El viejo roble, de Ken Loach

UN CUENTO SOBRE LA ESPERANZA. 

“La esperanza es promover la ilusión en circunstancias que sabemos que son desesperadas”. 

G. K. Chesterton

El cineasta Ken Loach (Nuneaton, Reino Unido, 1936), autor de una de las filmografías más interesantes a nivel social y humanista, ya que, desde sus primeras películas como Poor Cow (1967), Kes  (1969) y Family Life (1971), entre otras, su cine se ha decantado por la “Working Class” británica, construyendo tramas alrededor de los conflictos sociales que han ido sufriendo esa parte de la población más desfavorecida. No hay tema social que no haya sido reflejado en su cine en sus más de 32 películas si incluimos sus trabajos para televisión. En una trayectoria que abarca más de medio siglo ha habido de todo, pero sobre todo, ha habido una necesidad de focalizar su cámara en el rostro y las circunstancias de los trabajadores/as desde un lado humanista y socialista, abogando por valores humanos que el consumismo ha ido eliminando sistemáticamente como la humanidad, la fraternidad, la igualdad, la cooperativa y sobre todo, la comunidad como eje fundamental para ayudar y ayudarse los unos a los otros. 

Con El viejo roble (The Old Oak, en su original), cierra la trilogía iniciada con Yo, Daniel Blake (2016), y continúo con Sorry We Missed You (2019), sobre obreros focalizados en el noroeste de Inglaterra, en tantas pequeñas poblaciones que fueron prósperas por la minería que posteriormente, se cargó la Thatcher en los ochenta, y ahora viven de recuerdos del pasado mirando fotos antiguas colgadas en una pared de una parte del local en desuso, toda una reveladora metáfora de la situación de ahora, como vemos en El viejo roble. A partir de un guion de Paul Liberty, 15 películas junto a Loach, la historia se posa en la existencia de TJ Ballantyne, un tipo que regenta el pub del mismo título que la película, que fue y ahora sólo alberga a unos cuántos parroquianos que sólo hablan del pasado glorioso y de las penas y tristezas de la actualidad. Toda esa armonía de estar y ya, se ve interrumpida con la llegada de familias sirias refugiadas, como evidencia su arranque construido a partir de fotografías en blanco y negro acompañadas de su sonido real. La hostilidad y el rechazo que dejan claro muchos lugareños, se ve contrarrestada por el citado TJ Ballantyne que se hace amigo de Yara, que hace fotos, y la gran ayuda de la trabajadora social Laura. 

Loach traza una excelente trama con tranquilidad y sin aspavientos sin recurrir a lo facilón ni la condescendencia, sino todo lo contrario, situando su cámara a la altura de los ojos de sus protagonistas, sumergiéndonos en sus conflictos personales y sociales, sus necesidades que son muchas en una población donde la crisis aboga a la desesperación y la tristeza a muchos de ellos y ellas. Con la compañía de la productora Rebecca O’Brien que desde el 2002 junto a Loach y Laverty están al frente de la compañía Sixteen Films, el director británico no hace una película de falsas ilusiones, nos muestra la realidad del lugar, con una imagen que se acerca y entra en las casas con respeto e intimidad, en un grandísimo trabajo de cinematografía de Robbie Ryan, quinto trabajo con el inglés, amén de películas con Frears, Arnold, Baumbach, Potter y Lanthimos, entre otros. La magnífica edición de Jonathan Morris, 24 películas con Loach, que ajusta con detalle y precisión un relato que se va a los 110 minutos de metraje, en el que hay de todo: documento, ternura, valores humanos y necesidad de acompañarse en los momentos jodidos de la vida. El músico George Fenton, 19 películas con Loach, amén de Frears, Jordan y Attenborough, entre otros, compone una música que ayuda a entender y entrar en el interior de los personajes a partir de donde vienen y porqué actúan de la manera que lo hacen. 

El cineasta británico hace cine y habla de valores humanos y los reivindica, porque es lo único que les queda a los pobres y pisoteados en este mundo mercantilizado donde unos pocos privilegiados someten a la mayoría que vive de sus migajas. Pero, sus películas no son panfletos ni proclamas para construir un mundo mejor, su cine es su mejor ejemplo y ha explorado todas las iniciativas humanas para estar más cerca, para abandonar ese individualismo de mierda que nos deja más sólos cada día y más aislados. Su cine, como hacían los Renoir, Rossellini, Ozu, Kaurismäki y demás, está para y por el obrero, el empleado, el trabajador de lunes a viernes, el que trabaja mucho para tener muy poco, el que sueña con una vida mejor y se jubila sin que llegue, el que mira los partidos de fútbol en el bar de turno rodeado de unas cervezas y amigos. La maestría de Loach para escoger intérpretes que no sólo componen unos personajes de carne y hueso, sino que transmiten todo el desánimo y la esperanza que recorre la película. Tenemos a Dave Turner, que ya estuvo en las dos anteriores que hemos citado un poco más arriba, encarnando a TJ Ballantyne, uno de esos tipos machacados por la vida, que arrastra demasiadas heridas sin curar, pero que aún así, sigue resistiendo en su viejo roble, y se muestra solidario y ayudante a los recién llegados.

Junto a Turner tenemos otros actores y actrices que son tan naturales y cercanos como el mencionado, demostrando la intimidad que consigue el británico para hablar de aquellos problemas que invisibiliza el cine comercial. Valores como la amistad, de las de verdad, de las duras y las maduras, como la que entabla Turner con Yara que hace la debutante Ebla Mari, una de esas mujeres valientes y de coraje que, a pesar de las dificultades, sigue ahí, junto a su familia, y manteniendo una dignidad asombrosa, Claire Rodgerson interpreta a Laura, una actriz que también debuta, escogida del lugar donde filmaron. Trevor Fox hace de Charlie, uno de los parroquianos del citado pub que se muestra hostil a los refugiados. Y luego, una retahíla de intérpretes naturales que han sido reclutados del lugar para dotar a la película de esa verdad y cercanía que tiene el cine de Loach. Las películas del británico gustarán más o menos, estarán más conseguidas o no, pero lo que nunca se le puede reprochar es su mirada al proletariado, a los necesitados, a los desahuciados del desaparecido estado del bienestar, que han quedado en el olvido de los diferentes gobiernos, tan abocados a generar riqueza a costa de la explotación laboral y el recorte de servicios públicos esenciales. 

El viejo roble no es sólo la última película de Ken Loach, sino que como ha anunciado el propio director, esta película es su despedida del cine, a sus 87 años deja de mover la manivela, como se hacía antes. Así que, con El viejo roble se despide del cine uno de los grandes, uno de los nombres que más han hecho para retratar las miserias de una sociedad más idiotizada y absurda a costa de los trabajadores/as como nosotros, porque algunos/as se han creído esto del trabajo y de sus miserables condiciones y siguen ahí, esforzándose en solitario y perdiéndose la vida para conseguir más estupideces materiales y visitar más lugares en una existencia estúpida e histérica. Loach nos pide que por favor dejemos de correr, nos detengamos y miremos a nuestro alrededor, que miremos a nuestro interior y al interior de los demás, que nos demos tiempo, que paremos tanta locura, y sobre todo, nos ayudemos y empaticemos, porque si no, seguiremos solos en el infierno más desesperado, y nos pide que lo hagamos ya, antes que sea demasiado tarde, porque la vida es otra cosa, es compartir y estar cuando las cosas se ponen feas, porque, aunque no lo parezca, seguimos siendo lo que somos y seguimos teniendo las mismas necesidades, y seguimos deseando querer y nos quieran y muchas cosas, y seguimos teniendo ilusión, seguimos resistiendo y por mucho que las élites hacen lo posible, todavía no hemos perdido la esperanza. ¡LONG LIFE FREEDOM! JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Queso de cabra y té con sal, de Byambasuren Davaa

ESTA TIERRA ES MÍA. 

“Mucho tiempo atrás. Sin avaricia que marcará el compás. En una época muy lejana. Cosieron nuestro planeta con seda dorada. (Bis) Por eso lo llamamos “tierra de oro”. Para que esta canción no caiga en el abandono. Cuando el último hilo quede al descubierto. Los demonios volverán al acecho. La vida solo será un mero recuerdo. Y la tierra se convertirá en polvo. (Bis). Sufrimiento eterno es el oro. Felicidad inalcanzable es el oro. La verdad traspasa generaciones sin reposo. Abuelos, padres, y ahora nosotros. (Bis)”.

“Veins of Gold”, de Lkhaguasuren

Primero fue La historia del camello que llora (2003), donde conocimos a la familia Ikhbayar Amgaabazar, en mitad de la estepa mongola, y más concretamente, en el desierto de Gobi. Dos años después vimos El perro mongol, con la familia Batchuluun. En 2009 Los dos caballos de Genghis Khan, con la cantante Urna. Todas ellas dirigidas por Byambasuren Davaa (Ulán Bator, Mongolia, 1971), con estudios en la prestigiosa Escuela de Cine de Múnich, en las que a medio camino entre el documento y la ficción, consigue unas extraordinarias películas donde aúna lo tradicional de los nómadas mongoles a través de sus ritos, creencias y formas de vida y pastoreo, con un progreso devastador que poco entiende de la naturaleza, los animales y la relación de ser humano con el medio que habita.

La directora mongola ha dedicado tiempo a sus dos hijos y a realizar una gira con su espectáculo multivisión sobre su país con gran éxito por Alemania. Una espera que ha valido la pena, porque ahora podemos ver su última película, Queso de cabra y té con sal, coescrita junto a Jiska Rickels, donde nuevamente vuelve a construir su relato a través de una familia nómada, interpretada por actores con poca experiencia, en un gran trabajo hibrido entre documento y ficción, donde hay tiempo para ver las tradiciones y ritos de esta familia y su entorno, añadiendo las dificultades añadidas de ese progreso que comentábamos, ahora personificado en la avaricia y codicia de empresas mineras que buscan oro, generando infinidad de residuos contaminantes y el destrozo generalizado del entorno, que conlleva un cambio radical en el mantenimiento de la forma de vida tradicional para los nómadas mongoles. Si recuerdan la maravillosa película Un lugar en el mundo (1992), de Adolfo Aristaraín, sus personajes se enfrentan a un conflicto de las mismas características: la empresa internacional de turno que quiere explotar unas tierras y de paso, destrozar el modo de vida campesino.

Byambasuren Davaa edifica todo su conflicto de forma admirable y llena de sensibilidad, con ese matrimonio también enfrentado. Mientras Zaya, la madre, opta por abandonar y marcharse con lo poco que les de la compañía y empezar de nuevo, en cambio, Erdene, el padre, se opone a dejar su tierra y su vida, e intenta resistir en la lucha por defender su forma de vida, trabajando para convencer a los otros nómadas. Como ocurría en las anteriores películas mencionadas, la cineasta mongola no crea un relato sentimentaloide ni nada que se le parezca, sino construido con una sutileza y una belleza que encoge el alma, por la belleza de la estepa y la miseria moral de algunas empresas que ansían dinero en forma de oro. Un impresionante trabajo de luz del libanes Talal Khoury, donde cada encuadre esta detallado con mimo y poesía, como el exquisito trabajo de montaje que firma Anne Jünemann, de la que habíamos visto Guerra de mentiras, de Johannes Naber, en el que teje un excelente ritmo pausado y acogedor para llevarnos de la mano por los noventa y seis minutos de su metraje.

Un magnífico trabajo de sonido de Sebastian Tesch, que ha trabajado en los equipos de películas de Maren Ade y Michelangelo Frammartino, entre otros, Paul Oberle y Florian Beck, con amplia experiencia en documental y series de televisión, donde podemos escucharlo todo y de forma absorbente y reposada, y la estupenda banda sonora que crean el tándem John Gürtler y Jan Miserre, amén de la preciosa canción creada para la película. Nos queda mencionar el extraordinario reparto de la película, con rostros de intérpretes desconocidos, excelentemente bien dirigidos por el magnífico trabajo de la directora, que ya había demostrado su grandes dotes para captar la intimidad y la cercanía de sus actores naturales, en otros grandes trabajos de composición, porque no solo transmiten una naturalidad desbordante, sino que cada gesto y cada mirada está llena de todo lo que están viviendo y sufriendo, en un marco bello y doloroso a la vez, donde su forma de vida está siendo amenazada diariamente. Citamos a Amra, el niño que tomará las riendas de la resistencia a pesar de su corta edad, que interpreta Bat-Ireedui Batmunkhw, Zaya es A Enerel Tumen, Erdene lo hace Yalalt Namsrai, la pequeña Altaa es Algitchamin Baatarsuren, y finalmente, Huyagaa es Ariunbyamba Sukhee.

Queso de cabra y té con sal tiene uno de esos títulos sencillos, cotidianos y poéticos, que recuerdan al cine de Ozu, como El sabor del té verde con arroz y El sabor del sake, o aquel otro cine que había en El olor de la papaya verde, de Tran Anh Hung, y La gente del arrozal, de Rithy Panh, todas ellas asiáticas, donde el alimento es un estado de ánimo, una forma de espíritu, y sobre todo, de enfrentar y gestionar los difíciles envites de la existencia. Solo nos queda agradecer a la distribuidora Surtsey Films por distribuir películas de estas características, conociendo el tremendo esfuerzo que lleva tal empresa, porque la película de Byambasuren Davaa nos hace vibrar con su belleza profunda y crepuscular, con cada plano, cada encuadre y cada mirada de sus personajes, sino que también, es cine muy grande, porque no solo recoge una forma de vivir, una forma de hacer y sentir, sino que es una película de su tiempo, totalmente anclada a los conflictos económicos de un país como Mongolia, que no están tan lejanos como imaginamos, porque Alcarràs, de Carla Simón, que explica conflictos muy cercanos en la geografía, está muy emparentada en relato y conflicto con la película de Byambasuren Davaa, que deseamos que siga poniéndose detrás de las cámaras y nos siga deleitando y narrando con su enorme sensibilidad, belleza y minuciosidad su país, sus nómadas y todo su entorno, que esperemos siga en pie por mucho tiempo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA