Ashkal. Los crímenes de Túnez, de Youssef Chebbi

CUERPOS EN LLAMAS.  

“La ciudad enorme con su cielo maculado de fuego y lodo”.

Una temporada en el infierno (1873), Arthur Rimbaud 

La ciudad y su espacio urbano abandonado han servido para el director Youssef Chebbi (Túnez, 1984), para mirar a su país, y sobre todo, a su ciudad y las personas que la habitan. En Les profondeurs (2012), un cortometraje de 26 minutos en que seguía la nocturnidad de un vampiro exiliado que volvía a vagar por la ciudad de Túnez. En Babylon (2012), era el documental que le servía de vehículo para retratar la gran megalópolis a través de sus gentes venidas de muchos lugares. En Black Medusa (2021), su ópera prima codirigida junto a Ismäel, una mujer misteriosa usaba la oscuridad de la noche para atrapar a hombres. En su segundo largometraje Ashkal. Los crímenes de Túnez, la noche y el espacio urbano vuelven a ser determinantes para contarnos una película que mezcla muchos géneros y texturas, construyendo un interesantísimo híbrido por el que se mueven el thriller, la política, lo social y el terror, a partir de una inquietante y sombría atmósfera que recuerda a aquellos títulos noir de los treinta y cuarenta, donde aparte de entretenernos con polis tras la pista de asesinos escurridizos, nos daban un exhaustivo repaso de la actualidad política y social. 

El cine árabe que ha llegado por nuestros lares, en contadas ocasiones todo hay que decirlo, una pena porque nos perdemos un cine diverso, diferente e interesante. Un cine que habitualmente se ha detenido en las cotidianidades de sus habitantes sometidos a las continuas guerras promovidas por occidente, a través del drama personal que sufren las personas. Por eso es de agradecer nuevas miradas como la que supuso una película como El Cairo confidencial (2016), de Tarik Saleh, en que el thriller tomaba partido para hablar sin tapujos ni menudencias de la corrupción estatal a través de la policía. El éxito de esta ha contribuido a que en los últimos tiempos veamos thrillers, y aún más, para retratar los sinsabores y consecuencias de las llamadas “Primaveras Árabes”, en la que en varios países, cansados de regímenes dictatoriales sujetados por occidente, sus gentes salían a las calles y protestaban ante los abusos de años y años de ignominia y terror. Revoluciones que han vivido su reflejo en el cine en películas como Harka, del año pasado, dirigida por Saeed Roustayi, en la que un desesperado tunecino se inmolaba como respuesta ante tanta miseria y soledad. 

Las autoinmolaciones, la posrevolución y la corrupción estatal después del régimen autoritario de Ben Ali, tienen en Ashkal (En árabe, es el plural de la palabra forma o patrón), su razón de ser, y lo hace a través de un inteligente y comedido guion de François-Michel Allegrini y el propio director, en la que se centran en un símbolo del antiguo gobierno como los Jardines de Cartago, en el que se erige un emplazamiento de lujo que era para los autócratas del régimen caído. En la actualidad, las obras se han reanudado en unos edificios donde sólo hay una impresionante estructura vacía y desolada, como el esqueleto de un monstruo, como sucedía con la ballena de Leviatán (2014), de Andréi Sviáguintsev. En ese lugar, siniestro y muy oscuro, poblado de fantasmas, aparecen varios cuerpos calcinados que investigan Batal, el policía veterano con pasado siniestro porque fue verdugo con el anterior régimen, y la savia nueva de Fatma, hija de un juez que está llevando a cabo la investigación denominada como la comisión “Verdad y Rehabilitación” inspirada en la real del  2013 llamada “Verdad y Dignidad”, donde se investigan las atrocidades del régimen derrocado en 2011. A partir de la extraordinaria cinematografía de Hazem Berrabah, donde prevalecen las noches muy oscuras, cargadas de un atmósfera asfixiante y agobiante, en que todo se ve a hurtadillas, entre susurros, caminando por una cuerda muy floja, donde los poderosos siguen ostentando poder a pesar de su pasado asesino, en que las autoridades no quieren destapar ni investigar nada, y donde los de siempre siguen ordenando las invisibles vidas de los ciudadanos. 

Un intenso y pausado montaje del francés Valentín Ferón, del que hemos visto las interesantes películas Black Vox y la reciente El origen del mal, sendos thrillers sobre la oscuridad y la corrupción estatal y humana, consiguiendo esa densidad, ese ritmo candescente como si una llama de fuego ardiendo se tratase, dan a la trama ese aspecto de pesadez, de relato kafkiano y emocional, donde nunca sabremos de qué demonios se trata lo que está ocurriendo, algo parecido a lo que se explicaba en excelente Zodiac (2007), de David Fincher, y muchas de sus películas como Seven (1995), Perdida (2014), en las que el cineasta de Colorado imprimía una pesadez a cada plano y encuadre, con unos personajes que luchaban contra su interior y el exterior lleno de obstáculos y pesadillas. La pareja de intérpretes también trabaja en ese sentido, en atrapar al espectador y no soltarlo durante los 92 minutos que dura la película, porque esa pareja, tan distinta y a la vez tan cercana, que les une una investigación y les separa un mundo, o podríamos decirlo, dos formas de régimenes de su país, o quizás es el mismo con diferente collar, como mencionaba el dicho popular. 

Tenemos a Mohamed Houcine Grayaa en la piel de Batal, el poli veterano, el que todavía sigue en el pasado, obedeciendo órdenes siniestras y haciendo como que no pasaba nada, recuerden los polis de la interesante e infravalorada película El arreglo (1983), de José Antonio Zorrilla, en el que un grandioso Eusebio Poncela arregla a golpes su trabajo como policía siguiendo las maneras del antiguo régimen. La otra policía es una mujer joven llamada Fatma Oussaifi, bailarina y profesora de danza, que compone una mujer valiente en un mundo demasiado religioso, machista y siniestro, escenificando ese aire de nuevo cambio, si es que es posible. Celebramos el estreno de una película como Ashkal. Los crímenes de Túnez, porque se aventura en un noir más pausado, más interesante y alejado de golpes de efecto y estridencias actuales, centrándose en un policiaco de los de antes y los de siempre, esta vez centrado en el fuego, con esos cuerpos autoinmolados, toda una metáfora de las revoluciones de las citadas “Primaveras Árabes”, que la acerca al cine de Julia Ducournau, en esa mirada desesperanzadora de la sociedad a través del género de terror más doloroso. Un caso y una ciudad rodeadas de un misterio agobiante, en el que la investigación cada vez se torna más difícil y compleja, así como todo lo que cerniéndose sobre la trama, todas esas cosas que ocurren en la oscuridad y la invisibilidad de la noche, tan sólo envuelto por una llama incandescente de un cuerpo quemándose. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Falcon Lake, de Charlotte Le Bon

EL VERANO DE BASTIEN Y CHLOÉ.

 “No sabemos lo que ocurre en el fondo, pero tenemos la sensación de haberlo vivido ya”.

Charlotte Le Bon 

La película nos da la bienvenida con un encuadre de una grandiosa fuerza y muy inquietante. Vemos un lago a media tarde, parece o imaginamos que algo está sucediendo en su profundidad, pero quizás sólo ocurre en lo que sentimos. Un plano que abre el elemento del terror que planea sobre toda la historia, aunque la trama se sitúa en un verano, en los lagos de Quebec, en Canadá, en los bellos y fascinantes paisajes y regiones de los Laurentides, al noroeste de Montreal, una zona que conoce la actriz y ahora debutante Charlotte Le Bon (Montreal, Canadá, 1986), porque fue el escenario de muchos de sus momentos de su infancia. La infancia, y más concretamente, la preadolescencia es donde se sitúa su película, a partir de la mirada y la complejidad de un personaje como Bastien, de 13 años casi 14, y la relación que entabla con Chloé, de 16 años, que está en plena edad del pavo, con sus primeros amores, flirteos, rebeldía, independencia y demás actitudes tan propias de ese tiempo de búsqueda y descubrimiento. 

Le Bon adapta la novela gráfica Una hermana, de Bastien Vivès, en un guion en colaboración con François Choquet, con una elaborada e inquietante imagen filmada en 16mm que firma el cinematógrafo Kristof Brandl, en un preciso y magnífico trabajo donde la luz escenifica ese cruce entre drama cotidiano adolescente y terror, sin decantarse por ninguno, sólo mezclándolo todo con un resultado brillante y conmovedor, como sucedía ya en su cortometraje Judith Hotel (2018), que abordaba el problema del insomnio a través de la mezcla de drama y fantástico. Los 100 minutos de metraje también ayudan a dotar de ritmo y sensibilidad a la historia que nos cuentan con un gran montaje de Julie Léna, así como el cuidado empleo del sonido fundamental para una película de estas características que firman el trío Stéphen de Oliveira, Séverin Favriau y Stéphane Thiébaut, y la especial música de Shida Shahabi, que ayudan a crear esa atmósfera inquietante salpicada de verano, de paseos, de baños en el lago, de fiestas junto a la hoguera y bailes del momento. 

No es una película que se enrede en su difícil pero bien construida propuesta, ante todo nos cuenta la experiencia a través de la mirada de Bastien, de ese mundo oculto que desea conocer, experimentar el amor y el sexo, sentirse que ya no es un niño y es casi un adulto, aunque transite por esos dos mundos tan cercanos y a la vez tan ajenos, puente que le acerca a Chloé que acaba de dejar esa edad y todavía no se siente cómoda con chicos más mayores, porque todavía tiene esos deseos e ideas más juveniles que le siguen atrayendo. Estamos ante una trama de adolescentes, con sus cosas, sus idas y venidas, los padres están ahí, pero están a lo suyo, y mientras van pasando las vacaciones, donde los franceses veraneantes siguen perdiendo y disfrutando del tiempo de veraneantes. La directora canadiense mira las experiencias y reacciones de sus dos protagonistas con detalle y mimo, no tiene prisa, pero tampoco demasiada pausa, las situaciones se van generando y también, las diferentes reacciones y gestiones, donde la cámara los sigue pero nunca los juzga, sólo se muestra como un testigo de esas experiencias y vivencias que seguramente, les cambiarán muchas cosas en ese maravilloso y desolador proceso de hacerse adulto. 

La película enamora en su trabajo de cercanía y sensibilidad a la compleja adolescencia, en el que estamos con ellos, viviendo su verano, su encuentro y desencuentro, su torpeza y su deseo, esa ilusión de ser quién todavía no eres, esa impaciencia por hacer cosas, por experimentar el amor, y tener las primeras experiencias sexuales y demás. Resulta importante haber escogido a la pareja protagonista, porque además de tener la edad de los personajes que interpretan, que esto no siempre funciona así, porque acaban componiendo unos personajes cercanísimos, transparentes y naturales, que ayuda a acompañarlos y a entender muchas de sus actitudes, miradas, gestos y silencios. Tenemos a Joseph Engel, que hemos visto en Un hombre fiel (2018), y Un pequeño plan… como salvar el planeta (2021), ambas dirigidas por Louis Garrel, que hace un estupendo Bastien, un chico que tendrá el primer verano de verdad de su todavía pequeña vida, donde descubrirá el amor, el sexo, a Chloé, y la otra parte del espejo, el que duele, también. Junto a él, tenemos a Sara Montpetit, que era la antiheroína de Maria Chapdelaine (2021), de Sébastien Pilote, componiendo una Chloé que nos atrapa desde el primer instante, porque nos fascina al igual que ocurre con Bastien, porque la vemos independiente, diferente, misteriosa y juguetona, con una mirada que es una parte fundamental de la película. Y la presencia de la actriz y directora Monia Chokai, que ha trabajado con directores tan importantes como Denys Arcand, Xavier Dolan y Claire Simon, entre otros. 

Falcon Lake tiene el misterio, la inquietud y la intimidad que proponen muchas películas anti Hollywood, que proponen otras historias, más personales, más de verdad, como A Ghost Story 2017), de David Lowery, y Lo que esconde Silver Lake (2018), de David Robert Mitchell, con otras como las historias de iniciación francesas como Mes petites amoureuses (1974), de Jean Eustache, y À nos amours (1983), de Maurice Pialat, que explican con intensidad, profundidad e inteligencia esa edad de la adolescencia tan convulsa, tan extraña, tan terrorífica, pero tan diferente y atrayente. Nos alegramos que la actriz que nos agradó en películas de Michel Gondry, Lasse Hallström, Zemeckis y en Proyecto Lázaro (2016), de Mateo Gil, entre otras, ha tomado los mandos de la dirección con gran acierto adentrándose en un relato que fascina y aterra a partes iguales, que presenta una cotidianidad que nos recuerda a nuestras adolescencias, a todas esas experiencias que nos han llevado a ser quiénes somos y esas otras que imaginamos, que quisimos vivir y no vivimos, porque están las cosas que podemos ver y las otras cosas que se ocultan bajo las aguas profundas de un lago. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El agua, de Elena López Riera

DE TODOS LOS FANTASMAS QUE SURCAN ESTA TIERRA.

“El mito sólo es reflejo de una realidad”

“Los pasos perdidos” (1953), Alejo Carpentier

Es una verdadera lástima que los cortometrajes se destinen, principalmente, al circuito de festivales, amén de algunas plataformas, porque tener la posibilidad de poder verlos allana el camino en el momento de poder analizarlos y sobre todo, reflexionar en relación a sus posteriores trabajaos. Por eso resulta realmente revelador  haber visto todos los trabajos de una cineasta como Elena López Riera (Orihuela, Alicante, 1982), desde que tuvo el privilegio de ver Pas à Genève (2014), en el D’A Film Festival en Barcelona, largometraje codirigido por el colectivo lacasinegra, formado por la propia Elena, junto a Gabriel Azorín, Carlos Pardo y María Antón Cabot. Ya en solitario, una especie de trilogía no declarada sobre su pueblo y los mitos y tradiciones que allí perduran, como Pueblo (2014), Las vísceras (2016), y Los que desean (2018), tres trabajos donde encontramos los gérmenes de El agua, su debut en solitario en el largometraje.

La opera prima de López Riera se sitúa en su espacio, Orihuela, al sur de Alicante, fronterizo con Murcia, en la comarca de la Vega Baja del Segura, en uno de los pasos del río Segura, fuente esencial para su agricultura, y también, fuente que, en ocasiones, ha arrasado inundando la zona. La película construye ese lugar límbico, entre dos mundos, entre dos lugares, entre el no lugar, con elementos que ya estaban en sus cortometrajes. El fuerte arraigo de mitos y leyendas que se va heredando a través de la tradición oral de las mujeres, que ya estaba en Las vísceras, las relaciones materno-paterno-filiales y así como la tradición del palomo deportivo tan arraigado de Los que desean, la vuelta a los orígenes en una especie de empezar de nuevo, la noche como aliada para la extrañeza y la soledad, y la fuerte tradición católica que vimos en Pueblo, y esa constante de la falta de oportunidades laborales que obliga a los más jóvenes en huir de su lugar, y ese continuo deambular de la juventud de no saber qué hacer ni adonde ir, tan presente en sus trabajos.

Todos esos elementos están presentes en El agua, y siguen siendo motivo de exploración y reflexión por parte de la oriolana, desde la fábula cotidiana que se mimetiza con el paisaje, a través de la fisicidad de la tierra con esa otra parte más espiritual, donde el más allá forma parte de la vida diaria de sus habitantes, son dos componentes vitales en la película, donde conocemos a Ana, un hilo conductor que nos va mostrando esa realidad-irrealidad tan mezclada y confusa por donde se mueve y se alimenta la película. Una adolescente que, como muchas antiheroínas, ha entrado en esa etapa de transición de la adolescencia, donde va a descubrir el primer amor, un amor que la hace vibrar y también, le da miedo, por ese continuo vaivén por el que transita la trama, entre lo terrenal y lo emocional, entre la realidad y la fantasía, entre la infancia y la edad adulta, entre continuar en el pueblo y huir lejos, entre lo que uno siente y lo que no es empujado a hacer, entre las madres y padres y los amigos de siempre, entre la tierra y el río, entre esa inmovilidad en continuo movimiento, pero sin rumbo ni ilusión, entre la alegría y el miedo, entre la dura realidad del día y la familia, y la compañía de la noche, símbolo de amistad y libertad.

López Riera se acompaña para la aventura de su primer largometraje en solitario, de muchos de sus cómplices de viaje en los cortometrajes, como Milagros Mumenthaler y David Epiney en la producción, que ya estaban en Los que desean, y tienen en su haber autores tan importantes como Milagros Mumenthaler, Jean-Gabriel Péirot, Lluís Galter, Luis López Carrasco, ahí es nada. Philippe Azoury, en el guión, que ya fue cámara en Las vísceras, Giuseppe Truppi en la cinematografía y Raphaël Lefèvre en el montaje, que ya estuvieron tanto en Pueblo como en Los que desean, Mathieu Farnarier en sonido que trabajó en Los que desean, y los nuevos compañeros de itinerario como en sonido con Carlos Ibáñez y Denis Séchaud, que han trabajado con nombres tan ilustres como los de Miguel Gomes e Isaki Lacuesta, entre otros, la música de Nadine Knoepfel, que afianza esos dos universos y estados de ánimo tan fusionados de la historia, el arte de un grande como Miguel Ángel Rebollo, con una filmografía excelente junto a Javier Rebollo, Jonás Trueba y Rodrigo Sorogoyen, entre otros, y finalmente, la asistencia en dirección de Adrián Orr, uno de los cineastas más interesantes del actual panorama.

Como no podía ser de otra manera, la directora alicantina vuelve a contar con actores no profesionales para su película, un elemento capital en todos sus cortometrajes, donde se consigue esa idea de verdad, naturalidad e intimidad, como las amigas adolescentes de la protagonista como Irene Pellicer, Nayara García, Lidia Mária Canóvas, y Pascual Valero, y la fabulosa pareja protagonista, tan del lugar y tan de cualquier lugar, formada por los debutantes Alberto Olmo como José, el chico que ha vuelto o quizás, no se ha ido, o simplemente se ha ocultado de todos y todo, que se debate entre seguir con la tierra y no saber qué hacer, que se enamora de Ana, a la que da vida la impresionante Luna Pamies, con esa mezcla de inocencia, fragilidad y fuerza, que se debate entre su triste realidad, siendo la tercera de su familia, donde tanto su abuela como su madre alimentan esa leyenda de las mujeres y el río, junto a unas sólidas y cercanísimas Nieve de Medina como la abuela, medio bruja, llena de sabiduría y humana, y una Bárbara Lennie, despojada de todo armazón, siendo una madre liberal, juvenil y demasiado independiente.

El agua es una película muy atávica y muy actual, porque nos habla de pasado y presente, de lo que fuimos y todos lo que arrastramos, de vidas en suspenso, y mujeres perdidas y valientes. Tiene ese aroma de cuento que nos contaban nuestras abuelas y madres mientras se hacía la comida, en la que consigue una fusión perfecta entre el documento, con esas voces orales de las mujeres de la región explicando sus relaciones con las leyendas y mitos que rodean el lugar, y esa crónica de una juventud encarcelada, desesperada y sometida a la falta de todo, donde lo rural trasciende y se vuelve otra cosa, mucho más universal y penetrante, donde nos sumergimos en otro lugar, otro estado de ánimo, y la ficción, donde entra la fantasía y el terror, vivos y muertos, presentes y ausentes, habitantes y fantasmas, en un cuento sobre mujeres que sueñan, que alimentan el mito y la leyenda sobre el río que se desborda y destruye todos sus sueños e ilusiones, sobre tradiciones que viven y perviven entre las mujeres y se pasan entre generaciones, para que cuando el río se quiera llevar a alguna de ellas, estén alerta, y hagan lo imposible para que el río no se desborde y el agua inunde a todas y se les meta dentro. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Los cinco diablos, de Léa Mysius

LA NIÑA OBSESIONADA POR LOS OLORES.

“Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos.”

Jorge Luis Borges

La trayectoria como guionista de Léa Mysius (Bordeaux, Francia, 1989), es realmente impresionante ya que ha trabajado en películas de Jacques Audiard, Arnaud Desplechin, André Techiné, Claire Denis y Stefano Savona. Ahí es nada. Como directora nos había encantado su opera prima Ava (2017), sobre una niña de trece años que se está quedando ciega durante sus vacaciones junto a su madre, rodeada de playas y mucho sol. Para su segundo trabajo, Los cinco diablos, la directora francesa se ha ido al otro extremo, a un lugar dominado por el frío y la nieve, más concretamente a la pequeña localidad de Rhönes Alpes, al pie de las famosa cordillera, y nuevamente, en el seno de una familia, una familia muy diversa y diferente, encabezada por Joanne, la profesora de natación, el marido Jimmy, jefe de bomberos de piel negra, y la hija de ambos, Vicky, una niña mestiza que está obsesionada por los olores, que logra diferenciarlos y almacenar sus aromas en botes que etiqueta y guarda celosamente.

Toda esa apariencia tranquila, pero muy incómoda y fría, se desatará con la llegada de Julia, la hermana de Jimmy, abre una profunda grieta en el seno familiar, porque destapará un pasado oscuro y tenebroso que el matrimonio intenta olvidar. Además, Vicky descubrirá por azar que uno de sus aromas la lleva físicamente a ese pasado que los adultos se callan. Mysius enmarca su película en el género fantástico, introduciendo el terror en una fábula tremendamente cotidiana y cercanísima, para profundizar en la condición humana, en todas las secuencias de nuestros actos del pasado, y la condena de vivir con esas acciones equivocadas. Temas como la diversidad, el odio, el racismo, la transmisión, la comunicación, el amor frustrado, el peso del pasado, y sobre todo, el silencio como forma de supervivencia y sufrimiento constante. La película juega mucho con los cuatro elementos de tierra, aire, fuego y agua, muy presentes en las existencias de los seis personajes en liza, en una estructura clásica en su forma pero enrevesada en su narración, por sus continuos flashbacks que se entienden sin problema, para generar esa oscuridad y silencio del presente y todos los acontecimientos adversos y complejos que vivieron en el pasado los diferentes actores del relato.

La cineasta francesa se rodea de estupendos técnicos para llevar a buen puerto su enigmática y a ratos, mística propuesta, y para ello recupera a dos cómplices de su primer largo, como Paul Gilhaume, que hace labores de coguionista junto a la directora y se encarga de la cinematografía, en un magnífico trabajo donde fusiona con credibilidad e intimidad lo gélido del lugar con la intensidad emocional que viven los protagonistas, donde se maneja con soltura a pesar de la complejidad de la historia, y la cómplice Florencia Di Concilio, en la música, importantísima en una película que debe callar información y construir esa inestabilidad emocional y física tan fundamental en una película de estas características, donde el silencio es tan importante como la música que escuchamos. La incorporación de Marie Loustalot en el apartado de montaje, que impone un eficaz y fabuloso ritmo de cadencia y concisión en un metraje de noventa y cinco minutos, donde abundan las miradas, los silencios y sobre todo, los abundantes secretos que se amontonan en las vidas pasadas y presentes de los personajes.

Un reparto lleno de contención y sencilla composición ayuda a la credibilidad tanto de los individuos como de la inquietante historia que se nos cuenta, encabezado por una extraordinaria Adèle Exarchopoulos como Joanne, esa madre y profesora de natación, que tanto guarda y tanto dolor lleva, con esos extraños baños en el lago helado. La niña Sally Dramé como Vicky, debutante en el cine, consigue con muy poco dar vida y aplomo a una niña que tan importante es en el relato, actuando como testigo del pasado siniestro que recorre a los adultos. Swala Emati como Julia, un personaje que parece una cosa pero es otra muy distinta, crucial en el devenir de la trama. Moustapha Mbengue, ese padre callado, casi ausente, que cada vez tendrá más presencia a medida que los acontecimientos se vayan desatando. Daphné Patakia es Nadine, amiga de Joanne, con su parte de implicación en el suceso en “Los cinco diablos”, un lugar metido en la memoria de los diferentes personajes, y finalmente, Patrick Bouchitey como el padre de Joanne, un tipo que niega muchas cosas y rechaza otras, como su racismo cotidiano, que no vocifera pero existe en mucha parte de la sociedad que no se considera racista.

Léa Mysius demuestra con Los cinco diablos (sugerente título que también es otro misterio que la película revelará a su debido momento), ha acertado de pleno con su mirada crítica a una sociedad cada vez más inmadura emocionalmente, incapaz de resolver sus conflictos, optando por la cobardía, en la que huyen por el distanciamiento y se ocultan en un silencio hipócrita y doloroso. Un relato aparentemente cotidiano, pero muy profundo en su quirúrgico análisis de la condición humana, en esta interesantísima mezcla de amores frustrados, drama íntimo y fantástico y terror, con el mejor aroma de The Innocents, de Clayton, El bebé de Rosemary, de Polanski, El resplandor, de Kubrick o más reciente Déjame entrar, de Alfredson, entre otras, para contarnos una película sobre nosotros, sobre la sociedad en la que vivimos, con nuestros prejuicios, miedos e inseguridades, en la cual debemos mirar al pasado, a todos nuestros errores, y si es posible, enmendarlos, porque el tiempo va en nuestra contra y quizás, nos estamos perdiendo a las personas que más nos han emocionado, y más hemos querido, no tarden, mañana ya es tarde, por la vida siempre pasa y más rápido de lo que nos gustaría imaginar. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La leyenda del Rey Cangrejo, de Alessio Rigo de Righi y Matteo Zoppis

LA HISTORIA DE AMOR DE LUCIANO Y EMMA.

“Historia es, desde luego exactamente lo que se escribió, pero ignoramos si es lo que sucedió”

Enrique Jardiel Poncela

Para hablar de la primera película de ficción de Alessio Rigo de Righi y Matteo Zoppis, italoamericanos nacidos en 1986, nos tenemos que remontar hasta Vejano, un pueblo de la Toscana italiana, y detenernos en la figura de Ercolino, un hombre que dejó Roma para instalarse en el pueblo. En su casa de campo se reúne con cazadores de la región para comer, beber y contar historias de la zona. De esos encuentros y tertulias nacieron Belvanera (2013), un cortometraje que los dos directores codirigieron juntos, y Il solengo (2015), en que el tándem se detenía en la historia de Mario de Marcella, un ermitaño que vivía en el bosque cerca de Roma. Ahora, nos llega La leyenda del Rey Cangrejo, también surgida de los encuentros de Escolino, en la que la pareja de directores nos llevan a finales del XIX y principios del XX, para hablarnos de Luciano, un tipo perdido, alcohólico e inadaptado, que no encaja en una sociedad de gentes de la tierra sometidos a la voluntad del príncipe de turno. Los días pasan y Luciano se pierde en deambulaciones, borracheras y demás. Solo el amor que tiene en Emma, una bella y sencilla mujer del pueblo, a la que también pretende el dueño y señor.

A través de una historia que nace de Tommaso Bertani, uno de los productores, Carlo Lavagna y los propios directores, componen un relato nacido de la tradición oral y las leyendas y mitos de los pueblos, donde predomina un paisaje frondoso que rodea a los personajes, entre esa naturaleza bella y salvaje que entronca con esas rígidas normas sociales impuestas por el príncipe y las durísimas vidas de las gentes de la tierra. Aunque, la película se centra en la vida y desgracia de Luciano, todo se mueve por Emma, la autentica heroína del relato, la esperanza y la vida del propio protagonista, en una película estructurada a través de dos capítulos. En el primero, estamos en Vejano, el pueblo italiano alrededor de la fecha citada anteriormente, en el que se desarrolla el amor de Luciano y Emma, y los conflictos con el príncipe por la oposición del propio protagonista, en un marco de drama rural convincente donde se evoca lo etnográfico y lo antropológico, y una mirada crítica y testimonial de los acontecimientos que suceden.

En la segunda mitad, nos trasladamos hasta el fin del mundo, y más concretamente a Tierra del Fuego, en Argentina, donde seguimos a Luciano, ahora convertido en buscador de oro en una tierra donde el entorno es duro, rocoso, gélido y lleno de peligros y codicia y egoísmo. A través de una marcada atmósfera de western, pero en sus diferentes variantes, porque en la primera parte, estaríamos en el western clásico, donde el héroe debe enfrentarse al cacique de turno, con el amor de por medio, y también, las injusticias contra los más débiles. En la segunda, el western sería más crepuscular, más de viaje, de itinerario, donde siguiendo el mismo ritmo pausado y emocional, vamos con una letanía acompañando a un grupo de hombres que siguen un tesoro escondido, a través de un cangrejo, que funciona como símbolo mágico y extraño porque los guía hasta el codiciado premio. Otro animal en el cine de Rigo de Righi y Zoppis, como la pantera de Belvanera, y el jabalí de Il solengo, que funcionan como bestias de otro mundo que sirven de guía a los humanos.

Un equipo formado por técnicos cómplices que han participado en todos los trabajos del tándem de directores, como el músico Vittorio Giampetro, ayudando a crear ese mundo físico y espiritual por el que se mueve el relato, y el cinematógrafo Simone D’Arcangelo, que ha estado en los equipos de cámara en películas de Carlos Saura y Woody Allen, entre otros, consigue esas maravillosas luces cálidas que contraponen la miseria moral de las leyes impuestas en el pueblo italiano, y esa otra luz mortecina y dura de Tierra del Fuego. Con la entrada de dos aportaciones de la coproducción argentina con nombres tan ilustres como los del editor Andrés Pepe Estrada, que ha estado en películas de Trapero, Mitre y Schnitman, entre otros, dando forma a una película de varias formas, texturas y registros y condensando un ritmo pausado y lento en sus ciento seis minutos, y el increíble sonido de Catriel Vildosola, que tiene en su haber directores de la talla del mencionado Trapero, Lisandro Alonso, Amat Escalante y Anahí Berneri, entre otros.

Una película que apela en todo momento a la tradición oral, a las ancestrales historias y relatos que no están escritos y forman parte de las leyendas, mitos y cuentos de los pueblos y sus habitantes, tiene en su elenco buena parte de esos lugareños del pueblo de Vejano, que dan vida a sus antepasados y aquellas gentes que vivieron antes, en una idea de cine de los lugares, contando con la participación de los habitantes como actores no profesionales, que retrotrae al imaginario de Renoir, Rossellini y Kiarostami, donde la vida y el cine se fusionan de forma maravillosa. Para la pareja protagonista se cuenta con Maria Alexandra Lungo que da vida a Emma, que recordamos como la protagonista de la película El país de las maravillas (2014), de Alice Rohrwacher. Emma es una mujer encerrada en esa sociedad patriarcal, solo se siente libre junto a Luciano, aunque la cosa será dificultosa. Frente a ella, Luciano al que da vida Gabrielle Silli, un artista plástico y performativo que vive en Roma, que compone un magistral y furioso tipo que está en un lugar al que no pertenece. Dos interpretaciones naturales y cercanísimas que se funden con la naturaleza en contrapunto con la sociedad inmoral e injusta. Celebramos con energía que la distribuidora Vitrine Filmes se aventure a traernos películas de esta naturaleza, porque tienen cine, vida y sobre todo, humanismo, esa parte tan importante que la sociedad y sobre todo, el cine olvida demasiado. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Diarios de Otsoga, de Maureen Fazendeiro & Miguel Gomes

CELEBRAR LA VIDA, EL CINE, EL VERANO…

“No se recuerdan los días, se recuerdan los momentos”

Cesare Pavese

En el magnífico libro “Después del cine”, de Àngel Quintana, se cita la película Casablanca (1942), de Michael Curtiz, por las dos películas que existen en su interior. La que ha quedado para la posteridad, y la otra, la de aquellos técnicos e intérpretes, húngaros, suecos, estadounidenses… Encerrados en un estudio de Hollywood, que imaginaban los conflictos que se vivían en ese instante en el lejano país. La ficción y la realidad convergían en una sola, donde cine y vida eran lo mismo y resultaba imposible encontrar diferencias. Todos estos elementos están muy presentes en el imaginario de Miguel Gomes (Lisboa, Portugal, 1972), ya desde sus primeras películas. Un cine que habla sobre cine, el enamorado cinéfilo de A cara que mereces (2004), un cine que documenta lo rural de Portugal y a su vez, nos habla de las formas de hacer el cine, a partir de la ficción, de amor y de verano en la maravillosa Aquele Querido Més de Agosto (2008), un cine que mira el pasado del cine e indaga en el pasado colonialista de Portugal en Tabú (2012), un cine que revisa Las mil y una noches, y construye tres volúmenes para hablarnos de la crisis económica y como se las ingenia un director de cine para explicarla en las películas homónimas de 2015.

Un cine filmado en 16 y 35 mm, donde la música tiene una importancia esencial, y donde todo lo que vemos, tanto delante como detrás de la pantalla, o también, se podría decir desde dentro y fuera de la pantalla, se está construyendo en ese mismo instante, como si el tiempo de la película y el tiempo de los que hacen la película no tuviese diferencias y ficción y realidad se cruzarán a cada instante y nunca supiéramos saber qué es la película y qué no. Todas estas ideas y reflexiones han encontrado su zenit en Diarios de Otsoga, que Miguel Gomes codirige por primera vez con Maureen Fazendeiro (Francia, 1989), que arranca por el final o mejor dicho, la película está construida como un diario pero a la inversa, de ahí la idea de su título, el agosto del revés. Empezamos por el día 22 y vamos hacia atrás, en que esos primeros días estamos en una película de ficción, en el que tres jóvenes, Crista Alfaiate, Carloto Cotta y Joâo Nunes Monteiro están en mitad del campo, en una casa de verano, construyendo un invernadero para mariposas en un jardín. Los días se van entre maderas, tornillos, comidas conjuntas, y ratos sin nada que hacer, mirando el verano o quizás, dejando que el verano los mire a ellos. De repente, esa linealidad de ficción se interrumpe y entran en la ficción la realidad de la película, la de aquellos que hacen la película detrás de las cámaras, y tanto unos y otros se enfrentan a un rodaje complicado.

Asistimos a un rodaje en plena pandemia del coronavirus ya que arrancó el 17 de agosto y se alargó hasta el 10 de septiembre de 2020. Los conflictos y las diferentes situaciones se suceden, en la que todos expresan su opinión de las consecuencias de filmar en tales circunstancias. Diarios de Otsoga es sin lugar a dudas, la película que mejor ha plasmado en el cine la pandemia, porque nos habla desde la intimidad y la cotidianidad de un equipo enfrentándose a los problemas derivados por el covid, y lo hace desde la naturalidad y las conversaciones entre ellos, las diferentes posiciones y dudas que genera todo el tema, en un magnífico ejercicio de despojamiento que aplaudimos y nos emociona por su sencillez, por su amor al cine y sobre todo, por su libertad creativa. Un guion que firman Mauree Fazendeiro, el propio director y Mariana Ricardo, que ha estado en todas las películas del director portugués. Un guion abierto, en plena efervescencia imaginativa y que va desarrollándose en el momento, con esa maravillosa conversación de Mariana junto a Gomes, que le habla de un libro de Cesare Pavese que tiene el mismo punto de partida de la ficción que están rodando, y ese otro instante del beso bajo el árbol, donde es más importante lo que no vemos y escuchamos que lo estamos viendo.

Muchos de los técnicos que han acompañado a Gomes durante su filmografía repiten como el sonidista Vaco Pimentel, toda una institución en el cine luso, que ha trabajado en todas sus películas que, como ocurría en Aquele Querido Més de Agosto, vuelve a tener otra de esas conversaciones que tienen que ver con la realidad, pero también con la ficción, dos cómplices de Las mil y una noches, como son el cinematógrafo Mário Castanheira, y el montador Pedro Filipe Marques, y el diseñador de sonido Miguel Martins, otro cómplice indisoluble en el universo del cineasta lisboeta. Diaros de Otsoga, por su interesantísima construcción, se aleja de la idea de causa-efecto del personaje o de la propia idea de la película, porque todo lo vemos ya es un efecto de lo que ha sucedido y todavía no hemos visto, porque la película va a la inversa, en una idea excelente del tratamiento del tiempo, uno de los temas predilectos de Gomes, y por ende del cine, donde pasado y presente se enlazan o quizás, sería algo así como establecen una fusión, una relación entre que ya nada tiene tiempo y todo se desarrolla a la vez, en que el tiempo como lo conocemos hubiera variado hacia otra cosa y todos lo hubiésemos entendido así.

Tres personajes encarnados ficticios o no, qué más da, a los que dan vida tres intérpretes que se llaman igual que ellos pero no son ellos o sí, en otro de los juegos de documento-ficción que nos plantea el relato, en el que encontramos a Crista Alfaiate y Carloto Cotta, que ya vimos en Las mil y una noches y Tabú, y la incorporación de Joâo Nunes Monteiro, que debuta con Gomes y descubrimos en el cine de Joâo Nicolau. La película se abre con una canción en una fiesta, quizás del comienzo o final de rodaje, no sabemos, lo que sí es seguro es que Miguel Gomes y Maureen Fazendeiro, nos invitan a celebrar la vida, el cine, el verano, ya sea en pandemia o no, con el mismo espíritu arrollador de del universo de Éric Rohmer, para festejar la vida, el cine, el verano y todo lo que le envuelve, porque como mencionaba Pavese, aquello que: “La vida hay que vivirla, sin pensar en su sentido ni lógica, porque seguramente no la tiene”, experimentar cada instante, cada olvido, cada tiempo, y sobre todo, compartiéndola, ya sea haciendo cine, haciendo vida y experimentando la existencia desde fuera y desde dentro, desde el otro lado de la cámara y desde cualquier otro lado. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Para Chiara, de Jonas Carpignano

LA HIJA DEL FUGITIVO. 

“Siempre he tenido una sensación de que todos estamos prácticamente solos en la vida, particularmente en la adolescencia”

Robert Cormier

Las tres películas que conforman la filmografía de Jonas Carpignano (New York, EE.UU., 1984), se sitúan en la primera juventud, en ese período laberíntico cuando todavía no dejas de ser niño y ya te enfrentas a problemas que te superan, con esas ansías locas de querer ser más mayor y hacer lo que hacen los más mayores. Sus retratos caminan en ese espacio de incertidumbre vital, de crecer a golpes y de sopetón, sin tiempo para pensar, todo sucede muy rápido para las criaturas del director que creció entre Roma y New York, donde sus jóvenes protagonistas se enfrentan a su entorno, siempre hostil y muy cercano, ya que son sus familias, con el propósito de saber y comprender, situaciones que los llevarán a vivir momentos tensos y peligrosos. Pero los adolescentes de sus películas no son chavales que se detengan ante las dificultades, sus deseos de saber les llevarán a derribar todos los obstáculos habidos y por haber, porque ya no pueden volver atrás, a lo que fueron, ahora ya han emprendido ese tránsito a la edad adulta, a darse cuenta de las cosas, a conocer la verdad de los suyos, situación que les hará debatirse entre aquello que aman con aquello a lo que no quieren pertenecer.

En su opera prima, Mediterranea (2015), conocíamos a dos jóvenes de Burkina Faso que se lanzaban a un viaje suicida, en el que pretendían cruzar medio continente para llegar a Libia y de ahí, embarcarse a Italia. A Ciambra (2017), su segundo trabajo, partía de un cortometraje de 2015, ambientado en la ciudad de Gioia Tauro, en Calabria, en el que seguía la vida de Pio, un chaval gitano que quería ser uno más del clan delincuente, y empezaba a sufrir las dificultades de ser uno más. En Para Chiara, vuelve, o mejor dicho, sigue en los ambientes de Gioia Tauro, no muy lejos de la atmósfera de A Ciambra, en un par de barrios más allá, donde conocemos a la familia Guerrasio, una familia calabresa que se dedica a negocios ocultos y desconocidos para la joven. El foco lo sitúa en la mirada y el cuerpo de Chiara, una joven de 15 años, una joven a la que le saltarán todas las alarmas cuando su padre desaparece, y ella, intrigada por el suceso, comenzará a investigar en secreto, preguntando al resto de la familia y yendo donde sea para saber que ha ocurrido con su padre fugitivo.

Carpignano vuelve a contar con muchos de sus colaboradores de sus películas anteriores como el cinematógrafo Tim Curtin, para construir un encuadre desde la perspectiva de Chiara, donde la acompañamos con una cámara de seguimiento, que captura todo lo que ocurre de una forma que fusiona de forma extraordinaria el documento con la ficción, al mejor estilo de los neorrealistas italianos. Una cámara muy cerca de ella, explorando su intimidad, siendo una parte más de cuerpo, descubriendo a la par de ella, sumergidos en ese mundo que desparece con ese otro que va a ir apareciendo muy poco a poco, al igual que el gran trabajo de sonido de Tim Curtin, en una película altamente sensorial y corpórea, donde todo se construye desde fuera, desde el espacio en off, creando constantemente esa sensación incierta y oscura que persigue en el deambular de Chiara, como el ajustado y soberbio montaje de Affonso Gonçalves (habitual en el cine de Todd Haynes y Jim Jarmusch), que intensifica la relación de Chiara con sus dos universos: el que conoce hasta ahora, su familia, sus amigas y su intimidad, y ese otro, el de fuera, el desconocido y lleno de sombras y peligro, a través de planos cortos fusionados con los secuenciales, para crear esa atmósfera cortante y asfixiante de la joven en su inmediata investigación, con esa intrepidez que se cuelga de ella,  y la extraordinaria composición musical del dúo Dan Romer y Ben Zeitlin (del que conocíamos su faceta como director en títulos como Bestias del sur salvaje y Wendy).

El reparto de la película es otro de los grandes trabajos de la película, porque está conformado por un par de familias, la que conforman los Fumo y los Rotolo, entre los que destaca la presencia de Swamy Rotolo, nuestra Chiara, un personaje construido a través de la mirada, con dos partes bien diferenciadas. En una primera, nos adentramos en su intimidad, con esa cercanía, propia del documental, donde conocemos su realidad y sus deseos e ilusiones, y en esa otra, cuando el padre desaparece, donde la fisicidad contamina cada encuadre y plano, porque el movimiento se apodera de todo el relato y su estructura, y donde la inquietud se convierte en personaje principal, y Chiara adquiere todo el protagonismo, donde Carpignano hace un guiño A Ciambra, con la aparición de Pio Amato, el protagonista gitano, donde el cine adquiere toda su importancia, donde el autor se mira a sí mismo, o mejor dicho, el cineasta mira a su universo y éste, inevitablemente, se mezcla casi sin querer.

El italiano-estadounidense ha construido a fuego lento una película que pasa de una volada, que nos tiene en constante tensión sus dos horas de metraje, con esa mirada observadora de la intimidad de esta ciudad de Calabria, o de su periferia, esos barrios donde ocurren tantas cosas y pocos se han atrevido a mirarlas y mostrarlas, y hacerlo con tanta precisión, autenticidad y sin sentimentalismos, ni condescendencias, sino con mirada, cuerpo y piel.  A Chiara es un extraordinario retrato sobre la adolescencia, sobre la familia, y sobre quiénes somos, sobre todo, sobre nuestra identidad, de dónde venimos, donde hemos crecido, y conforma una interesante reflexión sobre las elecciones de la vida, sobre las dificultades de romper con lo que somos, de los nuestros, y decidir nuestra propia vida, a pesar de los pesares y con las pocas herramientas que tenemos a nuestro alcance, porque Chiara solo tiene claro una cosa, aunque quizás todavía hasta ahora no sé lo había planteado, que quiere a su familia, pero también se quiere a sí misma, y las dos cosas no eran incompatibles hasta ahora, a partir de ahora, puede que sí. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Zombi Child, de Bertrand Bonello

DE ENTRE LOS MUERTOS.

“Escucha, mundo blanco, los gritos de los difuntos. Escucha mi voz zombi honrando a los muertos”

René Depestre

Los universos que construye en sus películas el cineasta Bertrand Bonello (Niza, Francia, 1968), son particularmente especiales, porque podemos encontrar elementos físicos pegados a la realidad más cotidiana e inmediata, pero también, otro tipo de elementos, más irreales y fantásticos, productos de la emocionalidad de sus personajes, creando así unos universos particularmente fascinantes, hipnóticos e inquietantes, donde cualquier objeto o detalle se convierte en algo simbólico e importante, y va mucho más allá de la mera descripción, adentrándose en otros campos donde se puede hacer una relectura de la situación política, social, económica y cultural de nuestro tiempo. Desde su primera aproximación a las consecuencias del amor en su opera prima allá por 1998 en Quelque chose d’organique, pasando por sus reflexiones acerca de la vida y su oficio el cine en las interesantes Le pronographe (2001), o en De la guerre (2008), o en los conflictos de identidad y emocionales que sufría la trans de Tiresia (2003), o el mundo sucio, triste y desolador que padecían las prostitutas de L’Apollonide (2011), o los festivos y perversos años mozos del diseñador en Saint Laurent (2016), o su mirada transgresora y personal al terrorismo a través de Nocturama (2016).

El realizador francés siempre ha sentido el relato como una sucesión de personajes, espacios, elementos y objetos a los que hay que acoplar a su mirada personal y profunda, donde la imagen y su luz sean las que cuenten su historia, manteniendo una atmósfera extraña, perversa y cotidiana, por el que se mueven unos personajes complejos y perdidos, que deben encontrar, o al menos intentarlo, su forma de compartir ese mundo y a lo que le rodea. Zombi Child era inevitable en la filmografía de Bonello, porque con ella rompe muchas etapas de su carrera, empezando por su vuelta al cine de género, que tanto le fascina, la segunda, la forma de producción, una película sencilla, filmada en apenas cuatro semanas, sin utilizar apenas luz artificial, con intérpretes desconocidos, como la anterior Nocturama, y rodeado de un equipo mínimo, y rodando en la difícil Haití. Quiere Bonello devolver el “muerto viviente” a su estado natural, volviendo a sus raíces, a Haití, al vudú, a sus ancestros, y empieza desde el término, quitándole a la palabra la “e”, y dejando la inicial de zombi, luego, reelaborando un fascinante e intimista relato que arranca en el Tahití de 1962, donde los muertos son devueltos a la vida para esclavizarlos recogiendo caña, mezclado con el París actual, en el interior de un internado para niñas de la Legión de Honor, fundado por Napoleón allá por principios del XIX, cuando Haití se independizó.

