Una bonita mañana, de Mia Hansen-Love

SANDRA EN LA MUERTE Y EN EL AMOR. 

“Nada más grueso que la hoja de un cuchillo separa la felicidad de la melancolía”. 

Virginia Woolf

El cine de Mia Hansen-Love (París, Francia, 1981), es de una gran belleza, y no sólo por lo que reflexiona, sino como lo muestra, porque en su aparentemente superficialidad y ligereza, oculta todo un entramado emocional complejo e inquietante, en el que sus personajes se mueven siempre entre contradicciones, paradojas y callejones de difícil salida. En Una bonita mañana, que nos llega con apenas ocho meses de diferencia respecto a su anterior película, La isla de Bergman, pone el foco en la vida de Sandra, una joven y viuda madre que vive junto a su hija Linn de ocho años y trabaja como intérprete, y acude a menudo a ver a su padre Georg, eminente profesor de filosofía, ahora muy delicado de salud. Dos situaciones van a alterar considerablemente su existencia. Por un lado, su padre debe ingresar en una residencia porque su estado empeora, y por otro, ha comenzado una relación intermitente con Clément, un antiguo amigo casado y con un hijo. Y así están las cosas para Sandra, debe despedirse de un padre que todavía está vivo pero ya no es él, y embarcarse o no en una relación con un casado. 

Desde su maravilloso arranque cuando la protagonista explica a su padre como abrir la puerta de casa desde el otro lado, deja bien claro que, a veces, los momentos más duros e insalvables se encuentran a una puerta de por miedo, que puede significar un gran obstáculo por el que hay que pasar inevitablemente, aunque no queramos. La familia, siempre importante en el imaginario de la directora francesa, tiene aquí un importancia abrumadora, como la tenía en su ópera prima Toda esta perdonado (2007), en la que también una hija debía pasar cuentas con su padre desaparecido, y en El porvenir (2016), cuando una esposa y madre tenía que volver a reconstruirse cuando su marido se iba de casa con una más joven. Como en casi toda su filmografía, la mujer es el centro de todo, mujeres de diferentes edades y una posición acomodada, mujeres con problemas sentimentales, casi siempre esperanzadas en un amor que les salve de la vida o de los conflictos internos que padecen, que en realidad están escondiendo esos miedos e inseguridades que todos tenemos a lo largo de nuestra vida, ya sean unos u otros. Sandra debe lidiar muchos frentes, batallas diarias que lleva con mucha entereza a pesar de todo, navegando por este temporal en una existencia anodina hasta ahora, en esos cinco años de soledad, o mejor digamos, de aparente felicidad, no por deseada sino porque no ocurría nada que altere esa vida o eso qué hacemos con nuestra vida o algo que se le parezca. 

En poco tiempo, Sandra se ve inmersa en dos frentes de órdago, dos luchas en las que se sumerge como puede, como hacemos todos, dos elementos contradictorios y sumamente complejos, porque debe decir adiós a su padre, a su referente y a su guía, que le ha enseñado el mundo del pensamiento y la palabra, y por otro lado, llega Clément, con su “problema”, que le ofrece una no relación de idas y venidas, en la que el cuerpo y la carne lo son todo. La imagen de 35mm, que usa en sus ocho películas hasta la fecha, si exceptuamos Edén (2014), da a cada encuadre y cada secuencia esa ligereza de la que hablábamos, ese tono tan cercano e íntimo que emanan los instantes del cine de Hansen-Love, como sus añorados Varda, Rohmer y Truffaut, con esos planos de paseos por París, por sus calles empedradas, sus largos escalones, sus plazas y miradores, en la que vuelve a contar con la mirada de Denis Lenoir, al igual que en el montaje, en la que la presencia de Marion Monnier, fiel compañera en toda su filmografía, dota de pausa y encanto a las casi dos horas de metraje, una duración que vemos sin prisa, pero con mucha intensidad y emoción. 

