Houria, de Mounia Meddour

HERIDA, PERO EN PIE. 

“En la oscuridad, las cosas que nos rodean no parecen más reales que los sueños”.

Murasaki Shikibu

La primera secuencia de Houria, el segundo largometraje de ficción de Mounia Meddour (Moscú, Rusia, 1978), es magnífica, y tremendamente reveladora de la película que empezamos a ver. Vemos a su protagonista bailando en una terraza con los auriculares puestos, sólo escuchamos el rumor del mar. Los leves sonidos se funden con el silencio que domina todo ese instante, un momento suspendido en el tiempo. A la directora franco-argelina, de la que sabemos su trayectoria en el campo documental, ya la conocíamos por su anterior trabajo, Papicha (2019), en la que en mitad del conflicto armado de la Argelia de los noventa, se centraba en la existencia de un par de amigas que soñaban con su música y su ropa y hacer un desfile de moda, a pesar de los obstáculos y la violencia de un país sumido en una guerra cruenta. Con Houria sigue en la misma intensidad, atmósfera y paisaje, aunque ahora estamos en la actualidad argelina, donde el personaje mencionado ahora sueña con bailar, y gana dinero apostando en peleas clandestinas con cabras. Una de esas noches, que la noche ha ido bien, es atacada y le destrozan la pierna. A partir de ese momento, su vida hará un cambio de 180 grados y toda su cotidianidad girará a recuperarse y seguir soñando con volver a bailar. 

Meddour construye una historia de aquí y ahora, en la que sigue indagando en la violencia, ahora de otra forma y textura, porque sigue habiendo ese pasado traumático que sigue traumatizando a algunos personajes, y esa otra violencia, la de ahora, en un país sumido en una realidad que avanza poco y mal, con personas que desean abandonar el país y buscar nuevos horizontes y sobre todo, más oportunidades laborales, emocionales y demás. Un país que somete a sus habitantes a una situación límbica, en la que su vulnerable presente puede cambiar en cualquier momento tal y como le sucede a la protagonista. Un relato que cuida los detalles, que mira a sus personajes con profundidad y complejidad, que teje una interesante maraña de relaciones entre unos individuos que viven su presente, porque el futuro no va más allá, porque el futuro siempre resulta incierto y complicado, aunque todas ellas se sienten fuertes y valientes para seguir con sus vidas a pesar de todo y todos, y trabajar por sus sueños, esos horizontes que nunca las dejan de mirar, porque a cada paso de baile, parece que sus ilusiones están más cerca o al menos, así los miran. 

La cineasta franco-argelina vuelve a contar con algunos de los cómplices que le acompañaron en Papicha, como el cinematógrafo Léo Lefèvre, en un prodigioso trabajo de luz, en el que capta esa agitación de sus protagonistas, con una cámara atenta y febril que recoge ese continuo movimiento del primer tercio, para luego asentarse y tener pausa para explicar todo el proceso de reconstrucción de Houria. También está Damien Keyeux en el montaje, que repite con la directora, en una película bien construida, con su ritmo y su pausa en un metraje que se va a los 104 minutos. Mención especial al apartado de la música, con Maxence Dussère, que tiene en su haber la edición musical de Annette (2021), de Leos Carax, entre otros, y Yasmine Meddour, que ya estuvo en algún cortometraje de la directora, consiguen atraparnos con unas melodía vitales, sencillas y extraordinarias, muy importantes en una película donde se baile mucho. Un abanico infinito de sensaciones y sentimientos para contar este drama esperanzador que nos capta desde la citada primera secuencia inolvidable. 

Al igual que pasa con el equipo técnico, entre el equipo artístico encontramos a algunas cómplices como Lyna Khoudri, una de las chicas que soñaban con la moda en Papicha, aquí en la piel de una joven vitalista que la vida golpea de forma brutal, y que deberá volver a empezar, reconstruirse físicamente, y sobre todo, anímicamente, que cuesta más como es sabido. Una mujer que sueña con bailar, con transmitir todas sus emociones a través de la danza, una actividad que necesita expresarse, que no usa palabras, sólo el movimiento corporal, que habla y escucha y comunica con todo aquel o aquella que desee. Junto a ella, también tenemos a otra Papicha, Amira Hilda Douaouda, ahora en la piel de Sonia, una joven que sueña con bailar e irse a otro país. Le siguen Rachida Brakni interpretando el rol de la maestra de baile y mamá de Houria, una mujer que ha sufrió la violencia años atrás, Nadia Kaci es Halima, un personaje importante en la vida post accidente de la protagonista, y Marwan Zeghbib como Ali, un tipo con el que es mejor no cruzarse por la noche. 

Meddour ha tejido una película con ritmo frenético al inicio y luego, en una historia llena de pausa, comedida y tremendamente poética, donde la cámara se aposenta, se fija en lo mínimo y convierte el marco en una película silente, donde ya no hay palabras, sólo el movimiento, un movimiento pausado, tranquilo y sosegado, sólo roto por el baile, una danza que explica, que lo dice todo sin decir nada, que quiere mostrar y emocionar, y lo consigue, porque en un mundo con tanto ruido, con tantos problemas y conflictos, quizás todos y todas deberíamos parar, detenernos y mirar a nuestro interior, sobre todo, a nuestro interior, y extraer todo aquello que nos duele, que nos preocupa, todo aquello que nos doblega, que nos silencia, todo aquello que somos, porque con el baile podemos seguir bailando, transmitiendo, y seguir soñando, porque si de algo estamos completamente convencidos es que podemos estar mal, decepcionados, rotos y vacíos, pero lo que no podemos estar en este mundo sin sueños, porque soñar es una de las mejores acciones que podemos no sólo para protestar contra la injusticia y la desigualdad, sino por y para nosotros, porque se puede vivir sin muchas cosas materiales, pero lo que no se puede vivir es sin sueños, sin querer mejorar, y seguir en la pelea por lo que sentimos de verdad, y eso nunca no los pueden quitar, por muchas hostias que nos den, por muchos golpes que recibamos, porque los sueños son sólo nuestros y de nadie más, ya lo decía Calderón, “Que toda la vida es sueño y los sueños, sueños son…”, y eso es lo más grande que nos puede suceder, créanme y no dejen de soñar, porque los de verdad no hay que fingirlos, sólo mostrarlos a los demás y a uno mismo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

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