Dos historias, dos relatos, contados en paralelo, que mucho tienen que ver, porque en el haitiano nos cuentan la peripecia real de un hombre convertido en zombi para el trabajo forzado, y su proceso de liberación. Mientras en el internado, conocemos a Mélissa, nieta del haitiano zombi, el legado de su ancestro y la relación de ésta con Fanny, su mejor amiga y la pequeña hermandad literaria y musical que comparten. Las dos miradas, el exterior, con las plantaciones de Haití, con el interno, del colegio francés, confluirán en una sola, cuando Fanny, despechada por amor, accederá a la magia negra o vudú, para desquitarse de lo que ella llama su posesión, algo parecido a lo que experimentaban los personajes de Olvídate de mí. Bonello mezcla de manera hipnótica y onírica las dos narraciones, fusionándolas en una sola, con continuos saltos en el tiempo de forma fluida y concisa, consiguiendo atraparnos con lo más cercano, devolviéndonos el universo ancestral y real del mundo, releyendo el género y olvidándose de la desmesura en la que lleva instalado las últimas décadas, llevándonos de la mano por este paisaje ensoñador, devastador y solitario, en el que podemos leer la situación social y política de la Francia, ya no solo actual, de su historia, como nos dejará claro el maravilloso instante con el historiador Patrick Boucheron, como profesor, explicando a sus alumnas la revolución francesa, el liberalismo del XIX, el engaño de la libertad camuflada en valores tradicionales y materiales.

La película incide en el quid de la cuestión de nuestra sociedad, y no es otra que, la posición en la que se cuenta el pasado, la de una historia ajena como la de Haití, también, hay espacio para reflexionar sobre las barbaridades del colonialismo, el respeto a la vida y cultura diferentes, los falsos valores tradicionales y patriotas en los que se asienta y promulga  un país como Francia, como dejan clara las secuencias del internado, en especial, la de la directora. Bonello reivindica el universo zombi desde otra perspectiva, más honesta, sencilla, íntima y bellísima, citando las palabras que escuchamos en la película sobre Balzac refiriéndose a su El padre Goriot: “Esto no es una obra de ficción ni una novela. Todo es verdad”. La misma verdad o realidad es el que busca el director francés, mostrándonos el fascinante universo zombi, sus peligros en manos de los explotadores o despechados de siempre, capturando la misma mirada sincera y poética que hacía Tourneur en la imperdible Yo anduve con un zombie, releyéndola como Romero hizo con sus zombies particulares, elevando el género de terror como hicieron los Ferrara, Jordan o Jarmusch con los vampiros.

La extraordinaria, sofisticada y abrumadora luz natural de un grande como Yves Cape (colaborador de gente tan importante como Carax, Dumont o Denis, entre otros), y el excelso y sobrio montaje de Anita Roth (responsable de la película 120 pulsaciones por minuto), y la música, que vuelve a correr, como en sus anteriores trabajos, a cargo del propio Bonello, contando con otro elemento primordial en la película, la extraordinaria pareja protagonista que dan vida a las adolescentes Fanny y Mélissa, con la calidez y la naturalidad de Louise Labéque y Wislanda Louimat, respectivamente, bien acompañadas del elenco haitiano, que consiguen formar unos roles auténticos, cercanos y fascinantes, envolviéndonos en el magnífico universo que plantea Bonello, con su particular mirada y profundidad en sus elementos, construyendo un hermosísimo cuento sobre zombis, mostrando de dónde venimos, dónde estamos y hacía no sé sabe dónde nos encaminamos, porque lo que deja evidente la película, es que el mundo suele olvidar demasiado pronto su pasado y constantemente lo traiciona, lo repite y lo falsea a su conveniencia actual. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

First Love, de Takashi Miike

LOS AMANTES DE LA NOCHE.

“La fuerza más fuerte de todas es un corazón inocente”

Víctor Hugo

Leo es un joven boxeador prometedor que acaban de diagnosticarle un cáncer irreversible. Mientras camina desesperado y sin rumbo una noche por los suburbios de Tokio, se tropieza con Mónica, una joven prostituta adicta, que huye de un policía corrupto y un yakuza traidor. Leo se implica y los dos huyen bajo las sombras de una noche japonesa que no tendrá fin, perseguidos por los citados, a los que se unirán los compañeros del yakuza y una asesina enviada por las tríadas chinas. Takashi Miike (Yao, Osaka, Japón, 1960) fue asistente de dirección del gran cineasta Shohei Imamura. En 1991 debutó como director realizando películas en el sistema V-Cinema, cintas destinadas al prolífico y demandado universo del vídeo doméstico, debido a su éxito pudo debutar en el cine a mediados de los 90, en una carrera que ya sobrepasa la friolera de 100 títulos, entre los que ha subvertido y transgredido todos los géneros habidos y por haber, desde la perversión a la mafia, la comedia burlesca, el drama íntimo, el western, el terror, adaptaciones manga singulares y muy personales, cintas “Tokusatsu” (superhéroes al estilo japonés) o acción pura y dura.

Desde su primer éxito internacional, aquel Audition (1999), Miike ha sido fiel a su estilo, por decirlo de alguna manera, porque también lo transgrede y pervierte a su antojo, con películas que han seguido gustando al público fuera de su país, como  Dead or Alive (1999) del mismo año, a los que siguieron otros como  Ichi the Killer (2001), One Missed Call y Gozu, ambas del 203, remakes de grandes títulos de samuráis de los sesenta como 13 asesinos (2011) o Hara-Kiri: Muerte de un samurái (2013) o incluso películas presentadas en el prestigioso Festival de Cannes como Blade of the Inmortal (2017). Un grupo reducido y representativo del estilo Miike, un marco personal e intransferible en que el cineasta nipón pervierte y transforma cualquier tipo de género, llevándolo a su universo, donde reina la oscuridad, los bajos fondos, y la hiperviolencia, una violencia tratada desde múltiples miradas y aspectos, siempre dotándola de toques negrísimos, donde hay cabida para el gore, el surrealismo o la crítica social.

En First Love, Miike nos envuelve en la oscuridad y la violencia de una noche en Tokio, rodeados de gentuza sin escrúpulos, desde yakuzas ambiciosos y asesinos, polis corruptos que se asocian con mafiosos traidores, maleantes narcotraficantes, amantes despechadas sedientas de venganza, o asesinas profesionales frías y retorcidas, y en mitad de todo ese universo de muerte y destrucción, nos encontramos a la pareja protagonista, dos jóvenes inocentes, lastrados por un destino cruel y caprichoso, envueltos en una madeja donde solo les vale correr y huir de tan siniestro grupo. Todos emprenden una persecución adictiva y violenta, detrás de un importante alijo de droga que se convierte en el macguffin ideal de este retrato crítico y cargado de ironía sobre los bajos fondos japoneses. Un grupo que se mueve por esos lugares siniestros y deshumanizados de una ciudad adicta al juego, al consumo y a la velocidad como Tokio, donde sus vidas pende de un hilo, donde cada instante es crucial, en el que cada detalle marcará sus destinos. El cineasta japonés envuelve su película en un trhiller intenso y bien filmado, con un ritmo endiablado, y unos personajes complejos y llenos de capas, con una gran carga de tensión y profundidad en sus casi dos horas de metraje.

Miike se vuelve a reunir con muchos de sus cómplices habituales como Masaru Nakamura en labores de guión, Nobuyasu Kita en la cinematografía, o Koji Endo en la música, para construir ese universo personal y transgresor de uno de los directores más prolíficos de la historia, con ese estilo muy marcado y reconocible, que ha hecho un cine libre, sin ataduras y nada acomplejado, con una misión clara de entretener, y sobre todo, de lanzar críticas a todos los estamentos japoneses, enfurecido contra una sociedad sin alma, donde impera la estupidez, el materialismo y la violencia, pero no lo hace de una forma cruda y realista, sino optando por un camino contrario, desde el humor negro y la singularidad de sus situaciones, mostrándolas desde aspectos ridículos, grotescos y surrealistas, a través de personajes reconocidos de la sociedad y cultura japonesas, pero dotándolos de un tono cómico, patético y exagerado, mofándose de ese afán asiático de las costumbres o tradiciones que choca con sus formas de vida tan occidentalizadas y consumistas.

Un estilo absorbente y brutal que nos atrapa desde lo más profundo, dejándonos llevar por esta nueva mirada del maestro Miike, con un thriller intenso, de esos en los que nos puedes pestañear un solo segundo, lleno de vitalidad, brutalidad y espectacular, como la secuencia que mejor define el cine de Miike, la de la gigantesca ferretería donde todos los implicados acaban enfrentados unos a otros, con la pareja de huidos por las circunstancias, que recuerda y mucho a aquellas parejas huidas como las Sólo se vive una vez, de Lang, Los amantes de la noche, de Ray, o la de Malas tierras, de Malick, parejas marcadas por un destino fatalista del que intentan huir por todos los medios. Una secuencia en la que Miike hace gala de ese estilo donde en cualquier instante pasa de un género a otro, de una forma libre y transparente, con un gesto del personaje o un leve movimiento de cámara o ángulo, siempre con esa comedia negra, donde todo es factible a la crítica, al esperpento o la ridiculez.

First Love vuelve a demostrarnos la capacidad innata de un cineasta único en su especie, sin término medio, con el aroma de los Roger Corman, Jess Franco o Russ Meyer, entre otros, donde lo que prima es la libertad absoluta en la creación, la transgresión absoluta de los géneros, manipulándolos y presentándolas de las formas más imprevistas y personales, quitándoles toda la ceremoniosidad que otro defienden a pies juntillas como si fuese la biblia cinematográfica. Miike construye una película de género negro, con ese romanticismo joven y libre, que representan la pareja atrapada y enamorada, mostrando esa inocencia enfrentada a esa otra cara siniestra de la sociedad, la de ese universo de malvados, sangre y gentuza, que vive del delito y el asesinato. El cineasta japonés sabe construir historias potentes, de marcado estilo visual (como esos insertos del manga japonés a través de la animación más visual y espectacular) entretiene de manera magnífica, ajusticia a sus maleantes, y divierte, sin pretensiones ni esa aura de autor profundo, sino en ocasiones llegando mucho más allá con productos aparentemente nada profundos ni personales. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Los consejos de Alice, de Nicolas Pariser

LYON, EL ALCALDE Y LA FILÓSOFA.

“La razón nos engaña a menudo, la conciencia nunca”

Jean-Jacques Rousseau

La política es un universo complejo, porque en muchos ocasiones se convierte en todo lo contrario a su verdadera naturaleza, que no es otra que la de ayudar a la vida de los ciudadanos, proponiendo y ejecutando soluciones a los problemas que vayan surgiendo, desgraciadamente, la política viene a ser un lugar donde muchos encuentran un espacio para hacer sus negocios personales, y sobre todo, hacer creer a los ciudadanos que todo esos intereses benefician al bien social y común. La segunda película de Nicolas Parisier (París, Francia, 1974) nos habla de política, pero no solo de eso, un tema que ya exploró en La République (2010) un mediometraje de 36 minutos enfocado en un joven parlamentario que conoce la noticia de la muerte del presidente. En su puesta de largo El gran juego (2015) explora las vicisitudes de un escritor en crisis que recibía la misteriosa visita de alguien que le trasladaba a su pasado.

En Los consejos de Alice coloca el foco en dos personas aparentemente muy diferentes. Por un lado, tenemos a Alice, un joven filósofa que viene de trabajar como profesora en el extranjero, acepta un curioso y peculiar trabajo que consiste en proponer ideas al alcalde socialista de la ciudad de Lyon, la otra persona que se ha quedado sin ideas. Parisier se centra en la relación que se va construyendo entre dos personalidades tan distintas, desarrolladas en campos tan alejados, en ese enfrentamiento-relación entre las ideas y el pensamiento de la filosofía, o los hechos y la superficialidad de los entresijos políticos. El teórico enfrentamiento devendrá en algo más estrecho y cercano entre Alice y Paul, el alcalde, porque si hay algo que los relaciona y mucho, son sus estados de ánimo, dos personajes encerrados en sus vidas, en sí mismo, bastante frustrados por su trabajo y perdidos en su existencia, que consideran monótona y aburrida. El director francés construye su película con abundantes diálogos, quizás sea la palabra y compartir lo que se cuece en nuestro interior, es el mejor antídoto, aunque también va tejiendo la relación que va acercando tanto a la joven filósofa como al veterano alcalde, que no solamente les une la soledad de sus vidas, sino también, el absoluto desconocimiento sobre qué camino tomar para cambiar ese destino.

Los 105 minutos del metraje se ven con ritmo e inmediatez, como no podía ser de otro modo, donde la política pegada a esa actualidad que siempre hace tarde, encadenada a los múltiples acontecimientos, no solo los propios de las circunstancias del ayuntamiento, sino de lo interno del partido socialista, en una combinación que se fusiona, se mezcla y también, se contamina. Pariser combina con acierto y brillantez todos esos elementos, tomándose su tiempo para contárnoslo, debido a la complejidad que se desarrolla en el ámbito de la política local,  llevándonos de un personaje y de un tema a otro con soltura y agilidad, sin caer en ningún instante en la monotonía ni nada por el estilo, sino creando ese espacio del drama ligero e inteligente, con estupendos diálogos y situaciones complejas, donde esa aparentemente cercanía inmediatez oculta un trasfondo humano, donde la política y la filosofía dejan espacio a las emociones y sentimientos que estos dos seres esconden a los demás, y lo que es más preocupante, a sí mismos.

Viendo la película nos viene a la memoria El árbol, el alcalde y la mediateca (1993) otro cuento moral sobre la política, curiosamente protagonizado por Fabrice Luchini, donde un complejo deportivo, en Los consejos de Alice  se trata de una megalópolis disparatada diseñada por un rico caprichoso, generaba controversia entre el alcalde y los habitantes que se negaban. La propuesta del cineasta francés de mezclar política con filosofía podría parecer en un primer instante demasiado ambiciosa, pero el resultado dice lo contrario, su propuesta resulta interesante en la que teje con crítica y soltura un película-retrato sobre las interioridades de la política local, los personajes que pululan, como esa feroz crítica a esos profesionales de la comunicación, o al menos eso pretenden, más interesados en datos y en eslóganes, que en construir una verdadera imagen cercana del alcalde, donde el ciudadano lo vea como su representante no como su enemigo, donde escuchamos a Wagner, leemos a filósofos como Rousseau y su inmortal “Ensoñaciones del paseante solitario”, Ernst Bloch, o Bartleby, el escribiente, de Melville.

Una película inteligente, audaz y estupenda, que tiene en su pareja protagonista otro de sus grandes alicientes, con el reposado, soberbio y elegante pose de un Fabrice Luchini, que a sus 69 años, sigue siendo uno de los grandes de la interpretación, con esa inmensa capacidad de hacernos creer su personaje con leves detalles o una fugaz mirada, dando vida a Paul Theraneau, ese alcalde socialista que tiene demasiadas batallas de frente, la de gobernar la ville de Lyon, la interna de su partido de cara a liderarlo, y la más difícil, la suya propia, en la que desconoce las herramientas a necesitar. A su lado, la joven filósofa, la joven intelectual, interpretada por una maravillosa Anaïs Demoustier, convertida ya en una grande, siendo esa Alice Heimann, una especie de intrusa en un mundo, el de la política tan diferente al suya, en una lucha encarnizada entre las ideas y el pensamiento, donde el tiempo y la paciencia son indispensables, contra la política, ese universo de la radiante actualidad, donde todo es inmediato, donde no hay tiempo para nada, donde cada día cuenta, en cada segundo te la estás jugando, cualquier leve error se paga con el escarnio y olvido. Entre esos dos trenes a punto de chocar, surge la íntima y emocionante relación entre dos seres solitarios, decepcionados del amor y la vida, perdidos y a la deriva, que quizás encuentren esa tabla que les ayuda a salvarse. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA