Falcon Lake, de Charlotte Le Bon

EL VERANO DE BASTIEN Y CHLOÉ.

 “No sabemos lo que ocurre en el fondo, pero tenemos la sensación de haberlo vivido ya”.

Charlotte Le Bon 

La película nos da la bienvenida con un encuadre de una grandiosa fuerza y muy inquietante. Vemos un lago a media tarde, parece o imaginamos que algo está sucediendo en su profundidad, pero quizás sólo ocurre en lo que sentimos. Un plano que abre el elemento del terror que planea sobre toda la historia, aunque la trama se sitúa en un verano, en los lagos de Quebec, en Canadá, en los bellos y fascinantes paisajes y regiones de los Laurentides, al noroeste de Montreal, una zona que conoce la actriz y ahora debutante Charlotte Le Bon (Montreal, Canadá, 1986), porque fue el escenario de muchos de sus momentos de su infancia. La infancia, y más concretamente, la preadolescencia es donde se sitúa su película, a partir de la mirada y la complejidad de un personaje como Bastien, de 13 años casi 14, y la relación que entabla con Chloé, de 16 años, que está en plena edad del pavo, con sus primeros amores, flirteos, rebeldía, independencia y demás actitudes tan propias de ese tiempo de búsqueda y descubrimiento. 

Le Bon adapta la novela gráfica Una hermana, de Bastien Vivès, en un guion en colaboración con François Choquet, con una elaborada e inquietante imagen filmada en 16mm que firma el cinematógrafo Kristof Brandl, en un preciso y magnífico trabajo donde la luz escenifica ese cruce entre drama cotidiano adolescente y terror, sin decantarse por ninguno, sólo mezclándolo todo con un resultado brillante y conmovedor, como sucedía ya en su cortometraje Judith Hotel (2018), que abordaba el problema del insomnio a través de la mezcla de drama y fantástico. Los 100 minutos de metraje también ayudan a dotar de ritmo y sensibilidad a la historia que nos cuentan con un gran montaje de Julie Léna, así como el cuidado empleo del sonido fundamental para una película de estas características que firman el trío Stéphen de Oliveira, Séverin Favriau y Stéphane Thiébaut, y la especial música de Shida Shahabi, que ayudan a crear esa atmósfera inquietante salpicada de verano, de paseos, de baños en el lago, de fiestas junto a la hoguera y bailes del momento. 

No es una película que se enrede en su difícil pero bien construida propuesta, ante todo nos cuenta la experiencia a través de la mirada de Bastien, de ese mundo oculto que desea conocer, experimentar el amor y el sexo, sentirse que ya no es un niño y es casi un adulto, aunque transite por esos dos mundos tan cercanos y a la vez tan ajenos, puente que le acerca a Chloé que acaba de dejar esa edad y todavía no se siente cómoda con chicos más mayores, porque todavía tiene esos deseos e ideas más juveniles que le siguen atrayendo. Estamos ante una trama de adolescentes, con sus cosas, sus idas y venidas, los padres están ahí, pero están a lo suyo, y mientras van pasando las vacaciones, donde los franceses veraneantes siguen perdiendo y disfrutando del tiempo de veraneantes. La directora canadiense mira las experiencias y reacciones de sus dos protagonistas con detalle y mimo, no tiene prisa, pero tampoco demasiada pausa, las situaciones se van generando y también, las diferentes reacciones y gestiones, donde la cámara los sigue pero nunca los juzga, sólo se muestra como un testigo de esas experiencias y vivencias que seguramente, les cambiarán muchas cosas en ese maravilloso y desolador proceso de hacerse adulto. 

