Entrevista a Malena Solarz, directora de la película «Álbum para la juventud», en la Plaza Tetuán en Barcelona, el sábado 27 de enero de 2024.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Malena Solarz, por su tiempo, sabiduría, generosidad y a mi querido amigo Óscar Fernández Orengo, por retratarnos de forma tan especial. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“ (…) Sé que ya nada va a ocurrir. Pero ahora estoy contra las cuerdas. Y no veo ni una forma de salir. Pero, voy a apostar fuerte mientras pueda”.
De la canción “Apuesta por el rock ‘n roll”, de Mauricio Aznar y Gabriel Sopeña
Cuando el cine aborda la vida de un artista acostumbra a hacer un extenso recorrido sobre sus hazañas dejando, en muchos casos, las partes más oscuras y aquellas que puedan asustar a una audiencia masiva. No obstante, hay casos en los que se alejan del famoso y del éxito para adentrarse en otros terrenos, de aquellos artistas que nunca tocaron la gloria, que quedaron en el camino, o esos otros que algún día tocaron algo, pero el tiempo los ha olvidado y han quedado en la memoria de los más allegados. La estrella azul, la ópera prima de Javier Macipe (Zaragoza, 1987), es una de esas películas que se detiene en la figura de Mauricio Aznar (1964-2000), un músico y paisano suyo, uno de esos artistas que vivieron a la espera de un éxito o no, que entendían la música como una forma de vida y del espíritu, una vida en continuo camino, viajando y encontrándose con la música más auténtica y de verdad.
El cineasta zaragozano apuesta por un retrato que va más allá de la simple sucesión de hechos más o menos importantes, aquí no hay nada de eso, sino una forma de mirar hacia adentro, como deja plasmado en sus primeras imágenes, donde vemos el guion con la secuencia que abre la película, en un extraordinario juego de realidades, espejos y ficciones para crear no sólo el retrato de una persona que soñaba con hacer canciones, sino con un entorno específico, la Zaragoza de los 90 y la Argentina más rural en la que Mauricio conocerá a la familia santiaguera Carabajal con Don Carlos a la cabez, uno de los padres del folklore argentino, donde volverá a aprender la esencia de la música y del rock and roll, y vivirá experiencias difíciles de olvidar. La película es un viaje, tanto físico como espiritual, de alguien que hacía música por y para estar y relacionarse con el mundo, tiene la historia muchas similitudes con aquella joya que fue Bound for Glory (aquí llamada “Esta tierra es mi tierra”), del gran Hal Ashby de 1976, inspirada en la vida del músico country Woody Guthrie, donde las experiencias con el otro y con el desconocido es una forma de ser y estar con uno mismo y con los demás. También, es una historia de amor, con la música y con la mujer que Mauricio amaba, y cómo no, de desamor, con sus idas y venidas, sus dudas, sus excesos y sus tristezas.
Tiene la película el alma triste de una figura incomprendida, que la asemeja con la idea de Quijote de Cervantes, donde el alma inquieta de alguien choca con los convencionalismos de la sociedad y todas esas cosas que no se hacen aunque se quieran. Contribuye a esa idea entre lo romántico y lo duro de la vida, la excelente cinematografía de Álvaro Medina, que ya trabajó con Macipe en el cortometraje Gastos incluidos (2019), realiza un exhaustivo trabajo de luz natural en que la cercanía llena todo el cuadro, acercándonos el estar y el espíritu de Mauricio y esa Argentina rural que tanto amó, buscando la música más ancestral, cuna del rock como la que hacía Atahualpa Yupanqui (1908-1992), el auténtico maestro del folklore argentino. Estamos ante una película que se toma su tiempo para contarnos el viaje y las peripecias de Mauricio, con sus 129 minutos de metraje, en un trabajo de Nacho Blasco y el propio director, en el que miran su película sin prisas, construyendo un ritmo pausado, sereno y transparente, en un acto revolucionario en un cine como el actual más construido para los adolescentes que pare el público que quiere ver y saborear las historias.
Como no, hay tiempo para escuchar las canciones que cantaba Mauricio Aznar, muy rockabilly como las que popularizó con su banda “Más birras”, las de “Maldita sea mi suerte”, “Tren de medianoche”, “Esa chica llamada soledad”, entre otras, y la más conocida y mencionada “Apuesta por el rock ‘n roll”, que versionó Bunbury con sus Héroes del Silencio, su única versión, donde vemos que no era un músico más, sino alguien que amaba hacer canciones y que explicaban no sólo historias, sino un estado del espíritu y de la existencia en aquella España de mediados de los noventa. La labor de encontrar a un actor que diese vida a Mauricio no era tarea fácil, y Pepe Lorente, que se ha curtido en muchas series televisivas, lo consigue sin hacer ninguna clase de aspavientos, y sobre todo, compone una interpretación desde el alma, desde la sencillez y la naturalidad, con su forma de moverse, de hablar y de relacionarse con los demás, con esa sencillez del músico que siempre está aprendiendo y escuchando, y muy atento a todo lo que se mueve a su alrededor. Lo de Pepe Lorente debería estudiarse en las escuelas de cine o por todo aquel que quiera interpretar a alguien que existió, porque se aleja de lo convencional, porque va más allá de la simple semejanza y sus gestos y miradas.
Le acompañan Bruna Cusí como la novia de Mauricio, una relación complicada con el músico que toma drogas, con su naturalidad y cercanía habituales, una actriz que elige muy bien sus proyectos, muy diferentes y retadores, Marc Rodríguez es el hermano mayor del artista, tan difícil como complejo pero lleno de amor, Catalina Sopelana como Mara, otra artista que se relaciona con Mauricio, y la familia Carabajal, que muchos se interpretan a sí mismos, y otros como Don Cuti que hace de su hermano Carlos, y otros santiagueros que participan en la película siendo ellos e interpelando a Mauricio, en una suerte maravillosa de ficción, documento y recreación vital, donde el cine se convierte en el género perfecto para hacer una película como La estrella azul, que reivindica la figura de Mauricio Aznar Müller, y sobre todo, la trae a nuestros días, desenterrando a todos esos artistas que fueron y ya no son, con sus luces y sombras, con sus cosas y sus otras cosas, como la película La estrella errante (2018), de Alberto Gracia, que nos devolvía la figura del músico Rober Perdut, en un film-viaje lleno de sombras, claroscuros, en un tiempo indefinido donde todo parecía y ya nada es. Nos alegramos que una película como La estrella azul, de Javier Macipe exista y tenga esa voluntad de mirar a la música y al músico de forma diferente, dejando el oropel y la superficialidad, y adentrándose en un espacio más rico e interesante que más tiene que ver con la búsqueda y los procesos artísticos y la forma de relacionarse con la música, con la vida, con las personas, con el rock y lo tradicional, todo aquello que son los orígenes y a la postre, de dónde venimos y lo que nos ha llevado a ser lo que somos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“No hace falta conocer el peligro para tener miedo; de hecho, los peligros desconocidos son los que inspiran más temor”.
Alejandro Dumas
Entre la marabunta de estrenos cada temporada cinematográfica, de tanto en tanto resuenan en las salas un tipo de películas de producción modesta, sin pretensiones, con intérpretes desconocidos para el gran público, con las únicas bazas de contar una historia llena de tensión, de ritmo y miedo, como es el caso de Cuando acecha la maldad, de Demián Rugna (Haedo, Argentina, 1979), un director que almacena seis títulos, algunos codirecciones, en que el género de terror y la comedia negra son los elementos en los que se maneja. Los misterios indescifrables de la vida, como los del cine, han hecho que una película como la suya se convierte en eso que llaman los estadounidenses “sleeper”, algo así como en una de las películas revelación del curso, porque estamos ante un relato que se funde con lo clásico, es decir, que alimenta su historia de elementos que el terror de ahora ha olvidado, o simplemente, obvia, como el miedo desconocido, la cotidianidad enfrentada al mal, a un mal terrorífico que no entendemos y que debemos aprender para combatirlo, y sobre todo, unos personajes de carne y hueso, como nosotros, en un cóctel lleno de angustia y miedo, mucho miedo.
Una película que bebe mucho de aquel terror de los treinta americano que hacía de lo sugerido y el fuera de campo toda una declaración de principios que conectó con el público, o aquel otro cine de serie B de los cincuenta y sesenta que hacía las delicias de los espectadores con relatos inquietantes y muy cercanos, y aquel otro cine de género setentero que indagaba en monstruos desconocidos que venían a este planeta a revolverlo todo. Un cine que hacía de su modestia su mejor baza, en apelar directamente a la imaginación del espectador, aquel que tiene más miedo de lo que imagina que lo que ve con sus propios ojos, como les ocurre a los personajes de la película. En algún pueblo remoto de la Patagonia argentina, un par de hermanos granjeros que unos ruidos los alertan y descubren un hombre partido por la mitad y en “embichado”, o “encarnado”, como lo definen ellos mismos, un tipo postrado en una cama lleno de pus, que recuerda al tipo de la “pereza”, de aquel monumento que fue Seven (1995), de David Fincher. A los dos hermanos se les une Ruiz, el terrateniente del lugar, y se quitan el problema de encima, trasladando al “monstruo”, lejos de allí, aunque consiguen el efecto contrario y el lugar se llena de una especie de mal que anula la capacidad de las personas y las convierte en terribles amenazas que matan a los demás.
A partir de una música que añade más tensión y locura al relato que firma Pablo Fuu, con el gran trabajo de montaje de Lionel Cornistein, que ya estuvo en Aterrados (1997), del mencionado Demién Rugna, que añade grandes dosis de caos y miedo en sus impactantes 109 minutos de metraje, y la estupenda cinematografía de Mariano Suárez, habitual de otros cineastas argentinos del género como Daniel de la Vega y Fabián Forte, entre otros, que también trabajó en la citada Aterrados, en un detallista trabajo donde la noche y los claroscuros se convierten en la luz que mejor define lo que estamos viendo. Otro gran acierto de la película es contar con un ramillete de intérpretes de “verdad”, es decir, que compongan unos personajes de aquí y ahora, individuos que tienen miedo, que sientes su miedo, enfrentados a un mal destructivo del que no conocen nada, que lo único que pueden hacer es huir y esconderse y hacer lo que pueden. Unos personajes humanos, donde no hay heroísmo ni estupideces de ese tipo, bien interpretados por Ezequiel Suárez que hace de Pedro, el alma mater de la historia, un tipo de oscuro pasado que intenta hacer las cosas mejor.
Otros intérpretes que acompañan, muy a su pesar, al citado Pedro, es el hermano pequeño del protagonista, que vive a su sombra, el callado y reservado Jimi, que hace el actor Demián Salomón y un habitual del universo de Rugna porque ya estuvo en Aterrados y en otras películas del director argentino. Les acompañan el veterano Luis Ziembrowski, de dilatada trayectoria, que le ha llevado a trabajar con nombres importantes de la cinematografía argentina como los de Diego Lerman, Albertina Carri y Marcelo Piñeyro, entre otras, haciendo el personaje de Ruiz, temperamental y dueño de la zona, y otra veterana como Silvina Sabater que hace de Mirtha, la “bruja” del lugar, la apartada, la que más conoce el mal y cómo combatirlo, la luz de una película con tantas tinieblas, que vimos en Alanis (2017), de Anahí Berneri, entre otras, y la presencia de Emilio Vodanovich que hace del hijo mayor y autista de Pedro, que ha participado en películas de Claudia Llosa y Miguel Cohen, y luego, un ramillete de intérpretes que dan profundidad y verosimilitud a todas los conflictos que se van generando.
No dejen escapar una película como Cuando acecha la maldad, y dense prisa porque ante la marabunta de estrenos, hay películas que valen la pena como esta, que se quedan sin el tiempo suficiente para hacer correr el boca a boca tan necesario para darles la oportunidad que se merecen, porque a parte de apoyar un cine modesto y sencillo, que no simple, pasarán un rato bueno en el cine, y no lo digo de forma irónica, porque pasarlo mal de vez en cuando viendo una película como esta siempre es agradable, porque alimenta esa idea ya olvidada, que el cine es más interesante cuánto menos muestra y sugiere más, y digo esto, no porque no haya películas con estas características, pero debería haber muchas más, y por eso nos alegramos enormemente de la existencia de esta película, que reivindica el cine de género de forma honesta y sencilla donde el espectador no quedará decepcionado, como se suele decir, porque da mucho más de lo que aparentemente pueda parecer y eso, en el mundo actual en el que vivimos, es muy importante. Así que, prepárense a pasar miedo, pero miedo de verdad, del que se mete en las entrañas y no te suelta, con esa tensión y agobio del que uno nunca se olvida. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“La ficción de la legalidad amparaba al indio; la explotación de la realidad lo desangraba.”
Eduardo Galeano
Aquellos hombres mal llamados conquistadores, que en realidad, eran meros colonizadores. Anuladores de la vida y la dignidad de los indios. Nos han contado muchas historias, pero quizás, nunca nos han contado la historia, y no digo, aquella que sólo habla de maldad, que la hubo y mucha, sino aquella que nos habla de seres humanos que se convirtieron en colonos, trabajando para ellos y para otros, a la caza de fortuna, o vete tú a saber que, en unas tierras extranjeras para ellos, pero un hogar para muchos indios que, antes de la llegada del blanco, llevaba siglos viviendo en paz, junto a la naturaleza y todos los seres que la habita. La película Los colonos, ópera prima de Felipe Gálvez (Santiago de Chile, 1983), después de más de tres lustros dedicados al montaje para cineastas como Marialy Rivas, Kiro Russo y Alex Anwandter, entre otros, y de dirigir su cortometraje Rapaz (2018), en el que ya exponía los límites de la violencia en la sociedad.
En su debut, el director chileno que coescribe junto a Antonia Girardi, con la que ya trabajó en Rapaz, la violencia es la actividad cotidiana de los empleados de Menéndez, un terrateniente que posee una vasta región en Tierra del Fuego allá por 1901. La misión de sus trabajadores consiste en recorrer esa infinita propiedad abriendo una ruta hasta el Océano Atlántico recorriendo la enorme Patagonia. Estamos ante una historia que nos cuenta una verdad, una de tantas que ocurrieron durante la colonización de esas tierras, y lo hace a partir de personajes reales y otros inventados, y sometiéndonos a una asfixiante y devoradora atmósfera donde hombre a caballo y paisaje se van fundiéndose creando una complejo y vasto espacio fílmico en el que sobresalen una magnífica cinematografía dura y cruda con el aspecto de 2:3 de Simone D’Arcangelo, del que vimos la interesante La leyenda del Rey Cangrejo, también ambientada en Tierra del Fuego, en la que arranca en el paisaje para ir cerrándose en los rostros de estos tipos, donde prima el cuadro estático, como hacía Bergman, donde lo humano y su espacio explican ese mundo interior que no vemos. Las tres almas en travesía que cargan la película son el Teniente MacLenan, del ejército británico, un sádico y sin escrúpulos hombres ansiosos de riqueza y gloria, le acompaña Bill, un rastreador muy fiel al patrón, y a sus ideas supremacistas, y finalmente, Segundo, mitad blanco mitad indio, uno de esos personajes explotados y sin tierra, testigo de este viaje sin sentido, algo así como lo era el joven Enrique en La caza (1965), de Saura.
El cineasta chileno se esfuerza en crear una película que profundiza y reflexiona sobre el arte cinematógrafo, en cómo la ficción ha retratado la historia y sus hechos, y no lo hace con los típicos discursos de la razón a través del blanco y su cine, sino que lo hace desde la honestidad y la humildad, centrándose en la colonización del propio país, es decir, de los señores de la tierra, aquellos propietarios que exterminaron a indios, en este caso a los Selk’nam, con el beneplácito o el desinterés de los gobiernos de turno. Un relato compacto e intenso que contribuye su gran trabajo de montaje de Matthieu Taponier, que ha trabajado en las interesantes El hijo de Saúl y Atardecer, ambas de László Nemes, Beginning, de Dea Kulumbegashvili, y en la reciente Anhell69, de Theo Montoya, en una cinta muy física, donde suceden muchos acontecimientos, pero siempre desde lo calmo, sin prisas, sin esa cámara agitada que no explica nada, aquí todo se cuestiona, a un nivel moral y además, vemos las consecuencias de los hechos, a partir de estos tres personajes, estos errantes, estos empleadores de la ley, aquella que hace y deshace sin más, aquella que aniquila y limpia su propiedad.
El inmenso empleo del sonido con esos golpes y hachazos que escuchamos y nos acompañan por estas llanuras desérticas y hostiles, que ha contado con dos grandes de la cinematografía china como Tu Duu-Chih y Tu Tse Kang, que tienen en su haber grandes nombres como los Wong Kar-Wai, Hou Hsiao-Hsien, Edward Yang, Tsai Ming-Liang, entre muchos otros. La música de Harry Allouche también ayuda a crear esa atmósfera real y onírica, más cercana del cine del este dirigido por Jerzy Skolimowski, Béla Tarr, donde todo rezuma un hedor cargado y la pesadez del camino y de las almas que los acompañan. Sin olvidarnos de su extenso y extraordinario reparto de los que conocemos a Alfredo Castro, que presencia la del actor chileno, con su mirada y su gesto es Menéndez, ese amo y señor de todo lo que ve y más allá, Marcelo Alonso, que era el sacerdote que vigilaba a los curas malos de El club, de Larraín, hace de Vicuña, el esbirro del gobierno, el señor del cine, el señor con traje que tiene su propia redefinición de la historia, y luego, los más desconocidos pero no menos notables, como los Mark Stanley como MacLenan, Benjamin Westfall como Bill, Camilo Arancibia como Segundo, el mestizo explotado y obligado a participar en la muerte y destrucción, Mishell Guaña como Kiepja, una india capturada por los ingleses, y Sam Spruell como el Coronel Martin, menudo personaje, y finalmente, la presencia del gran Mariano Llinás, un topógrafo que está delimitando la frontera argentina-chilena.
Los colonos es una interesante y profunda reflexión sobre los males de la colonización y una nueva muestra de la resignificación del género del western, donde la desmitificación de la épica y la grandeza queda reducida a la suciedad moral y violenta de unos tipos sin alma, como ya dejó patente la madre de todas las madres que fué The Searchers (1956), de John Ford, donde el genio enterró para siempre muchos mitos, leyendas y demás desvaríos del cine en favor de ficcionar una historia que no tuvo lugar. Y otros como los Ray, Peckinpah, Penn y Altman, se dedicaron a humanizar a los cowboys en un tiempo en que el western agonizaba. En los últimos tiempos películas como Meek’s Cuttof (2010), y First Cow (2019), ambas de la extraordinaria Kelly Reichardt, Jauja (2014), de Lisandro Alonso, y Zama (2017), de Lucrecia Martel, son algunos ejemplos de mirar la historia y su tiempo desde posiciones más de cuerpo y piel, de rebuscar la suciedad y la decadencia de una colonización que sólo arrastra violencia y muerte. No se pierdan una película como Los colonos y quédense con el nombre de su director, Felipe Gálvez, porque la película navega por varias ambientes desde el western y la de aventuras, pero íntima y humana, el terror y lo político, porque habla de colonización, de los tipos malolientes y violentos que la hicieron, que han quedado en el olvido, y los que no, los que sí estaban con nombres y apellidos también participaron en pos al progreso y la civilización, se acuerdan que decía al respecto una película como Los implacables (1955), de Walsh, pues eso, otra muestra imperdible del género que en ese momento empezaba a mirar de verdad su pasado y su resignificación en la historia, en contar una verdad, no lo que el cine inventó. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Alejo Moguillansky, codirector de la película «La edad media», en el Turó Park en Barcelona, el martes 5 de julio de 2022.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Alejo Moguillansky, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a mi querido amigo Óscar Fernández Orengo, por retratarnos de forma tan especial. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“La adolescencia es cuando las niñas experimentan la presión social para dejar de lado su yo auténtico, y mostrar solo una pequeña porción de sus dones”.
Mary Pipher
La película se abre con una secuencia-prólogo muy reveladora, en la que asistimos a la conversación de las cinco compañeras de clase que, después del verano, están en su primer día de colegio. Las notamos tristes, fuman, e intercambian ideas y sobre todo, desilusiones y tristezas de una existencia que pasa demasiado rápido y no hay tiempo para asimilarlo todo, donde la rutina las aplasta, y el ocio es siempre un leve instante de tiempo, como un sueño. Corte a unos imaginativos, coloridos y sorprendentes títulos iniciales con animaciones, que manifiestan esa adolescencia de cambios y problemas. Después, la película se asienta en la existencia de una de las cinco amigas, Paula, un adolescente de 14 años, con unos kilos de más, que debe soportar a una hermana mayor delgada, una madre que le insta a llevar una ropa que no le viene, un padre ausente, y sobre todo, la presión social de adelgazar para tener un cuerpo normativo y gustar a Facu, el chico que le gusta. Paula decide conectarse a una de esas webs con las que adelgazar milagrosamente a base de no comer y adentrarse en la anorexia.
Segundo largometraje de la directora Florencia Wehbe (Río Cuarto, Córdoba, Argentina), después de Mañana tal vez (2020), en la que también hablaba de la adolescencia a través de Elena, aspirante a compositora, y el encuentro con su abuelo, un compositor jubilado que sentía el menosprecio de su edad. La aceptación de uno mismo en pos a la presión social en la que vive, vuelve a ser el motor de la trama, en la que la joven Paula se siente atrapada en esos kilos de más que no la dejan ser la persona que quiere ser, para así gustar a los demás, y ponerse la ropa de su hermana, gustar al chico y sobre todo, sentirse más bella y atractiva. con un espléndido y acertadísimo guion de Daniela de Francisco y la propia directora, la historia podría haberse metido en el duro drama de esta adolescente, pero en cambio, aunque hay dureza, la trama se va por otros derroteros, sumergiéndonos en esa existencia donde la cámara se va filtrando por las aristas emocionales, retratando su tristeza, su realidad durísima, y sus dolorosos métodos para adelgazar en tiempo récord.
Estamos ante una especie de diario personal y muy íntimo de la vida de Paula, “Pauli” para las amigas, en un relato asentado en una naturalidad muy transparente y cercanísima, filmada con detalle y precisión quirúrgica, en un portentoso trabajo de la cinematógrafa Nadir Medina, que la hemos visto en películas con Darío Mascambroni, y en Bandido, de Luciano Juncos, y en la citada ópera prima de Wehbe, en un ejercicio donde prima el retrato de Paula frente a ella misma y frente al resto, donde nunca se juzga y sobre todo, se sigue sin subrayar nada, acompañando a la protagonista en el colegio, en su casa y con sus amigas, son maravillosos esos momentos entre las cinco amigas, mientras se preparan para salir y su complicidad en la discoteca y demás lugares que transitan. La directora no sólo ha vuelto a contar con Medina, sino también encontramos a Fernanda Rocca, la productora y Julia Pesce en arte, que repiten en esta segunda película, y la incorporación de Damián Telelbaum, en el montaje, al que hemos visto tanto en ficción como no ficción, bajo las órdenes de cineastas como Anna Paula Hönig,Alejandra Marino,Lorena Muñoz, Silvina Schnicer y Ulises Porra, en un estupendo trabajo de precisión y contención, donde en sus magníficos ochenta y nueve minutos de metraje se cuenta todo lo necesario, en los que ni falta ni sobra nada.
Paula se adentra en el complejo y difícil territorio de la adolescencia, ese espacio a veces terrorífico, incierto, lleno de cambios, todos impredecibles, todos inquietantes, y sobre todo, un lugar del que no salimos indemnes, donde vamos haciéndonos y haciendo en relación con nosotros y con los demás. Una etapa que últimamente el cine americano ha tratado con sutileza, a partir de un acercamiento humano y complejo, y también, retratando todo su verdad y su angustia, hay tenemos casos como los de Después de Lucía (2012), de Michel Franco, Juana a los 12 (2014), de Martin Shanly, Las plantas (2015), de Roberto Doveris, Kékszakállú (2016), de Gastón Solnicki, Tarde para morir joven (2018), de Dominga Sotomayor y Las mil y una (2020), de Clarisa Navas y Tengo sueños eléctricos (2022), de Valentina Maurel, títulos a los que hay que añadir Paula, en su incansable búsqueda de ese sentir todavía demasiado joven y expuesto a peligros inconscientes, sometidos a una sociedad demasiado superficial y competitiva que sólo quiere alcanzar ese éxito cueste lo que cueste, para ser uno más y pertenecer a las reglas artificiosas que dictan los mercados y la publicidad. Paula tendría su más fiel reflejo en la película Miriam miente (2018), de Natalia Cabral y Oriol Estrada, porque también habla de una joven de 14 años, enamorada de un chico, y al igual que la protagonista, está preparando su fiesta de los 15, y por lo visto, la presión social no entiende de territorios y demás, porque una sucede en la República Dominicana y otra en Argentina.
Para terminar no podíamos olvidarnos de la potentísima y maravillosa interpretación de la debutante Lucía Castro en el papel de la protagonista Paula, lo bien que mira, que se mueve, y sobre todo, lo bien que habla sin abrir la boca, todo un extraordinario hallazgo que con su presencia hace que la película vuele muy alto, y consiga todo lo que se propone, su verdad y todo lo que transmite. Le acompañan su familia: María Belén Pistone, como la madre, Beto Bernuéz como Horacio, el padre, que ya estuvo en la mencionada Mañana tal vez, y Virgina Shultess como la hermana mayor, y la retahíla de amigas de Paula, tan naturales y cercanas como la protagonista, todas ellas debutantes son un gran descubrimiento. Tenemos a Tiziana Faleschini, Lara Griboff, Julieta Montes y Líz Correa. No se pierdan Paula, de Florencia Wehbe, y quédense con el nombre de esta directora riocuartense de Argentina, que de buen seguro, nos volverá a conmovernos con su contención y su maravilloso retrato sobre la adolescencia, la vida y lo que somos y lo que no. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Diego Lerman, director de la película «El suplente», en els Jardins Miquel Martí i Pol en Barcelona, el martes 10 de enero de 2023.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Diego Lerman, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Sandra Ejarque de Vasaver, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Tanto Bruno Cirino en Diario di un maestro (1973), de Vittorio De Seta, como Daniel Lefebvre en Hoy comienza todo (Ça commence aujourd’hui, 1999), de Bertrand Tavernier, pertenecen a esa clase particular de docentes que van más allá de lo que sucede en el interior de las aulas, porque conocen que la realidad social y económica de sus alumnos interfiere completamente en el desarrollo de sus vidas, y por ende de su educación. Son maestros dentro y fuera, ese tipo de docentes que se implica, que ayuda y sobre todo, ayuda al cambio tan necesario. Lucio, el docente del sexto largometraje de ficción de Diego Lerman (Buenos Aires, Argentina, 1976), amén de dirigir documental, producir cine y hacer teatro, es uno de esos tipos que sabe que la realidad de sus alumnos es dura y nada fácil, porque vienen de uno de esos barrios periféricos de la capital argentina, donde la realidad es triste, llena de peligros y donde campa el narco a sus anchas.
Lerman compone un drama social muy cercano y lleno de matices, sin caer en la moralina ni en el sentimentalismo, sino construyendo “una pequeña parte de la vida”, donde el hilo conductor es el mencionado Lucio, un tipo en crisis, alguien que aspiraba a más, a hacer una segunda novela que no acaba de llegar, a dar clases en una universidad prestigiosa, a ser mejor hijo, mejor ex y mejor padre, y sobre todo, a entenderse y no huir a la nada. El director bonaerense crea una trama sin estridencias y nada complaciente, que va desarrollándose sin alardes ni piruetas narrativas, centrándose en el hecho en cuestión, o mejor dicho, en varios sucesos, aunque el principal pivota en la relación entre Lucio y uno de sus alumnos, Dilan, que ha traicionado al narco del barrio y ahora su vida corre en peligro. Lerman vuelve a confiar en algunos de sus cómplices habituales como la guionista María Meiro, en muchas de sus películas, la aportación de la escritora Luciana de Mello y el propio director en la elaboración de un guion que se maneja muy bien entre la realidad social y la trama policiaca centrada en la investigación, donde Lucio, además de maestro, se convierte en una especie de detective para ayudar a su alumno.
El grandísimo trabajo del cinematógrafo Vojciech Staron con una luz tremendamente cotidiana y realista, gruesa y sucia, huyendo de la condescendencia y en el mensajito, donde destacan los elegantes movimientos de cámara, así como el entramado de espejos y reflejos que evidencian con detalle el estado de ánimo del atribulado protagonista, así como José Villalobos en la música, una composición que puntúa algunos aspectos de la primera mitad para luego escarbar más en los sentimientos de los protagonistas, pero siempre con respeto, y otro habitual como el editor Alejandro Brodersohn, que condensa con ritmo y pausa las casi dos horas de metraje. Qué decir del acertadísimo reparto de la película encabezado por un magnífico Juan Minujín, al que conocíamos por sus trabajos con Daniel Burman, Mariano Llinás y Lucrecia Martel, entre otros, metiéndose en la piel de un tipo que la vida le ha llevado a ser suplente, a enseñar literatura a unos chavales que pasan de todo, en el que deberá adaptar su clase a la realidad dura de sus alumnos, y conocer sus vidas y sus contextos, tarea que no le resultará nada fácil.
A Minujín le acompañan de forma estupenda una gran Bárbara Lennie, que ya había protagonizado la anterior película de Lerman, Una especie de familia ((2017), en el rol de la ex de Lucio, con una hija en común, que hace Renata Lerman, la hija del director, y fue premiada en el Festival de San Sebastián, y unas realidades bien distintas, porque ella ya ha pasado página y está en otros menesteres, y acepta la decisión y la rebeldía de la hija de ambos desde una perspectiva muy alejada que Lucio, que parece empecinado en seguir el camino y no plantearse ciertas contradicciones. La interesante presencia de un grande como Alfredo Castro, en el papel de padre del protagonista, al que curiosamente llaman “El chileno”, una especie de buen samaritano que trabaja en el barrio dando comidas e implicándose en las dificultades de sus habitantes, que mostrará una realidad bien diferente al protagonista. Y finalmente, Lucas Arrua haciendo de Dilan, al igual que los otros chicos, todos debutantes en el cine, generando esa solidez que requiere una película de estas características donde se fusionan los adultos profesionales con los jóvenes naturales.
El suplente es una película que nos habla de muchas cuestiones humanas, y sobre la vida, sobre aquellas cuestiones de la vida nada fáciles, que resultan incómodas, donde se abordan muchas cuestiones morales, con el mejor aroma de aquel cine policiaco de Hollywood de los treinta y cuarenta, donde los Lang, Hawks y Welman, y tantos otros, nos situaban en esas tesituras tremendamente difíciles de asumir y sobre todo, de decidir, en el que los y las protagonistas se veían inmersos en posiciones muy difíciles, en las que no sabían qué decir y mucho menos que hacer, un cine que desgraciadamente se está perdiendo, dejando paso a producciones blanditas que no molesten y tampoco sirvan para nada. La película de Lerman recupera esa complejidad, esa humanidad, con personajes de carne y hueso, con personas que les ocurren cosas como a nosotros, y sobre todo, dudan, tienen miedo y se enfrentan a los que les acojona, y a otras situaciones que ni se imaginaban, como a todos nosotros. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Sergi López, actor de la película «Pequeña flor», de Santiago Mitre, en el Instituto Francés en Barcelona, el lunes 28 de noviembre de 2022.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Sergi López, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Fernando Lobo de Surtsey Films, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“La escena que se representaba en el matadero era para ser vista, no para ser representada”
Esteban Echevarría, El matadero 1830
Todo el arranque de la primera película de ficción de Santiago Fillol (Córdoba, Argentina, 1977), es de una sobriedad y concisión sobrecogedoras. Un sonido industrial y abstracto nos sitúa en el interior de un automóvil con un destino que desconocemos, en el que vemos unas manos entrelazadas del que no sabemos su identidad. El vehículo se detiene y frente a su capo, se reflejan unas personas que protestan o celebran. Inmediatamente después estamos en el interior de un cine en la actualidad, donde se proyectará la película “Matadero”, del director estadunidense Jared Reed, que comparte apellido con aquel otro John que vivió la Revolución Rusa de octubre de 1917. Nos informan que es una película maldita, que nunca se ha proyectado y además, tiene la losa de las muertes que se produjeron durante su rodaje. La película viaja hacia la Pampa Argentina de 1974, donde Reed está en pleno proceso de rodaje del cuento “El Matadero”, de Esteban Echevarría, un relato que habla de unos matarifes que degüellan a sus patronos.
A Fillol, afincado en Barcelona, lo conocíamos por su trabajo como docente, escritor sobre cine, asistente de directores como Isaki Lacuesta y Ben Rivers, guionista de Oliver Laxe, y director de dos trabajos sumamente interesantes como Ich Bin Enric Marco (2009), que codirigió junto al filósofo Lucas Vermal, en el que seguía el testimonio del mencionado, que decía ser un superviviente del nazismo, y la película corta Dormez-Vous (2010), nacida a partir de su colaboración en la película Low Life, de Nicolas Klotz y Elisabeth Perceval, en la que una actriz viaja al imaginario de su personaje. Con Matadero, escrita por el poeta Edgardo Dobry, el mencionado Vermal y el propio director, vuelve a sumergirse en el imaginario cinematográfico y sus procesos creativos, pero haciéndolo desde una perspectiva inusual y muy enriquecedora, porque toca varios temas: la lucha de clases, que está presente en la novela que se está adaptando en la película ficticia que se está filmando, ante aquello que se representa y cómo se representa, el conflicto capital que se genera entre las diferentes visiones opuestas entre Reed, sus jóvenes intérpretes pertenecientes al teatro político, y los peones que son manejados al antojo del director, y después, el complejo contexto social, político y cultural de aquella Argentina de mediados de los setenta, en que el estado ya apuntaba a la dictadura que estallaría dos años después, que la emparenta con la reciente Azor, de Andreas Fontana, en muchos aspectos.
Su relato, desde el punto de vista de la joven admiradora de Reed, que lo sigue a todas partes, la entusiasta del cine que quiere ser como su admirado, un testigo de toda esta barbarie que se está cociendo, mientras unos quieren hacer cine reflexivo, radical y violento, y otros una revolución. La excelente cinematografía de un grande como Mauro Herce, con ese aspecto de 1.85:1, que ayuda a fortalecer los primeros planos en una película de interiores e intimidad, donde todo se cuece en las sombras y las habitaciones cerradas. Así como el exquisito montaje de otro grande como Cristóbal Fernández, que combina ritmo con reflexión sus ciento seis minutos de metraje, en una película que es más una balada del desencanto y la tristeza de un país que se aboca al abismo sin remedio. La potentísima música de Gerard Gil, que comparte con el mencionado Cristóbal Fernández, con esas composiciones western y afiladas que nos recuerdan a su magnífico trabajo en La próxima piel (2016), de Isa Campo y Lacuesta, el gran trabajo de sonido de Carlos García, que en su filmografía tiene títulos tan importantes como los de los colombianos Cristina Gallego y Ciro Guerra, Irene Gutiérrez y la reciente Eles transportan a morte, y el sumamente cuidadoso trabajo de arte de la argentina Ana Cambre, que también estuvo en la mencionada Azor, y la potente coproducción de El Viaje Films, que ha producido a gente tan interesante como Théo Court, Mnauel Muñoz Rivas y los citados Gutiérrez y Herce, entre otros.
Fillol compone un medido y cercano elenco capitaneado por Julio Perillán en la piel del apasionado y obsesivo Jared Reed, el cineasta difícil, en plena decadencia, con esos momentazos, entre la nostalgia y la pérdida, en los que vuelve a ver sus antiguos westerns convencionales entre sombras nocturnas, y un gran ramillete de excelentes intérpretes del país sudamericano que componen con cercanía y naturalidad unos personajes atrapados en una película y en un país enajenado y sin rumbo, como Malena Villa, la joven inocente y testigo mudo de todo lo que está ocurriendo a su alrededor, Lina Gorbaneva, compañera de Reed, una mujer que fue y yo no es, que vive anclada en una aventura que tiene mucho de despedida y poco de cine, la maravillosa presencia de la maravillosa Eva Bianco, actriz fetiche de Dantiago Loza, que recuerda a la Saturna que hizo la gran Lola Gaos en Tristana, y el grupo de teatro en el que están unos sorprendentes Ailín Salas, una mujer de fuerte carácter y la heroína de la trama de la película que se rueda, Ernestina Gatti, Rafael Federman y David Szchetman.
Celebramos la vuelta a la dirección de largometrajes de Fillol, porque no solo ha construido una película muy sólida, con múltiples capas, tanto de forma como de fondo, con unos personajes complejos y un trama que va desmadejándose sin prisas, creando esa amenaza constante en todos los sentidos, donde todo parece en un estado de violencia latente, en un tiempo transitorio, un tiempo de monstruos que diría Gramsci, con personajes de carne y hueso, sometidos a una gran tensión y una fuerte carga psicológica, que se echa de menos en el cine de hoy en día, en el que se mezclan géneros con elegancia como el western seco, crepuscular a lo Peckinpah, cine negro, con el mejor tono de títulos como Rojo (2018), de Benjamín Naishat, que comparte con Matadero el contexto histórico, sino que ha hecho muy buen cine político en tiempos donde más falta hace, con el mejor aroma de títulos como Z (1969), de Costa-Gavras, y Tiempo de revancha (1981), de Adolfo Aristarain, en que el horror y la violencia, tanto en la ficción como en la realidad se muestran fuera de campo, no las vemos pero están por todas partes, en las sombras, ocultas, acechándonos, esperando su momento, ese momento en que todo cambiará. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA