San Simón, de Miguel Ángel Delgado

LA MEMORIA SILENCIADA. 

“Hay que recuperar, mantener y transmitir la memoria histórica, porque se empieza por el olvido y se termina en la indiferencia”.

José Saramago 

Resulta muy paradójico la ausencia en el cine de ficción de nuestro país películas que hayan interesado en plasmar la vida cotidiana de alguno de los más de 300 campos de concentración franquistas que se dedicaron a encerrar, someter y asesinar a los vencidos. Por otro lado, hay una gran cantidad de documentación en forma de libros y cómo no, películas de no ficción como por ejemplo, Aillados (2001), de Antonio Caeiro, que recordaba la colonia penitenciaria de la isla de San Simón, un centro de detención y represión que funcionó durante 7 años desde julio de 1936 hasta el año 1943 por donde pasaron 6000 personas. La primera obra de ficción con tono documental del artista visual y cineasta Miguel Ángel Delgado bajo el título San Simón, recoge la cotidianidad del citado lugar, uno de los islotes de la ría de Vigo, en las Rías Baixas, un lugar de una sobrecogedora belleza que tristemente, albergó la impunidad, la venganza y el terror hacía aquellos republicanos que defendieron la libertad, la democracia y el futuro de una diferente forma de vivir, sentir y pensar. 

El cineasta manchego afincado en Galicia, autor, entre otras, de Alberto García-Alix. La línea de sombra (2017), trabajó durante cuatro años recopilando información sobre el siniestro lugar, y ha levantado una película que huye de lo convencional y lo estridente para construir un relato muy austero, sobrio y conciso que a través de uno de los presos, el que nos va introduciendo con su voz en off en los diferentes instantes en los que vemos el horror de la cotidianidad, esos momentos donde forman cabizbajos en silencio, van apuntando los nombres de los recién llegados, y se van mirando fijamente los dos hombres encargados a tal desagradable asunto, u otros del hacinamiento de sus habitaciones, y los diferentes quehaceres como descargar comida desde los muelles y las tareas duras de trabajo físico. Todo se cuenta desde el que observa en silencio, el que mira sin intervenir, retratando un espacio, una mirada y sobre todo, un estado de ánimo en el que prima la derrota, la resistencia pasiva y un presente continuo donde nada parece tener sentido, en que el tiempo se ha detenido, no avanza ni hacia ningún lugar, porque se ha parado como una metáfora de la derrota, de la violencia y de la muerte. Un horror que existe pero que no vemos, porque la película quiere centrarse en los rostros de aquellos que sufrieron prisión, miedo, dolor y muerte y la ausencia de los que ya no están. 

Una película que ha contado con un gran equipo de técnicos como Andrea Vázquez, coproductora de O que arde y Sica, que contiene una cinematografía de primer nivel con ese primoroso y crudo blanco y negro que traspasa la mirada y se te mete dentro como un peso que se arrastra que firma Lucía C. Pan, que conocemos por sus trabajos con Xacio Baño, Álvaro Gago, Andrés Goteira, Liliana Torres y Andrea Méndez, por citar algunos de sus reconocidos trabajos. La música de Fernando Buide ayuda a reflejar toda esa tensión constante y doméstica que condensa una atmósfera triste, irreal y dolorosa. El brillante montaje de Marcos Flórez que, en sus 108 minutos de metraje, construye un tiempo reposado en el que cada mirada, gesto y detalle tiene presencia, carácter y adquiere una importancia capital. El gran trabajo de sonido, donde cada paso y movimiento resuena en nuestro interior obra del dúo portugués Elsa Ferreira y Pedro Góis, dos brillantes técnicos con más de veinticinco años de carrera en las que han participado en más de 100 títulos. Y otros excelentes técnicos como Aleix Castellón y Analía G. Alonso como directores de producción, Inés Rodríguez en dirección de arte y Uxia Vaello como diseñadora de vestuario, entre otros. 

Un magnífico reparto que, al igual que el equipo técnico tiene descendientes de algunos de los presos de San Simón, encabezado por un impresionante Flako Estévez, al que hemos visto en películas tan importantes como Eles transportan a morte, Matria y O corno, entre muchas otras, es el guía, la voz y la desesperanza del relato. Un actor de pocas palabras que lo dice y siente todo. Le acompañan Javier Varela y Tatán con experiencia profesional, y otros como Alexandro Bouzó, Guillermo Queiro, Ana Fontenia, Mª del Carmen Jorge, Manuel F. Landeiro, y muchos más que conforman un álbum de la derrota, la desilusión y el no futuro. No dejen de ver una película como San Simón, de Miguel Ángel Delgado, por su mirada, audacia, inteligencia y por rescatar la memoria silenciada de tantos y tantas que sufrieron el terror del franquismo. Además, lo hace con la conciencia política, la concisión y la sobriedad de grandes obras como La pasajera (1963), de Munk, quizás la ficción que mejor ha retrato la realidad de un campo de exterminio, y otras como Un condenado a muerte se ha escapado (1956), de Bresson, Le Trou (1960), de Becker, y Fuga de Alcatraz (1979), de Siegel, entre otras, donde la vida penitenciaria se crea a través de una terrible cotidianidad, en que las miradas se fijan en la memoria, y donde cada detalle y movimiento reflexionan en silencio en el que prima la violencia y un horror en off pero que inunda todo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Laia Marull