La película enamora en su trabajo de cercanía y sensibilidad a la compleja adolescencia, en el que estamos con ellos, viviendo su verano, su encuentro y desencuentro, su torpeza y su deseo, esa ilusión de ser quién todavía no eres, esa impaciencia por hacer cosas, por experimentar el amor, y tener las primeras experiencias sexuales y demás. Resulta importante haber escogido a la pareja protagonista, porque además de tener la edad de los personajes que interpretan, que esto no siempre funciona así, porque acaban componiendo unos personajes cercanísimos, transparentes y naturales, que ayuda a acompañarlos y a entender muchas de sus actitudes, miradas, gestos y silencios. Tenemos a Joseph Engel, que hemos visto en Un hombre fiel (2018), y Un pequeño plan… como salvar el planeta (2021), ambas dirigidas por Louis Garrel, que hace un estupendo Bastien, un chico que tendrá el primer verano de verdad de su todavía pequeña vida, donde descubrirá el amor, el sexo, a Chloé, y la otra parte del espejo, el que duele, también. Junto a él, tenemos a Sara Montpetit, que era la antiheroína de Maria Chapdelaine (2021), de Sébastien Pilote, componiendo una Chloé que nos atrapa desde el primer instante, porque nos fascina al igual que ocurre con Bastien, porque la vemos independiente, diferente, misteriosa y juguetona, con una mirada que es una parte fundamental de la película. Y la presencia de la actriz y directora Monia Chokai, que ha trabajado con directores tan importantes como Denys Arcand, Xavier Dolan y Claire Simon, entre otros. 

Falcon Lake tiene el misterio, la inquietud y la intimidad que proponen muchas películas anti Hollywood, que proponen otras historias, más personales, más de verdad, como A Ghost Story 2017), de David Lowery, y Lo que esconde Silver Lake (2018), de David Robert Mitchell, con otras como las historias de iniciación francesas como Mes petites amoureuses (1974), de Jean Eustache, y À nos amours (1983), de Maurice Pialat, que explican con intensidad, profundidad e inteligencia esa edad de la adolescencia tan convulsa, tan extraña, tan terrorífica, pero tan diferente y atrayente. Nos alegramos que la actriz que nos agradó en películas de Michel Gondry, Lasse Hallström, Zemeckis y en Proyecto Lázaro (2016), de Mateo Gil, entre otras, ha tomado los mandos de la dirección con gran acierto adentrándose en un relato que fascina y aterra a partes iguales, que presenta una cotidianidad que nos recuerda a nuestras adolescencias, a todas esas experiencias que nos han llevado a ser quiénes somos y esas otras que imaginamos, que quisimos vivir y no vivimos, porque están las cosas que podemos ver y las otras cosas que se ocultan bajo las aguas profundas de un lago. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Maria Chapdelaine, de Sébastien Pilote

LA TIERRA Y EL AMOR.

“No heredamos la Tierra de nuestros antepasados. La legamos a nuestros hijos”

Antoine de Saint-Exupery

El trabajo es el tema principal en las tres películas que ha filmado como director Sébastien Pilote (Chicoutimi, Saguenay, Canadá, 1973). En Le vendeur (2011), el cierre de una planta afecta a los trabajadores de un humilde pueblo. En Le démantèlement (2013), un granjero de sesenta años debe vender sus propiedades para ayudar a una hija, y finalmente, en La disparition des lucioles (2018), el entorno industrial asfixia a una adolescente que no encuentra la forma de encontrar su lugar. Podríamos decir que Maria Chapdelaine es su película más ambiciosa por varios factores. Se basa en una novela de éxito publicada en 1914 por Louis Hémon, que nos traslada a la década del diez del siglo pasado, al seno de la familia Chapdelaine, que viven a orillas del río Péribonka, al norte del lago Saint-Jean en Canadá. Una familia alejada de todos y todo, que trabaja la difícil tierra, en la que hay que talar los árboles en verano y cosechar para tener alimento para el durísimo invierno.

Los Chapdelaine tienen una vida muy dura, donde siempre hay algo que hacer, una vida que obliga a los hombres a pasar el invierno en las madererías para labrarse un futuro. El director canadiense construye su cuarta película a través de dos pilares fundamentales. En uno, la cinta funciona como una suerte de film antropológico, en el que asistimos a una forma de vida ya desaparecida, con el trabajo físico de la tierra, la madera y el ganado, el hogar familiar y las relaciones entre sus individuos, y por último, las visitas de amigos  al hogar de los Chapdelaine. En el otro, que alberga la última hora de la película, la trama se instala más profundamente en la mirada de la joven protagonista, la Maria del título, con sus diecisiete años, que está dejando de ser una niña para convertirse en una mujer, una etapa en la vida que conlleva elegir esposa para formar su propia familia. Así aparecen los pretendientes, muy diferentes entre sí, con François Paradis, el amor desde la infancia, pero con una vida de trampero, aventurero y guía, luego está Lorenzo Suprenant, el de la ciudad, que le ofrece una vida urbana muy alejada de su familia y su tierra, y por último, Eutrope Cagnon, el vecino, que le da una vida en el bosque, como ahora, trabajando duro la tierra y un porvenir futuro.

Uno de los grandes aciertos de una película inmovilista, en la que siempre estamos en el mismo espacio, es esa idea de dentro y fuera, lo emocional con lo físico, con la interesante reflexión que hace no solo de su entorno, sino también, de los ciclos de la naturaleza y por ende de la vida, y la maravillosa construcción de las miradas y los silencios de la acción, donde se sustenta todo su entramado emocional, en el que sobresalen esos momentos impagables de los encuentros con las visitas, donde se cuentan relatos de tiempos pasados, donde asistimos a la evolución de la vida y las formas de hacer, y esos otros de puro romanticismo, como el paseo de Maria y François buscando arándanos en el día de Santa Ana como manda la tradición, y qué decir de esos otros, donde madre e hija miran desde el porche a lo lejos a los hombres trabajar la madera, un silencio solo roto por los sonidos de desbroce. La película está filmada con detalle, belleza y sensibilidad, como esa apertura en el interior de la iglesia con esa mirada, y luego, el camino de vuelta a casa con la nieve cubriéndolo todo.

La exquisita y poderosa cinematografía de Michel la Veaux, en su cuarta colaboración con Pilote, teje con acierto y visualidad un espacio que podría caer en la postal, pero la película se aleja de esa idea, para conmovernos con sus poderosísimas imágenes tanto exteriores con la fuerza y la quietud de la naturaleza, y unos maravillosos interiores con los colores cálidos y terrosos, donde los quicios de las puertas y las ventanas actúan como lugares para mirar hacia afuera, creando esa idea de interior-exterior que nos remite, completamente, al western y a los relatos fordianos, y más concretamente aquella maravilla de ¡Qué verde era mi valle! (1941). La grandiosa labor de montaje de Richard Comeau, del que hemos visto Polytechnique (2009), de Denis Villeneuve y sus trabajos para Louise Archambault, entre otros, en un estupendo trabajo de concisión y ritmo para una película larga que supera las dos horas y media. La música de Philippe Brault, tercera película con el director canadiense, consiguiendo una elaboradísima composición que nos introduce con naturalidad a los avatares alegres y sobre todo, tristes de la película, sin caer en el preciosismo ni nada que se le parezca.

Un reparto bien conjuntado que emana vida, trabajo e intimidad, con la debutante Sara Montpetit en la piel de la anti heroína de este conmovedor y durísimo retrato. Le acompañan sus “padres” Sébastien Ricard y Hélène Florent, que muchos recordarán como una de las protagonistas de Café fe Flore (2011), de Jean.Marc Vallée, los “pretendientes” Émile Scheneider como François, Robert Naylor como Lorenzo y Antoine Olivier Pilon como Eutrope, que vimos como protagonista en Mommy (2014), de Xavier Dolan, algunos de los “visitantes” como Martin Dubreuil, un trabajador incansable y muy divertido, Danny Gilmore como el cura, Gabriel Arcand como el doctor y Gilbert Sicotte como Éphrem, amén de los otros hermanos de Maria. Pilote ha construido una película excelente, que se cuece a fuego lento, sin prisas y con mucha pausa, elaborando con mimo y sabiduría cada encuadre y cada plano, cada encuentro y cada desencuentro, generando esa agradable sensación en la que el espectador va conociendo los sucesos agridulces de la vida al mismo tiempo que los espectadores, en un retrato sobre la tierra con el mejor aroma de los que hacía Renoir, como por ejemplo El hombre del sur (1945), y otros como El árbol de los zuecos (1978), de Ermanno Olmi, donde familia, tierra y una forma de vivir adquirían toda la fuerza y también, toda la dureza de esas vidas ya desaparecidas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA