La buena letra, de Celia Rico Clavellino

LAS MUJERES QUE VIVIERON EN SILENCIO. 

“Nos habíamos convertido en mulos de noria. Empujábamos, mudos y ciegos, buscando sobrevivir, y, a pesar que nos dábamos todos unos a otros, era como si sólo el egoísmo nos moviese. Ese egoísmo se llamaba miseria. La necesidad no dejaba ningún resquicio para los sentimientos. Lo veíamos a nuestro alrededor”. 

De “La buena letra”, de Rafael Chirbes

Películas sobre la guerra y sus consecuencias hay muchas, no hay tantas sobre lo que sucedía en el interior de las casas. Esos espacios donde se imponía el silencio y la amargura, en los que se amontonaban recuerdos de un tiempo que ya no volverá. Hablar de las cotidianidades de la España de posguerra en un pequeño pueblo valenciano, que podría ser como cualquiera, con la mirada y el gesto de Ana, una mujer que sobrevive entre guisos, costuras y callada, levantándose diariamente para hacer de la vida un lugar digno aunque no siempre sea posible. La historia que cuenta La buena letra, la tercera novela publicada de Rafael Chirbes (1949-2015) en 1992 sirve de base para, también, la tercera película de Celia Rico Clavellino (Sevilla, 1982), en la que se centra en los interiores domésticos y del alma que jalonan su corta y excelente filmografía.

Si en sus dos primeros largos, la cineasta sevillana nos hablaba de las aristas que se producen entre madre e hija, ya sea en el abandono del nido como sucedía en Viaje al cuarto de una madre (2018), o la vuelta al citado nido de la hija cuando la madre necesita ayuda. En su tercer largo, a priori, la cosa va por otro derrotero, porque se detiene en una madre, esposa y pilar de una casa sumida en la tristeza de la dura posguerra, aunque no deja su forma de contar, porque seguimos en las cuatro paredes de la casa, con esa luz tenue y claroscura que describe las tristezas del alma o dicho de otra forma, toda eso que queda tan maltrecho después de pasar por una guerra, por la muerte, por las ausencias, y por toda esa juventud que borró la tragedia que vino después. La vuelta de Antonio, el cuñado, después de una larga temporada en la cárcel, añade más leña a una situación tan triste como desoladora. Tomás, el marido de Ana, tiene sus diferencias con el hermano recién llegado, sumido en una desolación y amargura patentes. La vida pasa, quizás va pasando demasiado para unos personajes que deciden sobrevivir, callarse y hacer que la vida sea un poco digna, aunque eso resulte un espejismo, o más aún, un tiempo pasado que cada día se entierra más. 

Rico Clavellino se ha rodeado de un equipo de gran calidad para sumergirnos en un pueblo de posguerra con la presencia de la cinematógrafa Sara Gallego, que estaba detrás de El año del descubrimiento, Matar cangrejos y Las chicas están bien, entre otras, construyendo una luz apagada y velada que contribuye a fomentar esas sombras y leves quicios de luz en los que viven físicamente y emocionalmente los diferentes personajes. El sobrio y austero arte que firma un grande como Miguel Ángel Rebollo, detrás de las películas de Javier Rebollo, Jonás Trueba y Rodrigo Sorogoyen, así como el vestuario de Giovanna Ribes, que ha trabajado mucho en el cine valenciano con Avelina Prat, Lucía Alemany e Icíar Bollaín, donde destaca la sencillez y la “verdad” de cada prenda de ropa. El magnífico montaje de Andrés Gil, habitual del cine de Alauda Ruiz de Azúa que, en sus callados y concisos 110 minutos de metraje, nos sumerge en esa cotidianidad que duele, que intenta abrazar sin conseguirlo, en una casa que habla lo que sus personajes no hablan, en un tiempo de silencio, que escribió Luis Martín-Santos, instalada en la mirada y los gestos de una mujer como Ana que se parece mucho a aquellas otras mujeres que poblaban la inmensa Silencio roto (2001), de Montxo Armendáriz. 

La parte artística requería contención y sobriedad, y en ese sentido, las anteriores películas de Celia Rico ya contenían estos elementos, porque los personajes de sus historias dicen mucho con el gesto más que con la palabra, y sobre todo, lo hacen en hurtadillas, sin hacer ruido y haciendo todo el ruido interior del mundo. Ana es Loreto Mauleón, una actriz que ya había demostrado su gran valía como hacía en Los renglones torcidos de Dios y La quietud de la tormenta, pero en ésta hace su cum laude en interpretación dotando de humanidad a su Ana, uno de esos personajes que se te incrustan en el alma. Le acompañan unos excelentes Roger Casamajor haciendo de Tomás, un tipo anulado por todo y por todos, y que bien lo hace el actor catalán que nunca está mal. Enric Auquer es Antonio, un hombre depresivo, sin vida y sin nada al que Auquer le da una gran emocionalidad, y por último, Ana Rujas que vimos brillante en la reciente 8, de Medem hace de la otra, la antítesis de Ana, una mujer que hará todo para salir de pobre, para salir de la miseria, con todo su egoísmo a su alcance. Unos personajes resquebrajados por la guerra que huyen de sus miserias y tristezas como pueden, quizás con la poca humanidad que les queda o les quedó.

Celia Rico Clavellino tenía un gran reto por delante. El más gordo era adaptar el universo de Chirbes, una novela que es una confesión de una madre Ana que hace a su hija de la historia de su familia, y consigue trasladar ese testimonio duro y desgarrador en una película donde la emoción está ahí, llena de leves gestos, miradas a contraluz, y sobre todo, en una existencia que tiene más de espectral como queda impregnada en las fotos borradas en los retratados están como desvanecidos, en otro lugar y en otro tiempo. La directora sevillana hace suya la prosa de Chirbes, del que sólo se había adaptado su gran Crematorio en una brillante serie en 2011 de la mano de Fernando Bovaria, coproductor de La buena letra, y consigue situar su película en una de las cumbres de cómo explicar con detalles, silencios y emociones lo que significó la posguerra y lo que quedaba en las casas cuando se cerraban las puertas a cal y canto. Una no vida en la que algunos sobrevivían y otros, los pocos, se aprovechan de los sueños frustrados y las amarguras de los otros, robando la poca vida que les quedaba, como ocurre en algunas secuencias memorables como las del cine, el baile y la playa, tres momentos que ya verán ustedes los espectadores y escenifican todo lo que se fue con la guerra. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Parthenope, de Paolo Sorrentino

LA SIRENA DE NÁPOLES. 

“La ficción es arte y el arte es el triunfo sobre el caos… para celebrar el mundo en donde las mentiras se extienden a nuestro alrededor como un sueño desconcertante y estupendo.”

John Cheever

La primera imagen de Parthenope, de Paolo Sorrentino (Nápoles, 1970), vemos emerger de las aguas a una recién nacida, la Parthenope del título que tiene su origen en la sirena de la mitología griega que dio nombre a una ciudad donde más tarde se asentó Napoli. Una imagen reveladora y crucial para el desarrollo de la existencia de la joven en aquel lejano de 1950. Una mujer, la primera vez que en el cine del realizador italiano el protagonismo se lo lleva una mujer, vivirá una juventud infinita y llena de pasión y deseo, incluso algo de amor en los veranos de los sesenta, cuando la vida y la historia parecían que iban a cambiar o al menos, encaminarse a una sociedad menos idiota. Somos testigos de la vida de una joven que vive con intensidad, enamorada de la filosofía, del Nápoles límbico, es decir, aquella ciudad inexistente, perdida entre dos mundos, entre dos atmósferas, entre dos lugares. Una joven que ama y que no ama, que quiere y no quiere, rendida a un sinfín de dudas, reflexiones y sobre todo, en una constante huida hacia todo y nada. 

De los 12 títulos de Sorrentino, solamente ha dedicado tres a su Napoli natal. Su primera película L’uomo in piú (2001), ambientada en los ochenta, en los tiempos de Maradona en el calcio, como su anterior película Fue la mano de Dios (2021), que tiene mucho que ver con esta última, porque el protagonista también es un joven, un joven buscándose, intentando agarrarse a algo de la vida, a alguna cosa que le dé ese plus de ilusión aunque no sea del todo completa. El Nápoles que retrata el director italiano es una ciudad de contrastes, tan llena de vida como de muerte, tan fascinante como aburrida, tan nostálgica como decrépita, tan bella como fea, tan triste como alegre. Una ciudad vista por Parthenope, una protagonista y su familia, siempre la prole tan presente en el cine del napolitano, donde el mar que la rodea es un personaje más como lo son las ruinas de su historia, las calles empedradas, y las luces de las noches que parecen no terminarse nunca. Pero, la ciudad que filma  Sorrentino es un caleidoscópico de muchas cosas, donde el tiempo se ha desvanecido, donde los personajes están atrapados en sus realidades y ensoñaciones que parecen tan reales como mentiras. Un universo lleno de vida y de muerte a la vez. Un cine que inevitablemente recuerda al de Fellini y en cierta manera, la que nos ocupa se mira en Y la nave va (1983), aquella que unos familiares y amigos emprenden un viaje a bordo de un barco con los restos mortales de una famosa cantante de ópera. Porque la película de Sorrentino también es un viaje físico, emocional y onírico de alguien por una ciudad y sus fantasmas presentes y ausentes. 

El guionista Umberto Contarello, que ha hecho seis películas con Sorrentino, que vuelve después de la serie The Young Pope, ayuda a crear la fauna sorrentiana plegada de caballeros quijotescos como el Titta de Girolamo de Las consecuencias del amor (2004), el Andreotti de Il divo (2008), el Jep Gardambella de La gran belleza (2013), los carcamales de La juventud (2015), el Berlusconi de las tres películas dedicadas. Aquí hay algunos como el enorme armador de impoluto traje blanco, el escritor John Cheever y su deambular por Capri, el viejo profesor tan amargado como vacío y el cardenal vicioso y extravagante. Todos ellos son hombres que tuvieron su tiempo, un tiempo ya olvidado, un tiempo impregnado en las sombras de una ciudad o una fiesta o en una mañana de domingo sin nada que hacer. Una vejez que se mueve entre vagos recuerdos, entre momias y lugares que ya no están. Una vejez que contrasta en estas dos últimas películas con una juventud, tan perdida como la vejez, que ansía escribir su propia historia en un mundo que se cae a pedazos donde ambos llegan a las misma conclusiones. Sorrentino nos habla siempre del pasado, como si ese pasado tuviera más futuro que el presente de ahora. El Nápoles de los ochenta con Maradona jugando en el equipo de la ciudad, es retratado por el director como su momento, aquel en que siendo adolescente se erigía como alguien capaz de todo que huye a Roma como el protagonista de su película.

Las películas de Sorrentino son oro puro en la planificación y el encuadre, con unas imágenes que nacen para perdurar, para mostrar lo que vemos y lo que no, unas poderosas e hipnóticas imágenes tan bellas como tristes. Para esta película vuelve a contar con Daria D’Antonio, que ya hizo Fue la mano de Dios y 6 cortos con el director, y usa el aspecto de 2.39:1 en 35 mm anamórfico en panavision que ayuda a no sólo ver el esplendor y la tristeza de Napoli y sus personajes sino que ayuda a que los espectadores entremos en cada plano y paseemos por estos lugares y no lugares, por esas fortalezas y palacios tan cercanos como alejados. El montaje de Cristiano Travaglioli, nueve títulos juntos, ayuda a manejar con soltura y transparencia y detalle los 136 minutos de un metraje que se desliza suave ante nuestras miradas, capturando el universo tan íntimo y ausente que retrata con sabiduría la no trama de la película. La música de Lele Parchitelli, seis películas juntos, amén de los temas populares, ayudan a crear esa atmósfera de fábula y documento y ficción a la vez, en un hermoso cruce de tonos, texturas y miradas y gestos que van de aquí para allá, creando ese espacio cinematográfico tan Sorrentino donde todo es posible, en que todo se mezcla y fusiona generando esos infinitos mundos dentro de este y más allá, en unos continuos viajes entre pasado y presente, sin necesidad de ningún alarde pirotécnico ni tramposo para darle mayor espectacularidad, aquí no hay nada de eso, la belleza se consigue con lo mínimo, un inteligente y profundo diálogo, una magnífica coreografía donde los intérpretes se mueven en el espacio y un fascinante juego de miradas y posiciones de luz que nos envuelve en un misterio alucinante. 

Como hizo en Fue la mano de Dios con el protagonismo de Filippo Scotti, la joven debutante Celeste Dalla Porta es la Parthenope del título. La joven irradia belleza y tristeza como los personajes de Sorrentino. La joven actriz transmite seguridad, naturalidad y sencillez en un personaje “Bigger than Life”, en una especie de salvadora de la ciudad o lo que queda de ella, testimonio de sus mejores años o los años donde se soñaba con otra cosa. Una mujer que deambula por una ciudad, que deambula por su vida, que deambula por sus amores, más interesada en lo intangible que lo terrenal, más deseosa de vivir la vida que de racionalizarla, metida en un intermedio donde todo cambia constantemente. Le acompañan Silvio Orlando que hace de viejo profesor tan brillante como triste, uno de esos personajes que tanto le gustan al cineasta italiano, porque lleva toda la vida en su rostro como uno de los cowboys de Peckinpah, ya cansado y frustrado por la vida y por su trabajo. Un maravilloso Gary Oldman es John Cheever en las mejores secuencias de la película en un hermosísimo diálogo de la futilidad de la existencia y del amor. Peppe Lanzetta que estuvo en la mencionada L’uomo in piú, es ahora un excéntrico y decrépito cardenal, pero no espectral aunque lo parezca, sino todavía con ganas de dar mucha guerra y erigirse como protagonista, parece salido de la cámara de Berlanga-Azcona y la maravillosa presencia de la gran Stefania Sandrelli. 

Una película como Parthenope nos invita a dejar los convencionalismos y prejuicios fuera de la sala, y digo esto, porque no pretendan encontrar en ella una parte racional sólo, porque la cinta tiene mucho más, entre otras cosas, es una gran carta de amor o lo que sea sobre Napoli, como la llamaría Sorrentino, a la ciudad donde creció, a la ciudad que lo vio partir, a la ciudad tan bella como triste, a la alegría y la desazón constante, tan llena de contrastes como el cine del italiano, que nos invita a ser testigos de este viaje por la Italia de los sesenta, donde todo parecía brillar con intensidad, donde el amor era una pasión devoradora, donde las ideas tenían significado, por aquellos sesenta tan convulsos y trágicos, y por los ochenta, menos divertidos y más tristes, y por último, o quizás decir esto en el cine de Sorrentino es un oxímoron, porque su cine parece siempre el final de algo y a la vez, el comienzo de ese mismo algo, en una suerte de contradicción constante como la vida, como el amor o las ideas que nos revolotean sin parar. Parthenope sigue la senda del cine de Sorrentino, donde hay espacio para reflexionar y profundizar sobre los temas de la existencia: el significado de vivir, el amor como deseo o trampa o mentira, el tiempo como espejo transformador o deformante, los lugares como sitios donde todo es posible y no pasa nada, llenos de personajes de verdad, de los que hablan desde el alma, tan seguros como inseguros, tan fuertes como vulnerables, tan bellos como tristes, tan vivos como muertos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Sidonie en Japón, de Élise Girard

LOS PARAÍSOS PERDIDOS.  

“Los verdaderos paraísos son los perdidos”. 

Jorge Luis Borges

La grandeza del cine japonés se ha alimentado de unas características que lo han hecho muy reconocible internacionalmente. Pensamos en ese tempo sostenido y cadente, unos encuadres fijos y muy pensados, ausente de diálogos y explicaciones, y personajes silenciosos que todo lo expresan a través de la mirada y el gesto tranquilo y tímido. Un cine donde lo importante se mueve en ese especie de limbo donde relato y forma se funden para seguir emocionalmente a unos individuos que se mueven de aquí para allá sin más. La directora Élise Girard (Thouars, Francia, 1976), empezó con un par de documentales y luego pasó a la ficción con Belleville Tokyo (2010) y Drôles d’oiseaux (2017), sendos retratos femeninos en los que podríamos rastrear el argumento de Sidonie en Japón, porque en la primera tenemos a una joven embarazada y abandonada por su pareja en pleno duelo, y en la otra, a otra joven que llega a París y descubre una librería antigua y a su solitario dueño. 

A partir de un guion que firman Girard junto a Maud Amelie (que coescribió Scarlet, de Pietro Marcello), la desaparecida Sophie Fillères (cineasta y coescritora con Philippe Grandieux), que ambas escribieron la película Garçon chiffon (2020), de Nicolas Maury, en la que a modo de cuento o de haiku japonés, nos cruzamos con la citada Sidonie, una madura escritora que ha perdido a su marido en un accidente y viaja a Japón porque su primer libro se edita en el país asiático. Allí, conocerá a Kenzo Mizoguchi, su editor que la llevará a diferentes actos de promoción como encuentros con la prensa, presentaciones y demás. Una trama construida a partir de la pausa y los silencios, con muy pocos diálogos, en los que conviven la idiosincrasia propia de Japón, entre lo ancestral y lo mega moderno, entre los vivos y los muertos, dos antagonismos que se mezclan constantemente en la historia, además de la parte emocional de los dos personajes, en pleno duelo. La escritora que sigue añorando a su marido, y el editor que no acaba de seguir después que su mujer lo dejase. A través del drama íntimo iremos pasando por lo fantástico, pero no desde el arquetipo, sino como conflicto emocional, donde el fantasma del marido de ella se le aparece, como sucedía en Sin fin (1985), de Kiéslowski.

La parte técnica de la película ejemplar en su definición y detalles camino al son de lo que cuenta la película, con una gran cinematografía de Céline Bozon, que ha trabajado con cineastas tan interesantes como Tony Gatlif, Valérie Donzelli y Serge Bozon, entre otros, donde cada encuadre está cimentado desde la pulcritud y la concisión, así como la sensible música de Gérard Massini, que va sumergiéndonos en esta relación tan especial y peculiar, así como el estupendo montaje de Thomas Glaser, que ya trabajó con la directora en la mencionada Drôles d’oiseaux, en una película nada fácil con sólo dos personajes, que hablan muy poco, y ese ritmo tan pausado que tiene la película, en una cinta de 95 minutos de metraje. Si lo técnico está en sintonía con lo que se cuenta, la interpretación es punto y aparte, porque la pareja protagonista es de una elegancia y naturalidad aplastantes. Qué decir de Isabelle Huppert, con más de medio siglo de carrera y más de 150 títulos como actriz. No sólo es una grande de la historia del cine, sino que lo que toca lo hace de una sencillez y calidez absoluta. Su Sidonie es una mujer rota, en soledad, sin alicientes, sin amor, que ni lee ni escribe. Su viaje a Japón será un no quiero pero que acepta como necesidad, como pequeña luz. 

Junto a Huppert, dos hombres. Por un lado, está el actor japonés Tsuyoshi Ihara, que hemos visto en Cartas desde Iwo Jima, de Clint Eastwood y 13 asesinos, de Takashi Miike, entre muchas otras, como el editor, un hombre también desolado, roto y autómata. Dos almas que se encuentran, con la misma ruptura emocional y en el mismo lugar, con esas miradas, palabras y silencios mientras van en coche o en tren o visitan lugares. Como marido-fantasma asume el rol el actor alemán August Diehl, con una carrera espectacular al lado de Hans-Christian Schmid, Schlöndorff, Glagower, von Trotta, Tarantino, August, Vinterberg y Malick, con una imagen poderosa y nada convencional. Si con todos los argumentos que he escrito sobre Sidonie en Japón, todavía no se han decidido a acercarse al cine a descubrirla, sólo les puede decir una última cosa. No es una película triste, habla de tristeza eso sí, también de dolor y de vacío interno, y de muchas cosas más relacionadas con el alma que, aunque no sean nada agradables, alguna vez en la vida o muchas veces vamos a tener que tratar con ellas, y ver cómo otras personas lo hacen, puede ser un buen aprendizaje o quizás es mucho más, porque pasar un duelo o extrañar a alguien que ya no quiera estar a nuestro lado son carencias que, seguramente no vamos a estar del todo recuperados de ellas, pero sí que podemos vivir con ellas, acostumbrarnos a esa pérdida, algunos días más que otros. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Silver Haze, de Sacha Polak

LA JOVEN DE FUEGO. 

“A medida que lo alimentaba, el fuego crecía y no dejaba nada a su paso. Cuando hubo quemado todo lo que encontró a su paso, sólo le quedaba una cosa por hacer. Con el tiempo, acabaría por consumirse a sí mismo”.

De la novela El enigma del cuadro (2004), de Ian Caldwell

Después de Hemel (2012) y Zurich (2015), dos dramas producidos en Holanda, la filmografía de Sacha Polak (Amsterdam, Países Bajos, 1982), dio un vuelco considerable con Dirty God (2019), un drama ambientado en el extrarradio de Londres sobre la existencia de Jade, una joven madre que sufre un ataque de ácido de su ex pareja que la deja desfigurada, interpretada por la actriz no profesional Vicky Knight. La película con el mejor aroma del cine social británico de Loach, Leigh y Frears, mostraba una realidad dura, de jóvenes atrapados en un ambiente sin futuro, donde la libertad se relaciona a las noches de fiesta, baile, drogas y sexo. En Silver Haze (que hace referencia a una variedad del cannabis, que fuman las protagonistas), la directora neerlandesa sigue explorando los barrios de Dirty God y la vida real y ficticia de Vicky Knight, ahora convertida en Franky, una joven enfermera que sufrió graves quemaduras al incendiarse el hospital donde dormía.

La película, con guion de la propia directora, se instala en la obsesión de la protagonista por vengarse de su padre y la amante de éste, a los que acusa del incendio ocurrido 15 años atrás. Mientras, la vida de la joven sigue siendo dura, con una madre alcohólica, un tío sin trabajo y una hermana pequeña demasiado perdida. Su vida cambia cuando se enamora de una paciente, Florence, que ha intentado suicidarse, con la que empieza una relación muy intensa y pasional llena de altibajos y conflictos. El relato es muy duro y sin piedad, pero en ningún momento hay regodeo, ni porno miseria, que acuñaba Luis Ospina, porque entre los pliegues de tanta desazón y problemas y rabia contenida, hay esperanza, o al menos, algo de ella, porque entre tanta basura emocional, los personajes intentan ser felices o al menos intentar estar un poco mejor. Son individuos que luchan con lo que pueden y tienen a su alcance para avanzar aunque sea a trompicones fuertes. Quieren una vida como la de todos, una vida donde haya algo de amor, o cariño, donde las cosas no se vean tan negras, en que el personaje que interpreta Vicky Knight ejemplifica esa idea que transita la historia donde siente la enfermiza venganza que la come por dentro y también, lo contrario, el amor que siente por Florence, en ese mar de contradicciones en los que nos movemos los seres humanos. 

Como sucedía en Dirty God, la película tiene un tono y una atmósfera muy acorde con lo que experimentan sus personajes, van de la mano, con un excelente trabajo de cinematografía de Tibor Dingelstad, con una cámara inquieta y curiosa que vuelve a meterse en las vidas, emociones y tristezas de los personajes, donde ficción y realidad se dan la mano, muy cerca de ellas, atrapándolas en esas míseras casas llenas de trastos, con ese cielo plomizo y esas ganas de huir constantes. La estupenda música del dúo Ella van der Woude y Joris Oonk, en el que sin subrayar consiguen transmitirnos toda esa maraña de emociones que viven en el interior de los personajes, y sobre todo, sin teledirigir emocionalmente a los espectadores. el gran trabajo de edición de Lot Rossmark, en una película compleja como esta, que se va a los 102 minutos de metraje, donde hay muchas montañas rusas en los personajes, algunas evidentes como esa parte de la noria que vemos como espejo-reflejo de las complejidades de unos personajes que sólo buscan un lugar donde haya paz o al menos, algo de comprensión, y dejen atrás las pequeñas islas a la deriva en que se han convertido sus tristes y ensombrecidas existencias. 

Como ya hemos mencionado en este texto, volvernos a encontrar con Vicky Knight metida en otro personaje de rompe y rasga, muy diferente al que hizo en Dirty God, donde vivía con miedo, escondida y con la idea fija de recuperar la imagen que tenía antes de las quemaduras. En Silver Haze, su Jade quiere un poco de paz, encontrar un hogar tranquilo, donde todos se miren y se entiendan a pesar de todo, porque en su familia biológica no lo consigue y todos son historias. Con Florence consigue algo de ese cariño, pero también resulta difícil porque ella está mal y es narcisista. La interpretación de Vicky Knight es asombrosa, llena de carisma y naturalidad, donde muestra su cuerpo sin pudor y sin miedo, un cuerpo lleno de cicatrices por las quemaduras, un cuerpo lleno de vida y esperanza. A su lado, Esmé Creed-Miles que ya estuvo con Polak en la serie Hannah, en el papel de la mencionada Florence, una mujer que huye de una realidad dura, siendo egoísta y muy perdida. La sensible interpretación de Angela Bruce, en uno de esos personajes llenos de dulzura y vida. Y luego una retahíla de intérpretes no profesionales como Charlotte Knight, la hermana real de Vicky, que hace de Leah, tan perdida como equivocada. Archie Brigden es Jack, hermano de Florence, en su peculiar mundo, y TerriAnn Cousins como la madre de Vicky. 

No les voy a engañar, Silver Haze  es una película muy dura, tiene momentos muy heavys, de esos que encogen el alma y nos golpean fuertemente al estómago, pero la vida para muchos es así, y no por eso, no se va a mostrar esa crudeza y la tristeza en la que viven. Lo interesante de la película es que ante esa realidad cruda y maloliente, no se regodea en ningún momento ante tanta desazón, sino en que se centra en unos personajes, en sus bondades y maldades, en esa idea fija que tienen de mejorar, de ver cada día de otra manera, huyendo de esa idea manida de la superación ni de tontadas de esas, sino de creer en nosotros mismos a pesar de la mierda que nos rodea, en sentir y en levantarse cada vez que la vida nos golpea duro, en creer cuando dejamos de creer, en respirar cuando nos falta el aire, en no dejar de seguir como se pueda, como hacen los distintos personajes, en una película que habla de amor, de familia, de relaciones y sobre todo, de cómo gestionamos todo eso, las diferencias, sus peculiaridades y todo lo no normativo. Gracias a Sacha Polak por mostrar tantas realidades, porque ante tanto oscuridad podemos encontrar un resquicio de luz, por pequeño que sea, ya es mucho. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Memory, de Michel Franco

NÁUFRAGOS SIN ISLA.  

“La cualidad del amor no depende de la persona amada, sino de nuestro estado interior”. 

Frase de “La insoportable levedad del ser”, de Milan Kundera

En Cerrar los ojos, de Víctor Erice, había una interesante y profunda reflexión: “No sólo somos memoria, también somos emociones”. La misma reflexión se puede adoptar para Sylvia y Saul, el par de personajes que protagonizan la octava película de Michel Franco (Ciudad de México, 1979). Dos almas de New York , dos seres que arrastran sus respectivos problemas: ella quiere olvidar un pasado en el que fue alcohólica, y seguir viviendo con su hija pequeña y trabajando en una residencia. Él, que sufre demencia, lo olvida todo. Una quiere olvidar y el otro, se esfuerza por recordar. El director mexicano vuelve a enfrentarse a sus dos elementos característicos en su filmografía. Las enfermedades mentales y los conflictos familiares, siempre contados bajo un prisma de una cotidianidad muy transparente, alejándose del sentimentalismo y situando a los espectadores en esa posición de testigo privilegiado, eso sí, instado a observar y sobre todo, reflexionar sobre las actitudes y posiciones que van asumiendo los diferentes personajes. 

De los ocho títulos con Memory, ya son tres rodados en inglés con intérpretes de allá, después de las dos cintas protagonizadas por Tim Roth, Chronic (2015) y Sundown (2021), la anterior a esta, se envuelve con una extraordinaria pareja como Jessica Chastain y Peter Sarsgaard en los papeles protagonistas. El relato, tan sencillo como natural, indaga en lo más íntimo y lo transparente de los días que se van acumulando en uno de esos barrios industriales de la gran ciudad, tan alejados del turismo y de ciertas películas tan prefabricadas, aquí no hay nada de eso, todo en el cine de Franco está construido a través de los personajes, a partir de su dolor, su oscuro pasado y ese presente dificultoso, un presente confuso en el que todavía hay que seguir luchando cada día, y aportando ese plus en las relaciones que se van generando entre los diferentes individuos. La relación de esta película, muy peculiar en su origen, como suele pasar en las películas del mexicano, encuentra o quizás (des) encuentra a dos personajes que parecen haberse llamado a gritos sin saberlo, dos almas que arrastran demasiado peso de atrás, dos almas que pertenecen a ese ámbito oculto e invisible del que nadie quiere oír hablar, y Franco lo hace visible y no sólo eso, lo hace cercano y natural, y nos obliga a estar presentes.

Hablar del dolor, de la tristeza, de la depresión, de las enfermedades mentales y hacerlo de la forma que lo hace Memory tiene un mérito enorme, porque lo acerca tanto que asusta de cómo lo explica y lo expone, involucrando a cada uno de los espectadores, siendo uno más, donde la luz apagada y doméstica ayuda muchísimo. Un gran trabajo de cinematografía del francés Yves Cape, con más de tres décadas de carrera, al lado de grandes nombres como los de Dumont, Carax, Kahn, Berliner, Denis y Bonello, entre otros, en la quinta película con Franco, una unión que da unos frutos fantásticos, como la aportación en la edición del mexicano Óscar Figueroa con más de 100 títulos a sus espaldas, con directores de la talla de Alejandro Gamboa y Felipe Cazals, en el cuarto trabajo junto al cineasta mexicano, con él que vuelve a coeditar, en un sobrio y pausado montaje que consigue que la película se vea con interés y nada reiterativa en sus 103 minutos de metraje. La imagen y el montaje resultan cruciales en el cine de Franco, porque sus historias se desarrollan en pocos elementos y espacios, donde todo se posa en una verdad muy íntima, en una verdad que traspasa la pantalla, en que las emociones son muy tangibles. 

La mano de Franco con sus intérpretes se ve en cada detalle, en cada mirada y en cada gesto, tanto en cuando están en silencio como cuando hablan, desde muy adentro, sin nada de gesticulación, a partir de un estado emocional en que sus personajes deambulan como náufragos sin isla, como zombies sin muerte, como faros sin mar. Una magnífica pareja como Chastain y Sarsgaard dando vida a dos almas mutiladas, quitándose todo el oropel y neón de Hollywood y actuando y sobre todo, sintiendo cada una de sus composiciones, que no resultan nada sencillas. Dos retos mayúsculos: meterse en las existencias de dos almas en vilo, con sus problemas del pasado y del presente. Una olvidándose del alcohol que tanto daño ha hecho en su vida, y su familia, que tanto daño le ha provocado. Uno con su demencia, con sus olvidos y con su vuelta a empezar. Y van y se encuentran. Y encima se gustan y a pesar de tanta tara y obstáculo, hay están los dos, a pesar de todo, a pesar de todos. Hacía tiempo que no veíamos a dos seres con tantos problemas y que se encuentran y viven lo que viven. No podemos decir que es la película más humana de Franco, porque todas lo son y mucho, pero que tiene ese aroma de verdad y sobre todo, de amor, porque el amor, si existe, siempre aparece en las personas más insospechadas y en los lugares más oscuros y en las almas más tristes, quizás sea una ayuda para seguir sobreviviendo, o quizás, no, quizás el amor siempre está ahí, pero muchas veces, nuestras decisiones no hacen más que alejarlo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Riverbed (El estanque de la doncella), de Bassem Breche

MADRE E HIJA VISITAN SUS FANTASMAS. 

“No se puede llegar al alba sino por el sendero de la noche”

Khalil Gibran 

Siempre es de agradecer que las distribuidoras apuesten por un cine poco visto por estos lares como puede ser la cinematografía libanesa. Así que, estamos de enhorabuena por ver una película como Riverbed. El estanque de la doncella, que relata la cotidianidad de Salma, una mujer madura que vive en un pequeño pueblo y sola en una casa que refleja tantos años de guerras, muertes, ausencias y fantasmas. Su rutina se basa en un empleo que consiste en atender llamadas telefónicas, y pasar tiempo con su amante clandestino, una relación que recorren los caminos en automóvil y escuchando música, intentando recuperar tanto tiempo perdido, como su propia existencia alejada de todos, llevada desde el secreto y la invisibilidad. No conocemos su pasado al detalle, pero podemos intuir que está lleno de dolor, silencio y pérdidas, al igual que su país, sumido en una continua depresión que reflejan las casas del pueblo, medio derruidas y llenas de sombras y habitadas por almas en pena. 

El guion escrito por Ghassan Salhab y el propio director Bassem Breche (Líbano, 1978), con años de experiencia como guionista, hace su salto al largometraje con Riverbed, donde nos habla de Salma y su reencuentro con su hija Thuraya, después de años sin relación. Una hija que vuelve separada, embarazada y derrotada, que buscará refugio y amparo junto a una madre ya acostumbrada a vivir en soledad. La película está construida en base a este encuentro no deseado, o quizás, podríamos decir, un encuentro complejo, lleno de oscuridad y sobre todo, repleto de demasiados fantasmas, los propios, los familiares y los del propio país. Un relato lleno de miradas y silencios, en el que estas dos mujeres reflejan un estado de ánimo, la sensación de sobrevivir en un entorno que no lo puso nada fácil, también es la historia de dos almas enfrentadas, dos mujeres que no encajan, que vienen de un pasado muy doloroso, donde hubo que seguir viviendo a pesar de tanta derrota, tanta violencia y tantas muertes. Ahora, deben convivir, o al menos ayudarse a empezar otra vez, como siempre han hecho, en las cuatro paredes de una casa en presente pero llena de pasado, de demasiado pasado, como si este pasado se negará a desaparecer y continúa muy presente. Una onírica paradoja que, en el fondo, define a los libaneses y a un futuro que no llega y que siempre huele a pasado. 

Breche no quiere detenerse en detalles superfluos ni en piruetas argumentales que desvíen lo más mínimo la atención de sus dos personajes, porque todo se cuenta desde la intimidad y la cercanía, traspasando esas almas sin descanso, atrapadas en un estado bucle de dolor y tristeza, aunque ahora, la vida, les está dando otra oportunidad, un intento de volver a ser ellas, a mirarse a los ojos, y decirse todo aquello que deben de decirse, o si todavía no pueden, darse ese tiempo para volver a hablar, aunque sea con la mirada y los gestos, por ejemplo, un abrazo. La cinematografía de Nadim Saema va en consonancia a los sentimientos encontrados y contradictorios de las dos mujeres, rodeadas de penumbras y silencios de toda índole, así como eso leves resquicios de luz donde parece que la esperanza quiere abrirse camino con ellas. El montaje de Rana Sabbagha también actúa en los mismos términos, dando ese tiempo necesario para ver, saborear y sentir cada gesto, cada mirada, cada silencio y cada acercamiento entre las dos protagonistas, además ayuda su breve metraje, que apenas llega a los 78 minutos, en esa idea por el minimalismo, tanto en el tono como en la forma. 

La magnífica pareja protagonista que forman Carole Abboud, actriz de larga trayectoria en el cine libanés desde mediados de los años noventa, que le ha llevado a labrarse una excelente filmografía tanto en el medio televisivo como en el cinematográfico, y Omaya Malaeb, teclista de la banda indie libanesa Mashrou’s Leila, debuta en el cine. Ellas son Salma, la madre y Thuraya, la hija, dos mujeres que han vivido a pesar de los demás, a pesar de la guerra, a pesar de tantos fantasmas con los que deben convivir, y sin embargo, ahí siguen, firmes y valientes, aunque doloridas y tristes, y ahora, la vida, en sus vueltas y revueltas irónicas las vuelve a juntar, obligándose a mirarse, a sentir todo eso que pensaban olvidado, aunque las cosas nunca son como uno desea, sino como son, y nos devuelve todo aquello que nos empeñamos en fingir que ya no recordábamos, que ya no estaba en nosotros, qué ilusos somos los sapiens, y qué perdidos estamos siempre. En fin, la existencia y el pasado no sólo van de la mano, que forman parte de uno y de un todo, que no podemos ni siquiera comprender y mucho menos controlar, como les sucede a Salma y Thuraya, una madre y una hija que deben volver a ser madre e hija, y sobre todo, sentir en lo que eran, en lo que son y en tender puentes entre una y otra, y mirar a la otra, e intentar acercarse más, porque la vida les hecha un cable, y no pueden desperdiciar. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La memoria del cine: una película sobre Fernando Méndez-Leite, de Moisés Salama

EL HOMBRE DE CINE.

“El cine lo es todo para mí, no he hecho otra cosa en la puta vida”. 

Fernando Méndez-Leite

Empezar una película siempre ha sido y será una tarea sumamente difícil. Encontrar el plano o encuadre que invoque algo de lo que se quiere contar siempre resulta un misterio muy oscuro. Pero de alguna manera hay que arrancar el asunto. En La memoria del cine: una película sobre Fernando Méndez-Leite, la película se abre con una de las secuencias más memorables de la Historia del Cine. Estamos hablando del profesor Borg, interpretado magistralmente por el cineasta Victor Sjöström, cuando llega a la casa de su infancia y huele las inolvidables Fresas salvajes (1957), de Ingmar Bergman. Un arranque que resume de manera muy acertada la vida y milagros del citado Méndez-Leite (Madrid, 1944) un hombre que ha sido el cine, esa pasión devoradora que le acompaña desde que era un niño. La cinta hace un repaso bastante exhaustivo sobre su infancia, juventud y madurez pasando por todos los palos y los más representativos de su vida y su cine, porque tanto una cosa como la otra, son indivisibles en su existencia, no sabemos qué fue primero, porque en el caso que nos ocupa, esa cuestión resulta muy complicada. 

Tras las cámaras encontramos a Moisés Salama (Melilla, 1953), un trotamundos del cine documental de retrato como ya demostró con títulos como Vibraciones (2019), codirigido con Miguel Ángel Oeste, donde se acercaba al mundo de la música Hip-Hop Caballo del viento (2017), en la que exploraba la vida de Nando, ahora enfermo, un eterno activista desde el franquismo hasta el 15-M. En la película que nos ocupa, vuelve a acompañarse del citado Oeste, que juntos firman un guion que sigue la biografía de Méndez-Leite desde sus inicios hasta la actualidad. Casi 80 años de la vida de un hombre que ha dedicado su vida enteramente por y para el cine. Desde aquellos cuadernos donde escribía sobre sus películas, con sus carteles y demás, que todavía rellena con la misma ilusión que entonces, su paso de libertad sobre la Escuela Oficial de Cine, sus queridos amigos: Cuerda, Borau, Camus, García Sánchez, etc… Sus críticas en Film Ideal, los primeros cortometrajes como El regreso de Bonny and Clyde y Cambiar de bando, entre otros, su labor como docente en aquellos años sesenta de aperturismo y cambios hasta los ochenta en la Universidad de Valladolid.

Un viaje que sigue con sus largometrajes para televisión como Niebla, El club de los suicidas y El monje, y otras, por los setenta, la muerte del dictador y la transición, inaugurando los ochenta con su largometraje para cines El hombre de moda, los años de la televisión con La noche del cine español, que ya había empezado en los setenta con espacios culturales, sin olvidar su etapa de 2 años al frente al ICCA, donde visibilizó el cine español a nivel internacional,  en los noventa reabriendo la Escuela Oficial de Cine, la ECAM, en 1994 donde estuvo dirigiendo 18 años, la dirección de la serie La regenta, todo un hito de la televisión y de su carrera, sus direcciones en el teatro, y la dirección de más documentales sobre Querejeta, Carmen Maura y Ana Belén, y su inmensa labor en el Festival de Málaga desde 1997 en el comité de dirección, y desde el año pasado presidente de la Academia de Cine.

La película traza una biografía del mencionado que va desde lo íntimo a lo colectivo, con sus idas y venidas, sus logros y alegrías, y como no podía ser de otra manera, sus derrotas y tristezas, tantas obras sin hacer en forma de proyectos que quedaron en años de trabajo y guiones amontonados, los sinsabores de las circunstancias en un oficio el del cine, jodido y esaborío. Los amigos en forma de compañeros de viajes, que ya hemos citado algunos, y podríamos añadir a Manuel Gutiérrez Aragón, Mariano Barroso, y su compañera Fiorella Faltoyano, el omnipresente y actor fetiche Miguel Rellán, los “Regenta” como Aitana Sánchez-Gijón, Carmelo Gómez y Héctor Alterio y demás testimonios que hablan y hablan de Méndez-Leite como hombre, personaje, amigo y confidente, en una relato-retrato que él mismo nos va explicando, con esa voz suave, tranquila, reposada, con ese aire de señor del cine pero con mucha guasa y mucho humor, porque la vida cuando más seria sea, más humor necesita, porque si no uno no aguanta tantos embates y accidentes, tanto propios como extraños. 

Tenemos una imagen bien cuidada que firma el cinematógrafo Pau Esteve Birba, un excelente profesional de nuestro cine que le ha llevado a trabajos con autores tan interesantes como Mateo Gil, Paco Cabezas, Benito Zambrano, el mencionado y desaparecido José Luis Cuerda y Alberto Rodríguez, entre otros, la montadora Paula Bugni, que logra un gran trabajo porque consigue dotar de ritmo y narración a toda una vida en tan sólo 92 minutos de metraje, y la producción de Félix Tusell Sánchez y Carmela Martínez Oliart al mando de Estela Films, que han producido películas de Cuerda, Cámera Café, entre otras. La memoria del cine: una película sobre Fernando Méndez-Leite no es solo una película sobre los amantes del cine, sino también es una película para todos los públicos, porque habla de una gran valor en la vida como la pasión, seguido del entusiasmo y la alegría por las personas a pesar de los pesares, siempre con humor, trabajo y libertad, porque si de algo sabe el homenajeado es que este país puede ser muy oscuro y jodidamente raro, y aún así, merece la pena luchar por su cine y las gentes que lo conforman, porque si no otros lo harán por uno y nada de esto será igual. P.D.: Sólo una vez he podido disfrutar del citado Méndez-Leite, y fue no hace mucho en la Filmoteca de Catalunya, cuando se homenajeó la figura de Carlos Saura, y Fernando se mostró honesto, cercano, y lo que es más importante, nos sacó unas sonrisas contando jugosas anécdotas del cineasta desaparecido. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Una vida no tan simple, de Félix Viscarret

EL LUGAR DONDE NO ESTOY. 

“Y, y recordé aquel viejo chiste. Aquel del tipo que va al psiquiatra y le dice: doctor, mi hermano está loco, cree que es una gallina. Y el doctor responde: ¿pues por qué no lo mete en un manicomio? y el tipo le dice: lo haría, pero necesito los huevos. Pues eso es más o menos lo que pienso sobre las relaciones humanas, ¿sabe? son totalmente irracionales, locas y absurdas; pero supongo que continuamos a mantenerlas porqué la mayoría necesitamos los huevos”.

Alvy Singer en Annie Hall (1977), de Woody Allen

Recuerdan Bajo las estrellas (2007), la ópera prima de Félix Viscarret (Pamplona, 1975), basada en una novela homónima de Fernando Aramburu, que contaba la existencia de Benito Lacunza, extraordinario Alberto San Juan, un trompetista de tres al cuarto de vida quebrada y nómada, que se relacionaba con Lalo, su hermano que construía esculturas de chatarra, y la novia de éste, Nines, castigada por la vida y su hija, Ainara, todo un amor. Una historia que se movía entre la comedia y el drama de forma natural, transparente y eficaz, donde había espacio para la ilusión y la desesperanza, la del relato agridulce como la vida misma. 

Después de policíacos al mejor estilo como Vientos de La Habana (2016), su serie Cuatro estaciones en La Habana (2017), ambas inspiradas en la literatura de Leonardo Padura, documentales sobre el cine como Saura(s) (2017), series sobre las consecuencias del terrorismo vasco como Patria (2020), y relatos metafísicos del mundo absurdo y cotidiano de Juan José Millás en No mires a los ojos  (2022), vuelve a los submundos y texturas de Bajo las estrellas, ahora partiendo de un guion original escrito por el propio Viscarret, en el que cambia la clase social considerablemente, pero continúa en esos personajes perdidos y desorientados, deambulando por una vida que parece que les pasó de largo, o quizás, les habían puesto demasiadas expectativas, pocas reales. Nos cruzamos con Isaías, un tipo de cuarenta y tantos, como cantaba Sabina, arquitecto, casado y padre de dos niños pequeños. De joven, ganó un prestigioso premio que auguraba un gran futuro profesional, pero ese futuro no acaba de llegar, y se pierde en pequeños proyectos más desilusionantes que otra cosa junto a su socio Nico. Las tardes las pasa en el parque cuidando de sus hijos y su matrimonio va y poco más, aunque no como debería. Se siente como en el otro lado de esos patinadores nocturnos con los que se cruza que recorren las calles vacías en total libertad. Unos patinadores que nos recuerdan a aquellos que se paseaban por Almagro, 38 y tenían el mismo efecto en el personaje de Pepa Marcos en Mujeres al borde de un ataque de nervios

El cineasta navarro retrata de forma sencilla y honesta ese tiempo no tiempo que muchos vivimos o simplemente, padecemos. Un tiempo donde todo nos parece extraño, como si la cosa fuese con otro, como si todo estuviera en nuestra contra y lo que pasa no sólo es el tiempo sino nuestra ilusión, aquella que creíamos irrompible o vete tú a saber. Cuatro almas son los individuos que se cruzan por Una vida no tan simple, que nos habla de trabajo, de familia, y sobre todo, de segundas o terceras o cuartas oportunidades, y de trenes que pasan y pasan por la vida, y ni nos enteramos. Acompañan a Isaías, tres más de cuarenta y tantas. Su mujer Ainhoa, profe de universidad y a lo suyo, sin nada más. Tenemos a Nico, el socio del protagonista, que tontea con veinteañeras, y Sonia, la maniática de la salud, una madre que coincide en el parque con Isaías, y quizás en más cosas. La excelente cinematografía de Óscar Durán, que ha trabajado con Jaime Rosales y Gerardo Olivares, entre otros, con ese toque melancólico y nublado, que va de la mano con el estado de ánimo de los personajes, el rítmico y pausado montaje de Victoria Lammers, que ha trabajado con Viscarret en series como Patria y la citada No mires a los ojos, y la agridulce composición de Mikel Salas, que ha puesto música a películas de Paco Plaza y films de animación tan interesantes como Un día más con vida

si hay algo que siempre está bien en el cine que nos propone Viscarret es su elección del elenco, ya hemos hablado de San Juan como el trompetista de Bajo las estrellas, y otros como Emma Suárez, Jorge Perugorría, Juana Acosta, todos los de Patria, Paco León y Leonor Watling, formando un grupo heterogéneo pero siempre desafiante. Un excelente reparto que brilla con intensidad, conduciendo y acercándonos a unos personajes atribulados y sin vida, que podríamos ser uno de nosotros o nosotras, encabezados por un deslumbrante Miki Esparbé como isaías, que vuelve a uno de esos tipos de Las distancias (2018), de Elena Trapé, bien acompañado por Álex García como Nico, qué estupenda presentación la de su personaje. Está Olaya Caldera como Ainhoa, que nos encantó en series como Sinvergüenza y films como Los europeos, de Víctor García León, Ana Polvorosa, la pelirroja del parque, tan cercana como enigmática. Y las aportaciones de un viejo amigo de Viscarret, Julián Villagrán, el encantador Lalo de Bajo las estrellas, ahora en la piel de Rascafría, un arquitecto muy snob y total, y la presencia de Ramón Barea como Don Antonio, el “abuelo” de los arquitectos, esa especie de gurú de todos y todas. 

Viscarret ha construido una película de aquí y ahora, que recoge ese estado de ánimo de muchos y muchas, sobradamente preparados, como decía cierto anuncio, pero incapaces y derrotados ante la vida, o mejor dicho, ante la sociedad consumista que exige mucho y da muy poco, a nivel emocional hablando. Seres que deben compaginar profesión, paternidad y maternidad, y además, estar bien, un cristo, y todo para llegar a ese lugar donde quieren estar o se supone que hay que estar, porque los personajes de Una vida no tan simple nos recuerdan a aquellos personajes de clase media frustrados y náufragos de sus propias vidas que pululan por el universo de Woody Allen, tantos y tantas intentando creer en ellos en una sociedad que sólo cree en lo material, en los superficial y en la apariencia, y se olvida de todo lo demás, de las cosas que importan de verdad, las que nos empujaron para hacer esto o aquello, aquellas cosas que las prisas y la obsesión con llenar el tiempo, nos han llevado a olvidarlas y a sentirnos muy tristes y no saber qué hacer con nuestras vidas, o lo que es peor, vivirlas sin más, como si fueran con otro. Quizás Isaías y las demás criaturas de la película aún pueden engancharse a aquel otro yo que cada día que pasa, queda un poco más lejos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Las cícladas. Escapada de amigas, de Marc Fitoussi

BLANDINE SE REENCUENTRA CON MAGALIE. 

“Solo nos separamos para reencontrarnos”.

John Gay

Cuenta la no vida de Blandine, una mujer de cuarenta y tantos, como cantaba Sabina, a la que su marido dejó hace dos años por una mujer tan joven como su hijo de 20 años. Blandine va del trabajo a su vida rutinaria y aburrida hogareña, tan cuadrado como previsible, sin más qué hacer y sometida a su pena y compasión, apática y triste. Su hijo, preocupado por su madre, provoca una cita con Magalie, una amiga íntima del instituto treinta años atrás. Magalie es el otro lado del espejo de Blandine, es ruidosa, vive al día, de aquí para allá, libre en el amor y despreocupada en todo. La cita no acaba de funcionar, una está en la vida y disfrutar, y la otra, está en sufrir y encerrarse. Pero la cosa no va acabar ahí, porque el hijo, otra vez, empecinado en la felicidad de su madre, provocará otro encuentro, empujando a compartir viaje a Grecia y visitar la famosa isla Amorgos, donde se rodó su película favorita de entonces, Le Grand Bleu (1988), de Luc Besson. 

Como es de esperar, el viaje estará plagado de imprevistos, desencuentros y mucho más. Si echamos un vistazo a la filmografía de Marc Fitoussi (Francia, 1976), a los ocho títulos que la componen, está repleta de heroínas femeninas, o mejor dicho, de antiheroínas femeninas, de todas las edades y condiciones sociales. Mujeres envueltas en encrucijadas emocionales que deben lidiar con problemas de todo tipo, pero sobre todo, con ellas mismas. En Las cícladas. Escapadas con amigas, (que hace referencia al archipiélago griego donde se desarrolla la película), no iba a ser menos, pero esta vez, reúne a dos mujeres en las antípodas, tan diferentes como extrañas que, en su día, fueron íntimas pero ahora son dos desconocidas. Como ocurre en sus anteriores trabajos, mezcla con sutileza y acierto, el drama íntimo y personal con la comedia más loca y desprejuiciada, en las dos figuras protagonistas. Una, Blandine, es alta y delgada, una especie de patito feo que ni se quiere ni lo intenta, y enfadada con el mundo, pero más con ella misma, una especie de día nublado en bucle. Frente a ella, Magalie, que está en el otro extremo, totalmente despreocupada en todos los sentidos, fascinada por la dance music, liberada en el sexo y en las relaciones, y sobre todo, una mujer que vive la vida sin pensar en el mañana. 

El director francés estructura su película a través de una road movie al uso, visitando las diferentes islas, es decir, Santorini, la primera escala, luego Kerinos, donde conocen surfistas y cabras, y esperan, Miconos, donde pasan una gran noche con bijou y Dimitris, una pareja excéntrica, y finalmente Amorgos, el destino final o no. Unas islas que las circunstancias van llevando a las protagonistas, donde cada isla-visita se convierte en los diferentes estados de ánimo por los que van pasando las actrices principales y en sus (des) encuentros, que tienen muchos momentos agridulces y altibajos. Con una cuidada y detallada luz mediterránea que combina sus claroscuros propios de la historia que nos cuenta, que firma Antoine Roch, en su segunda película con Fitoussi después de Las apariencias, hace tres años, en una interesante incursión en el thriller psicológico. el exquisito y agitado montaje de Catherine Schwartz, que ya trabajó con Fitoussi en la serie Call My Agent (2015), entre otras, en una película con muchas experiencias y situaciones que se va a los 110 minutos de metraje. 

Aunque la verdadera fortaleza de la película reside sin dudarlo en su grandísimo reparto con una desatada y exuberante y genial Lauren Calamy como Magalie, en su segundo trabajo con el director después de la citada Call My Agent, y que hemos visto mucho últimamente en títulos tan diferentes como el drama íntimo y social A tiempo completo, y el thriller rural Sólo las bestias. Junto a ella, y en ocasiones, algo más alejada, jejejeje, un impresionante y Señorita Rottenmeier triste y rígida como Olivia Cóte, que nos encantó como la secretaria de Catherine Frot en Entre rosas,  en su primera vez con Fitoussi, dos actrices que ya coincidieron en la comedia alocada y divertidísima Vacaciones contigo… y tu mujer (2020), de Caroline Vignal, y para rizar el rizo, a esta pareja cómica y tan diferente, se les une una estupenda Kristin Scott Thomas, que le da ese toque desatado que va mucho con el personaje de Magalie, las dos tan locas y divertidas. Una actriz a la que nos hemos acostumbrado demasiado a verla en roles dramáticos cuando es una gran comedianta como demuestra con su Bijou y la relación libre que tiene con su griego, o sea, con Dimitri, el pintor rico que no entiende ni papa de francés. 

Fitoussi nos regala y nunca mejor dicho, una comedia para divertirse y pasar el rato, pero con algo más, como suele pasar en la cinematografía francesa, tan cuidadosos con ese cine comercial con algo más, porque Las cícladas. Escapada con amigas, no sólo nos hace pasar un buen rato riéndonos con las ocurrencias de Magalie y las reacciones de Blandine, sino que también explora temas tan universales y humanistas como la amistad, la bondad, la fraternidad, la empatía, el amor y la reconciliación y cómo lidiar con las personas que queremos y son tan diferentes a nosotros, y sobre todo, es también un relato que nos habla a susurros y a gritos de cómo aceptar la derrota, el abandono y encontrar las herramientas para seguir, para conocernos y conocer a los otros, a que la tristeza puede ser un gran vehículo para dejar y dejarnos de leches y descubrir y descubrirnos porque el mundo está ahí fuera y nunca espera a nadie, sigue girando con más o menos personas, es así, y Blandine lo debe de aceptar y mirarlo de frente. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El teléfono del viento, de Nobuhiro Suwa

JAPÓN, AÑO CERO.

“Vivir para recordar a los que ya no están”.

La película se abre con un texto que nos informa de las víctimas y desparecidos que ocasionó el terrible tsunami que asoló la costa noreste japonesa en marzo del 2011, y el posterior accidente nuclear de la central de Fukushima. Inmediatamente después, el relato se abre con un plano Ozu, ya que nos sitúa en una cocina, mientras Haru, la adolescente protagonista y su tía preparan el desayuno, y luego, se sentarán a consumirlo. Un plano Ozu porque la cámara se encuentra quieta y a la altura de la mirada de las dos mujeres. Una constante que se repetirá durante los 139 minutos de todo el metraje, en la que Nobuhiro Suwa (Hiroshima, Japón, 1960), posiciona su mirada y la de su cámara a la altura de sus personajes, para mirarlos con detenimiento y de igual a igual, para profundizar en aquello que sienten y sobre todo, para seguirlos y ser testigos de forma honesta y transparente de su andadura. Seguiremos a Haru, la joven protagonista que ha perdido a toda su familia en la terrible desgracia, y después de que su tía ha enfermado, con la que vive en Hiroshima, emprenderá un viaje, no muy consciente y dejándose llevar, recorriendo los 800 km que separan ambas ciudades. Hiroshima, lugar de nacimiento de Suwa, y junto a Nagasaki, las dos ciudades que los días 6 y 9 de agosto de 1945, fueron terriblemente golpeadas por sendas bombas atómicas.

Suwa construye sus películas a través de los (des) encuentros entre un par de personajes, sus conflictos suelen moverse por espacios reducidos o lugares alejados de todo y todos, en una intimidad que traspasa tanto los espacios como los contextos sociales donde se ubican, donde la naturalidad, los pocos elementos y las miradas se anteponen a cualquier otro elemento, donde el artificio no tiene ningún tipo de cabida, buscando siempre esa forma naturalista y cercana en todo lo que cuenta y cómo lo cuenta, ya sea en su país natal, como demostró en 2/Dúo (1997), M/Other (1999), H Story (2001), o en sus películas francesas como la extraordinaria Un couple parfait (2005), donde diseccionaba de forma magistral la descomposición del amor, con ecos de Antonioni, la delicada y asombrosa Yukio & Nina (2009), sobre la inocente y mágica amistad entre dos niñas y El león duerme esta noche (2017), su última película, con Jean-Pierre Léaud, donde fusiona de manera magistral su amor al cine, la infancia y el deseo por ser y vivir.

El cineasta japonés nos habla de dolor y tristeza, trazando un puente entre las dos tragedias más terribles de su país, retratando un país, y sobre todo, a sus gentes, en esa herida profunda que deben arrastrar como pueden, con el recuerdo de la Segunda Guerra Mundial al tsunami de 2011, dos instantes que la película recoge en el viaje de Haru, y todas esas personas que se irá encontrando por su camino, como el señor que la lleva a su casa y ahí conocemos a su madre, aquejada de demencia, que ve en ella a la nieta fallecida, o la pareja de hermanos, ella embarazada, esa familia que ahora no tiene la protagonista, y una leve esperanza a un país todavía sumido en la desesperación por la tragedia, o esos chicos que la asaltan, siendo apáticos con la tristeza de ella. Y finalmente, Morio, un hombre que, al igual que Haru, también perdió a su hija en Fukushima, que convivirá con él parte de su viaje, como ese encuentro con los inmigrantes que tienen un familiar, que ayudó durante la tragedia, en custodia policial por ser ilegal.

Suwa filma de forma intensa y sobria todo el trayecto por Fukushima, desde esa familia que ha vuelto a su casa e intentan mantener cierta normalidad, o esos no lugares, todavía devastados y en ruinas de la ciudad o lo que queda de ella, los reencuentros con conocidos que recuerdan a los que ya no están, o ese momento conmovedor y brutal cuando Haru pasea por las ruinas de su casa, lo que queda de ella, y recuerda a los suyos. El director nipón construye con suma sensibilidad y poesía una pieza de cámara sencilla y abrumadora por su humanismo, muy al estilo de Brecht, con un par de personajes, casi en su totalidad, un espacio físico muy cambiante, eso sí, en un relato lleno de movimiento, ya sea físico y emocional, donde unos personajes hundidos por su duelo, rememoran sus vidas pasadas, diez años atrás, en un presente todavía muy pasado, todavía muy depresivo, todavía intentando levantarse y seguir, aunque duela, aunque solo sea para recordar a los que ya no están, como se menciona en la película, en uno de esos momentos que recoge el espíritu que guía la mirada de Suwa, profundizar en un país azotado por dos grandísimas tragedias, y envolviéndonos en un espacio donde conviven vivos y los que recuerdan, y los muertos, todos aquellos que ya no están, donde el mencionado “Teléfono del viento” del título, se convierte en una metáfora esencial en todo aquello que quiere transmitir una película de exultante belleza, de sensibilidad extraordinaria, y de trayecto vital y humanista sorprendentes, en una vida de piel a piel, de cuerpo a cuerpo, y sobre todo, de emocionalidad y toda la complejidad que conlleva.

Suwa echa mano de viejos y amigos intérpretes como Makiko Watanabe, Tomokazu Miura y Hidetoshi Nishijima para los principales protagonistas, actores y actrices a los que hemos visto crecer, tanto personal como profesionalmente hablando, bajo la mirada de Suwa. Para el personaje de Haru, descubierta en un casting, nos encontramos con Serena Motola, la adolescente que no solo logra transmitir con serenidad y naturalidad toda la tristeza, dolor y desamparo que sufre Haru, sino que lo hace casi como si la película fuese un documento real sobre la tragedia, y ella, un personaje real, donde sus movimientos, escasos diálogos, se envuelven ene sa intensa mirada que apabulla por su sinceridad y cercanía. Suwa ha construida una película sobre el alma, sobre como convivir con la tristeza y el dolor cuando pierdes a los que más quieres, la parte más difícil de la existencia humana, seguir viviendo a pesar de las ausencias y el dolor, pero el director japonés no se regodea en la tragedia, sino lo filma de forma humana, sin apenas música, escuchamos un par de temas, como anunciando o finalizando los diferentes episodios que se vislumbran en la película. Suwa consigue una obra intimista, hablada en susurros, desde la más profunda y sincera intimidad, sin argucias argumentales ni piruetas formales, solo humildad a la hora de acercarse a unos temas y elementos tan duros y complicados, donde Haru, al igual que le sucedía a Edmund, el joven protagonista de Alemania, año cero (1947), de Rossellini, se mueve por las ruinas y la tristeza infinita de una nación sumida en el dolor, capturando un estado anímico de toda una población todavía envuelta en las brumas que debe mirar el dolor, acompañarlo, y para seguir caminando, es necesario no olvidar a los que ya no están. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA