El sendero azul, de Gabriel Mascaro

EL SUEÑO DE TEREZA. 

“Nunca se es demasiado viejo para fijarse otra meta o soñar un nuevo sueño”.

C. S. Lewis

Hay muy pocas películas sobre la vejez, y las que hay, salvo contados excepciones, pertenecen a su ocaso, centradas en la nostalgia, los recuerdos y la falta de futuro. Por eso, celebramos con gran entusiasmo el estreno de una película como El sendero azul (en el original, “O último azul”), porque su protagonista Tereza de 77 años, que trabaja en un centro industrial de carne de caimán, se enfrenta a que el estado la jubila y la envía a una colonia para personas de su edad, y así dejar espacio para los más jóvenes. Ante ese panorama, la mujer hace lo imposible para escabullirse de la decisión del gobierno, y decide emprender una huida por el río Amazonas en busca de su sueño, que no es otro que volar. Una decisión que la llevará a embarcarse, y nunca mejor dicho, en una gran aventura llena de descubrimientos tanto físicos como emocionales, en los que crecerá como persona y, sobre todo, la sumergirá en la vida por primera vez, en vivir en libertad, en vivir plenamente, y en vivir como ella quiera frente a la ley que nos obliga a producir y no ser. 

El director Gabriel Mascaro (Recife, Brasil, 1983), que arrancó su filmografía dirigiendo documentales como  Avenida Brasilia Formosa (2010) y Doméstica (2012), entre otros, y ficciones vistas por estos lares como Vientos de agosto (2014), Boi neon (2015) y Divino amor (2019), en las que miraba con sentido y crítica lo rural en las dos primeras, y la evangelización de su país con la llega del conservador Bolsonaro al poder. Con El sendero azul, coescrita por Tiberio Azul y el propio director, mezcla muchas cosas diferentes: tenemos el género fantástico, con el líquido azul de un caracol que hace ver cosas futuras, la crítica social, con una sociedad obsesionada con la productividad, el viaje íntimo y personal, con una abuela que se niega a ser un florero y quiere luchar por convertir sus sueños en realidad, y por último, la realidad y contradicciones del río Amazonas, en relación a esa imagen romanizada del foráneo. Y todo, eso en una estructura que bebe mucho del viaje, o cómo la llaman los estadounidense, las road movies, esas historias donde lo importante es el viaje, como el Ulises de Homero, el origen de todo, el héroe, en este caso, la heroína Tereza que quiere seguir soñando en pos a una sociedad estúpida y enloquecida en lo físico y vacía en lo emocional. 

El apartado técnico de la película está concebido como las aventuras de antes, con la Panavision como encuadre y el formato de 1.33 y 4/3 que ayuda a penetrar con más naturalidad e intimidad en las relaciones de los diferentes personajes en cuestión, en una cinematografía llena de luminosidad asfixiante y llena de neones durante la noche que firma el mexicano Guillermo Garza, habitual del director Humberto Hinojosa Ozcáriz. La música del mexicano Memo Guerra llena de melodías que mezclan lo misterioso con lo cotidiano se fusiona con gran habilidad con la atmósfera del Amazonas, un personaje más y tan lleno de misterio, tan industrial, tan denso y tan cosmopolita. El montaje que firman la pareja el mexicano Omar Gúzman, habitual de la directora Lila Avilés y el documentalista Javier Toscano, y el chileno Sebastián Sepúlveda, con una gran carrera al lado de cineastas tan reconocidos como Sebastián Leilo, Marialy Rivas y Pablo Larraín, ejecutan una edición concisa, libre y llena de detalles, que consiguen que sus 86 minutos de metraje se vean con interés, en una trama que aborda el género para introducir elementos cercanos y ajenos en una fábula protagonizada por abuelas llenas de vida, entusiasmo y amor por el ser y la vida que ya lo quisiéramos la mayoría. 

Para el apartado interpretativo, Mascaro se ha rodeado de un grupo que transmite una naturalidad y sensibilidad en sus respectivos personajes que hacen que la película vuele muy alto. Tenemos a la protagonista Tereza que hace una fascinante y poderosa Denise Weinberg, con más de un cuarto de siglo de carrera al lado de nombres como René Guerra, Sergio Machado, Sergio Rezende, entre otros. Su Tereza es un personaje inolvidable, una mujer de 77 tacos con una vitalidad, fuerza y resistencia que construye una rebeldía que la hace decir NO, y seguir, a pesar del gobierno, de su hija y de una sociedad con miedo a protestar. Su lucha pequeña e invisible es uno de los actos de amor a la vida y al ser humano tan emocionantes y tan poco habituales en la gran pantalla. El actor brasileño Rodrigo Santoro, con más de tres décadas de carrera al lado de grandes directores como Walter Salles, Héctor Babenco, David Mamet, Pablo Trapero, Steven Soderbergh, Fernando Meirelles, entre otros. Su Cadu es una especie de Robinson Crusoe del río, tan lunático como terrenal, uno de esos vaqueros de Peckinpah, tan gastado como humano. La actriz cubana Miriam Socarrás es Roberta, la otra abuela, la compañera de fatigas de Tereza, otra resistente, rebelde y amante de la vida y del río, y por supuesto, de su barco, que es todo su mundo y su vida. Sólo me queda decirles, que no lo piensen más, y se descubran El sendero azul, de Gabriel Mascaro, cine de calidad, cine humanista, cine sobre la vejez, cine sobre los sueños por hacer y cine de verdad del que habla de lo que nos sucede en nuestro interior de un modo tranquilo, sensible y lleno de amor. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Sueño mexicano, de Laura Plancarte

DERROTADA PERO NO VENCIDA. 

“Dónde haya un árbol que plantar, plántalo. Allá donde haya un error que enmendar, enmienda. Donde haya un esfuerzo que todos esquivan, hazlo tú”. 