El tema musical “Liksom en herdinna”, de Jan Johansson, actúa como leitmotiv, porque lo escuchamos en varias ocasiones durante la película, que dice mucho de los entresijos emocionales por los que están pasando sus individuos. El buen manejo de la directora a la hora de componer sus personajes junto a intérpretes tan especiales como Léa Seydoux, que nos lleva de la mano con su inolvidable Sandra, una mujer entre dos frentes, y vaya frentes, despedirse de la persona que más has querido, y sobre todo, la persona que te ha guiado a ser quién querías ser, y esa otra persona que llega a tu vida con luz e ilusión, aunque traiga una mochila muy pesada, quién dijo que la felicidad venía fácil no sabía que era la felicidad y mucho menos la vida, esa cosa que nos da vida y nos mata y nos confunde, nos desoriente y sobre todo, ese densidad agridulce de no sé sabe qué. Al lado de Seidoux, nos cruzamos con el actor Rohmeriano Pascal Greggory en el papel de padre de Sandra, ese hombre que no ve, que ya no lee ni sus palabras ni las de otros, (Qué momentazo cuando la hija menciona que lo siente más en sus libros que cuando lo visita en la residencia), ni en su vida, sólo en el amor de su compañera.

Tenemos a otro pupilo de Rohmer como Melvil Poupaud haciendo de Clément, el casado que se ha enamorado de Sandra, con la que vive un amor de ida y venida, un amor de sexo y la complicidad y ternura que Sandra necesita en ese momento, no el mejor pero si el que necesita. Una estupenda Nicole García, con ese rollo de concienciada burguesa a su manera, con sus batalliltas sociales, como la exmujer y madre de Sandra, que después de 25 años divorciados, aún está presente cuando el padre se vuelve dependiente. Una bonita mañana habla sin estridencias ni sentimentalismos de temas muy importantes y muy difíciles emocionalmente hablando, de esos momentos cuando la vida te castiga y te lanza contra la tristeza y la desesperanza, temas que Hansen-Love los aborda desde una mirada desacomplejada y de verdad, en el que sentimos de todo y nos emociona, cuando caminamos por esas residencias, por esos lugares donde la vida se detiene y de qué manera, cuando los “otros” como Sandra miran a su alrededor y miran a su padre, al padre que ya no las conoce, al padre ausente, a la vida que se le va por un lado, y a la vida que empieza por otro, la vida en lo que es, una maraña de contradicciones y demás. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Asuntos familiares, de Arnaud Desplechin

YA NO SOMOS HERMANOS.  

“Cuando odias a una persona, odias algo de ella que forma parte de ti mismo. Lo que no forma parte de nosotros no nos molesta.”

Herman Hesse

Mucho del prestigio internacional que ha conseguido el cineasta Arnaud Desplechin (Roubaix, Francia, 1960), lo ha adquirido centrándose en las complejidades de las emociones humanas, y más concretamente, las que tienen que ver en el universo familiar. Si tuviésemos que quedarnos con una película que refleja el alma de su cine esa sería, sin lugar a dudas, Un cuento de Navidad (2008), en el que a partir del encuentro de la familia Vuillard, vamos viendo las diferentes relaciones, tranquilas y feroces, que mantienen los diferentes miembros, y más aún, cuando la madre necesita un trasplante y el único donante es el oveja negra de la familia. En Asuntos familiares (“Frère et soeur” del original que traduciremos como “hermanos”), edifica su drama cotidiano y complejo a través de la relación rota entre dos hermanos, también llamados casualmente Vuillard de apellido. Ella, Alice, reputada actriz de teatro, odia a Louis, un exitoso escritor y profesor. 

La película obvia y con razón las causas de ese odio feroz y violento, se toma su tiempo para mostrarlo, le interesa más cómo actúan estas almas heridas, indagando en ese odio enfermizo como podemos presenciar en la secuencia prólogo que abre la historia. El director francés escribe un guion junto a Julie Peyr, con la que ha trabajado en cinco películas, centrado en ese odio, sí, pero como suele ser habitual en el cine de Desplechin, con muchos satélites alrededor, que no solo lo enriquecen, sino que lo tensan con más subtramas. Tenemos el accidente de los padres mayores que convertirá el hospital en el centro neurálgico donde los hermanos pueden reencontrarse después de veinte años de silencio, también, la parte artística, un elemento importante en el cine del cineasta francés, y como no, la familia, la otra familia, el otro hermano, sobrinos, las parejas y demás amigos, incluso alguna admirado rumana que mucho tendrá que ver con la situación emocional que vive Alice. Durante los ciento ocho minutos de metraje se opta por la linealidad en el relato, aunque hay algunos destellos en forma de flashback, en los que nos van dando pinceladas del amor entre los dos hermanos enemistados, y como no, su ruptura, un amor que no es contado como si fuese una historia sentimental, tema que también está muy presente en la filmografía de Desplechin. Uno de esos amores que se rompen, que uno de los dos rompe, y rompe de manera abrupta, de los que duelen para siempre, de los que te dejan en un vínculo-bucle de difícil escapatoria, como le sucede a Louis, que se ha quedado muy herido. 

Un tema como la envidia que será el conflicto que más guerras emocionales genera a lo largo de la historia de la humanidad es el quid del enfrentamiento entre los dos hermanos, unos Caín y Abel que no se hablan, que todo esa distancia y silencio les ha hecho muchísimo daño, un daño que ha afectado al resto de parientes y allegados. Pero la película no se queda sólo en una especie de resolución como si fuese un thriller de manual, ni mucho menos, la historia es sumamente compleja, hay dulzura y sensibilidad, amor entre la familia y demás muestras de cariño, sin lugar a dudas, aunque eso sí, como la vida misma, también asistimos a actos de  violencia verbal y física, malas miradas, gestos muy reprobables y muchísimo odio y silencio. Todo contado con una gran naturalidad y cotidianidad, mezclándolo todo en secuencias que tienen de todo, amor y furia, cariño y dolor, alegría y tristeza, y esos momentos en los que uno o una no sabe cómo definir y sobre todo, no sabe cómo ha llegado a ese punto de no retorno y porque puede haber tanto dolor en personas que una vez se amaron. 

El cineasta francés cuenta con algunos cómplices que lo han acompañado a lo largo de su filmografía que pasa de la decena de títulos como el músico Grégoire Hetzel, al que hemos escuchado en películas de Denis Villeneuve, Anne Fontaine, Mathieu Amalric y Catherine Corsini, entre otras,  que le da ese toque de misterio y naturalidad que tanto le va al tono y el estado de ánimo que tiene la película, así como la luz y textura que firma la cinematógrafa Irina Lubtchansky, de la que hemos visto películas tan importantes como El último verano (2009), de Jacques Rivette, Un hombre fiel (2018), Louis Garrel, y Un año, una noche (2022), de Isaki lacuesta, en un gran trabajo donde la cámara se convierte en uno más, un elemento esencial en el universo Desplechin, donde la cámara traspasa y escruta a sus personajes, abriendolos en canal y mostrando lo que son, sus bondades y miserias, sus miedos y valentías y sobre todo, sus locuras y sus alegrías. Otro habitual es el montador Laurence Briaud, presente en casi todos sus trabajos, que da coherencia y sentido a este laberinto emocional tan sumamente complejo y agotador. 

Un tema capital en el cine de Desplechin es la elección del reparto, porque sus personajes no son individuos de una sola pieza, tienen muchos rostros, muchos cuerpos y atraviesan por muchas tempestades interiores y exteriores, y no es nada fácil meterse en sus entrañas. Por su mirada han pasado grandes como Emmanuelle Devos, el citado Amalric, Catherine Deneuve, Benicio del Toro, Charlotte Gainsbourg, Roschdy Zem y Léa Seydoux, entre otros y otras. Para sus dos hermanos ha contado con dos conocidos como Marion Cotillard para ella, que ya la tuvo en Los fantasmas de Ismael (2017), en el rol de una gran actriz de teatro que está representando Los hermanos Karamazov, de Dostoyevski, como no podía ser de otra manera (con ese momento impagable del hermano parándose delante de su cartel y la mirada que le sale del alma), adicta a las pastillas para soportar tanta soledad e infelicidad, y Melvil Papoud para él, que era uno de los integrantes de la mencionada Un cuento de Navidad, ese escritor maldito que se ahoga en su mierda y anda perdido y alejado de sí mismo. 

Dos almas demasiado iguales, demasiado diferentes, situados en las mieles del éxito, casi como dos pretendientes de una sola silla, aspirantes a la corona y sobre todo, dos almas heridas, rotas y vapuleadas, que piden amor, amor de verdad, y no lo logran. Golshifeth Farahani como Faunia, la pareja de Louis, actúa como un pilar que ayuda a su hombre a no romperse del todo, y luego, todo un ramillete de buenos intérpretes que dan esa profundidad tan característica en el cine de Desplechin. Asuntos familiares es una película honda, altamente sensible, que incómoda y mucho. Un retrato certero y profundo que nunca se mira hacia sí mismo, sino que en cada momento está interpelando a las emociones del espectador, en esa montaña rusa vertiginosa donde andan subidos sus dolidos protagonistas que arrastran su odio, su culpa y su mierda sin descanso. Una cinta que nos propone un viaje sin billete de vuelta a las profundidades del alma, a todo aquello que queremos olvidar y no podemos, contra todo aquello que luchamos en silencio, con todos nuestros desequilibrios y soledades. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA