Los cinco diablos, de Léa Mysius

LA NIÑA OBSESIONADA POR LOS OLORES.

“Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos.”

Jorge Luis Borges

La trayectoria como guionista de Léa Mysius (Bordeaux, Francia, 1989), es realmente impresionante ya que ha trabajado en películas de Jacques Audiard, Arnaud Desplechin, André Techiné, Claire Denis y Stefano Savona. Ahí es nada. Como directora nos había encantado su opera prima Ava (2017), sobre una niña de trece años que se está quedando ciega durante sus vacaciones junto a su madre, rodeada de playas y mucho sol. Para su segundo trabajo, Los cinco diablos, la directora francesa se ha ido al otro extremo, a un lugar dominado por el frío y la nieve, más concretamente a la pequeña localidad de Rhönes Alpes, al pie de las famosa cordillera, y nuevamente, en el seno de una familia, una familia muy diversa y diferente, encabezada por Joanne, la profesora de natación, el marido Jimmy, jefe de bomberos de piel negra, y la hija de ambos, Vicky, una niña mestiza que está obsesionada por los olores, que logra diferenciarlos y almacenar sus aromas en botes que etiqueta y guarda celosamente.

Toda esa apariencia tranquila, pero muy incómoda y fría, se desatará con la llegada de Julia, la hermana de Jimmy, abre una profunda grieta en el seno familiar, porque destapará un pasado oscuro y tenebroso que el matrimonio intenta olvidar. Además, Vicky descubrirá por azar que uno de sus aromas la lleva físicamente a ese pasado que los adultos se callan. Mysius enmarca su película en el género fantástico, introduciendo el terror en una fábula tremendamente cotidiana y cercanísima, para profundizar en la condición humana, en todas las secuencias de nuestros actos del pasado, y la condena de vivir con esas acciones equivocadas. Temas como la diversidad, el odio, el racismo, la transmisión, la comunicación, el amor frustrado, el peso del pasado, y sobre todo, el silencio como forma de supervivencia y sufrimiento constante. La película juega mucho con los cuatro elementos de tierra, aire, fuego y agua, muy presentes en las existencias de los seis personajes en liza, en una estructura clásica en su forma pero enrevesada en su narración, por sus continuos flashbacks que se entienden sin problema, para generar esa oscuridad y silencio del presente y todos los acontecimientos adversos y complejos que vivieron en el pasado los diferentes actores del relato.

La cineasta francesa se rodea de estupendos técnicos para llevar a buen puerto su enigmática y a ratos, mística propuesta, y para ello recupera a dos cómplices de su primer largo, como Paul Gilhaume, que hace labores de coguionista junto a la directora y se encarga de la cinematografía, en un magnífico trabajo donde fusiona con credibilidad e intimidad lo gélido del lugar con la intensidad emocional que viven los protagonistas, donde se maneja con soltura a pesar de la complejidad de la historia, y la cómplice Florencia Di Concilio, en la música, importantísima en una película que debe callar información y construir esa inestabilidad emocional y física tan fundamental en una película de estas características, donde el silencio es tan importante como la música que escuchamos. La incorporación de Marie Loustalot en el apartado de montaje, que impone un eficaz y fabuloso ritmo de cadencia y concisión en un metraje de noventa y cinco minutos, donde abundan las miradas, los silencios y sobre todo, los abundantes secretos que se amontonan en las vidas pasadas y presentes de los personajes.

Un reparto lleno de contención y sencilla composición ayuda a la credibilidad tanto de los individuos como de la inquietante historia que se nos cuenta, encabezado por una extraordinaria Adèle Exarchopoulos como Joanne, esa madre y profesora de natación, que tanto guarda y tanto dolor lleva, con esos extraños baños en el lago helado. La niña Sally Dramé como Vicky, debutante en el cine, consigue con muy poco dar vida y aplomo a una niña que tan importante es en el relato, actuando como testigo del pasado siniestro que recorre a los adultos. Swala Emati como Julia, un personaje que parece una cosa pero es otra muy distinta, crucial en el devenir de la trama. Moustapha Mbengue, ese padre callado, casi ausente, que cada vez tendrá más presencia a medida que los acontecimientos se vayan desatando. Daphné Patakia es Nadine, amiga de Joanne, con su parte de implicación en el suceso en “Los cinco diablos”, un lugar metido en la memoria de los diferentes personajes, y finalmente, Patrick Bouchitey como el padre de Joanne, un tipo que niega muchas cosas y rechaza otras, como su racismo cotidiano, que no vocifera pero existe en mucha parte de la sociedad que no se considera racista.

Léa Mysius demuestra con Los cinco diablos (sugerente título que también es otro misterio que la película revelará a su debido momento), ha acertado de pleno con su mirada crítica a una sociedad cada vez más inmadura emocionalmente, incapaz de resolver sus conflictos, optando por la cobardía, en la que huyen por el distanciamiento y se ocultan en un silencio hipócrita y doloroso. Un relato aparentemente cotidiano, pero muy profundo en su quirúrgico análisis de la condición humana, en esta interesantísima mezcla de amores frustrados, drama íntimo y fantástico y terror, con el mejor aroma de The Innocents, de Clayton, El bebé de Rosemary, de Polanski, El resplandor, de Kubrick o más reciente Déjame entrar, de Alfredson, entre otras, para contarnos una película sobre nosotros, sobre la sociedad en la que vivimos, con nuestros prejuicios, miedos e inseguridades, en la cual debemos mirar al pasado, a todos nuestros errores, y si es posible, enmendarlos, porque el tiempo va en nuestra contra y quizás, nos estamos perdiendo a las personas que más nos han emocionado, y más hemos querido, no tarden, mañana ya es tarde, por la vida siempre pasa y más rápido de lo que nos gustaría imaginar. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

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