La memoria del cine: una película sobre Fernando Méndez-Leite, de Moisés Salama

EL HOMBRE DE CINE.

“El cine lo es todo para mí, no he hecho otra cosa en la puta vida”. 

Fernando Méndez-Leite

Empezar una película siempre ha sido y será una tarea sumamente difícil. Encontrar el plano o encuadre que invoque algo de lo que se quiere contar siempre resulta un misterio muy oscuro. Pero de alguna manera hay que arrancar el asunto. En La memoria del cine: una película sobre Fernando Méndez-Leite, la película se abre con una de las secuencias más memorables de la Historia del Cine. Estamos hablando del profesor Borg, interpretado magistralmente por el cineasta Victor Sjöström, cuando llega a la casa de su infancia y huele las inolvidables Fresas salvajes (1957), de Ingmar Bergman. Un arranque que resume de manera muy acertada la vida y milagros del citado Méndez-Leite (Madrid, 1944) un hombre que ha sido el cine, esa pasión devoradora que le acompaña desde que era un niño. La cinta hace un repaso bastante exhaustivo sobre su infancia, juventud y madurez pasando por todos los palos y los más representativos de su vida y su cine, porque tanto una cosa como la otra, son indivisibles en su existencia, no sabemos qué fue primero, porque en el caso que nos ocupa, esa cuestión resulta muy complicada. 

Tras las cámaras encontramos a Moisés Salama (Melilla, 1953), un trotamundos del cine documental de retrato como ya demostró con títulos como Vibraciones (2019), codirigido con Miguel Ángel Oeste, donde se acercaba al mundo de la música Hip-Hop Caballo del viento (2017), en la que exploraba la vida de Nando, ahora enfermo, un eterno activista desde el franquismo hasta el 15-M. En la película que nos ocupa, vuelve a acompañarse del citado Oeste, que juntos firman un guion que sigue la biografía de Méndez-Leite desde sus inicios hasta la actualidad. Casi 80 años de la vida de un hombre que ha dedicado su vida enteramente por y para el cine. Desde aquellos cuadernos donde escribía sobre sus películas, con sus carteles y demás, que todavía rellena con la misma ilusión que entonces, su paso de libertad sobre la Escuela Oficial de Cine, sus queridos amigos: Cuerda, Borau, Camus, García Sánchez, etc… Sus críticas en Film Ideal, los primeros cortometrajes como El regreso de Bonny and Clyde y Cambiar de bando, entre otros, su labor como docente en aquellos años sesenta de aperturismo y cambios hasta los ochenta en la Universidad de Valladolid.

Un viaje que sigue con sus largometrajes para televisión como Niebla, El club de los suicidas y El monje, y otras, por los setenta, la muerte del dictador y la transición, inaugurando los ochenta con su largometraje para cines El hombre de moda, los años de la televisión con La noche del cine español, que ya había empezado en los setenta con espacios culturales, sin olvidar su etapa de 2 años al frente al ICCA, donde visibilizó el cine español a nivel internacional,  en los noventa reabriendo la Escuela Oficial de Cine, la ECAM, en 1994 donde estuvo dirigiendo 18 años, la dirección de la serie La regenta, todo un hito de la televisión y de su carrera, sus direcciones en el teatro, y la dirección de más documentales sobre Querejeta, Carmen Maura y Ana Belén, y su inmensa labor en el Festival de Málaga desde 1997 en el comité de dirección, y desde el año pasado presidente de la Academia de Cine.

La película traza una biografía del mencionado que va desde lo íntimo a lo colectivo, con sus idas y venidas, sus logros y alegrías, y como no podía ser de otra manera, sus derrotas y tristezas, tantas obras sin hacer en forma de proyectos que quedaron en años de trabajo y guiones amontonados, los sinsabores de las circunstancias en un oficio el del cine, jodido y esaborío. Los amigos en forma de compañeros de viajes, que ya hemos citado algunos, y podríamos añadir a Manuel Gutiérrez Aragón, Mariano Barroso, y su compañera Fiorella Faltoyano, el omnipresente y actor fetiche Miguel Rellán, los “Regenta” como Aitana Sánchez-Gijón, Carmelo Gómez y Héctor Alterio y demás testimonios que hablan y hablan de Méndez-Leite como hombre, personaje, amigo y confidente, en una relato-retrato que él mismo nos va explicando, con esa voz suave, tranquila, reposada, con ese aire de señor del cine pero con mucha guasa y mucho humor, porque la vida cuando más seria sea, más humor necesita, porque si no uno no aguanta tantos embates y accidentes, tanto propios como extraños. 

Tenemos una imagen bien cuidada que firma el cinematógrafo Pau Esteve Birba, un excelente profesional de nuestro cine que le ha llevado a trabajos con autores tan interesantes como Mateo Gil, Paco Cabezas, Benito Zambrano, el mencionado y desaparecido José Luis Cuerda y Alberto Rodríguez, entre otros, la montadora Paula Bugni, que logra un gran trabajo porque consigue dotar de ritmo y narración a toda una vida en tan sólo 92 minutos de metraje, y la producción de Félix Tusell Sánchez y Carmela Martínez Oliart al mando de Estela Films, que han producido películas de Cuerda, Cámera Café, entre otras. La memoria del cine: una película sobre Fernando Méndez-Leite no es solo una película sobre los amantes del cine, sino también es una película para todos los públicos, porque habla de una gran valor en la vida como la pasión, seguido del entusiasmo y la alegría por las personas a pesar de los pesares, siempre con humor, trabajo y libertad, porque si de algo sabe el homenajeado es que este país puede ser muy oscuro y jodidamente raro, y aún así, merece la pena luchar por su cine y las gentes que lo conforman, porque si no otros lo harán por uno y nada de esto será igual. P.D.: Sólo una vez he podido disfrutar del citado Méndez-Leite, y fue no hace mucho en la Filmoteca de Catalunya, cuando se homenajeó la figura de Carlos Saura, y Fernando se mostró honesto, cercano, y lo que es más importante, nos sacó unas sonrisas contando jugosas anécdotas del cineasta desaparecido. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Viaje a alguna parte, de Helena de Llanos

LO QUE NOS DEJAN LOS QUE YA NO ESTÁN.

“La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”

Gabriel García Márquez en “Vivir para contarla”

La verdad es que, aunque muchos se nieguen a reconocerlo, lo que verdaderamente somos, se lo debemos a otros, a todos aquellos que nos precedieron, a todos aquellos que nos dieron la vida, a todos aquellos que estuvieron aquí antes que nosotros. En realidad, somos la suma de todos nuestros antepasados. Solo somos porque ellos fueron alguna vez. Ahora, que somos, la idea de cómo los recordamos siempre está en nosotros. Todos los recuerdos, objetos, documentación y memoria que dejan cuando ya no están. El nuevo trabajo de Helena de Llanos (Madrid, 1983), transita por ese lado. Porque la directora es la nieta de Fernando Fernán Gómez (1921-2007), y su objetivo, nada fácil, es hacer una película sobre el insigne actor, director, escritor, dramaturgo y muchísimas cosas más. Viajar por un legado muy prolífico que abarca la inmensidad de más de 200 películas como actor, 28 títulos como director, amén de muchos trabajos para la televisión, abundante obra en forma de novela, teatros y demás. Un trabajo nada fácil, lo dicho.

Un trabajo muy costoso en el que la directora-nieta ha invertido cinco años clasificando el material infinito, una quimera el de bucear por el inmenso legado en forma de objetos, documentación e imágenes, del que ya vimos un adelanto en el imprescindibles que TVE le dedicó a José Sacristán, cuando el gran actor se veía con Helena y mostraban algo de toda aquella documentación. La directora que tiene una trayectoria en la que ha hablado de política, perspectiva de género y lo rural siempre en un tratamiento de la no ficción, se instaló en el 2016 en la casa de los abuelos, el citado Fernando y Emma Cohen (1946-2016), no de sangre, pero sí de amor. De Llanos plantea una película-recorrido por la casa, tanto exterior como interior, pero no un recorrido al uso, sino todo lo contrario, un itinerario que nos recuerda a aquel otro de la Alicia de Carroll, donde la realidad y la imaginación se presentan constantemente, se mezclan, se fusión, nos confunden y además, se van bifurcando en infinitos caminos, donde Fernando Fernán-Gómez y Emma Cohen están presentes y ausentes, como nos adelante una de las frases con las que se inicia la película. La función muestra el trabajo de los dos, todo su legado y su memoria, con la que nos cruzamos a cada paso y suspiro que damos por la casa.

Helena es a su vez la directora y la protagonista, que deambula por la casa, establece diálogos con sus abuelos, en el caso de Fernando capturando minuciosamente fragmentos de sus películas, obras de teatro y novelas, y en el de Emma, algunas imágenes con ella viva, y desentierra muchas de sus obras, tanto cinematográficas como literarias, desconocidas en su mayoría. Y no solo eso, recupera el personaje de Juan Soldado, que interpretó Fernando en televisión, en la piel de Tristán Ulloa que se pasea por la casa, con su cuerpo y la voz del desaparecido actor. Invita a los intérpretes de esa mítica película El viaje a ninguna parte, de la que extrae su título, como son José Sacristán, Juan Diego, Nuria Gallardo y Tina Sainz y Óscar Ladoire, que interpretan algunos fragmentos de su obra, así como Verónica Forqué. También, otros intérpretes, todos pelirrojos como el abuelo de joven, escenifican otras partes de la obra tanto de Emma como de Fernando. De Llanos se acompaña de excelentes técnicos como Almudena Sánchez en la cinematografía, que ha trabajado con Chus Gutiérrez, y gran trabajo de edición en el que están Emma Tusell, montadora de Cuerda y Vermut, entre otros, Adrián Viador y la propia directora, para organizar o desorganizar un hermosísimo, trepidante, intenso, desordenado y emocionante collage en el que todo vale, todo se enreda, y sobre todo, se siente el amor y la memoria de los abuelos que ya no están.

Viajamos por un inmenso rompecabezas donde no hay tiempo, porque todo vive, en que todo lo que vemos no es real, o sí, todo lo que vemos pertenece a la fábula, al mundo de los sueños, de la reinterpretación, donde el archivo cobra vida y se mueve y se percibe en cada rincón de la casa. Y no solo eso, también hay reflexión y discusión, porque se plantea la cuestión de cómo hacer una película con todo ese inmenso archivo sin caer en los tópicos, en los lugares trillados y en ese sentimentalismo tan horrible, sino hacer una película sobre como recordamos a los que ya no están, usando su trabajo, su legado y su memoria, donde el cine sea cine, teatro, literatura, imaginación, ensoñación, fabulación, verdades a medias y enteras, y mentiras auténticas o deshonestas, todo al servicio para recordar y resucitar a los abuelos Fernando y Emma, y sobre todo, tenerlos en un mismo espacio, un espacio invisible, oculto, un espacio que no pertenece a este mundo, solo al mundo de los que se atreven a soñar y sobre todo, a invocar a los ausentes y presentes, o diciéndolo de otra manera, un espacio solo existente en nuestros corazones, en ese espacio donde todos los sueños son posibles, en ese espacio donde solo los valientes se atreven a soñar, a volar, a recordar de verdad, y se atreven a vivir y sentir. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Tiempo después, de José Luis Cuerda

EL MUNDO, MIL AÑOS ARRIBA, MIL AÑOS ABAJO.

Aunque José Luis Cuerda (Albacete, 1947) haya tocado muchos palos en su filmografía que se remonta allá por el año 1982, adaptando a autores de la talla de Manuel Rivas, Alberto Méndez o Wenceslao Fernández Flórez, en películas con bastante éxito de crítica y público, su peculiar humor y sarcasmo han creado de él un cineasta de culto en esas comedias irreverentes y surrealistas, donde da rienda suelta a su forma muy personal de mirar las vicisitudes del hombre y la mujer moderna, enfrascado en aventuras apocalípticas o no, en un entorno a cada cual más disparatado y absurdo, eso sí, muy crítico con la sociedad actual, esa con la que nos cruzamos a diario. Quizás para hablar de Tiempo después, es de recibo remontarse a sus primeros síntomas, a sus orígenes, a la película Total, realizada para televisión en 1983, donde el año en cuestión era el 2598, año más o año menos, donde en un pueblo muy castellano y cerraíco, un pastor nos explicaba los sucesos extraños que se habían dado antes que acabara el mundo hace tres días y en Londres. En 1989, se estrenaba Amanece, que no es poco, siguiendo ese tejido de sátira, de absurdo y surrealismo, muy de Baroja y Valle-Inclán, nos volvía a sumergirnos en un pueblo muy castellano, donde llegaban dos seres en motocarro, padre e hijo, y se encontraban con un entorno excesivamente raro, como hombres que nacen de la tierra, elecciones para alcalde, cura, guardia civil, maestro o puta, estudiantes americanos de intercambio, o seres que pululan más o menos entre la extrañez y la risa. Película convertida en pieza de culto, adorada por muchos, en la que existe una ruta turística y todo, todo muy cervantino, y también, muy castizo, y esperpéntico.

La tercera en discordia, después del sonoro éxito de esta última, fue Así en el cielo como en la tierra (1995) en la que la imaginación de Cuerda, nos situaba en el cielo, eso sí con pinta de pueblo manchego, donde un Jesucristo apático y temeroso de su destino, se negaba a seguir las órdenes de su padre, o sea Dios, y no veas el pitote que se liaba, ahí es poco. Después de su última película como director, Todo es silencio (2012) un triángulo amoroso envenenado en el tiempo, que se alejaba de su entorno y mirada, un tiempo dedicado a levantar proyectos que no pudieron ver la luz, y la publicación de algún que otro libro, uno titulado Tiempo después, en 2015, germen de la película que tratamos en este texto. A saber, Cuerda, recogiendo el espíritu de esas películas mordaces, disparatadas, surrealistas y estupendas, nos embarca en el año 9177, ahí es nada, creando un mundo retorcido es poco, donde solo existen dos formas de vida, o al menos eso parece, en una, los bien situados, habitan en un edificio en mitad del desierto (muy parecido a las torres blancas de Madrid) donde hay un rey bubón con acento americano (interpretado por Gabino Diego) un alcalde medio lelo que quiere quedar bien, dentro de la ley, con tó Dios (que hace un estupendo Manolo Solo) una pareja de civiles que deambulan por los diferentes pasillos del inmenso edificio, dividido por puertas, donde cohabitan negocios, tres de cada uno, aunque a veces ese reparto sea completamente inútil.

Bueno, seguimos con los civiles, uno general y muy recto con las normas y la tranquilidad (Miguel Rellán, un habitual de Cuerda) acompañada por otro más joven, con falda escocesa y acento inglés (Daniel Pérez Prada) también hay dos municipales (Joaquín Reyes y Raúl Cimas) que más parecen dos deportistas pijos y tontitos que dos representantes de la ley, un cura violento y tirano (Antonio de la Torre) la Méndez (Blanca Suárez) una subalterna muy atractiva mano derecha del alcalde que se ha convertido en el objeto de deseo del rey, dos barberos en litigio, uno (Arturo Valls) que no tiene clientes y hace y deshace lo que puede para competir con el otro (Berto Romero) que está desbordado de clientes, mientras recita poesía o canta zarzuela. Y, aún hay más, como un pastor que sube a su rebaño a la azotea por ascensor, unos chavales que citan a Hegel y Ortega y reflexionan, pero no mueven un músculo cuando hay que hacerlo, y finalmente, el recepcionista (Carlos Areces genial) legal e impertinente, que se cree algo por su puesto, un cenutrio de primer orden, curas revolucionarios, monjas salidas, y alguno que otro fantasma aburrido, muy del universo de Cuerda, sudamericanos que vuelan y eso, y demás cosas graciosas y alocadas, pero siempre con ese transfondo triste, crítico y duro con eso que llamamos humanidad.

Y luego, el exterior, en el que sólo hay un puñado de parados y hambrientos que viven en chabolas cochambrosas, que hablan de filosofía, historia y tienen ideas políticas muy profundas sobre sus derechos, obligaciones y lucha, que sufren la matraca vociferante de una especio de infiltrado de los del edificio, un speaker de nombre imposible a saber,  Zumalacárregui, con cara de Andreu Buenafuente, que desde su chiringuito particular arenga a los más desfavorecidos para aplacar su sed de libertad y justicia. Con sus dos líderes, Galbarriato (César Sarachu) y José María (Roberto Álamo) que con este último arrancará el conflicto que enfrentará a esos dos mundos antagónicos y tan alejados, o no tanto, cuando el susodicho se presenta en la entrada del edificio con la firme idea de vender su riquísima limonada, más que nada para salir de su miserable situación. El cisma que creará será de órdago, donde el primer mundo y único, se verá amenazado y seriamente tambaleado en su orden social o lo que sea, a más, uno de los barberos asesinará al otro, al de la competencia, para haber si sale de su situación tan mala.

Entre tanto maneje, en un sitio y otro, los dos grupos se lanzarán a la guerra, una guerra a lo Cuerda, que parece más una salida campestre cutre, donde hay más griterío que acción. Cuerda ha hecho una película muy política sin las hechuras habituales de este tipo de cine, con ese disparate e irreverencia tan habitual en su cine, donde todo vale y nada parece tener sentido, y lo tiene y mucho, donde se atiza a todo bicho viviente, a los de arriba, a los de abajo, a los buenos bienintencionados, y a los malvados, a esta sociedad injusta e insolidaria, al capitalismo salvaje, o a ese mercado libre, que de libre tiene más bien poco (como demostrará la resolución del conflicto, a males mayores, soluciones peores) en el que la sátira se convierte en el mejor antídoto a un mundo y unas gentes, que hagan lo que hagan, siempre andarán a la gresca, a la tristeza, y sobre todo, en un planeta imposible para vivir y ser un poco más feliz, aunque la mirada desesperanzada, amarga y vacía que lanza Cuerda sobre la humanidad es clara y concisa, a lo Chaplin, Wilder y demás, que si bien nos reímos y hay mucho humor, es de naturaleza cínico, irónico y vapuleante, porque por muchas vueltas que les demos, en este mundo o en otro, y su realidad más cercana y personal,  ya sea de aquí mil años o más, los problemas seguirán, con otros nombre y otras gilipolleces, pero seguirán.