Entrevista a Laia Marull, actriz de la película «La terra negra», de Alberto Morais, en la cafetería de los Cines Renoir Floridablanca en Barcelona, el miércoles 27 de agosto de 2025.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Laia Marull, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y a Eva Herrero de Madavenue, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad.  JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

 

Never Alone (Nunca más), de Klaus Härö

UN CIUDADANO ANTE LA INJUSTICIA. 

“La injusticia, allí donde se halle, es una amenaza para la justicia en su conjunto”. 

Martin Luther King

La Alemania nazi estuvo doce años en el poder imponiendo el terror y la violencia como jamás se había implantado. Un período funesto imposible de olvidar. Eso ha provocado una infinitud de material escarbando todo lo que significó en la historia de la humanidad. El cine, cómo no podía ser menos, encontramos tal cantidad de películas relacionadas que se podría categorizar el nazismo como un género en sí mismo. Hay muchas historias contadas y otras que todavía esperan su oportunidad. El relato que cuenta Never Alone (Nunca más), de Klaus Härö (Porvoo, Finlandia, 1971), es una historia real y olvidada de tantas que todavía quedan por contar. Se sitúa en el Helsinki de 1942, en un contexto muy peculiar, cuando el gobierno finés se alió con los nazis, hecho que provoca que judíos que llegaron al país huyendo del horror se topan nuevamente con los mismos conflictos. Ahí aparece la figura de Abraham Stiller, un comerciante que ante tamaña injusticia, alzará no sólo su voz sino que hará lo imposible para que no sean deportados.

El director finlandés, autor de obras sencillas y honestas, protagonizadas por personajes cotidianos en las que prevalece un retrato muy profundo sobre la condición humana, en el que queda reflejada su complejidad, sus miedos y demás aspectos que suelen quedar ocultos en el cine más popular. La historia se centra en Stiller, los más cinéfilos recordarán el apellido del gran cineasta sueco Mauritz, del que era hermano. El mencionado hombre se enfrenta ante la polícia política que, hermanada con la Gestapo, quiere sacar del país a los judíos. La película no adorna ni se muestra condescendiente con lo que cuenta, sino que aborda de forma ejemplar todas las oscuridades de nuestras decisiones, si son correctas o no lo son. Una deriva que Stiller debe lidiar constantemente, alguien que, a pesar del miedo, se muestra firme ante el horror y hace lo imposible para ayudar a los más necesitados. Un personaje que guarda alguna similitud con Albert Lory, el profesor de escuela que interpreta Charles Laughton en la excelente Esta tierra es mía (1943), de Jean Renoir que, en un gran acto de miedo y valentía, se enfrenta a los nazis. 

El director de películas tan valiosas como Mother of Mine, se ha rodeado de grandes técnicos con los que ya había trabajado a lo largo de sus nueve películas como el coguionista Jimmy Carlsson, con el que ha escrito cinco de sus títulos, el cinematógrafo Robert Nordstrom, con tres cintas juntos, que consigue una luz etérea que describe con exactitud, no sólo la época difícil que vivieron los diferentes personajes, sino que construye ese tono, ni sobrepasado ni demasiado academicista que ayuda a bucear por el complejo interior de Stiller y todo lo que ha de vivir. La música de Mattie Bye, que arrancó su carrera con un el telefilme El último suspiro (1991), dirigido por el gran Ingmar Bergman, y ha trabajado también en tres películas con Härö, impregna las imágenes con una composición que nos acerca la convulsa historia y además, lo hace desde un fono humano e íntimo. El editor Tambet Taylor, con el que hizo la magnífica La clase de esgrima, impone un ritmo reposado con los altibajos correspondientes, en una edición convencional pero no exenta de sorpresas en sus intensos 85 minutos de metraje, con memorables secuencias donde la película se transforma en un espías de suspense al mejor estilo de Hitchcock.  

En una película donde la historia es mínima y en la que el valor se le concede a los intérpretes era de recibo que Abraham Stiller fuera interpretado por un actor de corte poderoso con una mirada que atraviesa la pantalla como Ville Virtanen, cara conocida en el país escandinavo con más de 40 títulos. Su Stiller es de esos personajes que calan en el alma, por su coraje, por su humanidad y sobre todo, por su deseo de justicia cuando no la había. Le acompañan el antagonista, el recto/nazi jefe de la policía política finesa que hace Kari Hietalahti, también popular en su país. El tercero en discordia es uno de los judíos que es Rony Herman, que lo hemos visto con Winterbottom y hace poco en Septiembre 5, Nina Hukkinen es Vera Stiller, la esposa de Abraham, que tranquiliza los aires de ira del citado protagonista. Muchos pensarán que ahora mismo, con el genocidio en Gaza, no es el mejor momento de ver una película como Never Alone (Nunca más), de Klaus Härö, donde un judío se planta ante el horror, pero en este momento hay muchas voces críticas y con poder en Israel que critican lo que está sucediendo. Eso hace la película muy oportuna, porque ante la barbarie siempre hay que protestar y hacer, aunque nos equivoquemos y tengamos que arrastrar la culpa de no poder haberlo hecho mejor, porque de lo contrario, si no hacemos nada si que nos dolerá eternamente, porque eso significa haber sido cómplice ante la barbarie, y eso, no se puede tolerar ahora ni nunca. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

The Brutalist, de Brady Corbet

LA OSCURIDAD DEL SUEÑO AMERICANO. 

“El Brutalismo puede ser austero, pero también es un estilo monumental; crea extraños objetos de amor y desprecio a partes iguales y que lleva un tiempo desplegar en el imaginario colectivo, porque la gente no es capaz de asimilarlos en el momento. Esto, para mí, es un reflejo de la experiencia inmigrante, y el Brutalismo es un estilo arquitectónico principalmente creado por inmigrantes. Tanto en alcance como en escala, los edificios brutalistas piden visibilidad, pero a quienes los diseñan o construyen les toca luchar por su derecho a existir”.

Brady Corbet 

El prólogo que abre The Brutalist, de Brady Corbet (Scottsdale, Arizona, EE. UU., 1988), nos sitúa en un encuadre muy oscuro acompañado de ruidos y movimiento. De repente, vemos a su protagonista László Tóth, expulsado al exterior entre la multitud que intenta sobrevivir al horror de la Segunda Guerra Mundial y los campos de exterminio. Después, un barco y la llegada a los Estados Unidos donde la primera imagen es la estatua de la libertad pero al revés. Una imagen muy sintomática que deja entrever el tortuoso y oscuro camino que le espera al personaje en cuestión.  

A Corbet lo habíamos visto como actor en películas notables junto a directores de la talla de Araki, Haneke, von Trier, Baumbach, Östlund, Assayas y Hansen-Love, entre otros, y conocíamos sus dos largos como director en La infancia de un líder (2015), que podéis ver en la imperdible Filmin, y Vox Lux, tres años después. Dos cintas que ya vislumbraron los elementos que interesan al director estadounidense como los orígenes de la maldad, en la primera, y el precio de la fama, en la segunda. Elementos que continúan en The Brutalist, donde su personaje principal que viene de haber sido reconocido como arquitecto en su Hungría natal, ahora debe empezar de cero o más bien, convencer de su arte y su forma de trabajar con la arquitectura brutalista donde expone todo su trauma emocional. El concepto arquitectónico tiene varias lecturas: el brutalismo de la historia que cuenta. Un hombre que se topa con un país donde todo es demasiado enorme. Todo está en venta y no existe la moral ni la ética, sólo el dinero y la ambición y la codicia desmedida. En la conservadora Pensilvania, László encontrará a su mecenas Harrison Lee Van Buren, un hombre que define perfectamente el “Sueño americano”, el hombre hecho a sí mismo que ha levantado todo un imperio de poder y riqueza, que ahora vislumbra un edificio en honor a su esposa fallecida. Tóth será el encargado de llevar a cabo esta monumental obra. 

Estamos ante una película que cruza con eficacia arrolladora películas como El manantial (1949), de King Vidor, y There Will Be Blood (2007), de Paul Thomas Anderson. Una película sobre un arquitecto que lucha por las ideas de su trabajo en pos a un mercado que antepone la riqueza, y la otra, sobre un petrolero codicioso y sin escrúpulos que no detendrá en agrandar su poder. Podríamos ver los dos personajes como inspiraciones a los dos protagonistas de The Brutalist, en el guion que firman la noruega y cineasta Mona Fastvold, y el propio director, que recoge 30 años en la vida de László Tóth, su mujer Erzsébet, y la relación de ambos con Van  Buren, su mastodóntica construcción ambientados en el Estados Unidos blanco y fascista de la década de los cincuenta, sobre todo. Es una película de grandes dimensiones que recoge el rostro más oscuro y violento del citado “Sueño americano”, hermana con otras joyas que transitaron por las travesías oscuras de los inmigrantes en el país de las oportunidades como América, América (1963), de Kazan, las dos partes El Padrino (1972/1974), de Coppola, y Érase una vez en América (1984), de Leone, por citar tres películas muy paradigmáticas que rastrean tres formas de “adaptarse” al nuevo mundo o lo que queda de él.  

La solidez técnica que desprende la película es abrumadora tanto en su formato de VistaVision rodado en 70mm, hacía seis décadas que no se usaba el invento de la Paramount que proporcionaba los grandes angulares para recoger los planos generales donde vemos los personajes en un primer término y sobre la colina la construcción, por ejemplo, y en los planos cercanos consigue esa intimidad que traspasa. Un gran trabajo de cinematografía del británico Lol Crawley, del que hemos visto 45 años, de Andrew Haigh y Ruido de fondo, de Noah Baumbach, en su tercer trabajo con Corbet, en su película más compleja del que sale muy airoso porque la película refleja todo esa complejidad de la intimidad emocional de unos personajes y la grandiosa edificación en la que están sometidos, a más de las difíciles y oscuras relaciones que mantienen entre ellos. La excelente música de Daniel Blumberg, que ya trabajó en El mundo que viene, de la coguionista Mona Fastvold, crea esa parte más invisible que escenifica el intrincado emocional del protagonista que se refleja en sus edificios, y en su férrea cabezonería en el trabajo y en los materiales utilizados. El montaje del húngaro Dávid Jancsó, habitual del cineasta Kornél Mundruczó, tenía la complicada tarea de dar cohesión y unidad a una película de 215 minutos, incluido sus 15 minutos de intermedio, y la cosa respira cine, y sobre todo, con su clasicismo y su cercanía construye una historia que nos sumerge en un mundo donde todo es posible, aunque deberíamos pensar si todos los sueños valen la pena por el elevadísimo precio que cuestan, y las heridas que dejan en el alma. 

Del apartado artístico destaca su impecable y natural trío protagonista. Empezando por un inconmensurable Adrien Brody, al que no habíamos visto en un personaje “Bigger than Life” como el pianista judío polaco Wladyslaw Szpilman, protagonista de El pianista (2002), de Polanski. Su arquitecto judío húngaro László Tóth es uno de esos tipos tan fuertes como arquitecto como vulnerable con sus adicciones, tan férreo en sus ideas y convicciones como frágil y complejo en sus relaciones. Un diamante que Brody lo humaniza y lo desmonta con cada mirada, cada gesto y ese acento que lo convierte en uno de esos personajes difíciles de olvidar. Le acompaña un brutal Guy Pearce dando vida a Van Buren, escenificando esos hombres de negocio acaparadores, conservadores y clasistas que “Make America Great Again”, pisoteando a todos sus adversarios, sin moral ni ideales, sólo ambicionan dinero y poder, y sobre todo, nunca desfallecen, siempre tienen un arma cargada para seguir explotando a todos los que puedan. Felicity Jones encarna a Erzsébet, la esposa de László, una mujer que ha sufrido mucho en la guerra pero que no se deja engatusar por los ideales de ese nuevo país lleno de dinero y violencia y horror, y la siempre interesante presencia de Stacey Martin como hija de Van Buren, que ya estuvo en las dos películas anteriores de Corbet. 

Una película como The Brutalist no es sólo es el retrato de un personaje que huye del horror nazi para encontrar una nueva vida en Estados Unidos, sino también, es el retrato de un tiempo, de la construcción de un país y del capitalismo y la codicia por lo material, también es un retrato sobrio y profundo sobre la oscuridad de lo seres humanos. Un viaje donde emergerá lo más horrible de la condición humana, todo lo que nos ha llevado a construir sociedades mal llamadas liberales, porque, en realidad, están controladas por grandes corporaciones que deciden qué se compra y vende, y lo peor de todo, lo venden como si eso fuese la libertad, un sin Dios. Brady Corbet se ha elevado a los grandes nombres del cine con su película, por su arrojo, su forma clásica de narrar que le empareja con los cineastas que hicieron grande el cine, y lo hace con un relato aparentemente sencillo, pero sumamente complejo, porque indaga en los abismos del alma humana, en esas zonas invisibles, en esos lugares que no reconocemos, de los que huimos siempre, pero que forman parte de nosotros, de lo que somos. Una película como esta no dejará indiferente al espectador que se atreva a verla, y no lo digo por su duración que, seguro será un hándicap para muchos espectadores, pero vencido ese prejuicio actual, la película te agarra desde el primer instante, te lleva por el viaje que propone siguiendo la travesía de László Tóth, donde nos encontraremos de todo: Un país que vende libertad y no a cualquier precio. Un sueño convertido en pesadilla. Un trauma que se erige como una edificación mastodóntica donde el hormigón y la frialdad del gris escenifica todo lo emocional y sobre todo, el alma que debe seguir a pesar del horror que vivió. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Solo para mí, de Valérie Donzelli

LA TIRANÍA DEL AMOR. 

“Los celos no son corrientemente más que una inquieta tiranía aplicada a los asuntos del amor”. 

Marcel Proust

Si a todos los amantes del cine nos preguntan por una película que trate con mayor profundidad y complejidad el tema de los celos, nos viene a la cabeza instantáneamente Él (1953), de Luis Buñuel. Su protagonista Francisco Galván de Montemayor es un ser enfermizo, posesivo y violento. Un tipo que no está muy lejos de Grégoire Lamoureux, el marido celoso de Blanche Renard en Solo para mí (del original “L’amour et les forêts”, traducido como “Amor y bosques”), de Valérie Donzelli (Épinal, Francia, 1973), de la que nos entusiasmó Declaración de guerra (2011), coprotagonizada por ella misma, en la que nos contaba la difícil experiencia de una pareja de su niño con cáncer. Ahora y partiendo de la novela homónima de Eric Reinhardt, con un guion coescrito junto a Audrey Diwan, la directora de la extraordinaria El acontecimiento (2021), en su séptimo largo se mete de lleno en el tema de los celos, la historia de un amor entre Blanche y Grégoire en el que todo parece ir bien hasta que una vez casados y con dos hijos, él empieza a comportarse de forma enfermiza y violenta. 

La historia está contada a través de un estupendo flashback, en el que la protagonista le relata a una abogada toda su historia. Una historia de amor, sí, pero un amor malo, enfermizo y de puro sometimiento. Nos presentan el relato a través de dos partes bien diferenciadas, el ascenso y caída de un amor, o mejor dicho, de una falsa idea del amor, porque al comienzo Grégoire sí que parece enamorado y trata muy bien a Blanche, poco a poco, la va aislando, primero de su familia, de su trabajo y comienza un control de todo: dinero, salidas y entradas, y demás aspectos. La película no nos habla de algo extraordinario, tampoco pone énfasis en las situaciones, porque la idea que quieren transmitir al espectador es la de naturalidad, no explicando un caso excepcional, sino una situación que nos podría ocurrir a cualquiera, porque todos somos o podemos ser en algún momento de nuestras vidas tanto Blanche como Grégoire. Nos presentan unos hechos muy desagradables de un esposo sometiendo y maltratando a su mujer. Un enfermo que no tiene límites, un narcisista en toda regla, alguien que ni quiere ni se quiere, y lo hace desde la más absoluta cotidianidad. De alguien con una buena posición económica y aparentemente, alguien muy normal. 

La parte técnica brilla enormemente con una excelente cinematografía de Laurent Tangy, que tiene en su haber al director Cédric Jimenez, especializado en thrillers llenos de tensión y sólidos, amén de su trabajo en la citada El acontecimiento, en un gran trabajo donde ese no amor se cuenta en forma de thriller cotidiano y doméstico, llenándolo de negrura y muchas sombras, así como la magnífica música de una leyenda como el músico libanés Gabriel Yared, con más de 100 títulos en su filmografía con cineastas de la categoría de Godard, Altman, Costa-Gavras, Minghella, Schlesinger, entre muchos otros. Una música que detalla con terror todas las oscuras emociones que se experimentan en la película. Un montaje que firma Pauline Gallard, que ha trabajado en todas las películas de Donzelli, lleno de ritmo, tensión y detalle que capta esta historia de amor y desamor, de luz e infierno, con esos potentes 105 minutos de metraje. Mención especial tienen la pareja de productores formada por Alice Girard y Edouard Well, que tienen en su haber películas con Haneke, Jacquot, Bonello, Noé y Ladj Ly, entre otros, amén de la mencionada El acontecimiento

La espectacular pareja protagonista está integrada por Virginie Efira y Melvil Poupaud, dos grandes de la interpretación francesa, que componen dos personajes muy cercanos, tan diferentes entre sí. Ella es la mujer enamorada que descubrirá que está casada con un enfermo, un narcisista y un celoso controlador y violento. Él es un pobre tipo lleno de dudas, miedos y complejidades que actúa de forma mala y amarga a su mujer. Un reparto lleno de rostros conocidos con breves presencias de Romane Bohringer, Virginie Ledoyen, Dominique Reymond y Marie Rivière, la inolvidable protagonista de El rayo verde, de Rohmer, entre otras. El reciente trabajo de Donzelli no es una película agradable y complaciente, sino todo lo contrario, cuenta hechos muy duros y terribles, pero no por eso se escuda en la complacencia, sino que lo cuenta todo desde la intimidad del hogar, desde los rostros y los cuerpos de sus protagonistas, y lo hace de forma veraz y desde las entrañas, sin caer en la sensiblería. Todo es relatado desde la verdad, desde el relato de una mujer que tiene miedo, que se siente en una puta cárcel sin salida, que intenta escapar pero no puede, desde el alma que sufre y no sabe qué hacer, porque estas situaciones desde fuera parecen muy sencillas de resolver, pero cuando se está viviendo, es otro cantar. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Noemí dice que sí, de Geneviève Albert

LA NIÑA QUE NADIE QUIERE.  

“La prostitución es la más horrible de las aflicciones producidas por la distribución desigual de los bienes del mundo”.

Flora Tristán 

La niña protagonista podría ser una más de las niñas que aparecen en las películas de los hermanos Dardenne. Niñas desamparadas, descarriadas, no queridas, solas en el mundo, pero que no se conforman con el cruel destino que les ha tocado vivir, sino que siguen en la lucha, trabajando diariamente para, a pesar de los pesares, seguir adelante, construyéndose un destino mejor, aunque raras veces lo consiguen. La película está contada a través de la mirada de Noemí, una niña de 15 años que desea vivir con una madre que pasa de ella, tampoco se adapta a la mecánica del centro de menores en el que reside, como demuestra la estupenda secuencia que abre la película. Su única salida es escaparse y reencontrarse con Léa, una antigua compañera del centro, que ahora vive con un par de proxenetas y ladronzuelos que la prostituyen como escort. Así que, Noemí en sus ansias de huida, acabará en ese submundo, donde el cuerpo se emplea para el disfrute de hombres que encuentran en estos servicios una forma de demostrar hombría, poder y sometimiento a unas mujeres que ni conocen ni les importan. 

La ópera prima de la directora canadiense Geneviève Albert, que hace su puesta de largo con un película de denuncia (la edad media de entrada en la prostitución en Canadá es de 15 años), durísima y descarnada, que nos sumerge en ambientes sucios y malolientes, donde jóvenes viven del hurto y de la ilegalidad para compar productos lujosos y llevar una vida a tutti plen. Noemí está en continua huida, no para de correr mirando hacia atrás, y encuentra en Léa una forma de vida diferente al del centro, o al menos eso cree. Huye de un fuego y se mete en un fuego mayor, porque allí conoce a Zach, del que se enamora, o quizás es el primero que la cuida un poco. Éste la introduce en la prostitución con meras promesas de futuro para ambos, aprovechando el Gran Premio de Montreal de Formula 1 donde sacarán 300 dólares el polvo de hombres ávidos de sexo y borrachera. Noemí por amor o por un futuro lejos de una vida dura y triste como la que ha tenido hasta ahora, accede a prostituirse donde será golpeada, vejada, humillada y tratada como una mierda. Noemí aguanta como puede, hundida en la miseria, más sola que nunca, como refleja esos momentos de espera en la habitación de lujo en el hotel, con esas cortinas cortadas a modo de barrotes que ejemplifica su penosa situación. 

Una película bien filmada que nunca cae en el maniqueísmo ni en la porno miseria,  con una excelente cinematografía de Léna Mill-Reuillard que a través del rostro de Noemí consigue mediante planos cortos y cerrados sumergirnos en esa atmósfera de agitación y tensión constantes en el que viven este grupito, donde lo físico es primordial en sus existencias, a la caza del nuevo golpe y la caza de clientes para sus “chicas”, donde no hay valores humanos ni nada que se le asome. La música importantísima en la película desde la composición de Frannie Holder, que sabe capturar las emociones vaivenes de Noemí, metida en la tesitura de agradar a su chico y someterse a su vida, con el acompañamiento de los temas punk que escucha la protagonista, una vía de escape para esos momentos heavys, en contrapartida con el rap de su chico, que evidencian las grandes diferencias entre lo que quiere uno y sufre la otra. Al igual que el buen trabajo de montaje de  Amélie Labrèche, que no lo tenía nada fácil en una película de casi 2 horas de metraje, aunque bien llevada, con gran ritmo y detalle con esos inteligentes planos de las secuencias de sexo donde sin ver nada lo vemos todo, para contarnos este implacable y desolador descenso a los infiernos.

El magnífico trabajo de la joven casi debutante Kelly Depeault en la piel de la desdichada Noemí, una de esas niñas que nadie quiere y si encuentra un poco de cariño siempre es a costa de sufrir y pasarlo mal. Una durísima existencia en la que muchas se ven obligadas a sobrellevar como pueden. o sea muy mal. Le acompañan otros debutantes como Emi Chicoine como Léa, su amiga y resignada a esa no vida de vacío, prostitución y violencia continuas, y James Edward Metayer en la piel de Zach, un delincuente y proxeneta metido en una vida criminal y sin futuro y Maxime Gibault como Slim, otro proxeneta y violento y chico de Léa. La película Noemí dice que sí viene a recordarnos la podredumbre de las sociedades en las que transitamos diariamente, donde la desesperación de unos es aprovechada como beneficio para otros, y sigue así desde tiempos ancestrales. Tiene la película algunas referencias con Joven y bonita (2013), de François Ozon, en la que una niña de 17 años se prostituía y se encontraba con esa maldad oculta de los seres humanos. Seguiremos la pista de la cineasta Geneviève Albert porque su primera película nos ha seducido enormemente porque cómo cuenta y qué cuenta abriéndonos los ojos a una triste realidad que sucede en muchos rincones de este planeta. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El aspirante, de Juan Gautier

LA BESTIA QUE HAY EN MÍ. 

“La virilidad es un mito terrorista. Una presión social que obliga a los hombres a dar prueba sin cesar de una virilidad de la que nunca pueden estar seguros: toda vida de hombre está colocada “bajo el signo de la puja permanente”. 

Georges Falconnet y Nadine Lefaucheur (1975)

El director español Juan Gautier dirigió en 2015 el cortometraje El aspirante, una historia muy negra y terrorífica sobre las novatadas en los colegios mayores. Casi una década después ha tomado su génesis y ha convertido en un largometraje homónimo un relato situado en 24 horas donde dos jóvenes novatos se ven sometidos a las vejaciones múltiples de los veteranos. (Por cierto, una práctica prohibida por ley desde hace dos años). La película se mueve entre el drama social y el terror en una cinta asfixiante y muy tensa donde en un formidable in crescendo vamos descendiendo de forma vertiginosa siguiendo las vidas de los jóvenes citados. Víctimas y verdugos se mueven por las catatumbas del colegio, entre continuos maltratos y risas, donde sus amos hacen padecer a Carlos y Dani, que pasarán por innumerables estados emocionales desde el miedo, la desesperanza, la euforia y demás.

Gautier se ha labrado una filmografía donde ha realizado cortometrajes de ficción de gran recorrido con más de 86 premios y más de 300 selecciones en certámenes, amén de largos documentales como Sanfermines 78 (2005), Caso pendiente (2012), y Shooting for Mirza (2022), y Tánger gool (2015), en el que mezclaba documento y ficción. Con El aspirante, su segundo trabajo de ficción, inspirado en las peligrosas novatadas, a partir de un guion que firman Josep Gómez Frechilla, Samuel Hurtado y el propio director, donde lo local va dejando pasar a un tema mucho más directo y actual como la masculinidad y sus equivocadas formas de tratarla y gestionarla. Los dos protagonistas en un inquietante juego de roles donde pasan por antagónicas posiciones durante todo el metraje, desde la amistad, el enfrentamiento y la complejidad, en una película que nos sumerge en los tradicionales roles de los hombres y las ansías por pertenecer al grupo aunque para ello traicionen su carácter y sus convicciones. Gautier no hace una película complaciente ni mucho menos, sino que consigue enfrentar a los espectadores con situaciones muy incómodas para generar esas exploraciones personales tan necesarias de quiénes somos y cómo nos relacionamos y sobre todo, el significado de ser hombre en la actualidad. 

El cinematógrafo Roberto Moreno, que ha trabajado con Gautier en cinco de sus trabajos, impone un encuadre muy cercano y angustioso, donde seguiremos sin descanso a los protagonistas, generando un espacio de violencia emocional y física, tanto en lo que vemos como el off, en un psicótico laberinto en el que estamos atrapados sin remedio. La música de Cirilo Fernández, que trabajó en Tánger gool, consigue esa continua sensación de agobio y esa montaña rusa de emociones en el que se instala la película, así como el montaje de Mikel Iribarren y Gautier, que trabajó en los largometrajes Los objetos amorosos (2016), de Adrián Silvestre y Amanece (2023), de Juan Francisco Viruega, entre otros, donde destaca su imponente ritmo y concisión en esa frenética noche muy física en sus agobiantes 94 minutos de metraje sin descanso ni respiro. El gran trabajo de sonido de un especialista como Jorge Alarcón en los créditos de películas de Víctor Erice, Carlos Vermut, Icíar Bollaín en más de 120 títulos, porque nos mete en las entrañas todo el mejunje físico y terrorífico al que someten a los novatos. 

Un extraordinaria elenco formado por Lucas Nabor, el salvador de Dani que hace Jorge Motos, visto en Lucas, de Álex Montoya, Eduardo Rosa como Pepe, el cabecilla de los verdugos, Pedro Rubio, otro de los matones del colegio, que ya formó parte del reparto del corto El aspirante, y Catalina Sopelana, que formaba parte del elenco de películas tan importantes como Modelo 77, Mantícora y La estrella azul, entre muchas otras y Felipe Pirazán, otro novato. Entre los productores encontramos al propio director, que ha coproducido películas como La vida era eso, Diego Sainz y Manuel Manrique que, en tres años, han producido más de 10 cortometrajes, y el actor y director Zoe Berriatúa, y Rosa García Merino, amén de la mencionada La vida era eso, ha levantado películas como Josefina y No sé decir adiós. No se queden sólo con la excusa argumental de las novatadas de El aspirante, sino que déjense llevar sobre muchas actitudes malsanas que siguen conviviendo en la cotidianidad de muchos hombres, dispuestos a enfrentarse los unos con los otros para mostrar su hombría, su estupidez o qué sé yo, porque el trabajo de Gautier, en algún momento desigual, mantiene una solidez y una naturalidad que ya lo querrían muchos cineastas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Shayda, de Noora Niasari

UNA VIDA SIN MIEDO. 

“Cada momento es una nueva oportunidad para elegir el amor en lugar del miedo”

Louise Lynn Hay

Los primeros instantes de Shayda, la ópera prima de la iraní Noora Niasari son de puro terror, se palpa la tensión, la inquietud y el miedo. La cámara se encierra en el rostro de la protagonista, la magnífica Zar Amir Ebrahimi, envuelta en un mar de dudas e incertidumbre, junto a Mona, su hija de tan sólo 6 años. Momentos de angustia que van de la llegada al aeropuerto y el posterior traslado a la casa donde se refugian otras mujeres maltratadas como ella. Apenas son necesarias las palabras, porque la angustia y el silencio están tan presentes que van más allá de la pantalla y se meten en nuestras conciencias. No sabemos de qué huye, lo sabremos más adelante, pero esa sensación de huir, de dejar atrás algo malo, y buscar refugio, una mirada cómplice y un abrazo que dé paz y tranquilidad. Shayda es una mujer iraní que ha pedido el divorcio de su marido iraní en algún lugar de Australia, lejos de su país, aunque su marido actúa como si siguieran en él. Así empieza la película, una forma que nos sujeta bien fuerte y no nos soltará hasta el final. 

Como sucedía con Aftersun (2022), de Charlotte Wells, con la que tiene mucha de hermandad en su tono, la directora Noora Niasari expone en su primer largometraje sus vivencias de niña y su relación con el mundo de los adultos, si en aquella eran unas vacaciones en Grecia junto a su padre, ahora, estamos en la otra parte del mundo, en otoño, y junto a su madre. El tono documento y de verdad de la historia viene de los años en que la directora viajó por el mundo realizando documentales como Casa Antúnez, entre otros, porque la directora construye una película que nace de la memoria, en la que se mete de lleno en temas como empezar de nuevo dejando un pasado de horror, la fraternidad entre las mujeres del refugio, la sensación de sentirse acompañada, pero también, en constante peligro, y la eterna y espeluznante burocracia para quedarse en un país cuando eres extranjera. Temas de ahora y de siempre que la película trata con sencillez y honestidad, sin alardes argumentales ni nada por el estilo, sino desde la mirada, el gesto y el diálogo pensado y transparente, introduciéndonos en una intimidad, sensibilidad y ternura que ayudan a paliar un relato muy duro y de puro terror, en muchos momentos. 

La parte técnica va al unísono con lo que se cuenta, desde la cercana y cámara-testigo que firma Sherwin Akbarzadeh, en la que cuenta y detalla cada mirada y gesto, siguiendo la mirada de las protagonistas, situándose en esos pliegues donde la película se mueve, en una línea muy frágil entre la alegría y la esperanza en construir una nueva vida y por ende, un hogar, un lugar de paz, con esos otros momentos en que la película se enfila, donde el marido iraní aparece y las cosas se tornan turbias, frías y muy peligrosas. El montaje de Elika Rezaee es ejemplar, porque explica sin mareos ni estridencias técnicas una historia sumamente compleja que se mueve entre unos personajes vulnerables y a punto de derrumbarse como el personaje principal con esos toques de leve esperanza con esos otros donde la violencia entra a saco. Un relato que consigue cimentar con pausa y sin prisas muchas realidades de mujeres que deben huir y refugiarse para encontrar una vida, sea donde sea, porque es una realidad que, desgraciadamente, existe en cualquier parte del planeta, en sus 118 minutos de metraje, que explican muy bien una realidad que, lejos de solucionarse, sigue creciendo. 

Ya he mencionado a la maravillosa Zar Amir Ebrahimi, que nos encanta, por su intensa mirada, su forma de moverse en el cuadro, y cómo habla y sus silencios que transmiten todo lo que está viviendo y sobreviviendo su Shayda, que hace muy poco la vimos en Tatami, que codirigía y cointerpretaba. A su lado, la sorprendente Selina Zahednia como Mona, la niña de 6 años que está estupenda, sin olvidarnos de los demás intérpretes como Osamah Sami como Hossein, el marido iraní, Mojean Ari como un amigo, Leah Purcell como Joyce, la encargada de la casa refugio, Jillian Nguyen y Rina Mousavi, y demás, dotan de profundidad a la historia que se cuenta y consigue esa naturalidad y complejidad tan necesaria en una película de estas características. Debo mencionar una de las productoras ilustres que ha tenido la película que no es otra que la gran actriz Cate Blanchett a través de Dirty Films junto a sus dos socios como Andrew Upton y Coco Francini, que da una visión más amplia de la magnitud de la historia de la directora Noora Niasari, tanto su importancia como su forma de abordar un tema tan candente y muy preocupante. Acérquense a ver una película como Shayda, porque les va hacer reflexionar y sobre todo, les va a mostrar muchas realidades ocultas e invisibles que, ahora mismo, siguen luchando por una nueva vida, y les dará un poquito de esperanza porque verán que todavía existe, aunque muy poco, valores como la solidaridad, la hermandad y la fraternidad, y eso, en el mundo qué vivimos, es muy grande. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Paola Cortellesi

Entrevista a Paola Cortellesi, directora de la película «Siempre nos quedará mañana», en el marco del BCN Film Festival, en el Hotel Casa Fuster en Barcelona, el sábado 20 de abril de 2024.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Paola Cortellesi, por su amistad, tiempo, sabiduría, generosidad, a la intérprete del festival por su gran labor, y a Lara P. Camiña de BTeam Pictures, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Boré Buika y Nansi Nsue

Entrevista a Boré Buika y Nansi Nsue, intérpretes de la película «Hate Songs», de Alejo Levis, en el marco del D’A Film Festival en la Sala Raval del Teatre CCCB en Barcelona, el lunes 8 de abril de 2024.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Boré Buika y Nansi Nsue, por su amistad, tiempo, sabiduría, generosidad, y a Maria Oliva de Sideral Cinema, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA