Green Border, de Agnieszka Holland

EUROPA, EUROPA. 

 “Mi generación de cineastas sentía que éramos responsables de representar los problemas del mundo y que era necesario hablar de temas difíciles y hacer preguntas, no sólo existenciales, sino también éticas, sociales y políticas. Los críticos denominaron a este movimiento «Kino Moralnego Niepokoju», el cine de la ansiedad moral”.

Agnieszka Holland

Hay películas y películas. Están las que nos hacen pasar un buen rato, y están las otras, las que explican historias, donde lo que prevalece es el sentido humano, es decir político, en el que los personajes se ven envueltos en situaciones difíciles, donde el cine deja de ser un mero retratador, para ser otra cosa, algo parecido a un observador profundo y honesto de las vidas y realidades que lo componen, mostrando unos sucesos y reflexionando sobre lo que cuenta y cómo lo hace, alejándose de cualquier estereotipo, prejuicio y convencionalismo. Un cine que dialogue de frente con lo que filma, y sobre todo, con los espectadores que están al otro lado. Un cine de ida y venida en que el público sea un ente que se cuestione, no sólo la propia película, sino sus propias cuestiones.

Las películas de Agnieszka Holland (Varsovia, Polonia, 1948), coetánea de  Krzysztof Kieslowski o Janus Kijowski, sobre todo las que hizo y hace en Europa, pertenecen a las obras que quedan en nuestro interior, que nos hacen y deshacen como Actores provinciales (1979), Fiebre (1981), Amarga cosecha (1985), Kobieta samotna (1987), entre otras. Con Europa, Europa (1990), su película más emblemática, donde relataba la biografía del judío Solomon Perel que escapa de la Alemania nazi en 1938, con 13 años, crece bajo el amparo soviético, y luego, con la Segunda Guerra Mundial sobrevive haciéndose pasar como joven hitleriano de vuelta a Alemania. Una obra mayor filmada hace 34 años que describe hechos de los años cuarenta, y a día de hoy, pasados ochenta años, seguimos en las mismas, con una Europa de doble moral, cuna del pensamiento y del arte y los avances sociales, y también, un continente de guerras, destrucción e intolerancia. Con Green Border, Holland vuelve a despachar una obra mayúscula, deteniéndose en otros refugiados como lo fue Solomon Perel, ahora en la piel de sirios, afganos y africanos que intentan entrar en el continente por la zona boscosa entre Bielorrusia y Polonia, la llamada “Frontera Verde”, un espacio primitivo, denso y pantanosa. 

A partir de un guion de Gabriela Lazarkiewicz, que estuvo como asistente en Spoor (2017), Maciej Pisuk y la propia directora, donde se hace hincapié al lado humano e íntimo, a cómo las decisiones políticas afectan al ciudadano de a pie. Estructurado a partir de cuatro relatos que, debidamente presentados, se irán mezclando a lo largo de la historia. Por un lado, tenemos a la familia siria que quiere llegar a Suecia y elige, por desconocimiento puro, el lado más salvaje y peligroso, siendo maltratados por la guardia fronteriza bielorrusa y polaca. Después, tenemos al guardia fronterizo, con su dilema moral, hacer cumplir órdenes que van en contra de los derechos humanos, o revelarse ante ellas, en el tercer bloque, los activistas, tratados como criminales, que ayudan a los refugiados y finalmente, Julia, una psicóloga acomodada que se hace activista después de enfrentarse a una situación de humanidad. La cineasta polaca, manteniendo la larga tradición del cine del este, es decir, un cine que mira con atención los avatares políticos de su alrededor, y no sólo muestra una cara sino múltiples rostros, escarbando toda su complejidad, y sobre todo, las cuestiones morales individuales con respecto a lo colectivo. Un cine que se hace muchas preguntas, pero no se atreve a responderlas, porque eso sería maniqueo, aquí hay verdad, o mejor dicho, hay una forma de enfrentarse a los conflictos sociales desde la mirada del anónimo, alejándose de los grandes momentos históricos, porque la historia siempre sucede en la invisibilidad. 

La extraordinaria cinematografía de Tomasz Naumiuk, que ya estuvo en Mr. Jones (2019), de Holland, y también en High Life (2018), de Claire Denis, entre otras, con esa impresionante apertura del plano general cenital del espeso bosque en color que se torna blanco y negro, el no color de la película, en una construcción híbrida donde la ficción se torna documento y ficción a la vez, en que todo está muy cercano, sumergiéndose en lo físico y lo emocional de cada personaje, con esa tensión y agobio en cada encuadre, tanto en lo que vemos como el fuera de campo, con unos contundentes planos secuencias donde prevalece el primer plano y el detalle. El gran trabajo de montaje de Pavel Hrdlica, en su cuarto trabajo junto a la directora, donde tenía por delante un trabajo complejo en una película que se va los 147 minutos de metraje, y en que dialogan muchos personajes y situaciones que sitúan al límite a sus diferentes individuos, en un empleo inmejorable del off, de la tensión con la pausa, con momentos muy tensos e inquietantes, más próximos al cine de terror que el de la vida diaria. Un corte que no se anda de subrayados ni estridencias de ningún tipo, la verdad está en cada plano, y sobre todo, la posición ética de la directora en relación a lo que filma y cómo lo hace, desde la integridad, la honestidad y la mirada del que no impone sino muestra desde lo humano, en consonancia con la íntima música de Frédéric Vercheval, del que hemos visto sus trabajos para Marine Francen, Olivier Masset-Depasse y Bille August, que describe al son de la imagen, con total libertad para el espectador, sin guiarlo, sólo a su lado. 

Un gran reparto de intérpretes que dan vida a los personajes de forma que tanto la acción física como emocional nace desde lo complejo y el cuestionamiento constante, acompañados de la verdad que tanto hablamos, con lo sensible y lo vulnerable en primera línea. Un elenco encabezado por los sirios Jalal Altawil, Mohamad Al Rashi, que junto a la franco-libanesa Dalia Naous, forman la familia siria que huye, la polaca Maja Ostaszewska, que hemos visto en películas de Malgorzata Szumowska, en el rol de Julia, la franco-iraní Behi Djanati Atai es una afgana sola con mucho coraje, el polaco Tomasz Wlosok es el guarda fronterizo, Agata Kulesza, una activista que conocimos como una de las protagonistas de Ida (2013) y Cold War (2018), ambas de Pawel Pawlikowski, y Las inocentes (2016), de Anne Fontaine, entre otras. Tiene una gran oportunidad con el estreno de Green Border, no sólo de ser testigos del horror vivido en la maldita frontera, todas lo son, entre Bielorrusia y Polonia, sino de la doble moral de la mal llamada “Unión Europea”, que persigue con crueldad y violencia a los refugiados que vienen de países donde mantiene intereses económicos, y por otro lado, acoge con paz y armonía a los refugiados que vienen de Ucrania, ya que la guerra la provoca Rusia, donde mantienen una pugna mundial sobre el control económico en terceros países. Un horror y sinsentido, pero aquella Europa del siglo XX destrozada con las dos peores guerras de la historia, sigue en su línea, acogiendo o matando según le convenga, y esto es así, mientras la población anestesiada con sus “experiencias” y existencia mercantilizada, con la esperanza que algunas, pocas, personas dejan sus vidas de lado, y miran a la de los demás, ofreciendo ayuda a los que nada tienen. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El viejo roble, de Ken Loach

UN CUENTO SOBRE LA ESPERANZA. 

“La esperanza es promover la ilusión en circunstancias que sabemos que son desesperadas”. 

G. K. Chesterton

El cineasta Ken Loach (Nuneaton, Reino Unido, 1936), autor de una de las filmografías más interesantes a nivel social y humanista, ya que, desde sus primeras películas como Poor Cow (1967), Kes  (1969) y Family Life (1971), entre otras, su cine se ha decantado por la “Working Class” británica, construyendo tramas alrededor de los conflictos sociales que han ido sufriendo esa parte de la población más desfavorecida. No hay tema social que no haya sido reflejado en su cine en sus más de 32 películas si incluimos sus trabajos para televisión. En una trayectoria que abarca más de medio siglo ha habido de todo, pero sobre todo, ha habido una necesidad de focalizar su cámara en el rostro y las circunstancias de los trabajadores/as desde un lado humanista y socialista, abogando por valores humanos que el consumismo ha ido eliminando sistemáticamente como la humanidad, la fraternidad, la igualdad, la cooperativa y sobre todo, la comunidad como eje fundamental para ayudar y ayudarse los unos a los otros. 

Con El viejo roble (The Old Oak, en su original), cierra la trilogía iniciada con Yo, Daniel Blake (2016), y continúo con Sorry We Missed You (2019), sobre obreros focalizados en el noroeste de Inglaterra, en tantas pequeñas poblaciones que fueron prósperas por la minería que posteriormente, se cargó la Thatcher en los ochenta, y ahora viven de recuerdos del pasado mirando fotos antiguas colgadas en una pared de una parte del local en desuso, toda una reveladora metáfora de la situación de ahora, como vemos en El viejo roble. A partir de un guion de Paul Liberty, 15 películas junto a Loach, la historia se posa en la existencia de TJ Ballantyne, un tipo que regenta el pub del mismo título que la película, que fue y ahora sólo alberga a unos cuántos parroquianos que sólo hablan del pasado glorioso y de las penas y tristezas de la actualidad. Toda esa armonía de estar y ya, se ve interrumpida con la llegada de familias sirias refugiadas, como evidencia su arranque construido a partir de fotografías en blanco y negro acompañadas de su sonido real. La hostilidad y el rechazo que dejan claro muchos lugareños, se ve contrarrestada por el citado TJ Ballantyne que se hace amigo de Yara, que hace fotos, y la gran ayuda de la trabajadora social Laura. 

Loach traza una excelente trama con tranquilidad y sin aspavientos sin recurrir a lo facilón ni la condescendencia, sino todo lo contrario, situando su cámara a la altura de los ojos de sus protagonistas, sumergiéndonos en sus conflictos personales y sociales, sus necesidades que son muchas en una población donde la crisis aboga a la desesperación y la tristeza a muchos de ellos y ellas. Con la compañía de la productora Rebecca O’Brien que desde el 2002 junto a Loach y Laverty están al frente de la compañía Sixteen Films, el director británico no hace una película de falsas ilusiones, nos muestra la realidad del lugar, con una imagen que se acerca y entra en las casas con respeto e intimidad, en un grandísimo trabajo de cinematografía de Robbie Ryan, quinto trabajo con el inglés, amén de películas con Frears, Arnold, Baumbach, Potter y Lanthimos, entre otros. La magnífica edición de Jonathan Morris, 24 películas con Loach, que ajusta con detalle y precisión un relato que se va a los 110 minutos de metraje, en el que hay de todo: documento, ternura, valores humanos y necesidad de acompañarse en los momentos jodidos de la vida. El músico George Fenton, 19 películas con Loach, amén de Frears, Jordan y Attenborough, entre otros, compone una música que ayuda a entender y entrar en el interior de los personajes a partir de donde vienen y porqué actúan de la manera que lo hacen. 

El cineasta británico hace cine y habla de valores humanos y los reivindica, porque es lo único que les queda a los pobres y pisoteados en este mundo mercantilizado donde unos pocos privilegiados someten a la mayoría que vive de sus migajas. Pero, sus películas no son panfletos ni proclamas para construir un mundo mejor, su cine es su mejor ejemplo y ha explorado todas las iniciativas humanas para estar más cerca, para abandonar ese individualismo de mierda que nos deja más sólos cada día y más aislados. Su cine, como hacían los Renoir, Rossellini, Ozu, Kaurismäki y demás, está para y por el obrero, el empleado, el trabajador de lunes a viernes, el que trabaja mucho para tener muy poco, el que sueña con una vida mejor y se jubila sin que llegue, el que mira los partidos de fútbol en el bar de turno rodeado de unas cervezas y amigos. La maestría de Loach para escoger intérpretes que no sólo componen unos personajes de carne y hueso, sino que transmiten todo el desánimo y la esperanza que recorre la película. Tenemos a Dave Turner, que ya estuvo en las dos anteriores que hemos citado un poco más arriba, encarnando a TJ Ballantyne, uno de esos tipos machacados por la vida, que arrastra demasiadas heridas sin curar, pero que aún así, sigue resistiendo en su viejo roble, y se muestra solidario y ayudante a los recién llegados.

Junto a Turner tenemos otros actores y actrices que son tan naturales y cercanos como el mencionado, demostrando la intimidad que consigue el británico para hablar de aquellos problemas que invisibiliza el cine comercial. Valores como la amistad, de las de verdad, de las duras y las maduras, como la que entabla Turner con Yara que hace la debutante Ebla Mari, una de esas mujeres valientes y de coraje que, a pesar de las dificultades, sigue ahí, junto a su familia, y manteniendo una dignidad asombrosa, Claire Rodgerson interpreta a Laura, una actriz que también debuta, escogida del lugar donde filmaron. Trevor Fox hace de Charlie, uno de los parroquianos del citado pub que se muestra hostil a los refugiados. Y luego, una retahíla de intérpretes naturales que han sido reclutados del lugar para dotar a la película de esa verdad y cercanía que tiene el cine de Loach. Las películas del británico gustarán más o menos, estarán más conseguidas o no, pero lo que nunca se le puede reprochar es su mirada al proletariado, a los necesitados, a los desahuciados del desaparecido estado del bienestar, que han quedado en el olvido de los diferentes gobiernos, tan abocados a generar riqueza a costa de la explotación laboral y el recorte de servicios públicos esenciales. 

El viejo roble no es sólo la última película de Ken Loach, sino que como ha anunciado el propio director, esta película es su despedida del cine, a sus 87 años deja de mover la manivela, como se hacía antes. Así que, con El viejo roble se despide del cine uno de los grandes, uno de los nombres que más han hecho para retratar las miserias de una sociedad más idiotizada y absurda a costa de los trabajadores/as como nosotros, porque algunos/as se han creído esto del trabajo y de sus miserables condiciones y siguen ahí, esforzándose en solitario y perdiéndose la vida para conseguir más estupideces materiales y visitar más lugares en una existencia estúpida e histérica. Loach nos pide que por favor dejemos de correr, nos detengamos y miremos a nuestro alrededor, que miremos a nuestro interior y al interior de los demás, que nos demos tiempo, que paremos tanta locura, y sobre todo, nos ayudemos y empaticemos, porque si no, seguiremos solos en el infierno más desesperado, y nos pide que lo hagamos ya, antes que sea demasiado tarde, porque la vida es otra cosa, es compartir y estar cuando las cosas se ponen feas, porque, aunque no lo parezca, seguimos siendo lo que somos y seguimos teniendo las mismas necesidades, y seguimos deseando querer y nos quieran y muchas cosas, y seguimos teniendo ilusión, seguimos resistiendo y por mucho que las élites hacen lo posible, todavía no hemos perdido la esperanza. ¡LONG LIFE FREEDOM! JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La voluntaria, de Nely Reguera

¿QUIÉN CUIDA A QUIÉN?

“A medida que crezcas, descubrirás que tienes dos manos; una para ayudarte a ti mismo y otra apara ayudar a los demás”

Audrey Hepburn

En el imaginario cinematográfico de Nely Reguera (Barcelona, 1978), están muy presentes dos elementos inconfundibles: la familia y el cuidado. En su película corta Pablo (2009), una familia debía lidiar con una enfermedad mental. En su opera prima María (y los demás) (2016), una hija había cuidado de su padre y hermanos desde que murió su madre y había llegado el momento de soltar. En La voluntaria, donde vuelven a estar en labores de guion dos estrechos cómplices de la directora como son Eduard Sola y Valentina Viso,  volvemos a toparnos con el cuidado y la familia, en este caso, con Marisa, una doctora jubilada –  a la que sus dos hijos la quieren, pero cada uno hace su vida lejos de ella -, que acaba de llegar a un campo de refugiados de Grecia. La cámara la sigue en su “aventura solidaria”, todo lo vemos a través de su mirada y sus emociones. Un lugar ajeno y diferente a la vida que ha dejado en Barcelona, un lugar donde encontrará a Ahmed, un niño huérfano que no habla, pero que Marisa verá en él al nieto que no tiene y se desvivirá por el niño.

La directora barcelonesa vuelve a componer un sutil y profundo trabajo sobre el cuidado, la solidaridad y el otro, pero, sobre todo, realiza una exhaustiva fábula moral de aquí y ahora, con ese aroma de los Dardenne, en los nos sumerge en un continuo análisis en el que continuamente nos estamos preguntando sobre la bondad o no del personaje principal, donde cuestionamos o no sus acciones y en las que, durante todo el metraje, tenemos una relación ambivalente con Marisa. Como ocurría en sus anteriores trabajos, la factura de la película es impecable, tanto a nivel técnico, donde encontramos a su fiel cinematógrafo Aitor Echevarría, que sabe conducir es luz cálida ante esas hileras de barracones y tiendas de campaña, donde nos vemos entre lo humano y deshumanizado constantemente, como el ágil y denso montaje que aglutina con oficio los noventa y nueve minutos de la película, donde encontramos a Aina Calleja, otra cómplice de Reguera, que firma la edición junto a Juliana Montañés, que ha estado en las películas de Carlos Marques-Marcet, la excelente música de Javier Rodero Villa, que pone esa luz y negrura que tanto navega por la historia, y finalmente, el sonido directo de Amanda Villavieja, sobran las presentaciones de una de las grandes del sonido en este país, que nos introduce en ese campo real, con todo ese crisol de idiomas, llantos, tristezas y risas que pululan por un lugar tan ajeno y cercano a la vez.

El apartado artístico está a la misma altura que el técnico, con ese niño mudo que interpreta con ternura Hammam Aldarweesh Almanawer, bien acompañado por Caro, el personaje de Itsaso Arana, excelente y concisa la actriz navarresa, que sería el otro lado de Marisa, la coordinadora que sigue con orden y rectitud todas las reglas del campamento, y actúa como faro emocional para el personaje de Marisa, porque alberga más experiencia y sabe de los errores que está teniendo y que son complejos de llevar. Marisa es el cuerpo y alma de una Carmen Machi en estado de gracia, consiguiendo transmitir todas las difíciles emociones de su personaje, donde ella misma se cuestionará muchas cosas y en muchos momentos, no sabrá qué hacer y cuando decide algo, no sabe hacia dónde dirigirse. Un personaje complejo y humano, que cuida al niño y se olvida de dónde está y qué hace allí. Toda la fuerza de la mirada de una Carmen Machi portentosa metida en un personaje con la misma intensidad y complejidad que recuerda a las Rosas que hizo en La mujer sin piano (2209), de Javier Rebollo, donde era una mujer casada muy perdida, y la prostituta rota de La puerta abierta (2016), de Marina Seresesky. Tres mujeres, dos Rosas y una Marisa que luchan por estar un poco menos solas, y sobre todo, por encontrar alguien que las ate a la vida y les dé un camino/esperanza.

Reguera ha convencido con La voluntaria, después de todos los buenos augurios que ya se vislumbraban en la magnífica María (y los demás), y no solo eso, porque en su segundo trabajo aún profundiza en las dificultades de la bondad bien intencionada, en la complejidad de ayudar al otro, y sobre todo, en no dejarse llevar por una solidaridad que sirve como vehículo para curarse emocionalmente, olvidándose de las verdaderas necesidades del necesitado y aún más, en todo aquello que se les da y en muchos casos, no es lo que más le ayuda o le sirve dada su precaria situación, tanto física como emocionalmente. La película plantea muchos reflexiones, dudas y pensamientos que continúan rondando en nuestra cabeza muchos días después de haber visto el relato que nos muestran, y eso es el mejor halago que se le puede decir a una película como La voluntaria, porque en estos tiempos de avasallamiento en las carteleras, es una enorme alegría que algunas de esas historias se queden en nuestra memoria, y no solo eso, que nos cuestionan tantas cosas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Bienvenidos a España, de Juan Antonio Moreno

LAS MISMAS ILUSIONES, LOS MISMOS MIEDOS.

“Nadie es inútil en este mundo mientras pueda aliviar un poco la carga a sus semejantes”.

Charles Dickens

Hace un par de años vimos No nacimos refugiados, de Claudio Zulian, documento profundo y magnífico sobre las vidas rotas de personas que, por circunstancias ajenas, luchaban por levantarse de nuevo en Barcelona, contadas por ellas mismas. Bienvenidos a España, de Juan Antonio Moreno (Talavera la Real, Badajoz, 1982), posa su mirada en la vida de los refugiados también, pero lo hace dese otro prisma, lo hace desde ellos pero en relación a los otros, los de aquí, en este caso, la ciudad de Sevilla. Moreno siempre se ha inclinado por relatos de personas que sufren la guerra, el hambre, la persecución o la inmigración, a través de títulos como Boxing for Freedom (2015), donde exploraba a una mujer boxeadora afgana y sus múltiples problemas para salir adelante. En  Palabras de caramelo (2016), y en Refugio (2020), sendas películas cortas que abordaba la condición de refugiado y el hecho de vivir en otro lugar.

En Bienvenidos a España arranca con un centro de acogida de refugiados de la capital andaluza, que anteriormente fue un nombrado puticlub, para acercarnos en las realidades de diferentes personas a la espera de su legalidad como refugiado. Conocemos a Omnia, una niña que ha llegado del Yemen junto a su familia huyendo de la guerra, a Marouane, un chaval de Marruecos, que su condición de homosexual le ha llevado a España, a Jorge del Prete, empresario huido de Venezuela, a Mady, joven maliense que vive en una pensión a la espera de ser refugiado legal, a Alma y Marta, una pareja lesbiana de El Salvador, que por fin puedo huir de la terrible violencia de su país y pasear su amor sin miedo. La familia Fares de Libia, con sus 11 miembros, dejando una buena vida y empezando de nuevo, y finalmente, Amelia, también venezolana, jubilada que ha llegado a Sevilla para trabajar y enviar dinero a su familia. Vidas que dejan la oscuridad de sus tierras para enfrentarse a una nueva vida, llena de ilusiones y miedos, como se menciona en varios momentos en la película, vidas que fueron muy buenas en un momento, y las consecuencias externas las han cambiado de raíz, llevándolos a sus protagonistas a empezar de la nada.

El director pacense no quiere hacer una película triste y sin esperanza, motivos no le faltan viendo las vidas de sus personajes, sino construir una mirada que los analice desde la verdad, y sobre todo, desde la humanidad, con algún que otro toque de humor, y porque no, hacer una película sobre el encuentro entre los refugiados de naturalezas y culturas muy diferentes, y los de aquí, los sevillanos, donde queda patente en las procesiones de Semana Santa, cuando el recién llegado las mira con asombro e interés, y pregunta por sus orígenes y estructura. Moreno no opta por la condescendencia de la mirada, sino que los mira desde la misma altura, frente a frente, mostrándonos que ellos podemos ser nosotros en cualquier instante, reflejando realidades muy cercanas, personas que tuvieron sus estudios, sus empleos y debido a motivos muy ajenos a ellos, lo han perdido todo, y han tenido que empezar de cero en otro país, conociendo otra cultura, otras costumbres y todo lo que ello conlleva. También, escuchamos a Moreno que asume el rol de narrador, no omnipresente, sino en algunos momentos donde va explicando y analizando algunos aspectos que vemos que necesitan alguna aclaración.

El director extremeño vuelve a contar con algunos de sus antiguos colaboradores que le han ido acompañando a lo largo de su filmografía como el cinematógrafo Alberto González Casal, y el editor Nacho Ruiz Capillas, y la coproductora Silvia Venegas, dándole al acabado de la película ese plus que no solo es interesante y reflexivo lo que cuenta, sino también como lo cuenta, desde la mirada del que muestra una intimidad con muchísimo respeto y además, profundiza tanto a nivel social como humano. Bienvenidos a España es una película realizada desde el alma, desde la emoción, retratando no solo a los que llegan a nuestro país, sino también a nosotros y la relación que mantenemos con ellos, en la película lo vemos, como ese maravilloso instante de la maestra en clase explicando los diferentes cultos religiosos, y ese otro momentazo en el Benito Villamarín con los aficionados de toda la vida, compartiendo sentimiento y emociones viendo a su Betis. Una película que actúa como espejo deformador donde todo se mezcla, todo se funde, y los que vienen somos nosotros y viceversa, porque en realidad todos somos humanos en busca de un hogar, un trabajo y un bienestar, una vida, simplemente. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

No nacimos refugiados, de Claudio Zulian

VIDAS EXILIADAS.

“Las palabras de la niñez no significan sólo reencuentros con una identidad perdida oscurecida al menos por la vida en el exilio, que por otra parte la enriquecía-, sino también la apertura a un proyecto, lanzarse a la aventura del porvenir”.

Jorge Semprún

En un instante de la película, uno de los exiliados asevera: “Tienes unas ideas y las aceptas, entonces asumes sus consecuencias”. Una definición que engloba el sentimiento que sienten las personas que han exiliado por un motivo político, una condición que viene de atrás, de unas ideas que lo posición a uno frente al poder, un poder que persigue a aquellos que piensan diferente, que se oponen, que resisten a la injusticia. Claudio Zulian (Campodarsego, Padua, Italia, 1960), ha confeccionado una carrera multidisciplinar en la que ha tocado muchos palos como las instalaciones museísticas, el teatro, la música, la televisión y el cine, donde ha desarrollado una filmografía enfocado en la periferia, en todos aquellos ciudadanos anónimos, invisibles, alejados de todo y todos, como demostró en A través del Carmel (2009), donde recorría la cotidianidad del barrio y sus gentes, en Born (2014), recreación histórica centrada en tres personajes que viven en el barrio del Bornet de la Barcelona de principios del siglo XVIII, en Sin miedo (2017), ponía voz a todos los familiares que buscan a sus seres queridos desaparecidos durante la dictadura de Guatemala.

En No nacimos refugiados, vuelve a Barcelona, a su ciudad de adopción, a sus calles, a sus cielos, para retratar ocho vidas de refugiados, ocho miradas de personas que se mueven por nuestras calles bajo el mismo cielo, y no lo hace desde la denuncia, como suele ocurrir en estos casos, sino que lo hace desde otro punto de vista, desde la humanidad que desprende cada una de ellas, a modo de breves capítulos, donde cada uno explica su pasado y presente, argumentando su decisión de exiliarse, desde lo humano y lo político, desde lo más profundo de su ser. Conocemos a Mohamad, Boris, Iryna, Gabriel, José Luis, Mahmoud, Maysam y George, de edades, profesiones y condiciones sociales diferentes, que vienen de lugares muy distintos. Unos han dejado la Siria en guerra, otros, debido a sus ideas políticas, tuvieron que abandonar su país, otros, su condición homosexual les obligó a irse, y alguna, la guerra también obligó a huir por la escasez médica que precisaba. Vidas de frente, cara a cara ante nosotros, que nos miran sin acritud, a los ojos, escuchando sus testimonios, su posición política, su vida en Barcelona, los obstáculos y barreras con las que se encuentran, la terrible burocracia para regularizar su situación, los problemas y conflictos cotidianos que nos encontramos en una posición así.

Zulian filma personas, personas diferentes, con circunstancias vitales muy parecidas, desde el respeto y la humildad, construyendo su retrato desde todos los ángulos posibles, situando a sus “personajes” en el centro de la cuestión, accediendo a sus vidas invisibles, esas vidas tan presentes y vivas, con sus tragedias y esperanzas, que funcionan como espejo para nosotros, unas vidas que podríamos ser nosotros, como asevera el subtítulo de la película: “¿Quién conoce su destino?”, toda una declaración de intenciones de todas las vidas que pasan por la pantalla, unas existencias que la vida y las circunstancias les han llevado a empezar de nuevo en otra latitud, en Barcelona, arrancando una vez más, dejando sus países de origen, al que sueñan con volver algún día, arrastrando sus heridas emocionales, sus recuerdos, toda esa vida que se truncó, que cambió, que empezó en otro universo, y lo explican desde la intimidad, desde la ausencia, y desde la más absoluta cotidianidad.

El cine de Zulian habla de personas como nosotros, de vidas-espejo que transitan por los mismos lugares que también transitamos, tropezando, en muchas ocasiones, con las mismas dificultades y sintiéndonos tan frágiles y fuertes según las situaciones. Un cine humanista, que utiliza la palabra como vehículo sensible y honesto para explicar vidas, todo tipo de vidas, un cine humanista, de carne y hueso, de gentes que intentan tener vidas dignas a pesar de tantas imposiciones deshumanizadoras, un cine por y para la vida,  como el que hacían el Renoir de Toni, o el Rossellini de La terra trema, donde las películas-retrato emanan verdad, donde la realidad subjetiva emerge desde la honestidad del que mira y observa a aquellos quiénes son como nosotros, que viven y padecen, que desean llevar una vida digna y sincera, a pesar de las circunstancias, como la mayoría de seres humanos, siendo fieles a sus creencias, sus ideas, y todo lo que ellos son, sin arrodillarse ante nada ni nadie, asumiendo las consecuencias de quiénes son y dónde quieren llegar. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Paula Palacios

Entrevista a Paula Palacios, directora de la película «Cartas mojadas», en los Cines Boliche en Barcelona, el viernes 2 de octubre de 2020.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Paula Palacios, por su tiempo, generosidad y cariño, y a Sonia Uría de Suria Comunicación, por su tiempo, amabilidad, generosidad y cariño.

Cartas mojadas, de Paula Palacios

LOS INVISIBLES DEL MEDITERRÁNEO.

“Huimos de una guerra, y nos encontramos con otra en el mar”

Desde que en 2015 estallará la crisis descontrolada de inmigrantes que se lanzaban al mediterráneo, intentando llegar a Europa, utilizando travesías difíciles, y llenas de peligros que costaban la vida de muchos, muchas cámaras se fueron a documentarlo, generando una gran cantidad de trabajos sobre la tragedia de los inmigrantes muertos en el mediterráneo, desde miradas, ángulos y puntos de vista diferentes, quizás faltaba uno que introdujera el elemento humano, el que se sube a bordo de los barcos, y registra la cotidianidad, lo que sucede en su interior de forma sincera y veraz. En Cartas mojadas, de la española Paula Palacios, cumple esa función, de mirar de frente, de filmar los rostros y los cuerpos del mediterráneo, hablando de todo, del inicio del viaje, de todo lo que dejan, las travesías, y los destinos. Un relato que va desde lo más íntimo, a lo más general, deteniéndose en todos las miradas y sentimientos, y no solo muestra lo que sucede en el mar, sino va más allá, dirigiéndose a esos lugares donde van a parar los inmigrantes cuando supera la barrera del mar, mostrándonos las diferentes realidades con las que se encuentran, y todo nos lo cuentan, de forma humanista, rigurosa y sensible. Palacios ha producido y dirigido más de veinticinco documentales para televisión, donde prevalecen los temas sobre migración y mujer, haciendo hincapié en esa parte humana que se oculta con tantas cifras de fallecidos.

En Cartas mojadas, su primera película para cine, nos convoca en tres espacios. En el primero, iremos a bordo del barco humanitario “Open Arms”, en el que rescatarán del mar a más de medio millar de personas, personas que conoceremos y miraremos a sus rostros cansados, mientras la tripulación, intenta por todos los medios un puerto donde recalar. En el segundo espacio, nos llevarán a las calles de París, donde inmigrantes viven al raso, sin nada, en el que son expulsados por la policía. Y en el tercer espacio, nos subimos a bordo de una patrullera de guardacostas libio que, localiza embarcaciones y las devuelve a sitios como Libia, donde los inmigrantes son torturados y esclavizados. Tres miradas de la tragedia que se vive a diario en el mediterráneo, de todos los que sobreviven. Y todo ello, Palacios nos lo cuenta a través de una voz en off, de una niña ficticia que lee una carta de la madre, esas cartas mojadas que elude el título, todas esas cartas que no llegan a su destino, que se pierden bajo las aguas del mar, reivindicando a todos aquellos que mueren, víctimas invisibles de una política europea que ahoga a los países pobres e impide que sus habitantes lleguen a Europa, un continente demasiado ensimismado en su ombligo y en hacer dinero, que salvar vidas.

La película tiene una factura impecable, con esa luz que capta todos los elementos humanos y físicos de la película, una cinematografía que firman Taha Jawashi, Amine Belhouchat y Mikel Landa, que capta con mucho criterio y sobriedad la vida y la muerte del mediterráneo, bien acompañado de un montaje enérgico y brillante, obra de Virginie Véricourt, que sabe contarnos las diferentes realidades sin perder un ápice del contenido de la obra, y la excelente música de Mariano Marín (que muchos recordamos por las score de Tesis y Abre los ojos, entre muchas otras), una música afilada y oscura que describe el terror que muchos viven en su trágico viaje. Palacios ha construido una película de frente, sin recovecos ni sentimentalismos, muestra unas realidades tremendas, las que viven miles de personas que se lanzan al mar para huir de la guerra, la miseria, la violencia y la injusticia que se viven en sus países de origen, huyen de una guerra y se encuentran con otra, la que sufren en el mar, la de aquellos que los rechazan y les impiden llegar a un lugar mejor del que huyen.

Un relato triste y lleno de rabia, desesperanzador y durísimo, que la película consigue mostrar con el equilibrio adecuado, entre esa cercanía para que podamos empatizar con sus imágenes, pero también, la suficiente distancia para la reflexión necesaria, que nos conmovamos con unas imágenes terribles, pero sin caer en la lágrima, sino explorando unas realidades que no acostumbran a mostrarse en los informativos occidentales, siempre tapadas con cifras que no describen el inmenso drama para tantas personas. La película se lanza al vacío, muestra y provoca la reflexión y el pensamiento en los espectadores, sin caer en la superficialidad de otras producciones, aquí no hay épica ni heroísmo, solo unas personas que intentan salvar a otras, personas que actúan con conciencia ante la tragedia del otro, ante la impasibilidad de sus países, y no miran hacia otro lado como hace la mayoría, materializan su ayuda, subiéndose a un barco, enfrentándose a todas las autoridades y trabajando por salvar vidas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA


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Marwa. Pequeña y valiente, de Dina Naser

LOS NIÑOS EXILIADOS.

“Aunque no viva en mi tierra, mi tierra vive en mí”

En Promises (2001), de Justine Shapiro, B. Z. Goldberg y Carlos Bolado, nos situaban en un campo de refugiados palestinos, un asentamiento israelí en Cisjordania, y Jerusalén, en el que un grupo de niños palestinos e israelíes testimoniaban su cruda cotidianidad, con una entereza, inteligencia y esperanza el eterno conflicto entre los dos países. La directora Diana Naser, jordana con raíces palestinas, emprende un camino parecido, dando voz a los niños, en encabezados por Marwa, siria y exiliada, que vive junto a su familia en el campo Zaatari, en Jordania. Naser, que ha trabajado en películas de Fatih Akin y Anais Barbeau-Lavalere, y ha enfocado su trabajo en los conflictos palestinos, a través de una mirada honesta e íntima, explicando el humanismo y la complejidad que encierran estos relatos. La mirada de la cineasta jordana se dirige a la vida y la de documentar la cotidianidad de unos refugiados lejos de su vida y tierra, y coloca la cámara, como hacía Ozu con sus personajes, a la altura de la mirada de Marwa, sus hermanos y los otros niños que pululan por el campo, siguiendo con una gran honestidad sus quehaceres diarios como los trabajos domésticos, la escuela, los juegos, los conflictos entre hermanos, o ese otro mundo, el de los adultos, que los más pequeños de la casa, entienden y ayudan en todo lo que pueden.

Asistimos a la vida en condiciones infrahumanas, donde la realidad del campo, amurallado y con barrotes, los exiliados son prisioneros de su condición de refugiado, como esos magníficos travellings, en el interior del automóvil, donde la directora deja clara esa vida aislada y encarcelada, o esos maravillosos y aterradores momentos, donde la familia, a través de una video llamada, hablan con el hermano que lucha por la liberación de Siria, y les muestra a su recién nacido. Naser filma la vida,  los Tiny Souls (esas «Almas pequeñas», que ha referencia el título original), capturando todos esos momentos que se mezclan, pasando del horror a la esperanza en cuestión de segundos. La directora captura con gran criterio y fuerza, la situación de inestabilidad en la que viven Marwa y su familia, siguiendo su existencia durante cuatro años, los que van desde el año 2012 al 2016, filmándolos en el campo de refugiados, luego, en un piso de Ammán, la capital de Jordania, para más tarde, volverlos a filmar nuevamente en el campo de refugiados, y finalmente, perderles la pista después de su viaje forzoso a la frontera siria, cuando acusan al hermano mayor de pertenencia a los islamistas radicales.

La situación que nos muestra la película es dura, áspera y difícil, pero la mirada inocente y fresca de los niños, lo cambia todo, impregnando la película de ilusión y esperanza, donde no cabe desánimo y derrota, sino todo lo contrario, una bandera de libertad, de resistencia, de alegrías y juegos, centrándose en la figura de Marwa, con sus once años, en la que vemos in situ, su proceso de la infancia a la adolescencia, con sus primeros amores, sus aventuras que no serán del gusto materno, y todos esos cambios, tanto físicos como mentales, que sufrimos cualquier persona durante ese período, bajo el contexto de alguien que ha dejado su país en guerra, que ha presenciado demasiados horrores, y sueña con volver un día a su tierra en paz. La voz en off de la directora aparece en ciertos momentos, para ir articulando el film-diario de Marwa y su familia, y el suyo propio, el de la cineasta en busca de su personaje, y sobre todo, en filmar a una niña que vive en esa situación extrema, y añadiendo su propia experiencia, con su padre, que también fue un exiliado años atrás, cuando ella tenía la misma edad que Marwa.

Estamos frente a una crónica de los hechos, bajo la mirada de una niña de once años, que nos evoca, indudablemente, al Diario de Ana Frank, escrito por una niña con trece años, que evoca también, un exilio, este interior, en el que Ana y su familia se escondieron en el desván. Naser huye de cualquier atisbo de sentimentalismo, ni nada que se le parezca, por el contrario, opta por la verdad que destila cada plano de su película, mostrando la realidad del campo, el desanimo que produce vivir tan lejos de casa, con esa esperanza de algún día volver a casa, como la magnífica secuencia, en la que Marwa y un grupo de niños en corrillo, explican sus sueños, en los que la niña siria explica uno muy poética, en la que convertida en una paloma, se celebra un día de fiesta en su pueblo, en la que incide en ese estado de libertad y alegría que tanto caracteriza el carácter de Marwa, para después la cámara abandona el grupo y muestra la realidad triste y sucia del campo, donde Naser nos muestra como la mirada de una niña de once años puede romper cualquier barrera u obstáculo en el que viva, filmando todo ese proceso que abarca cuatro años, cuando Marwa, con quince años, mira a la cámara, convertida ya en una adolescente que sigue soñando, ahora con otras cosas, pero eso sí, sin olvidar ese regreso soñado, volviendo a ese pasado, a la Siria antes de la guerra, donde las cosas respiraban armonía y felicidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA 

Lo que Walaa quiere, de Christy Garland

QUIERO SER UNA SOLDADO.

“Soñar debería estar prohibido, porque soñar significa casi siempre protestar”.

Emmanuele Arsan

Desde que estalló la guerra árabe-israeliana en 1948, conocida como Al-Nakba (“La Catástrofe”) que supuso la aparición del estado de Israel y condenó al éxodo de buena parte del pueblo palestino, unas gentes que el ACNUR cifra en más de 5 millones los refugiados. En la actualidad, en Cisjordania aún viven más de 800000, repartidos en los campos de refugiados como Balata, en la ciudad de Nablus (Palestina). Una de esas palestinas refugiadas es Walaa Khaled y su familia. Del conflicto árabe-israelí hemos visto muchas películas desde miradas muy diferentes, aunque no muchas desde el punto de vista de la infancia, los más vulnerables a este tipo de conflictos bélicos. De los más recordados serían Promises, de Carlos Bolado, B. Z. Goldberg y Justine Shapiro, del año 2001, un excepcional documento que ponía el foco en testimonios de niños y niñas de entre 9 y 13 años, que explicaban a la cámara sus cotidianidades y sus reflexiones sobre el conflicto desde una sinceridad y honestidad digna de elogio.

La directora Christy Garland (Cánada, 1968) especialista en tratar temas universales desde miradas sinceras y conmovedoras nos habla del eterno conflicto entre árabes y palestinos desde la mirada de Walaa, una niña encerrada en su propio país, de fuerte carácter y obstinada, aunque también rebelde, tiene el sueño de convertirse en policía y trabajar para la Autoridad Palestina, con una madre que acaba de salir de la cárcel después de pasarse 8 años por ayudar a un terrorista suicida, y con un hermano que sueña con convertirse en un luchador callejero. Garland acota su película desde los 15 a los 21 años de Walaa, mostrando una realidad muy íntima y cercana del hogar donde la niña y su familia viven, los sueños de Walaa, su período en la academia policial para realizar su sueño, con sus conflictos internos y externos, soportar los durísimos entrenamientos, su dificultad para aceptar disciplina y aplacar sus ansias de individualismo y rebeldías constantes, su energía y carácter ante las actividades y el orden militar, y luego, cuando una vez convertida en policía, el día a día en esas calles convertidas en un polvorín eterno, y las discusiones con su madre debido a sus choques en la forma de ver el trabajo de Walaa y el incierto futuro que les espera a una gente secuestrada en su propio país y olvidados por la política internacional.

Garland no juzga a su protagonista, la filma en sus quehaceres diarios, ya sean en su hogar como en la academia militar, siguiéndola desde la más absoluta intimidad y mostrando los diferentes estados anímicos por los pasa la niña-joven en su período de aprendizajes y conocimientos, tanto como su crecimiento personal como las adversidades físicas y emocionales con las que se va encontrando en su camino. La novedosa y brutal mirada de Garland al conflicto desde el punto de vista de Walaa resulta un documento excepcional e inaudito, como pocas veces se había visto, con un personaje como el de Walaa lleno de ira y rabia por la situación familiar y de su patria, y seremos testigos privilegiados de ver su evolución de niña a mujer, soportando sus aciertos y debilidades, su vulnerabilidad frente al estamento militar, las propias contradicciones de cómo afrontar un conflicto tan largo en el tiempo y las diferentes formas de verlo y actuar frente a él.

Garland ha construido un diario intenso y profundo sobre todos esos niños y niñas que no conocen otra realidad que la del abuso, persecución e invasión del estado de Israel en su tierra, y nos explica las herramientas que tienen para paliar y sobrevivir entre una crudísima realidad que no tiene vistos de cambio, en que las acciones de Walaa desde el estado chocan frontalmente con las acciones de Mohammed, su hermano que sin trabajo ni futuro a la vista, se echa a las calles a protestar y es detenido. Una película magnífica y honesta, que interpela a los espectadores las diferentes miradas de una lucha constante y triste, que acaba minando las vidas de tantos niños y jóvenes que se sienten atrapados en una tierra ocupada, en una tierra en llamas, en una tierra que sólo les pertenece en sueños o por las historias que contaban esos abuelos que casi ya no recuerdan, una lucha de tantos años como ese retrato de Yasser Arafat que sigue siendo la llama del pueblo palestino, un pueblo que sigue en pie, en lucha y convencido de su destino como el personaje de Walaa, alguien que define muy bien el carácter del pueblo palestino. JOSÉ A. PEREZ GUEVARA

Miss Kiet’s Children, de Petra Lataster-Czisch y Peter Lataster

ELOGIO A LA MAESTRA.

“Hay una solución para cada problema”

En la escuela de un pequeño pueblo de Holanda, conoceremos a Kiet Engels, una maestra al cargo de una clase de recién llegados, niños inmigrantes en su mayoría refugiados de guerra. La señorita Kiet es una maestra digna de elogio, se muestra estricta, pero comprensible, cercana pero no condescendiente, sensible pero no maternal, es un faro para estos niños, una guía para enfrentarse a lo nuevo, a un nuevo país, nuevas costumbres, una nueva escuela, otro idioma y demás. Kiet se mueve entre ellos, escuchándoles, atendiendo sus peticiones, pero imponiendo una manera ordenada y disciplinada, sin ser severa o amenazante, sino todo lo contrario, empática con sus conflictos, armada de una infinita paciencia, va tejiendo las costuras emocionales de estos niños a los que la vida les ha dado una nueva oportunidad, una nueva vida. Los directores Petra Lataster-Czisch (Dessau, Alemania, 1954) y Peter Lataster (Amsterdam, Holanda, 1955) matrimonio de cineastas, y veteranos en estas lides, ya que llevan trabajando juntos desde 1989, no sitúan en las cuatro paredes de la escuela, en la aula, donde se desarrollará el grueso del filme, algunos pasillos, siempre desde el punto de vista de la aula, el recreo, y el gimnasio, adoptando la mirada de los pequeños alumnos (como hacía Ozu en su cine, donde la cámara se situaba a la altura de la mirada de sus personajes, cuando éstos se mostraban sentados al estilo oriental) en una posición adecuada, donde miraremos la película a través de las miradas de esos niños, conociendo este universo escolar, y sobre todo, a ellos, auténticos protagonistas de la película.

La señorita Kiet se agachará o se inclinará para encontrarse a la altura de sus miradas, los atenderá en orden, y les abrirá el mundo a la enseñanza, a la maravillosa tarea de aprender, desde el amor, la comprensión y la diversión. Kiet los escuchará atentamente cuando se muestran enfadados o reacios, intentando que se abran a ella y a los demás compañeros, explicándoles con atención, tratándolos como personas, hablándoles de las ventajas del aprendizaje, a través de la actuación, de las diferentes tareas que tienen que realizar, felicitándolos con recompensas como pegatinas o diplomas cuando acaban con éxito las tareas, y por el contrario, cuando no consiguen hacer la tarea, instándolos a seguir trabajando y estudiando las causas que han motivado esa actitud ante la tarea. Cualquier conflicto que sucede en el recinto escolar, la señorita Kiet lo ataja a través del diálogo y la actividad, exponiendo los hechos con los protagonistas y los diferentes puntos de vista de los testigos, aclarando las situaciones conflictivas, y mediando para que sus alumnos asuman sus actos y acepten al otro, así como sus complejidades y deseos, reconciliándolos y obligándolos a pedir disculpas y trabajar para que no vuelvan a producirse hechos semejantes.

Los directores han construido un bellísimo y necesario documento sobre el humanismo, sobre nosotros mismos, y sobre el otro, en el que adoptan la mirada de observación, dejando que la vida cotidiana escolar se desarrolle con normalidad, colocando su cámara desde una posición cercana y como un alumno más, capturando la naturalidad y la realidad que allí acontecen, sin entrevistas ni música, escuchando los sonidos propios de los diálogos entre los jóvenes protagonistas y el sonido propio del aula. Conoceremos a Haya, Leanne, Branche, Jorj y Maksim, niños refugiados sirios, y asistiremos a todo su proceso, desde sus primeros días, sus ilusiones y deseos, su adaptación a la clase, al idioma holandés, y sus relaciones con los demás compañeros, y con la señorita Kiet, todo contado con extrema intimidad y sensibilidad, filmando con paciencia y naturalidad todo este proceso, no exento de problemas y conflictos varios, pero, a través de la habilidad y el trabajo sencillo y cercano de Kiet, integrándose en el transcurso de las clases, y despertando el interés de cada uno de ellos, y el amor a aprender, a conocer, a descubrir un mundo infinito y apasionante.

La película está hermanada en muchos puntos en común con otro grandioso relato sobre la educación como es Ser y tener, de Nicolas Philibert, en el que también nos encontrábamos en un ambiente rural, con niños de diferentes edades, aunque sin el condicionante de niños refugiados de la guerra que hablan otro idioma, pero si emparentada con los métodos de enseñanza que empleaba el maestro Geroges López, muy parecidos a los de la señorita Kiet, profesionales vitalistas y humanistas, entregados al oficio de enseñar, aprendiendo de sus alumnos, de caminar junto a sus alumnos, a través del interés por las cosas, aunque sean mínimas, aunque a simple vista no tengan importancia, pero acercándose a ellas, se descubren cosas maravillosas, a dotarles de herramientas para conocerse más a sí mismos, y a relacionarse con los demás, a aceptarse y aceptar la diferencia, al otro, que aunque sea diferente, pude estar muy cerca de ellos, a aprender del conflicto, y dejarse llevar por el maravilloso mundo del aprendizaje, de sus inquietudes, de sus intereses, y sobre todo, abrazar la vida.


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