Gabriela Mistral 

Durante mucho tiempo, la imagen que hemos tenido de la mujer americana ha sido la de una mujer sumisa y sometida a la voluntad del macho. En muchos lugares, todavía no se ha roto con esa mecánica, pero en otros, sí, en otros, aparecen mujeres como María Magdalena Reyes, una mujer mexicana que casó muy joven, tuvo tres hijos, y un marido que la maltrató. Ella se separó, perdió a sus hijos y trabajó para tener una vida diferente, trabajando y esforzándose para tener otra vida, volver a reunirse con sus hijos y no dejarse vencer por las adversidades vitales. Sueño mexicano, el cuarto trabajo de la cineasta mexicana Laura Plancarte, construida a partir de un guion que firma junto a su protagonista, nos cuenta su vida, su cotidianidad, su fuerza, su vulnerabilidad, su valentía y coraje, pero también, su tristeza y desilusión, porque Malena, como la conocen sus allegados no es una mujer que se rinda fácilmente, ella ya ha conocido el infierno y por eso, es una mujer mucho más fuerte de lo que creía, y si tiene algún miedo es de sí misma, de volver a antiguas desesperanzas. 

La directora mexicana ya había hecho Tierra caliente (2014), sobre una familia en mitad de un enfrentamiento entre narcos y militares, Hermanos (2017), donde dos hermanos tienen el sueño de emigrar a EE.UU., y Non Western (2020), en que nos cuenta la relación de un indio y una estadounidense que preparan su boda y se enfrentan a sus diferencias. Cuatro títulos en los que ronda la familia como epicentro de donde nace la historia, y las dificultades para seguir unida, a partir de unos personajes que no se detienen ante los conflictos, ya sean internos o exteriores, porque son individuos que han tenido que luchar y resistir muchas veces, y saben que la única forma de conseguir sus objetivos es no dejarse vencer y seguir su camino por muy difícil que este sea. Las tramas de Plancarte nos cuentan la cotidianidad de seres anónimos, a través de su humanidad, con una cercanía e intimidad extraordinarias, en que la mirada de la cineasta se posa para observar sus vidas, desde una posición de mirar y no molestar, optando el punto de vista de testimonio, de estar muy cerca de ellos y ellas sin inmiscuirse en sus existencias, de acompañar y de mostrar, siempre desde lo humano y la naturalidad.

Un grandísimo trabajo técnico ayuda a que sus películas se vean con reposo y nada artificiales, en que la cinematografía de Franklin Dow, que ya había trabajado en la citada Non Western, la vemos presente y nada juzgadora, sino desde la transparencia y el reposo, así como la excelente música de Pablo Todd, en su segunda colaboración con la directora después de la mencionada Hermanos, que no suena impostada sino de apoyo para contar toda la montaña rusa de emociones que vive la protagonista, y el tema de Marc Vicente, “Es un momento mágico”, cantada por Isis Cruz, en uno de esos instantes donde vemos a la protagonista sumergida en ese sueño del que habla la película, donde la cinta adquiere todo su sentido. El magnífico montaje de la chilena Andrea Chignoli, que ya va por el medio centenar de títulos a pesar de no haber cumplido los 35, junto a grandes de su país como Andrés Wood, Nicolás Acuña, Pablo Larraín, Marialy Rivas y José Luis Torres Leiva, entre muchos otros, que hace un trabajo impecable ya que la historia que se cuenta no era nada sencilla, por los continuos altibajos por los que pasa Malena, en sus continuas idas y venidas por las que transita una mujer en sus intensos 89 minutos de metraje, en los que pasa de todo y a todos. 

Es muy bueno para sus vidas que vean una película como Sueño mexicano, de Laura Plancarte, porque verán hundirse sus prejuicios en relación a las mujeres americanas, primero de todo, y después, conocerán la vida de una mujer como María Magdalena Reyes, una persona como todas nosotras, que vive y trabaja y lucha y se alegra y se entristece que, a veces, se rinde una noche y a la mañana siguiente, vuelve a ponerse el mono de trabajo de la vida y continúa con la lucha y la batalla diaria, perdiendo y ganando como todos, y soñando, cayéndose y levantándose otra vez, y una más y así siempre, con coraje y sin rendirse nunca. Tiene la película un tono parecido al que tenía La camarista (2018), de Lila Avilés, que también contaba las dificultades de una mujer que trabajaba en un hotel y no podía estar con su hijo. También, si todavía no lo conocen, sabrán del cine que hace la directora mexicana Laura Plancarte, relatos llenos de vida, con personajes de verdad, de esos que nos explican realidades como las nuestras, y no desde el embellecimiento o el sentimentalismo para agradar, sino desde lo humano, desde lo emocional, a través de ese torbellino de sentimientos y emociones en los que vivimos todos y todas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La bestia en la jungla, de Patric Chiha

JOHN ESPERA JUNTO A MAY.  

“El misterio es la esencia de toda belleza verdadera”.

Henry James 

Existen muchas probabilidades a la hora de adaptar una obra. Se puede ser fiel a la novela o por el contrario, se puede ser fiel sin serlo, es decir, adaptar la novela y llevársela a su tiempo. Es el caso de la adaptación de La bestia en la jungla, que ha dirigido Patric Chiha (Viena, Austria, 1975), traslada la época victoriana del cuento de Henry James (1843-1916), a una etapa en concreto, la que va de 1979 a 2004, con un extraño y festivo prólogo que acontece diez años antes, en 1969. También, ha escogido un espacio diferente, la discoteca donde acontecerá esta sensible, diferente y romántica historia. El espíritu de James impregna el relato con un tipo como John, solitario y tímido, alguien alejado de todos y todo, incluso de él mismo, obsesionado con un misterio desconocido, un misterio que cambiará su vida por completo, desconoce cómo se producirá, pero sabe que le sacudirá y debe esperarlo, como esa bestia al acecho que en algún momento, se abalanzará sobre él. En este cometido, le seguirá May, una joven completamente diferente a John, porque ella es extrovertida y social, que le acompañará esperando ese suceso. 

A partir de una adaptación que firman Jihane Chouai, el cineasta Axelle Ropert (que tiene en su haber películas con Serge Bozon), y el propio cineasta que, en su quinto largometraje, nos sumerge en una discoteca sin nombre y en todos los sábados por la noche que los dos protagonistas se reencuentran. En esa atmósfera donde se juega con la vida, la muerte, el sueño y la fantasía, donde lo romántico que impregnaba la literatura de James, está muy presente, donde las formas y los límites se disipan, en un constante juego de espera mientras la vida va sucediendo, con la evolución de la música disco hasta la techno, y los diferentes bailes, que van desde el “agarrao” hasta el más frenético individualismo con formas abstractas y alucinógenas. Una atmósfera extraña, onírica y fantástica, donde John mira y May se mueve, en el que John observa y espera y May parece hipnotizada con él, porque a pesar de su rareza, siempre vuelve y espera con él. La extraordinaria y magnética cinematografía de Céline Bozon (que ha trabajado con el citado Bozon, Tony Gatlif y Valérie Donzelli, entre otros), ayuda a construir ese universo donde todo es posible, ajeno a la realidad, al día, a todo lo demás, y sumergiéndonos en esas vidas de sábado, con el baile, las amistades y el tiempo detenido. 

La música del dúo Émilie Hanak y Dino Spiluttini ofrecen un tremendo abanico de propuestas que recogen toda la evolución que va marcando el cuarto de siglo por el que transcurre la película. El estupendo montaje de la pareja Julien Lacheray (que tiene en su filmografía a cineastas tan importantes como Claire Denis, Céline Sciamma, Rebecca Zlotowski y Alice Winocour…), y la austriaca Karina Ressler, la cómplice de una gran cineasta como Jessica Hausner, llenan de ritmo y pausa el relato, fusionando cona cierto lo físico con lo psicológico, donde el baile y las conversaciones profundas y los silencios van conformando una historia diferente y llena de misterios que nos atrapa por su cotidianidad y su fantasía en un relato que se va a los 103 minutos de metraje. Aunque donde la película coge vuelo es en su magnífica pareja protagonista, tan diferentes como cercanos. Con un estupendo Tom Mercier en el rol de John, que ya nos encantó en Sinónimos (2019), de Nadav Lapid, dándolo todo con un personaje difícil, que no se abre, tan tímido como misterioso, aislado, casi como un extraterrestre, o quizás, alguien tan raro que no parece real, o tal vez, su misión en la vida sea mirar a los demás y esperar, una espera que comparte con una maravillosa Anaïs Demoustier, una actriz que nos encanta, porque siempre está tan bien, tan natural y tan cercana, en el papel de May, una joven tan alejada de John que sigue con su vida, con su amor y sus sueños, y también, se siente atrapada al joven, porque le atrae esa decisión, tan diferente a su entorno y su vida. 

Una pareja tan íntima y fantástica como esta, necesita estar rodeada de unos intérpretes que doten de profundidad a unos personajes muy estáticos y en continua espera. Béatrice Dalle, que ya trabajó con Chiha en su ópera prima Domaine (2009), en un personaje sin tiempo como el de la encargada de quién entra a la discoteca, su fisonomista es maravillosa, ataviada como una especie de hechicera que todo lo ve y lo sabe. Una delicia para la historia, como el personaje de el encargado del aseo, todo un ser quijotesco, tan suyo como de nadie. Después tenemos a ellos dos. Por un lado, está Pierre que hace Martin Vischer como el novio de May, tan enamorado como incrédulo a la decisión de May, y Céline, la encargada del guardarropa, todo un clásico de las discotecas de antes, que tiene en la actriz Mara Taquin su figura, que se enamora de John, un amor o no. Debemos agradecer la decisión de Chiha de hacer una película como La bestia en la jungla, que bajo un tono fantástico e irreal, que tiene mucho que ver con todo lo que sucedía esos sábados por la noche en las discotecas, donde el mundo de fuera desaparecía y todo se sobredimensiona en el interior oscuro y musical que allí se generaba. 

Tiene la película el tono de películas mudas como las de Pabst y las expresionistas, u otras como la Jennie (1948), de William Dieterle, donde nada es lo que parece y donde los personajes no parecen de este mundo y lo que sucede es fantástico y pertenece al mundo de los sueños y las pesadillas, de todo aquello que no podemos explicar con palabras. Un cine como era antaño, donde los espectadores tenían experiencias psicológicas y emocionales muy importante, en que el cine usaba elementos fantasmagóricos para sumergirnos en un universo diferente y cercano a la vez, donde los personajes sentían y sufrían como nosotros, donde la imagen se inventaba y en el que nos adentramos en otros mundos, otras sensaciones y otros conceptos, en un cine que ya parece que no volverá, un cine que ha perdido su inocencia, la inocencia de las imágenes, de la ilusión, donde todo era más placentero y más profundo, como hace La bestia en la jungla, porque mientras su pareja protagonista espera, la vida y todo lo que sucede a su alrededor continúa y cambia, y ellos ahí, como dos personajes de otro tiempo, otro mundo, otra emoción y otro misterio. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Yo capitán, de Matteo Garrone

EUROPA, EUROPA. 

“Los inmigrantes no pueden escapar de su historia más de lo que uno puede escapar de su sombra”.

Zadie Smith

Esta es la historia de Seydou y Moussa, los jóvenes protagonistas de Yo capitán, la nueva película de Matteo Garrone (Roma, Italia, 1968). Dos primos adolescentes que sueñan con salir de su poblado de Senegal y viajar hasta Europa, enfrentándose a un viaje completamente desconocido. Un viaje que hacen cada día hombres, mujeres y niños y niñas anónimos e invisibles que quieren una vida mejor. El director romano que siempre ha estado atento para visibilizar las gentes de la periferia, a través del lado oscuro como hizo en Gomorra (2008), su primer y mayor éxito basado en la novela de Roberto Saviano, que destapaba las artimañas sucias de la Camorra, le siguieron otros títulos interesantes como Dogman (2018), y Pinocho (2019), éste último no estaría lejos de la atmósfera de Yo capitán, porque también habla de dos personas que están sometidos al mundo de los adultos, enfrentados a continuos peligros que deberán lidiar como puedan. 

Garrone a partir de un guion escrito junto a Massimo Ceccherini, que ya estaba en Pinocho, Massimo Gaudioso, que ha coescrito muchas películas con el director romano, incluida Gomorra, Andrea Tagliaferri, colaborador en los cortometrajes de Garrone, y el propio director, para construir una odisea que arranca en Senegal y sigue por el inmenso y vasto desierto del Sahara, con ese land rover surcando la arena a toda hostia, para más tarde, encontrarnos con los militares libios que les roban, y después, siendo detenidos por las mafias que les exigen dinero, y más allá, una eterna espera trabajando en Trípoli para conseguir el dinero suficiente para embarcarse y llegar Italia. El director italiano deja a un lado la responsabilidad europa ante tanta injusticia y tanta maldad, porque la película quiere contarnos aquello que desconocemos, que no ocupa nunca los informativos, y quiere explicarnos esta terrible odisea a modo de diario, siendo testigos de las penurias, las amenazas, y el miedo que viven los dos protagonistas. Eso sí, en ningún instante, se regodea ante tanta injusticia, porque la película no va por ahí, la cámara muestra pero no se torna miserabilista, muestra lo necesario y sobre todo, se centra en el sueño de los dos senegaleses. Hay fraternidad y compañerismo, aunque a veces sirva de muy poco, hay mucha miseria, una idea explotación brutal y deshumanizada, pero entre los sometidos hay esperanza, muy poca, pero ahí. 

Otra gran posición de la película es la de mirar a sus personajes y su paisaje de un modo humano y honesto, no hay esa intención de regodeo en las imágenes sobrecogedoras de la inmensidad del desierto y su paisaje hipnótico, porque su película no va de un safari, sino todo lo contrario, porque el desierto actúa como ente amenazador como va mostrando el reguero de cadáveres que deja. La cinematografía de Paolo Carnera, que ha trabajado con grandes como Paolo Virzi, Sergio Rubini, Érick Zonca y Paolo Taviani, entre otros, ayuda a crear esa especie de viaje extraordinariamente físico y sensorial, donde no hay tiempo para pensar, porque el nuevo peligro amenaza. El montaje de Marco Spoletini, que amén de trabajar con Alice Rohrwacher, es un fiel cómplice del cine de Garrone, que se va a los 121 minutos de metraje, en una historia que cuenta muchas cosas, pero lo hace sin atiborrar ni cansar, con pausa y tensión. La música de Andrea Fabri que debuta en el cine de Garrone, amén de las canciones que resuenan con fuerza y delicadeza, se tornan imprescindibles para contar todo aquello que las imágenes no llegan y generar esos espacios de emoción tan importantes en una película que habla mucho de lo que somos como planeta. 

No es la primera vez que la inmigración había sido el tema del cine de Garrone, en su ópera prima Terra di Mezzo (1996), donde seguía a varios inmigrantes que sobrevivían en la periferia romana con ecos de Pasolini, y en su segundo trabajo Ospiti (1998), se centraba en dos primos albaneses que luchaban en la bulliciosa Roma. Con Yo capitán vuelve a la inmigración de lleno, pero no aquella ya en Europa, sino aquella que quiere llegar, relatándonos las historias dentro del viaje, al igual que hizo Elia Kazan en América, América (1963), contándonos la terrible odisea de unos primos turcos que quieren llegar a Estados Unidos. Mención especial tiene el dúo protagonista, Seydou Sarr como Seydou y Moustapha Fall como Moussa, que no sólo dan vida a estos dos jóvenes enfrentados a este negrísimo cuento de hadas, sino que dan humanidad y ferocidad a unos personajes que pierden la inocencia y la aventura de la infancia para adentrarse en el peligroso, injusto y malvado universo de los adultos, bien acompañados por Issaka Swadogo que hemos visto en La noche de los reyes, de Philippe Lacôte, y Mali Twist, de Guédiguian, entre otros, Hichem Yacoubi, en Un profeta, de Audiard, El Cairo confidencial, de Tarik Saleh, y más, Bamar Kane en Padre y soldado, de Mathieu Vadepied, y Ndeye Khady Sy como la madre de Seydou. 

Un ejemplar reparto que consigue veracidad y cercanía en una película muy física que cambia de paisaje a cada instante, dando vida a unos personajes de carne y hueso, unas personas que luchan por seguir adelante en su viaje, porque lo poco que tenían, o sea todo lo que tenían lo han invertido en él, y no pueden volver atrás, pase lo que pase, y se enfrenten a lo que sea. Mucho tenemos que aprender de Seydou y Moussa y todos los inmigrantes que aparecen en la película, porque tienen un sueño y hacen lo imposible por materializarlo, cueste lo que cueste, para ayudar a su madre, como dice uno de ellos, y el aprendizaje de no perder la esperanza en los muchos momentos que deben lidiar, tan difíciles y peligrosos, donde sus vidas se ven amenazadas constantemente, y la valentía y el coraje para ir sobrellevando tanto miseria y dificultad. El que pretenda ver en Yo capitán una película de esas de superación, se estará equivocando, porque la película de Garrone habla de una realidad que existe diariamente, aunque la negamos o la ignoremos, no sé que es peor, una realidad que existe por muchos motivos que ahora no entraremos, pero si hace la película una cosa muy importante, la muestra y deja documento, a partir de una ficción que para muchos será un documento porque la han vivido, la vivirán y algunos no lo podrán hacer porque murieron en el intento. Yo capitán es una historia que pide ser vista, y sobre todo, recordada, porque cada día muchos la viven y algunos ni tan siquiera la pueden recordar. No lo olviden. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Wendy, de Benh Zeitlin

LA VALENTÍA DE WENDY.

“No dejes nunca de soñar. Solo quien sueña aprende a volar”.

Desde que el escritor escocés James Matthew Barrie escribiría Peter Pan en 1904 para el teatro, el niño que no quería crecer ha tenido innumerables adaptaciones al cine, teatro, televisión, literatura, etc… Quizás la adaptación más popular es la que realizó Disney en 1953, pero como cualquier obra que se convierte en un fenómeno popular ha tenido adaptaciones muy fieles y otras muy infieles, eso sí, sin dejar de mantener el espíritu de aventura, vitalidad, sueño que tienen los niños perdidos de la original. En Hook (1991), Spielberg, convirtió a los niños en adultos, pero con la misma fuerza y valentía para vivir su propia aventura y combatir con el temido Garfio. Ahora, nos llega una nueva adaptación de la mano de Benh Zeitlin (New York, EE.UU., 1982), del que ya vimos Bestias del sur salvaje (2012), en la que a través de una niña de seis años, nos hablaba del respeto a la naturaleza con simbolismo y humanidad. En Wendy, su segundo trabajo como coguionista y director, coloca el foco en el personaje de la niña que sigue a Peter Pan al país de nunca jamás, acompañada de sus hermanos gemelos.

Wendy es vital, alegre y soñadora, pero con los pies en el suelo, disfruta de ese mundo soñado, de vivir y ser libre, alejada de los adultos, pero no olvida su pasado, lo que ha dejado atrás, a su madre, disfruta de los placeres de su nueva vida y la experimenta como la que más, pero se resiste a dejar todo y olvidar, y más cuando el paraíso muestra su lado oscuro, o simplemente, a aquellos adultos que fueron niños que no querían crecer, y la rivalidad que existe. Es una niña libre, con carácter, que no se deja llevar con facilidad, que le discute a Peter Pan su forma de actuar, y que aboga por un mundo en paz entre niños y adultos. La simbología y el humanismo de su primera película, vuelve con fuerza a Wendy, porque Zeitlin coge el original y lo lleva a un terreno diferente, a un espacio donde vida y crecimiento van de la mano, donde ese mundo de sueños y fantástico, tiene una parte muy oscura, porque el pasado no era tan horrible, ni la nueva vida perfecta, con ese contenido emocional que hará de Wendy una persona diferente, alguien que se cuestiona esa realidad que también tiene el país de nunca jamás, que quiere ser ella sin necesidad de mirar para otro lado, siendo consciente de la realidad que existe.

La armonía y belleza que captura la película, a través de la cinematografía de Sturla Brandth Groulen (que tiene en su filmografía películas tan interesantes como Victoria, Rams, el valle de los carneros o Heartstone, entre otras), cuidando de forma magnífica toda la belleza y esplendor que emana ese universo soñado por los niños, con esa cámara en continuo movimiento, captando todas las acciones y aventuras de los personajes, filmando esa vida febril y apasionante que no tiene respiro alguno, que se mueve constantemente de un lugar a otro, en volandas, sin pausa, a toda prisa. Quizás, la película, más interesada en mostrar ese mundo de fantasía y sueño, se olvida un poco de la historia propiamente dicha, y en algunas partes, el film se reduce a mirar y apabullarnos con su grandísima planificación y preciosismo, pero la parte final, con el encuentro con esos adultos que crecieron a su pesar, todo encaja mejor, y vemos las verdaderas naturalezas de los personajes, cuestionando muchas cosas de la isla, de Peter Pan y esa negación a crecer y convertirse en adulto, los momentos más conmovedores y magníficos de la película, donde Wendy tomará una gran decisión, y sobre todo, entenderá que ese mundo no era tan bonito ni ideal como lo pintaba Peter Pan, y quizás, lo de fuera de ese “paraíso soñado”, se ve con ojos muy diferentes.

Un elemento primordial en Wendy es su excelente reparto, que combina intérpretes profesionales con maravillosos debutantes que dan vida a los niños, encabezados por una maravillosa Wendy, en la piel de la jovencísima actriz Devin France, con sus penetrantes ojos azules, su mirada inquieta, y su gesto valiente, se convierte en el foco de la función, bien acompañada por  Yashua Mack como Peter Pan, y los hermanos gemelos de Wendy, a los que dan vida los gemelos Gage y Gavin Naquin. Zeitlin no solo habla de la infancia como una especie de paraíso perdido, sino como un proceso de crecimiento interior, de darse cuenta de las alegrías y tristezas de la vida, y a pesar de lo malo, la necesidad de seguir descubriendo, de sentir las cosas, y sobre todo, entender que la vida hay que vivirla, con todo lo que eso conlleva, con su felicidad cuando la hay, su amargura cuando llega, y seguir avanzando y sentir que todo se convierte en una oportunidad, que la vida siempre nos quita y nos regala cosas, y en ese sentido el personaje de Wendy lo entiende mejor que nadie. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

 

Pa’trás ni pa’tomar impulso, de Lupe Pérez García

LA BAILAORA QUE NUNCA SE RINDE.

“A veces, cuando taconeo siento que me meto en la tierra, y siento que me quedo ahí, clavá, me siento como un árbol de esos de mi pueblo, porque ahí, ahí está el secreto de la bellota, en crecer pa’bajo, pa’luego, crecer mucho, mucho, pero que mucho pa’arriba”

En la imagen que nos da la bienvenida a la película, vemos a Carmen con los ojos cerrados, muy cerca de la cámara, como soñando, para luego pasarnos a otra, en la que la bailaora muestra su arte a un grupo de niños y niñas indígenas, en alguna remota aldea de los Andes, en la Argentina. Sobre las imágenes que no tienen sonido, escuchamos la voz andaluza de la bailaora, expresando en palabras lo que siente cuando baila. A partir de ese instante, ya no podemos mirar hacia otro lado, la gracia, el arte, la mirada y el gesto, y el flamenco que desprende por todos sus poros Carmen, se convierten en nuestro camino y destino. La película entrará en su vida, en su alma y nos descubrirá a la artista y a la persona.

De la directora Lupe Pérez García (Buenos Aires, Argentina, 1970), ya habíamos visto Diario argentino (2006), en la que la propia Lupe volvía a su país natal, después de años como inmigrante en Barcelona, para mostrarnos sus ilusiones, inseguridades y un trozo de su vida y su entorno, y el sentimiento de arraigo de todos los que abandonan su tierra. Como editora en El cielo gira, de Mercedes Álvarez, y en El cuaderno de barro, de Isaki Lacuesta, y su segundo trabajo, Antígona despierta (2014), una recreación del mito de Sófocles, en la que indagaba en las formas de representación, los límites de la narración, y la figura del mito en la mujer contemporánea. Ahora, nos llega su nuevo trabajo, un proyecto que nace de la productora Marta Esteban (Barcelona, 1949), una mujer que lelva casi tres décadas produciendo cine de nombres como los de Tanner, Cesc Gay, etc…, también responsable de Diario argentino. Esteban conoce en Argentina a la bailaora Carmen Mesa (Encinas Reales, Córdoba, 1975).

Pérez García hace suya la película, y construye un relato enormemente vitalista y magnífico, que nos habla sobre inmigración, algo que conoce mucho la directora. Un mosaico sobre retazos en la vida de alguien que persiguiendo un sueño de convertirse en artista, llegó hasta Argentina. Allí, a modo de diario íntimo y muy personal, la vemos bailando, dando clases, extrañando a su familia, con la tristeza de la hermana enferma, un desengaño amoroso, y la difícil sensación de continuar o volver a su tierra. La directora argentina la sigue por los espacios bonaerenses, por las comunidades indígenas, por los caminos polvorientos de los Andes, por cualquier lugar que vaya, Carmen tiene amigos, gente que la quiere, que la acompaña, que la siente. La bailaora es pura pasión, puro sentimiento, no se arruga ante nada, “Siempre pa’lante”, como nos indica el revelador título de la película, toda una intención de actitud ante uno mismo y ante la vida, y sus avatares.

La directora muestra y captura la vida y el desarraigo de Carmen, y lo hace desde la sensibilidad y el amor hacia una mujer de carácter, alguien firme, una persona fuerte, alguien que se muestra transparente, que viene a ofrecer su corazón, como cantaba la gran Mercedes Sosa, que cada día pelea, que baila y baila, y taconea y taconea, sin descanso, aceptando las tristezas de la vida, y recomponiéndose para mostrar su baile, su gran pasión, su gran sueño, su único amante que nunca la abandonará. Casi a modo de road movie, como esos eternos viajes a los cerros de los Andes, donde les espera el amor y la inocencia de unos niños que aman su baile y quieren ser como ella cuando baila, porque Carmen solo es Carmen, cuando baila, cuando se pone ese vestida y mueve con gracia y salero esa bata de cola, siguiendo su ritmo, elevando al cielo todo ese arte, “De dentro pa’fuera”, como menciona en algún momento de la película, un arte que sale de su alma, de su interior, sin cortapisas, sin barreras, arrebatándolo todo, con esa fuerza y pasión que caracteriza el baile y al vida de Carmen.

Pa’tras ni pa’tomar impulso es un retrato femenino muy íntimo, personal y profundo, que sigue la estela iniciada con la propia directora, siguiendo con Antígona, y ahora, con Carmen, tres mujeres que siguen, que nunca se rinden, que luchan por ser ellas mismas, a pesar del entorno hostil y difícil. Una película que nos habla sobre la necesidad vital de perseguir un sueño, de hacer lo imposible para que nuestra vida sea lo más aproximado a lo que sentimos, a hacer lo que sea para ser quién sientes que has de ser, lanzándose a todos los abismos que encuentres, saliendo adelante de tantas vicisitudes, malas historias y desilusiones, encontrándose, reencontrando y conociendo a personas, que entran y salen de nuestras vidas, que van y vienen por nuestro universo, unas más o menos, sintiendo la vida en toda su plenitud, en toda ella, con sus alegrías y tristezas, sus buenos y malos momentos, pero siempre bailando, recomponiendo las partes dañadas, agarrando fuerzas y continuar bailando. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Largo viaje hacia la noche, de Bi Gan

MEMORIA Y SUEÑO.

«Si se incrementa la duración normal de una secuencia, primero te aburres, pero si la incrementas aún más, crece el interés. Y si, incluso, la incrementas más, surge una nueva calidad e intensidad.»

Andrei Tarkovski

Hace cuatro años cuando apareció Kaili Blues, de Bi Gan (Kaili, provincia de Guizhou, China, 1989) nos quedamos atónitos con una película de narrativa absorbente, ambientes oníricos que emanaban una verdad naturalista y una realidad espectral, con ese aroma de road movie que seguíamos inquietos a alguien volviendo a sus orígenes en busca de su identidad y de todo aquello que un día dejó. Tanto el paisaje físico como mental del protagonista se convertían en un solo espacio, un lugar abierto a un no tiempo imposible de predecir y ubicar, más cercano al mundo de los sueños y la fantasía que de la realidad, pero con imágenes cotidianas y muy cercanas. Bi Gan entró con fuerza al cine convertido en un autor con su primera película, un autor muy personal y profundo, que seguía una tradición muy arraigada en la cinematografía china evocando a nombres tan ilustres como Hou Hsiao-Hsien, Edward Yang, Wong Kar-Wai o Tsai Ming-Liang, entre otros, cineastas que construyen una atmósfera viva y libre en que el espacio y tiempo reconocibles aparentemente, se convierten en premisas próximas a un mundo onírico profundamente imaginativo.

En su segundo trabajo, Largo viaje hacia la noche, Bi Gan vuelve, o podríamos decir, continúa explorando los paisajes de su pueblo natal, un lugar subtropical anclado y perdido de todo, una arcadia perdida en el limbo del subconsciente,  quizás también en el tiempo y el espacio, en que veremos a un hombre, en este caso a Luo Hongwu que llegará con el propósito de encontrar a una mujer, Wan Qiwen, de la que sigue enamorado. Otra vez, como sucedía en su opera prima, alguien busca a alguien y partiendo de los mismos paisajes naturales, que no reales. Si bien el cineasta chino estructura su narración en dos partes. En la primera que llama Memoria, nos sumergimos en un no tiempo, en una crónica de los hechos sucedidos, en que a través de la memoria de Luo Hongwu recuerda el amor que tuvo con Wan Qiwen, en un relato desestructurado, filmado en continuos planos secuencia, uno tras otro, con continuos saltos en el tiempo y en formato 2D, donde seremos testigos de la historia de amor desde el punto de vista del protagonista, real o no, así será como la recuerda, y Bi Gan la filma, en que ya se introduce el concepto de irrealidad de la historia, con esos no lugares, anclados en la inmensidad del tiempo, en espacios donde todo se ha detenido, donde todo parece real, pero no lo es, porque constantemente nos preguntamos si lo que recuerda y cómo lo recuerda el protagonista es lo que realmente sucedió o no, misterio que nos acompañará y que en ningún momento no será revelado.

Gan nos propone confiar en nuestras emociones, en aquello que las imágenes ocultan, en aquello intangible que sucede tanto en el interior de los personajes como en nuestro interior, en ese viaje espiritual que propone la película, en un viaje más allá de las imágenes, un viaje que provocan las imágenes huyendo de su materia física, más cercana al mundo de los sueños, de las evocaciones o del recuerdo. En la segunda mitad, que se desarrolla en unos 55 minutos, titulada Poppy, extraído de una poema de de Paul Celan. Bi Gan nos traslada a Kaili, como en su primera película, a su tierra natal, en una especie de sueño nocturno, donde todo parece real o no, en que la película se sumergirá en un viaje onírico, a través de un majestuoso plano secuencia filmado en 3D, donde el cine se convierte en un estado hipnótico, fascinante y abrumador, como le ocurrirá al personaje, cuando al final de la primera parte entra en un cine, se coloca las gafas 3D y ahí, justo en ese momento, arranca la segunda mitad de la película, en un nuevo estado, filmado de otra manera, creando esa ilusión, entre real y falsa, en donde el tiempo del protagonista se torna diferente, recorrido por una extrañeza singular, como una pieza musical que evoca el mundo de los sueños, el universo oscuro de la noche, donde las almas vagan a la deriva, sin tiempo, ni sobre todo, espacio, porque será cuando Gan convertirá el espacio en su elemento más preciado, con continuas idas y venidas por los mismos paisajes pero cambiando los diferentes puntos de vista entre el protagonista masculino que busca y la protagonista femenina que es encontrada.

Gan construye la película y su narración, como comentábamos al inicio, a través de la mirada, la memoria y los recuerdos de Luo Hongwu, y todo aquello que veremos y sintamos será lo que él vea y sienta, así que tendremos que confiar o no en todo aquello que ve y experimente. El espacio adquiere la dimensión de una ciudad que recibe el nombre de “Dangmai”, como ocurría en Kaili Blues, una especie de Macondo, una ciudad imaginada, una arcadia perdida, no real, de ensueño, imposible de ubicar en un mapa, en el que todo evoca a la ruina y al abandono, perdida en la inmensidad del tiempo y el espacio, un lugar físico en el que vemos pocos habitantes, donde la realidad adquiere dimensiones extrañas y profundas, donde todo es posible y nada es excluyente, en un no lugar donde el paisaje nocturno de calles, canciones de karaoke, habitantes quietos que apenas hablan o se mueven, parecen piezas en un laberinto sin entrada ni salida.

La película mezcla géneros como el realismo mágico con alusiones al universo del escritor Gabriel García Márquez, el fantástico o el noir, en esta fábula de la búsqueda interior y física muy del imaginario de las novelas negras, en que la idea de la búsqueda se torna una búsqueda inabarcable, infinita, emocional y física muy del universo de Antonioni o Tarkovski, donde espacio y tiempo se pierden en el sueño, en la imaginación, donde todo es posible, donde atravesamos un mundo imperceptible para nuestros sentidos, más propio del mundo no tangible, el imaginado o recordado, una especie de poema lírico, donde nos dejamos llevar por lo que soñamos en un espacio físico que evoca constantemente a nuestra memoria, nuestra infancia, y todo aquello que recordamos, sea real o no, sea vivido o no, como le ocurría al joven que buscaba a un antiguo amor en una ciudad cálida y extraña en En la ciudad de Sylvia, de José Luis Guerín, o los no amantes frustrados en sus vidas de In the mood for love, de Wong Kar-Wai, un cine que estaría muy emparentado a las propuestas formales y conceptuales de Bi Gan (ya que comparten el mismo jefe de iluminación Wong Chi Ming, entre otros elementos) o los universos oníricos y reales de Hou Hsiao-Hsien, Edward Yang o Tsai Ming-Liang, cineastas donde el espacio y el tiempo se convierten en los centros de sus discursos, llevando a los espectadores a universos físicos reconocibles, donde el abandono y la ruina se convertirían en los elementos primordiales, pero también, espacios alejados de la realidad, no lugares donde la memoria se mezcla, se funde, y se convierte en un no tiempo no cronológico y completamente anacrónico y desestructurado, en un viaje muy profundo donde los sueños adoptan la materia física que estamos viendo o siendo testigos.

Bi Gan con sólo dos películas se ha convertido en un cineasta magnífico y muy sensorial, como el inmenso trabajo con el sonido, con esa música que va y viene, que escuchamos acercarse y alejarse, conduciéndonos en todo momento por ese universo real, soñado, vivo, muerto, fantástico, memorístico, recordado o simplemente, inexistente, nunca lo sabremos, porque la intención de Bi Gan es que nos dejemos llevar, sin más, por esos espacios opresivos y envueltos en la bruma, llenos de colores vistosos y neones fluorescentes, donde las texturas físicas y emocionales nos envuelven, remitiéndonos a un tiempo pasado, o a un tiempo que creemos que vivimos, espacios de estaciones por donde no pasan trenes, subterráneos ocultos de todos y todo, salas de billar vacías donde las paredes son de plásticos transparentes, envueltos en ese viento, en esa lluvia fina que nos acompaña como una sombra maldiciente del pasado o nuestro presente, no lo sabremos, pero ahí está. El cineasta chino ha creado un universo propio y extremadamente personal, construyendo relatos llenos de ironía y extraños, donde nos invita a viajar por no lugares desconocidos y perdidos en el tiempo y en el espacio, no desde los sentidos físicos y reconocibles, sino desde algo más alejado a nosotros, en un estado diferente, más espiritual, onírico, donde ya no somos nosotros, ya no nos reconocemos, en el que nos convertimos en otros, en todo aquello que sigue latiendo en lo más profundo del alma, como aquel amor que jamás hemos podido olvidar. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Ballad from Tibet, de Zhang Wei

DERRIBANDO BARRERAS.

El sistema en su afán de categorizar y etiquetar a todos impone una sociedad clasista, injusta y llena de diferencias y obstáculos, a los que las personas más vulnerables, ya sea en el aspecto económico, social, cultural, físico o emocional son las que padecen esa sociedad de primeros y terceros mundos, una sociedad que se rige por la superficialidad, la insolidaridad y atenta contra todo aquello que etiqueta de diferente, extraño o enfermo. Cuatro niños son los protagonistas de esta historia, cuatro niños diferentes al resto, empezando por Thumpten, que ve de manera disfuncional por uno de sus ojos, con el otro no ve nada, sus tres amigos completamente ciegos son Droma, una adolescente guapísima que se niega a ser tejedora y una más en su casa, y persigue su sueño de cantar a pesar de las imposiciones familiares, también está Sonam, un masajista bien valorado pero ama tocar su instrumento ancestral y cantar como sus antepasados, y finalmente, Kalsang, el más pequeño de la terna, que sueña con tocar su flauta artesanal. Los cuatro viven en las montañas del Tibet, y los cuatro sueñan con ir al programa “Deseo cantar”, de la televisión de Shenzhen, que da una oportunidad a todos aquellos que sueñan con cantar, aunque del Tibet a Shenzhen hay una distancia enorme, pero los cuatro amigos, ocultándoselo a todos, incluso su profesor, deciden lanzarse a la aventura y viajar hasta Zhenzhen e ir a cumplir su sueño, a pesar que no será una tarea ni mucho menos fácil.

El director Zhan Wei (Hunan, China, 1965) ha construido una filmografía en la que mira hacia las clases más marginales de su país, sumergiéndose en sus vidas más cotidianas y en los problemas que los acechan, visibilizando sus reivindicaciones y denunciando sus condiciones desfavorables de vida. En su quinto trabajo mira hacia los niños invidentes, basándose en un caso real cuando un grupo de niños ciegos cantaron en el “China’s Got Talent”, cosechando un gran éxito. Wei nos sumerge en una película humanista y sincera, en un relato honesto sin estridencias argumentales ni nada por el estilo, huyendo del sentimentalismo y la compasión, experimentando con el viaje de estos chavales enfrentándose a los múltiples obstáculos que se encontrarán en su particular odisea, en el que cada barrera de la naturaleza se convierte en un reto para ellos, y para la relación que se torna difícil, entendiendo que se necesitan unos a otros si quieren arribar a buen puerto con su dificultosa empresa.

Wei nos habla de solidaridad, fraternidad, amor y libertad, de valores que parece que muchos han olvidado o los entienden a su manera, que resulta muy alejada de la realidad social que muchos viven en su cotidianidad. La narración tiene ritmo y pausa, tiene ese aroma de road movie, del camino como descubrimiento, crecimiento y reto personal, en el que nos encontraremos personajes solidarios y profundos, donde también habrá sus diferencias y formas de ver el problema de los niños. La sinceridad y autenticidad que emana la interpretación de los cuatro adolescentes invidentes consigue sumergirnos con naturalidad e intimidad en su odisea, mostrándonos sus miedos e ilusiones, en todo aquello que los hace ser como son, en el que los cuatro amigos seguirán firmes en su idea, caminando sin detenerse, y encontrándose a unos y otros que les ayudarán como un pastor que los alimenta y los guía, o la flota de moteros que los transporta un rato o el joven productor de televisión que se solidariza con su causa, llevándolos al programa y enfrentándose a su jefa para ayudarles, y sin olvidarnos de su profesor que también va en su búsqueda.

La película rinde tributo a lo diferente, a los que viven de forma alejada al resto, a mirar de frente la adversidad, la enfermedad y las herramientas que manejan los ciegos para tener una vida plena y dichosa como cualquier ser humano, venciendo sus barreras personales y sociales, quizás estas últimas son las más terribles, ya que los confinan a una vida solitaria y vacía, muy alejada de sus sueños, de sus formas de ser y su manera de entender su discapacidad y saber que solo ellos tendrán que vencer a unos y otros para así ser quiénes sueñan con ser. La película se ve bien, con buen ritmo y personajes atrayentes y sutiles como los niños, acompañando los majestuosos paisajes del Tibet, y confrontando la realidad rural con la urbana, y sobre todo, la necesidad de confiar unos de otros, alejándose de todo aquello que nos diferencia, y siendo capaces de disfrutar de la vida y reírse de ella sin tener que compadecerse de uno mismo. Una película bella y honesta, profunda e íntima, que nos habla de valores que tristemente han sido relegados a otros, a aquellos invisibles por tener una discapacidad, esta película nos habla de ellos, de sus ilusiones, sus sueños y todo aquello que bulle en el interior de cualquier adolescente que sueña con cantar y expresar todo su interior. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Joan Capdevila

Entrevista a Joan Capdevila, codirector de «Rumba 3, de ida y vuelta». El encuentro tuvo lugar el jueves 14 de abril de 2016, en la Cafetería Café Café de Nou Barris de Barcelona.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Joan Capdevila, por su tiempo, generosidad y cariño, y a Carme Escales de El Periódico, por su paciencia, amabilidad y simpatía, que tuvo el detalle de tomar la fotografía que ilustra esta publicación.

Pensar una película que no existe, de Javier Rebollo

unnamedEvento organizado por la Unión de Cineastas. «Pensar la película que no existe», con el cineasta Javier Rebollo, que nos cuenta su película-proyecto «La cerillera». El encuentro tuvo lugar el martes 2 de febrero de 2015, en el Cine Zumzeig, en Barcelona.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Javier Rebollo, por su tiempo, generosidad y simpatía, al equipo de Unión de Cineastas, en especial a Mar Coll y Cristina Silvestre, por su paciencia, amabilidad y cariño, y al  Cine Zumzeig, por apoyar esta causa resistente y romántica, y sobre todo, dar visibilidad a este tipo de eventos.