguir con detenimiento en su esperamos carrera como director, porque consigue con muy poco muchas cosas interesantes, creando una película con una atmósfera brutal y agobiante, llena de fealdad, de violencia desatada, con ese catalán de las tierras leridanas, tan propio y característico, como hacía Renoir en la maravillosa Toni, y luego, los neorrealistas, y temas tan universales como la pertenencia, la herencia y la idea de justicia, y demás, y sobre todo, de personajes absorbentes y llenos de pozos oscuros, de los que atraen y repelen a la vez, llenando esa noche de verdad, de misterio y de calma tensa, de esa que encoge el alma, de esa que te atrapa sin remedio. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Minari, de Lee Isaac Chung

LA TIERRA PROMETIDA.

“Siempre sueña y apunta más alto de lo que sabes que puedes lograr”.

William Faulkner

La palabra coreana “Minari”, se asocia a una planta o hierba de naturaleza muy peculiar y sorprendente, ya que el vegetal muere, para luego, tener una segunda vida en la que renace más fuerte. Una metáfora ideal para definir el devenir y las circunstancias de la familia coreana protagonista de la película. La historia nos sitúa a mediados de los años ochenta, en un pequeño pueblo de Arkansas, en la falda de las montañas de Ozark, cuando una familia coreana con padre y madre a la cabeza, y pre adolescente y niño, con problemas asmáticos, se instalan en una de esas casas con ruedas con la intención de cultivar vegetales coreanos para los comerciantes de la zona. El director Lee Isaac Chung (Denver, EE.UU., 1978), de padres coreanos, construye una película autobiográfica en torno a su infancia, cuando creció en Lincoln (Arkansas), en la que nos habla a partir de un tono lírico y muy cercano, sobre los avatares de esta familia, con un padre obstinado en cumplir un sueño que se antoja difícil porque es la primera vez que trabaja la tierra, tendrá la ayuda de un sesentón muy particular, una especie de outsider del pueblo, pero con gran sabiduría para la tierra, y por otro lado, el granjero tendrá la resistencia de su mujer, que no ve con buenos ojos la compleja empresa que quiere llevar a cabo, y luego, están los niños, que van a descubrir un mundo ajeno, pero la mar de estimulante.

La aparición de la abuela materna, tornará la cotidianidad más dificultosa, a la vez que enseñará a los más pequeños las costumbres y tradiciones coreanas, igual que le ocurrió al director en su niñez. La abuela, que llegará para ayudar a la familia, es una mujer muy independiente, malhablada, pero con un gran corazón. Chung compone una película muy apegada a la tierra, con esa realidad que se muestra fuerte y resistente ante los deseos del cabeza de familia, que deberá luchar a contracorriente y con muchas dificultades, ya sean naturales, económicas y familiares para seguir peleando por su sueño. Aunque, a pesar de esa tremenda realidad con la que continuamente están tropezando, el relato también encuentra su espacio para hablar de emociones, y lo hace desde la honestidad y la sensibilidad, desde lo humano, explicándonos todos los motivos que mueven a cada uno de los personajes, profundizando en esas similitudes y diferencias que hay entre el matrimonio y las diferentes miradas de cada uno de los personajes, nunca quedándose en la superficie de las cosas, sino escarbando con sabiduría para mostrar la complejidad de la condición humana, sin caer en ningún momento en lo burdo ni el sentimentalismo.

Minari es una película dura y sensible, con momentos poéticos y divertidos, en la que seguimos a modo de diario la fuerza y la valentía de un inmigrante que quiere hacerse un hueco en la difícil tierra que hay que trabajar diariamente y dejarse la piel en cada surco, y una infancia creciendo en la tierra y sus circunstancias. Una película que nos retrae inevitablemente a El hombre del sur (1945), de Jean Renoir, donde nos explicaban las dificultades de un hombre por sacar rendimiento a una tierra dura, resistiendo ante las dificultades naturales y económicas, y Días del cielo (1978), de Terrence Malick, en la que profundizaba en los obstáculos cotidianos de un grupo de inmigrantes trabajadores de la tierra. El buen reparto de la película entre los que destacan Steven Yeun (que habíamos visto en Okja, de Bon Joon-ho, entre otras), también coproductor de la cinta, como el padre luchador que persigue su sueño a pesar de todas las dificultades, Yeri Han, que hace el rol de madre, la otra cara, que mira por el bienestar de su familia y se preocupa por los destinos de la economía familiar, Noel Kate Cho, la hija mayor que cuida y ayuda en todo lo que puede, Alan Kim, el niño de la casa, que se sentirá muy cercano a la abuela, Yuh-Jung Youn, la cercana y divertida abuela que pondrá patas arriba el hogar familiar, y finalmente, Will Patton, el amigo y trabajador estadounidense, que ayuda a levantar el cultivo.

Minari está producida bajo el sello A24, la compañía de Brad Pitt, que ha producido a nombres tan ilustres como Egoyan, Sofia Coppola, Villeneuve, Lanthimos o Baumbach, entre muchos otros, ofreciendo un cine muy alejado de los cánones de Hollywood, más personal y humanista, en el que indagan en el trato humano de las historias y la autoría de los creadores, entre los que se encuentran Lee Isaac Chung, con varias películas de ficción y algún que otro documental a sus espaldas, en una película que se erige como una interesante mezcla entre sus dos culturas, la coreana y estadounidense, investigando todo aquello que les une y separa, y la dicotomía de vivir entre dos mundos, dos culturas y sobre todo, dos formas de vivir y hacer las cosas, que con Minari,  su nuevo trabajo hasta la fecha, logra hablar de los grandes temas de la vida y la condición humana, desde lo más íntimo, a través de una familia coreana que debe vencer muchos obstáculos, como la inmigración, las dificultades económicas, los acondicionamientos naturales, y sobre todo, saber llevar a nivel familiar todo aquello que el exterior les pone en contra, con entusiasmo, valentía, y sobre todo, juntos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Gracias por la lluvia, de Julia Dahr

EL GRANJERO CONCIENCIADO.

“Durante el resto de vuestra vida,  tenéis  que comprometeros  a que, antes de morir, dejareis un legado en forma de árboles”

Julia Dahr, una joven cineasta noruega viajó a África para hacer su primera película con el objetivo de filmar las consecuencias del cambio climático a través de los agricultores que lo sufren. Allí, y más concretamente en Kenia, se encontró con Kisilu, un granjero que trabaja la tierra, convirtiéndola en su medio de subsistencia para sus 7 hijos, su esposa y para él. Aunque, lo que hace realmente maravilloso a este hombre es que su conciencia le ha llevado a combatir el cambio climático desde la base, creando una comunidad de granjeros que trabajan entre sí, a través del cooperativismo, en acciones de conciencia que consisten en plantar árboles para favorecer la aparición de lluvias, y de esa manera parar los problemas que acarrean por estos cambios meteorológicos. Dahr enfoca su película a modo de diario apoyándose en la cotidianidad de Kisilu y su lucha diaria en la tierra, con su familia, capturando la cercanía de todo lo que ocurre, y además, sus continuos viajes para trabajar con los otros granjeros. Además, Kisilu tiene una cámara con la que registra su cotidianidad, donde escuchamos sus más íntimas reflexiones y análisis de todo este cambio.

La película filma desde la intimidad familiar y personal, todo lo que el cambio climático provoca en las entrañas de África, de los más afectados, desde las terribles sequías, o las incesantes lluvias, que provocan grandes inundaciones, desbordamientos y abnegación de las tierras echando a perder las cosechas, o más aún, el destrozo de techos, objetos  y enseres de los granjeros. Pero, Kisilu no es hombre de amilanarse, y seguirá en pie de guerra contra estos cambios devastadores, continuando con su objetivo, y hablando con los demás granjeros a que sigan en la lucha, y no abandonen su tierra y emigren a la ciudad a un mejor porvenir como han hecho tantos otros. La cineasta noruega pone el dedo en la llaga en las terribles consecuencias medioambientales que tienen las empresas poderosas sobre los más débiles, aquellos que viven de la tierra. Kisilu no solo trabaja para concienciar su entorno con nuevas formulas y estrategias para luchar contra el cambio climático, sino que, y gracias a Julia Dahr, acude como invitado a la convención internacional sobre el cambio climático que se celebra en París, para explicar su posición y su forma de lucha, aunque allí, se enfrenta a la oposición de las grandes empresas que no ceden y quieren continuar con su producción contaminante para seguir ganando indecentes cantidades de dinero.

Kisilu no lo tiene nada fácil, ya que se enfrenta al conflicto eterno, a la lucha histórica entre norte y sur, desde que el hombre es hombre, la guerra entre David y Goliat, entre aquellos capitalistas que utilizan los recursos naturales para enriquecerse, en contra de los granjeros como Kisilu que viven en consonancia con la naturaleza y los medios que va encontrando, sin dañar al medio ambiente. Dos formas, no solo de entender el trabajo, sino la vida y la posición vital de unos y otros, aunque Kisilu a pesar de los problemas, tanto del tiempo como de la avaricia del norte, y como no es hombre de ceder, consigue combatir la terrible oposición de las grandes empresas que contaminan y provocan con su producción las devastadores consecuencias del cambio climático, optando por continuar desde la base, convocando reuniones informativas, trabajando juntamente con sus colegas, y continuando con alegría, fe y compromiso, en la necesidad de plantar árboles, y trabajar juntos, no solo para su futuro trabajo que ayude a su familia a salir adelante, sino también para los otros granjeros, y su entorno.

Dahr construye una película humanista y política, un relato que filma lo más íntimo y cotidiano, que acaba adquiriendo connotaciones universales, hablándonos de la dignidad y la fuerza de los trabajadores de la tierra, de aquellos que las cifras y estadísticas nunca mencionan, pero están ahí, abriendo zanjas, plantando árboles y mirando de cara al cambio climático, y sobre todo, encontrado herramientas a su alcance para combatirlo, a pesar de la oposición del norte. Una cinta sobre la cara invisible de aquellos que sufren la avaricia y la codicia de los de siempre, de aquellos que ven en el trabajo un medio para enriquecerse aunque cueste la vida y el trabajo de otros, porque la cinta de Dahr no solo nos abre un diálogo sobre el cambio climático y cómo afecta a los granjeros de la otra parte del mundo, sino de la pérdida de conciencia social, de la fraternidad entre las personas, y la falsedad de una sociedad que permite que unos estén por encima económicamente de otros, como mencionaba Rousseau a finales del XVIII, cuando los más poderosos anteponían sus privilegios a costa de la vida miserable de los trabajadores, que solo demandaban unas condiciones dignas de trabajo y en consecuencia, de vida.

El pastor, de Jonathan Cenzual burley

LA TIERRA NO SE VENDE. 

“¡Oid Ahora ricos!

Llorad y aullad por las miserías que os vendrán.

Santiago 5:1-6

Anselmo es un pastor de 55 años que vive en la casa donde nació a las afueras del pueblo, en medio de una meseta de vasta tierra, con la única compañía de su perro Pillo y sus ovejas. Su vida es humilde y sencilla, vive sin televisión, ni agua corriente ni luz. Su única distracción después del trabajo son algún chato de vino en el bar del pueblo y devorar los libros que coge de la biblioteca municipal. Un día, aparecen dos tipos que en nombre de una constructora que quiere comprar sus tierras para construir una urbanización y un centro comercial. Anselmo se niega, no quiere vender, a pesar del montante de dinero que ofrecen para convencerle. La tercera película de Jonathan Cenzual Burley (Salamanca, 1980) vuelve a los mismos escenarios de la Salamanca rural que poblaban su  debut, El alma de las moscas (2009) en la que dos hermanos de camino al funeral del padre que no conocieron se encontraban con personajes pintorescos y perdidos por las tierras de Castilla, y El año y la viña, realizada cuatro más tarde, en la que presentaba una parábola en la que un brigadista de la guerra civil acababa en la Salamanca del 2012. Las dos películas tratan temas sobre la condición humana siempre acompañadas de un sentido del humor absurdo e irreverente.

Ahora, con El pastor, Cenzual Burley cambia de rumbo, abandona el humor para adentrarse en terrenos más propios donde la sobriedad y la desdramatización cimentan su discurso, planteándonos una historia de trama sencilla, en la que hay pocos diálogos y el conflicto reside en su exhaustiva planificación formal, en la que los espacios y los silencios de la Castilla profunda se convierten en uno de los elementos que sustentan el entramado de la película, apoyados en unos intérpretes desconocidos que brillan con aplomo y sinceridad aportando verdad y naturalidad a sus personajes, entre los que destaca el trabajo de Miguel Martín dando vida al pastor solitario. La cinta, con reminiscencias a las historias oscuras y de profunda carga psicológica de Delibes, en las que plantea eficazmente el eterno conflicto entre el hombre de campo y su tierra, enfrentado al hombre de ciudad, con sus billetes y sus ambiciones. El cineasta salmantino hace de su modestia su mayor virtud, acotando su relato con pocos personajes, y pocos espacios, huyendo de los lugares manidos en este tipo de historias, sin caer en el sentimentalismo ni mucho menos en la condescendencia de otros títulos, en la que no hay ni buenos ni malos, sino personas que se mueven según sus intereses, dejando tiempo y espacio para conocer el trasfondo real de cada uno de ellos, conociendo sus situaciones personales y aquello, en algunos casos oscuro y terrible, que les hace imponer ciertas actitudes con el afán de tener y poseer todo aquello que se les niega, provocando que tomen medidas ilegales para conseguir todo aquello que se proponen.

La película y su planteamiento, nos recuerda a El prado, de Jim Sheridan, de 1990, en la que un anciano irlandés y campesino, magistralmente interpretado por Richard Harris, se veía en la tesitura de defender sus tierras que habían entrado en subasta pública, porque en El pastor, nuestro hombre no tiene que defenderse de los elementos naturales como el frío, la falta de alimento o el deterioro de su oficio (como si ocurría en El somni, de Christophe Farnarier, donde documentaba el último viaje trashumante de un pastor y sus ovejas por el Pirineo catalán), no, aquí el adversario es mucho peor, es la codicia deshumanizada de un hombre que en su afán de poder y materialismo quiere imponerse ante la voluntad del hombre tranquilo, de campo, arraigado a su tierra, a un lugar, de pocas palabras, y de existencia silenciosa y profunda. Cenzul Burley, vida y alma del proyecto, y auténtico hombre orquesta, emulando a los piones, ya que asume los roles de dirección, coproducción, guión, montaje y fotografía,  construye una película que sigue la tradición literaria española, el ya citado Delibes o Aldecoa, como la cinematográfica, con el drama rural de profundidad psicológica como La caza, Furtivos, El corazón del bosque, Tasio, etc… forman parte, no sólo de nuestro imaginario popular, sino que entronca con nuestras raíces rurales en las que los conflictos se suceden entre aquellos que desean por las buenas o las malas lo que el hombre de campo tiene y no cesarán en su empeño, haciendo todo aquello que éste en su mano para poseerlo, cueste lo que cueste. Una película de ritmo pausado, marcando sus tiempos y manteniendo el conflicto a fuego lento, in crescendo, en el que todos los personajes acabarán en su propia encrucijada, llevando al límite sus intereses, no por el bien de todos, sino en el suyo propio.


<p><a href=”https://vimeo.com/217159572″>EL PASTOR TRAILER</a> from <a href=”https://vimeo.com/dypcomunicacion”>DYP COMUNICACION</a> on <a href=”https://vimeo.com”>Vimeo</a&gt;.</p>

Socotra, la isla de los genios, de Jordi Esteva

socotra_la_isla_de_los_genios-253604913-largeEL ALMA DEL TIEMPO.

“… Detrás de los volcanes, Hugh podía ver cómo se acumulaban nubes de tempestad: “¡Socotra!”, pensó, “mi isla misteriosa del mar Arábigo, de donde procedían el incienso y la mirra y adonde nadie ha llegado jamás”…

Malcolm Lowry, “Bajo el volcán”

La película se abre con una imagen fascinante y poderosa, una imagen que parece filmada en otro tiempo y en otro lugar, en la que vemos la quietud de un lago al amanecer en primer término, con un conjunto de árboles al fondo, mientras cruza el cuadro un ave que camina con su parsimonia habitual. La imagen se complementa con el canto de un habitante de ese lugar. Un paisaje perdido en la historia, oculto de miradas curiosas, situado en una isla remota del océano Índico, entre Somalia y la península de Arabia, que pertenece al Yemen del Sur. Un lugar mágico, envolvente, y ancestral que parece de otro mundo, de otro planeta, alejado de todo y todos, en el que todavía pervive una cultura antigua, una manera de vivir y respirar en contacto con la naturaleza y la tierra que rodea a sus habitantes, que continúan hablando el socotri, una lengua sudarábiga, una lengua emparentada con la del Reino de Saba.

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Hasta los confines del tiempo y la historia nos ha llevado el cineasta Jordi Esteva (Barcelona, 1951) un viajero curioso y apasionado de las culturas africanas y orientales, ha dedicado su obra, tanto periodística como fotográfica, a indagar y descubrirnos formas de vida ancestrales, vidas que mantienen el espíritu de los ancestros, vidas resistentes a punto de perecer. Su filmografía arrancó con Retorno al país de las almas (2010), que había nacido de su libro Viaje al país de las almas (1999) donde daba buena cuenta de las ceremonias de posesión y los rituales de iniciación en Costa de Marfil, le siguió Komian (2014) en la que documentaba el espíritu de la pantera, elemento surgido del anterior documental, y ahora, nos sumerge en el tiempo para que conozcamos la isla de Socotra, que surge de su libro fotográfico Socotra, la isla de los genios (2011), un lugar milenario, que conserva una vegetación peculiar y muy característica, como los árboles de incienso y mirra, o la abundancia del árbol de la sangre del dragón, en forma de seta gigante, de savia roja, plantas e hierbas que mantienen la forma y colores antiguas.

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Esteva estructura su bellísima película (con reminiscencias pictóricas a la obra fotográfica de José Ortiz Echagüe y su trabajo en el Norte de África a primeros del siglo XX) a través de una road movie, en el que seguimos a unos camelleros en plena ascensión a las montañas antes de la estación de las lluvias, unos hombres que de noche acampan y alrededor del fuego, nos cuentan cuentos y fábulas en las que habitan seres imaginarios, criaturas fantásticas como genios y serpientes gigantes que se esconden en las montañas y se manifiestan a sus antepasados, historias de otro tiempo, que han ido contándose de padres a hijos, historias que nos descubren a los socotríes, sus formas de vida, en el que persisten en convivir con la tierra y los animales, respetándose unos a otros, y sabiendo que no pueden subsistir sin la fuerza y la energía del otro. Esteve ha construido un viaje poético, de increíble fuerza sobrecogedora, que seduce de forma envolvente con unas imágenes de indiscutible calidad filmadas en un riguroso y cálido blanco y negro. La cámara penetra en el alma de los socotríes, introduciéndonos en sus miradas y gestos, siendo uno más, una cercanía asombrosa, que se agradece, que nos descubre a unos hombres en una cultura desaparecida, o a punto de desaparecer, el leit motiv, no sólo de la película de Esteva, sino de todo su trabajo.

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Una película emparentada con la mirada de Flaherty y los cineastas británicos, en recuperar el tiempo perdido, y con la estética y contenido de los documentales surgidos en los 60, especialmente con los trabajos de Rouch o Pasolini sobre África, o Herzog, en su afán viajero y su interés por el pasado y su tiempo, cineastas que filman el pasado a través de un presente que desaparece. Un trabajo documental de grandísimo interés que no sólo nos descubre formas de vida y cultura ancestrales, perdidas, de otro tiempo, sino que también, quedará como testigo y prueba de ese tiempo que vivió, creció y perduró en el tiempo, como explica el personaje Ahmed Afrar, hijo póstumo del último sultán de Socotra, en ese tiempo y lugar donde sucedieron cosas que ellos continúan contando y viviendo en cada relato, como forma de vida y sobre todo, una manera de recordar a los que ya no están, con sus relatos míticos sobre la isla, sus habitantes, montañas, y sus plantas.


<p><a href=”https://vimeo.com/133847557″>TRAILER DE SOCOTRA, LA ISLA DE LOS GENIOS</a> from <a href=”https://vimeo.com/jordiesteva”>Jordi Esteva</a> on <a href=”https://vimeo.com”>Vimeo</a&gt;.</p>

 

Entrevista a Maite Vitoria Daneris

Entrevista a Maite Vitoria Daneris, directora de “El lugar de las fresas”. El encuentro tuvo lugar el miércoles 25 de mayo de 2016, en una terraza junto al Mercado de La Boqueria de Barcelona.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Maite Vitoria Daneris, por su tiempo, generosidad y cariño, a Octaví Martí de la Filmoteca de Catalunya, por su sabiduría cinematográfica al programar la película en el ciclo: “Més enllà del mirall: 10 anys sense Joaquim Jordà”, y a un turista inglés muy amable, que tuvo el detalle de tomar la fotografía que ilustra esta publicación.