Ashkal. Los crímenes de Túnez, de Youssef Chebbi

CUERPOS EN LLAMAS.  

“La ciudad enorme con su cielo maculado de fuego y lodo”.

Una temporada en el infierno (1873), Arthur Rimbaud 

La ciudad y su espacio urbano abandonado han servido para el director Youssef Chebbi (Túnez, 1984), para mirar a su país, y sobre todo, a su ciudad y las personas que la habitan. En Les profondeurs (2012), un cortometraje de 26 minutos en que seguía la nocturnidad de un vampiro exiliado que volvía a vagar por la ciudad de Túnez. En Babylon (2012), era el documental que le servía de vehículo para retratar la gran megalópolis a través de sus gentes venidas de muchos lugares. En Black Medusa (2021), su ópera prima codirigida junto a Ismäel, una mujer misteriosa usaba la oscuridad de la noche para atrapar a hombres. En su segundo largometraje Ashkal. Los crímenes de Túnez, la noche y el espacio urbano vuelven a ser determinantes para contarnos una película que mezcla muchos géneros y texturas, construyendo un interesantísimo híbrido por el que se mueven el thriller, la política, lo social y el terror, a partir de una inquietante y sombría atmósfera que recuerda a aquellos títulos noir de los treinta y cuarenta, donde aparte de entretenernos con polis tras la pista de asesinos escurridizos, nos daban un exhaustivo repaso de la actualidad política y social. 

El cine árabe que ha llegado por nuestros lares, en contadas ocasiones todo hay que decirlo, una pena porque nos perdemos un cine diverso, diferente e interesante. Un cine que habitualmente se ha detenido en las cotidianidades de sus habitantes sometidos a las continuas guerras promovidas por occidente, a través del drama personal que sufren las personas. Por eso es de agradecer nuevas miradas como la que supuso una película como El Cairo confidencial (2016), de Tarik Saleh, en que el thriller tomaba partido para hablar sin tapujos ni menudencias de la corrupción estatal a través de la policía. El éxito de esta ha contribuido a que en los últimos tiempos veamos thrillers, y aún más, para retratar los sinsabores y consecuencias de las llamadas “Primaveras Árabes”, en la que en varios países, cansados de regímenes dictatoriales sujetados por occidente, sus gentes salían a las calles y protestaban ante los abusos de años y años de ignominia y terror. Revoluciones que han vivido su reflejo en el cine en películas como Harka, del año pasado, dirigida por Saeed Roustayi, en la que un desesperado tunecino se inmolaba como respuesta ante tanta miseria y soledad. 

Las autoinmolaciones, la posrevolución y la corrupción estatal después del régimen autoritario de Ben Ali, tienen en Ashkal (En árabe, es el plural de la palabra forma o patrón), su razón de ser, y lo hace a través de un inteligente y comedido guion de François-Michel Allegrini y el propio director, en la que se centran en un símbolo del antiguo gobierno como los Jardines de Cartago, en el que se erige un emplazamiento de lujo que era para los autócratas del régimen caído. En la actualidad, las obras se han reanudado en unos edificios donde sólo hay una impresionante estructura vacía y desolada, como el esqueleto de un monstruo, como sucedía con la ballena de Leviatán (2014), de Andréi Sviáguintsev. En ese lugar, siniestro y muy oscuro, poblado de fantasmas, aparecen varios cuerpos calcinados que investigan Batal, el policía veterano con pasado siniestro porque fue verdugo con el anterior régimen, y la savia nueva de Fatma, hija de un juez que está llevando a cabo la investigación denominada como la comisión “Verdad y Rehabilitación” inspirada en la real del  2013 llamada “Verdad y Dignidad”, donde se investigan las atrocidades del régimen derrocado en 2011. A partir de la extraordinaria cinematografía de Hazem Berrabah, donde prevalecen las noches muy oscuras, cargadas de un atmósfera asfixiante y agobiante, en que todo se ve a hurtadillas, entre susurros, caminando por una cuerda muy floja, donde los poderosos siguen ostentando poder a pesar de su pasado asesino, en que las autoridades no quieren destapar ni investigar nada, y donde los de siempre siguen ordenando las invisibles vidas de los ciudadanos. 

Un intenso y pausado montaje del francés Valentín Ferón, del que hemos visto las interesantes películas Black Vox y la reciente El origen del mal, sendos thrillers sobre la oscuridad y la corrupción estatal y humana, consiguiendo esa densidad, ese ritmo candescente como si una llama de fuego ardiendo se tratase, dan a la trama ese aspecto de pesadez, de relato kafkiano y emocional, donde nunca sabremos de qué demonios se trata lo que está ocurriendo, algo parecido a lo que se explicaba en excelente Zodiac (2007), de David Fincher, y muchas de sus películas como Seven (1995), Perdida (2014), en las que el cineasta de Colorado imprimía una pesadez a cada plano y encuadre, con unos personajes que luchaban contra su interior y el exterior lleno de obstáculos y pesadillas. La pareja de intérpretes también trabaja en ese sentido, en atrapar al espectador y no soltarlo durante los 92 minutos que dura la película, porque esa pareja, tan distinta y a la vez tan cercana, que les une una investigación y les separa un mundo, o podríamos decirlo, dos formas de régimenes de su país, o quizás es el mismo con diferente collar, como mencionaba el dicho popular. 

Tenemos a Mohamed Houcine Grayaa en la piel de Batal, el poli veterano, el que todavía sigue en el pasado, obedeciendo órdenes siniestras y haciendo como que no pasaba nada, recuerden los polis de la interesante e infravalorada película El arreglo (1983), de José Antonio Zorrilla, en el que un grandioso Eusebio Poncela arregla a golpes su trabajo como policía siguiendo las maneras del antiguo régimen. La otra policía es una mujer joven llamada Fatma Oussaifi, bailarina y profesora de danza, que compone una mujer valiente en un mundo demasiado religioso, machista y siniestro, escenificando ese aire de nuevo cambio, si es que es posible. Celebramos el estreno de una película como Ashkal. Los crímenes de Túnez, porque se aventura en un noir más pausado, más interesante y alejado de golpes de efecto y estridencias actuales, centrándose en un policiaco de los de antes y los de siempre, esta vez centrado en el fuego, con esos cuerpos autoinmolados, toda una metáfora de las revoluciones de las citadas “Primaveras Árabes”, que la acerca al cine de Julia Ducournau, en esa mirada desesperanzadora de la sociedad a través del género de terror más doloroso. Un caso y una ciudad rodeadas de un misterio agobiante, en el que la investigación cada vez se torna más difícil y compleja, así como todo lo que cerniéndose sobre la trama, todas esas cosas que ocurren en la oscuridad y la invisibilidad de la noche, tan sólo envuelto por una llama incandescente de un cuerpo quemándose. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entre la vida y la muerte, de Giordano Gederlini

UN HOMBRE SIN PASADO.

“No desarrollas el coraje al ser feliz en tus relaciones todos los días. Lo desarrollas sobreviviendo a tiempos difíciles y desafiando la adversidad”

Epicuro

Si tienen algo en común los policíacos interesantes es que deben enganchar al espectador en los primeros minutos. El arranque de Entre la vida y la muerte es de manual. Nos sitúan en la noche, en la cotidianidad de Leo Castaneda, un conductor de metro sin más que tiene por delante una jornada más. El devenir le enfrenta al atropello mortal de un joven que se ha lanzado a la vía. Todo cambia cuando nos enteramos que el joven fallecido es Hugo, el hijo de Leo. Y será en ese instante, cuando la vida de Castaneda se convertirá en una huida hacia el peligro porque solo tiene en mente aclarar las circunstancias de la muerte de su único hijo. El segundo largometraje del director belga Giordano Gederlini (Santiago de Chile, 1971), al que conocemos por sus trabajos como guionista en películas tan importantes como Los miserables (2019), de Ladj Ly, y en Instinto maternal (2018), de Olivier Masset-Depasse, entre otras.

El nuevo trabajo de Gederlini es un film noir bien construido, lleno de detalles, con una absorbente atmósfera y sobre todo, con un grandísimo trabajo interpretativo por su enorme trío protagonista. El retrato duro y asfixiante, como debe ser, nos sitúa en Bruselas, o quizás podríamos decir, en esa Bruselas oscura, sucia y violenta, muy alejada de la estampita turista, en un espacio nocturno, donde por un lado hay delincuentes implicados en un atraco con muchas consecuencias negativas, por el otro, la policía, con una Virginie, encargada del caso y el comisario y padre, y en medio de todo, o alejado de ellos, Leo Castaneda, que trabaja por su cuenta, esquivando a unos y otros, sumergido en una espiral violenta del que no parece tener salida, en una carrera vertiginosa en el que solo quiere aclarar los sucesos que han llevado a la muerte a su hijo. Una parte técnica que brilla con luz propia como la impresionante cinematografía de Christophe Nuyens, con un amplio historial en series televisivas como Lupin y Cordon, entre muchas otras, que recrea con maestría ese mundo oscuro, lleno de sombras y almas perdidas, la atmosférica y angustiante música del mítico dj Laurent Garnier, y el exquisito y ágil montaje de Nicolas Desmaison, que conduce con acierto los noventa y seis minutos de una película en el que no cesan de suceder cosas, pero con cabeza y serenidad.

El trabajo de síntesis y audacia argumental de Gederlini está en cada encuadre y acción de la película, llevándonos con claridad hacia en encuentro de Castaneda con su destino o simplemente, con su verdad, porque la historia que se nos cuenta solo tiene una dirección, un viaje con billete solo de ida, de alguien que tiene un pasado que desconocemos, de alguien del que sabemos poco, de alguien que nos recuerda a todos esos tiempos muy propios del western crepuscular, cuando todavía no se llamaba así, que nos recuerda mucho a Jimmie Ringo, el personaje que interpretaba Gregory Peck en esa obra maestra que es El Pistolero (1950), de Henry King, alguien que no puede huir de quién es por mucho que se empeñe. Castaneda tampoco está muy lejos de esos antihéroes a su pesar que poblaban el cine negro estadounidense de casi todas las épocas, pero sobre todo, el de los setenta, donde unos tipos sin más, se enfrentaban a todos los maleantes por un motivo siempre muy personal e íntimo. Un noir en toda regla que se precie se basa mucho en la relación entre los personajes, unos personajes turbios, con poca vida a parte de la profesional o criminal, que se debaten entre aplicar la ley o transgredirla, independientemente del lado en que se encuentren.

El cineasta belga nacido en Chile, convoca un gran reparto, entre los que destacan un buen grupo de intérpretes de reparto que dan vida a seres con carácter y fuertes, y el espectacular trío protagonista, entre los que nos encontramos a Marine Vacth, del que muchos la recordamos en sendas películas de Ozon como Joven y bonita (2013) y El amante doble (2017), en la piel de Virginie, la encargada del caso que tiene que lidiar con su ímpetu y vulnerabilidad, amén de tratar con el comisario que es su padre, un padre fuerte y duro que interpreta un star del cine europeo como Olivier Gourmet, nada que añadir a uno de los actores fetiche de los Dardenne, siempre en su sitio, con un rostro muy característico y una mirada que destroza. Y finalmente, Antonio de la Torre en la piel del atribulado y oscuro Leo Castaneda, que debuta en el idioma francés con gran nota y demostrando que es uno de los intérpretes más importantes de la última década, no solo por ese look de tipo que vive en las catacumbas, casi una especie de espectro del inframundo, alguien que se enfrentará a sus miedos y a él mismo, alguien que lo ha perdido todo y nada tiene que perder. Gederlini ha construido una película auténtica, sin alardes narrativos ni formales, solo centrándose en este brutal descenso de los infiernos de un tipo común que nada tiene de común, uno de esos hombres que sin pasado tiene mucho pasado a sus espaldas, quizás demasiado, y que, por circunstancias, no solo se lanzará en su búsqueda, sino que después de todo, ya nada podrá ser igual. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

 

El lago del ganso salvaje, de Diao Yinan

LOS BAJOS FONDOS.

“Que cada cual siga su inclinación, pues las inclinaciones suelen ser rayas o vías trazadas por un dedo muy alto, y nadie, por mucho que sepa sabe más que el destino”

Benito Pérez Galdós

Hace seis años en el Festival de Berlín se alzó con el primer premio Black Coal, la tercera película de Diao Yinan (Xi’an, China, 1969) un brillantísimo ejercicio noir que nos explicaba con fuerza y contundencia un relato sucio y desolador sobre un complicado caso de asesinatos en la China devastada por el capitalismo. Yinan acogía los elementos del género para revertirlos y darles una mirada distinta, más desgarrada y deshumanizada, en mitad de un paisaje urbano y helado, en el que además, introducía una historia de amor entre dos seres invisibles, rotos y anclados en un pasado traumático. Su nuevo trabajo El lago del ganso salvaje, vuelve a situarnos en el noir, pero esta vez la mezcla entre tipos del hampa y agentes del orden se hace muchísimo más palpable, en el que los dos se mezclan y se confunden durante una larga noche.

El director chino nos acota el relato en tres noches, y alguna que otra mañana, dos funcionarán como flashbacks para explicarnos los pormenores de los dos protagonistas, Zhou Zenong, un líder de una banda criminal, y Liu Aiai, una joven prostituta. La acción arranca cuando después de una pelea entre bandas, Zenong mata accidentalmente a un policía y comienza una huida nocturna imposible por “Jiang Hu” (los bajos fondos) donde se tropezará con la prostituta enviada por el jefe de otra banda que parece querer ayudarle o no. Además, en esta aventura nocturna aparecerá un tercer agente implicado, la policía en el rostro del Capitán Liu, y por último, la esposa de Zenong, contrapunto del personaje de la prostituta, que vive acosada por la policía y a la espera del reencuentro con su marido fugitivo. Dinan nos sitúa su película en una noche eterna que parece no tener fin, y nos enmarca en un paisaje peculiar, el de los alrededores del lago del título, donde se amontonan casas de todo tipo en un meticuloso y desproporcionado laberinto por donde se moverán la pareja de fugitivos, diversos criminales, algunos que pretenden ayudar y otros, acabar con la vida del perseguido, y policías a la caza del asesino.

Todos los agentes implicados se moverán rápido, sin tregua ni descanso, en un continuo movimiento enloquecido donde la vida anda en constante peligro, criaturas rotas y heridas que se moverán por el fango de los arrabales, en las que las aguas turbias del lago serán el reflejo deformador de esos cuerpos y rostros heridos, lugar donde encontramos la miseria de unas existencias a vueltas con un destino incierto e implacable para ellos. La magnífica luz obra de Dong Jinsong (cinematógrafo de la filmografía de Yinan, y de la no menos célebre Largo viaje hacia la noche, de Bi Gan) que a ratos deslumbra y otros hipnotiza, por su amalgama de colores neón donde abundan los rojos, verdes y amarillos, iconografías imperdibles en las noches asiáticas, creando ese espacio onírico, y a la vez, sucio, donde podemos apreciar con todo lujo de detalles esa sensación de tristeza y pérdida que emana de los personajes. No menos contundente es el preciso y soberbio montaje de Kong Jinlei y Matthieu Laclau (dúo que ha trabajado en el cine de Jia ZhangKe) hilando con absoluta maestría todas las imágenes que componen la película, llevándonos con decisión y fuerza por todos los puntos de vista que acontecen, dotando a la cinta de ese ritmo trepidante y sin aliento que tanto demanda.

Dinan no olvida imponer a su film una suerte de fatalidad donde unos personajes, al igual que ocurría en el cine de Renoir o Lang, están condenados a la desgracia, empujados por un destino que los acecha constantemente, envueltos en una niebla de misterio y muerte a cada instante, en que el lago asume su rol de bestia dormida que los va atrapando suavemente, como una especie de imán imposible de desatarse, y ese amor entre el fugitivo y la prostituta acentúa aún más todas esas claves noir que arrastra al devenir de una pareja que no encuentra lugar donde esconderse. El buen trío protagonista encabezado por un portentoso Hu Ge en la piel del huido Zenong, una alma rota, en quiebra con la vida, azotada por la fatalidad, y a su lado, alguien no mucho menos desgraciado como Gwei Lun Mei (la viuda desolada de Black Coal) en el papel de LIu Aiai, esa prostituta cansada y derrotada, con esa ambigüedad que caracteriza a las mujeres del noir, también decidida a escapar y huir de esa existencia encadenada y mísera, y frente a ellos, la ley que representa el Capitán Liu, en la piel de Liao Fan (el policía traumatizado de Black Coal) con sus peculiares métodos para dar caza del criminal huido.

El lago del ganso salvaje, de Diao Yinan no deja indiferente, sino todo lo contrario, es una punzante mirada sobre China y sus miserias, a través de un potentísimo relato noir que, como los buenos títulos del género se convierten en reflejos de las sociedades, con sus complejidades, oscuridades y bajos fondos. Una película que viene a sumarse al maravilloso momento cinematográfico que vive China con títulos tan memorables vistos durante la última temporada como el citado de Bi gan, La ceniza es el blanco más puro, de Zhangke, An Elephant Sitting Still, de Hu Bo, So Long, My song, de Wang Xiaoshuai, en que a partir de películas de corte noir, plantean situaciones tristes y desgarradoras de una población en continua huida, solitaria y perdida, que se asfixia en una China ahogada por un capitalismo salvaje y deshumanizado, que está desplazando los valores tradicionales por otros menos amables y más competitivos. Un cine que refleja ese aliento de vacío que tanto describe a la población china de estos momentos, desplazada por un continuo y despiadado crecimiento que arrasa con todo lo de antes, sin tiempo para analizar tantos brutales cambios. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA