Sica, de Carla Subirana

LA HIJA DEL NAUFRAGIO. 

“El mar es tu espejo; en la sucesión infinita de las ondas tu alma se refleja, y tu espíritu no es un abismo menos amargo”.

Charles Baudelaire

La película se abre de forma prodigiosa y tremendamente reveladora. El rostro de Sica mirando algo en fuera de campo, le acompañan otros otros, el de su madre, el de su magia Leda, el de Julio. Figuras que miran en silencio al mar, un mar agitado y muy sonoro, donde unos buzos en sintonía de unos guardias en la playa dan por finalizada la búsqueda. Todos emprenden la marcha cabizbajos, en cambio, Sica, con la mirada fijada en el mar embravecido, continúa inmóvil como esperando alguna señal del mar. Sica es la historia de una niña de 14 años, una niña que espera que el mar le devuelva a su padre desaparecido. También, es la historia de un lugar, la Costa da Morte en Galicia, un paisaje acotado por el mar, un mar de fuego, un mar salvaje, un mar que se ha llevado a muchos que lo desafiaron. Hay más temas en la película, como el paso de la infancia a la adultez, las consecuencias de una forma de vivir que está contaminando y sobre todo, alterando peligrosamente la naturaleza. Es la historia de una niña que se aleja de su madre para conocer ese otro mundo, el mundo de las almas, de personas solitarias como Suso, el niño que caza tormentas, o aquel otro, El Portugués, todos personajes que pululan en las grietas de un paisaje que late entre el mar, entre la tierra, y sobre todo, entre todo aquello que queda entre medio, en ese lugar donde acaban los que no encuentran su lugar. 

Sica, a la que muchos la etiquetan como la primera película de ficción de Carla Subirana (Barcelona, 1972), aspecto que debería haberse quedado fuera del análisis de una obra que desde su primer trabajo, el recordado Nedar (2008), donde la propia directora, junto a su madre y abuela, recordaban la figura ausente del abuelo, ya maneja tanto ficción como documento, o mejor dicho, se adentraba en el fondo y forma a través de los diferentes dispositivos que ofrece un arte como el cinematográfico, generando ese formato híbrido, donde todo se mezcla, se fusiona y vive. Lo mismo ocurría en sus posteriores trabajos, Volar y la película colectiva-episódica Kanimambo, ambos del 2012, así como en Atma (2016). Ese cine-fusión sigue latiendo en cada plano y encuadre de Sica, y lo hace desde un impresionante trabajo de espejo-reflejo entre la joven protagonista y su entorno, donde el mar es el “personaje”, ese monstruo que nos mira y sobre todo, nos interroga y nos hipnotiza, generando esa increíble fuerza que nos empequeñece y quedamos a su merced.

La magnífica y penetrante cinematografía de un grande como Mauro Herce, nos va sumergiendo en la fábula que nos ofrece Sica, en unas imágenes filmadas en 16 mm, con la textura y el tacto que tenían aquellas  novelas de Stevenson como La isla del tesoro, y de películas fantásticas sobre el mar como Yo anduve con un zombie (1943), de Jacques Torneur o Jennie (1948), deWilliam Dieterle, en las que conviven elementos cotidianos, reales, fantásticos, social, y demás. La película se fortalece porque tiene esa duración convencional de 90 minutos, en la que no falta ni sobra nada, en un estupendo trabajo de montaje de concisión y detalle que firma Juliana Montañés, que hemos visto en películas de Carlos Marques-Marcet, Nely Reguera, entre otras. La música de Xavi Font, también coproductor de la cinta, junto a la cineasta Alba Sotorra, y Andrea Vázquez, ayuda a crear ese aura de misterio y realidad en la que navega constantemente el cuento, así como el sonido directo de Amanda Villavieja, que recoge esa furia del mar y esos golpes cotidianos, como muestran todas las secuencias de interiores apoyadas en las miradas, los silencios y lo cotidiano, frente al sonido encantador y amenazante del mar, bien acompañado por el diseño de sonido de Alejandra Molina, y Fernando Novillo, que ya estaban en la mencionada Volar

La obsesión de Subirana por descubrirnos el atemorizante paisaje en el que se instala la película, en el que juega entre esas grietas que antes comentábamos, entre ese mundo o no mundo en el que late su película, con todas esas mezclas, texturas e hibridez de su propuesta, tanto en el apartado técnico que ya hemos comentado como en el tema artístico, en el que tiene a dos intérpretes profesionales como Núria Prims, que pedazo de actriz, como transmite con tan poco, en un excepcional trabajo de contención y silencio, rememorando a aquella Carlana en la que su Carmen nada tiene que envidiarle, y Lois Soaxe, al que hemos visto en series galegas de gran acabado como Fariña, Agua seca o Néboa, entre otras, en el papel del citado Portugués, ese marino solitario que sabe mucho y más del mar misterioso. Y luego, están los acertados intérpretes de los adolescentes, captados en un extenso y laborioso casting en la zona donde se ha rodado la película. Tenemos a María Villaverde Ameijeiras, en el rol de Leda, la amiga de Sica, con su vaivenes propios de la edad y de compartir a los padres desaparecidos, a Marco Antonio Florido Añón como Suso, el peculiar cazador de tormentas, una especie de escudero o ángel de la guarda de Sica, ese fiel amigo que tanto necesita la protagonista cuando su universo se está demorando debido a su incomprensión de su entorno que acepta demasiadas cosas inaceptables. 

Y finalmente, está Thais García Blanco como Sica de Nausícaa, nombre de La Odisea, de Homero, que significa “la que quema barcos”, imposible imaginar la película con otro rostro, y esa forma de mirar desde dentro hacia afuera, con ese miedo y esa tristeza que le acompaña en ese deambular y soledad que tiene en muchos momentos, qué mirada mantiene durante toda la película, un ser puro, táctil y corporal que deberá dejar el universo de protección y comprensible, para adentrarse en ese otro mundo, el de los adultos, tan falso, tan extraño, y sobre todo, tan frustrante y desolador, con el mar, el de Costa da Morte, como espejo-transformador, y sobre todo, como testigo y amenazante naturaleza que da y quita, tan bella como peligrosa, tan dulce como amarga. Celebramos la vuelta al cine de Carla Subirana porque ha construido una película que habla de todos nosotros, de nuestra relación tan demoledora con nuestro entorno, con esa naturaleza que empieza a rebelarse ante tanta maldad humana, y esa textura y tangibilidad de cuento, de cuento iniciático, de la vida que se abre ante nosotros, ante Sica, ante la imposibilidad, ante el viaje intenso y misterioso de una adolescente que debe aceptar la frustración y la tristeza de la vida, de los silencios de los que ya no están y de los que están. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Un año, una noche, de Isaki Lacuesta

RAMÓN/CÉLINE.

“Lo primero que viene a mi memoria es una luz sobrecogedora. Un resplandor repentino me sacude la mente y veo la sala devorada por su aura. Ya no estamos a oscuras. Ya no toca la banda. A mi alrededor, en el foso, hay cientos de personas, como yo, tiradas en el suelo. Mantienen la cabeza escondida entre los brazos y tiemblan. Muchos aún no son conscientes de lo que ocurre. Algunos morirán sin saberlo”.

Primer párrafo de la novela “Paz, amor y death metal”, de Ramón González

La película se abre de manera imponente y sobrecogedora. Una imagen que no podemos descifrar en la que flotan partículas doradas, mientras suena una música de ópera, dando esa sensación de tiempo detenido que recorre toda la película. Luego, vemos una manta térmica dorada que, a continuación, descubrimos que son dos mantas y dos personas, hombre y mujer jóvenes, con la mirada perdida, sin rumbo, caminan envueltos en la manta y agarrándose fuertemente. La música va dejando paso al ruido de la calle, llena de sirenas y un gran trasiego de los servicios policiales y médicos. Estamos en la noche del viernes 13 de noviembre de 2015, la noche de los atentados en París. La pareja son Ramón y Céline, dos de los supervivientes de la sala Bataclan, donde fueron asesinadas cerca de ochenta personas.

La décima película de Isaki Lacuesta (Girona, 1975), se centra en estas dos almas, Ramón y Céline, a partir de la novela “Paz, amor y death metal”, de Ramón González, que sobrevivió a aquella noche fatídica. Un guion que firman Fran Araújo, Isa Campo y el propio Lacuesta, el mismo equipo de las tres últimas películas del director gerundense. Después de Los condenados, Murieron… y La próxima piel, el director vuelve a la ficción pura, pero no al uso, como nos tiene acostumbrados, tanto en la forma de adentrarse y la precisión quirúrgica en la  que envuelve a sus dos criaturas, porque se sitúa en la gestión del dolor, la culpa y el trauma tanto de Ramón como Céline. Mientras, él, necesita verbalizarlo, no olvidar nada y compartir lo ocurrido en Bataclan. En cambio, ella, opta por lo contrario, olvidar, callarse, no compartir, silenciarlo todo, y seguir como si nada. Dos formas diferentes de gestionar y afrontar el traumar, dos formas en las antípodas de enfrentarse al dolor, dos almas en continuo colisión, dos almas enfrentadas, dos almas que viven el después como pueden, ni mejor ni peor.

El director catalán vuelve a su tema preferido, el doble, que estructura toda su filmografía. En este caso, no se trata de la misma persona, sino de dos, dos personas y sus experiencias traumáticas, y contada a través de dos elementos importantes: la fragmentación y la desestructuración, tanto en el relato como en la forma, con esa cámara tan cerca de todo, que penetra en sus almas tristes, convirtiéndose en una segunda piel, en ese otro personaje, que los mira y los retrata, sin juzgarles y sin condescendencia, en un relato a modo de puzle imposible, en el que todo lo vemos a partir de ellos dos, a partir de su frágil memoria, de sus flashes de aquella noche, y de esa vida no vida que intentan continuar a pesar de lo que han vivido. No es en absoluto una película que dé respuestas de cómo gestionar un trauma, sino que se adentra en el interior de los personajes, y también, en cómo se gestionan, y sobre todo, como gestionan su yo de ahora, que ya no es el de antes, porque el de antes murió aquella noche en Bataclan, y no solo su conflicto, sino el conflicto que tienen con el otro, que está ahora misma muy distanciado en su forma de encarar el dolor y la vida a partir de ahora.

Esa imagen en ocasiones abstracta y extraña, donde hasta el naturalismo tiene ese aroma de dureza y dolor, donde encuentran pocas huidas de luz, porque esa luz no la encuentran en su interior, y el fascinante juego de espejos y reflejos con esa cámara deslizándose entre paredes y cristales, mostrando todos esos muros que los separan a ellos y al otro. Una imagen de Irina Lubtchansky, que ha trabajado para Rivette y es habitual de Desplechin, consigue esa luz monrtecina y martilelante que se ha isntalado en las no vidas de los protagonistas, y toda la magnífica filmación de los atentados en Bataclan, llenos de confusión, ruido, miedo y locura. Toda un doctorado de cómo filmar una situación así, en el que ayuda el exquisito trabajo de montaje donde encontramos a un viejo conocido del director como es Sergi Dies, que firma junto a Fernando Franco, un director-montador, en el que saben transmitir esa montaña rusa en bucle por la que transitan las almas sin descanso de la película. El maravilloso equipo de sonido que forman grandes de la cinematografía de este país como Eva Valiño, Amanda Villavieja, Marc Orts y Alejandro Castillo, como suenan esos disparos en la sala, o todos los sonidos que nos acompañan durante el metraje, que podemos tocar y sentir, tan secos, tan duros, que tanto duelen. Y finalmente, otro que repite con Lacuesta, el músico Raúl Refree, creando esa compañía perfecta que explica lo que no vemos, y ayuda a penetrar más profundamente en estas almas que están siendo tan vapuleadas.

El reparto necesita una mención aparte, porque tiene a intérpretes que acostumbran a ser protagonistas haciendo personajes de reparto o colaboraciones como Quim Gutiérrez, en un rol brutal, amigo y también, superviviente como Ramón, la increíble Alba Guilera, toda una revelación, Enric Auquer, el música C. Tangana, que debuta en el cine, Natalia de Molina, Raquel Ferri, Blanca Apilánez y el reencuentro con Bruno Todeschini, que era uno de los tutores que aparecía en La próxima piel. Y el protagonismo de Noémie Merlant y Nahuel Pérez Biscayar, que vuelve al cine español después de Todos están muertos (2014), de Beatriz Sanchis. Pedazo pareja e impresionantes composiciones de dos de los mejores intérpretes jóvenes de la cinematografía francesa, dando cuerpo y alma a unas vidas en suspenso, unas no vidas, unas existencias llenas de dolor, de miedo, de muerte, y sobre todo, de ser incapaces de compartirlo todo aquello que están sintiendo, de la incapacidad que tenemos los humanos de gestionar el dolor, el trauma, la tristeza, y los conflictos que nos traen con los demás y con nosotros mismos.

Isaki Lacuesta ha hecho una de sus grandes películas, como lo eran La leyenda del tiempo, donde el pequeño Isra también atravesaba el conflicto del dolor por la muerte de su padre, o Los pasos dobles, donde también había una suerte de puzle argumental, o Entre dos aguas, otra vez con Isra, ya adulto, donde el conflicto volvía a distanciar a una pareja. Un año, una noche es una película para ver y otra vez, porque dentro de su carcasa hay muchos detalles, gestos y miradas que se nos escapan, en una película que habla de frente al dolor y al miedo, sin cortapisas ni edulcorantes, sumergiéndonos en la tristeza, en todo aquello que no nos deja ser quiénes somos, detallando minuciosamente nuestra vulnerabilidad, nuestra fragilidad, todo nuestro ser reducido al pozo de la no vida, de querer olvidar cuando es imposible, de tener la capacidad de enfrentarse a toda la mierda que sentimos y sobre todo, a ser capaces de mirar a nuestro amor y compartir todo lo que duele, todo lo que sentimos, y sobre todo, todo lo que sucedió y vimos aquella noche en Bataclan. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Seis días corrientes, de Neus Ballús

TRES CURRANTES DE HOY.  

“Se vive con dignidad cuando se vive con autenticidad. Ser fiel a la secreta esencia”.

José Luis Sampedro

El imaginario cinematográfico de Neus Ballús (Mollet del Vallès, 1980), está situado en la periferia, en esos espacios alejados de la urbe o incrustados en esos barrios edificados de los sesenta y setenta que se llenaban de emigrantes. Todos son retratos sobre las personas que viven y transitan por esos lugares, centrándose en sus trabajos, en sus innumerables existencias o formas de ganarse el pan diario. Una mirada sencilla y directa, que juega con la forma y sobre todo, con la narrativa, componiendo sutiles y honestos ejercicios que fusionan el documento con la ficción desde una naturalidad ejemplar, y creando películas que abordan temas sociales, culturales y económicos a través de múltiples formas y miradas. Si algo caracteriza el cine de Ballús es un elemento que se repite en todos sus largometrajes hasta la fecha, y no es otro que la relación con el otro, la mirada y la comprensión hacia el otro, el que es diferente, el que viene de otro país o pertenece a otra escala social, el otro como elemento indispensable en un mundo cambiante, donde el movimiento es constantes, donde todo continuamente está mutando, desde miradas y posiciones infinitas.

Seis días corrientes se centra en tres tipos, tres lampistas, muy diferentes entre sí. Tenemos a Pep Sarrà, el veterano, el que está a punto de la jubilación, una especie de último dinosaurio de una forma de trabajar y hacer ya casi extinguida. Luego, nos encontramos a Valero Escolar, el escudero de Pep, que ahora heredera su estatus, pero en las antípodas de Pep, porque Valero es muy suyo, con sus formas, ideas y actitudes siempre en brega, y finalmente, Mohamed Mellali, el recién llegado al país y a Instalaciones Losilla, marroquí de nacimiento y de Cornellà para buscarse la vida, que se convertirá en la diana de Valero, el elemento hostil que Valero querrá deshacerse constantemente. Ballús, que recoge en las experiencias de su padre como lampista, y un arduo casting que reclutó a los tres lampistas verdaderos Un relato acotado en solo seis días, cinco laborales y el sábado como conclusión, en una cinta que constantemente juega con la forma porque va de la ficción al uso, al documento más preciso, siempre pasando por la comedia, una comedia negra, divertida y por momentos, surrealista.

La película está contada de forma lineal, sin sobresaltos ni atajos de ningún tipo, la ligereza se impone en todo momento, creando ese espacio de inventiva y sorpresa constante, un tono que le va como anillo al dedo a la propuesta de la directora catalana, que inmediatamente encuentra ese tono, donde cada día es una nueva aventura, ya que los tres susodichos visitarán pisos de toda clase, desde el abuelo que vive solo y está obsesionado con la salud, un joven que no consigue parar a un par de niñas gemelas que serán el quebradero de cabeza para los lampistas, una fotógrafa de estudio que se enamora del cuerpo de Moha y lo retrata, un psicoanalista argentino que vive en una casa parecida a la de Playtime, de Tati, y quiere encontrar soluciones a las diferencias de Valero con Moha, y finalmente, las disputas de Pep con unos obreros que han hecho fatal su trabajo. Esas pequeñas historias, encuentros y miradas que se cuecen diariamente entre las cuatro paredes de la cotidianidad laboral de los tres protagonistas.

Ballús consigue con una intimidad y naturalidad asombrosa, llena de frescura, diversión y cercanía, una abrumadora y magnífica lección de cine y sobre todo, de humanismo, hablándonos de toda la vorágine en la que vivimos diariamente, del trabajo, de compartir, de todo lo que nos diferencia y acerca, de todo lo que somos, lo que nos produce miedo, lo que no, de nuestras inseguridades, de todo y aquello, de lo más íntimo y lo más alejado, en fin, de todo aquello que se oculta cuando las puertas se cierran. Amén de los citados personajes, y los otros que los acompañan, todos de la vida real sin ninguna experiencia anterior en el cine, Ballús se ha acompañado de un gran equipo técnico entre los que destacan Margarita Melgar en labores de escritura, habitual de las películas de la productora Distinto Films, la producción de Miriam Porté, de la citada compañía, la cinematografía de Anna Molins, a la que hemos visto en películas tan estimables como Kanimambo y Me llamo Violeta, entre otras, el sonido que firman dos superclases como Amanda Villavieja y Elena Coderch, en películas de José Luis Guerín, Isaki Lacuesta, Mercedes Álvarez, Oliver Laxe, por citar solo algunos de sus trabajos, un riquísimo y rítmico montaje en que sus ochenta y seis minutos nos saben a muy poco, que firman la indispensable Ariadna Ribas, y la propia directora.

Los personajes de La plaga (2013), el campesino, el luchador, la anciana, la inmigrante y la prostituta, al igual que los trabajadores del hotel en El viaje de Marta (2019), y los tres lampistas, son personajes de carne y hueso, igual que nosotros, los que nos levantamos a diario para encontrar el sustento, una serie de individuos a los que el cine no mira demasiado, y es de agradecer que de tanto en tanto, alguien los mire y los retrate de verdad, con esa autenticidad que solo da el tiempo, la mirada sencilla e inteligente, y sobre todo, sentir a los personajes y filmarlos desde la piel, sus cuerpos, sus miradas y sus formas de ser, nos gusten o no. Ballús despacha la que es probablemente su mejor película hasta la fecha, por todo lo que cuenta, por como lo cuenta, por su valentía y osadía en mirar al de abajo con humanidad, dignidad y sobre todo, con humor, porque si hay algo en que la película es maravillosa es en su forma de mirar a estos tres tipos, que guardan mucho el tono y las formas de aquellos pobres maleantes de Rufufú, de Monicelli, y aquellos otros de Atraco a las tres, de Forqué, aunque Seis días corrientes se mueve por otros lares, los que tienen que ver con el trabajo y de lo que somos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Las niñas, de Pilar Palomero

CELIA QUIERE VIVIR (Y NO REZAR).

“Puedes cerrar todas las bibliotecas si quieres, pero no hay barrera, cerradura, ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente”

Virginia Woolf

Erase una vez una niña llamada Celia, de 11 años, que vive con su madre viuda y estudia en un colegio de monjas en la Zaragoza de 1992. Toda su vida gira en torno al colegio y las noches compartidas con una madre sola y cansada. Pero todo esa cotidianidad exasperante, cambia con la llegada de Brisa, una nueva compañera de colegio de Barcelona, en la que Celia descubre una nueva etapa en su vida: la adolescencia. Un mundo donde descubrir, experimentar, y sobre todo, descubrirse. La opera prima de Pilar Palomero (Zaragoza, 1980), después de años fogueándose en los cortometrajes, recoge muchas experiencias personales de sus años como alumna en un colegio religioso, pero no es un ajuste de cuentas, es una sensible, conmovedora y realista mirada a todas aquellas niñas que recibían una educación heredera del franquismo, mientras el país se modernizaba y empezaba a despertarse de su letargo tradicional y conservador.

La directora aragonesa nos sitúa en la mirada de Celia, la niña protagonista, una niña que empieza a dejar la infancia para empezar a vivir su adolescencia, tiempos de cambios, de descubrimientos, tanto físicos como emocionales, tiempo de incertidumbre, también, y tiempo de muchas preguntas, de querer entender todo ese maná de transformaciones. El magnífico trabajo de luz, con esos claroscuros y tenuidad, a partir del formato cuadrado de 4:3 y la cercanía con la que están construidas las imágenes, obra de la cinematógrafa Daniela Cajías, ayuda a conseguir esa existencia asfixiante y opresiva en la que vive Celia, sometida a una educación represiva, alienante y recta, en vida reducida a los interiores de las cuatro paredes del colegio y de su casa, y el contrapunto, también filmado a partir de esa intimidad, como con el miedo a ser descubiertas, con esos juegos con sus amigas en las que va descubriendo la vida, en forma de clandestinidad: saliendo por la noche, bebiendo alcohol, fumando, riéndose a carcajadas, conociendo chicos, bailando y compartiendo con sus amigas la vida, eso que se le niega en el colegio.

Palomero cuenta el relato a partir de las miradas de Celia y sus compañeras, los adultos son esas figuras o sombras difíciles de entender, que apenas responden preguntas comprometidas y callan demasiado, que se deben al trabajo y al silencio impuesto, todo lo contrario que Celia, que deja de ser niña y quiere saber, quiere sentirse que forma parte de esa edad que los adultos le niegan y esconden. Las niñas huye de lo convencional y lo evidente, para adentrase en un terreno más sutil y peliagudo, en el que la narración te va atrapando con firmeza y decisión, pero tomándose su tiempo, sin prisas, contándonos todos los rincones ocultos, y cocinando a fuego lento todas las situaciones que vive Celia, y como van conformando su mirada y carácter. La película está construida a través de unas imágenes-viñetas, troceadas de ese todo que es la existencia de la protagonista, estupendo trabajo de la editora Sofi Escudé, como una especie de rompecabezas que la propia experiencia de la protagonista irá construyendo a nivel emocional, como esa maravillosa secuencia en el colegio, donde la niña se encuentra con sentimientos contradictorios, en los que parece estar y no estar en el colegio, que define con clarividencia todos esos sentimientos que tienen Celia.

El extraordinario trabajo con el sonido, que firma Amanda Villavieja, una experta en el asunto, para captar todo ese universo de entro y de fuera en el que vive la niña. Si en 1967, Antonio Drove realizó La caza de brujas, práctica de la EOC, en la que contaba las vicisitudes de un grupo de alumnos de un colegio de curas y un suceso que los enfrentará, que reflejaba con astucia la miseria de la educación religiosa, que tendría una mirada diferente, con la muerte de Franco, en ¡Arriba Azaña!, en 1978, José María Gutiérrez Santos, donde un grupo de internos se rebelaban ante la tiranía de los religiosos.  La película de Palomero, heredera de aquella, pero en otro contexto, en la situación de la España de los noventa, que por un lado, se vanagloriaba de modernidad y libertad, y por el otro, existían centros educativos, como el de la película, donde los valores tradicionalistas siguen imponiendo una estructura patriarcal donde la mujer sigue siendo un objeto que moldear y un ente obediente, sumisa y callada. El soberbio y cautivador trabajo interpretativo de la debutante Andrea Fandos que da vida a la desdichada Celia, es otro de los elementos rompedores y admirables de la película, en la que la jovencísima debutante consigue transmitir todas esas emociones contradictorias que emanan en su interior, con el apoyo de las miradas que traspasan la pantalla y nos deja sin habla Y el buen hacer del resto de niñas debutantes, que al igual que la protagonista, muestran una naturalidad y frescura dignas de admirar. Bien acompañada de una elegante y derrotada Natalia de Molina, madre de Celia, con ese pasado que arrastra, golpeada por la inquina familiar.

Las niñas, es una sincera y profunda muestra de ese cine iniciático sobre niñas atrapadas y perdidas, como antes habían hecho Estiu 1993, de Carla Simón, o La inocencia, de Lucía Alemany,  películas de debutantes, que a partir de experiencias personales, vuelven a hablar de la infancia, de esos momentos duros y tristes que experimentan niñas que empiezan a darse cuenta que la infancia solo era un paso más de la vida, un paso que hay que atravesar, descubriendo y descubriéndose, en una mirada que las devuelve a aquel cine de la transición, en un espejo donde mirarse, en los que los Saura, Erice, Armiñan y otros, volvían su mirada a la infancia, para plasmar los recuerdos oscuros de la Guerra Civil y el franquismo, las experiencias de los vencidos, tiempos olvidados durante la dictadura, que muerto el dictador, surgieron muchas historias sobre el despertar de la vida en tiempos de horror, donde adultos recordaban su niñez aplastada por la guerra, la crueldad, la educación sometida, la sexualidad represora y la vida convertida en un espectro de dolor y tristeza. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Love Me Not, de Lluís Miñarro

PASIÓN BAJO EL DESIERTO.

“No quisiste besar mi boca. Ahora yo morderé tus labios”.

Salomé

Una de las funciones fundamentales del cine, entre muchas otras, es no dejar indiferente, es hacer sentir o provocar de alguna manera al espectador, detenerle en su quehacer diario durante el tiempo de duración de la película y trasladarlo a un tiempo de ficción, un tiempo para invocarle a sus imágenes y sonidos, de tal manera que después de visionar la obra, la persona sienta y experimente algún cambio, ya sea físico o psíquico, quizás de todo esto pueda sonar a pretencioso, pero todo lo contrario, ya que en tiempos actuales donde mucho cine parece olvidar los nuevos formatos y narrativas experimentales y modernas, y parece anquilosado a añejas fórmulas añejas de narración y demás, donde todo parece inamovible, donde no existe espacio para la imaginación, para la subversión o para adentrarse en nuevos territorios y variantes de la composición narrativa o visual, convocando a ese espíritu experimental y vanguardista de los pioneros.

Como ya sucediese en su anterior película Stella cadente (2014) Lluís Miñarro (Barcelona, 1949) vuelve a mostrarse como una rara avis en el cine actual, alguien capaz de enfrentarse sin ataduras y lleno de libertad a acercarse a esas figuras o mitos sin ningún pudor narrativo y formal. En la citada película convertía el fugaz reinado de Amadeo de Saboya en España en una parábola política sobre un hombre solitario e incomprendido, un espectro de sí mismo, rodeado sin remedio en un espacio ajeno y extraño, con un séquito sediento de poder y a la deriva. Todo un puñetazo en la mesa sobre cómo abordar ciertos temas que siguen devorándonos en la actualidad, a través de figuras y momentos históricos, pero subvirtiéndolos y generando nuevas perspectivas desde puntos de vista diferentes. Siguiendo con esa idea cinematográfica, en Love Me Not, su cuarto largometraje como director, cuenta otra vez con Sergi Belbel en labores de escritura como hiciera en Stella cadente, en la que vuelve a instalar en un espacio real, deteniéndose en la figura bíblica de Salomé, a través de la visión de Oscar Wilde del siglo XIX, pero con relectura muy personal y actual, en la que Salomé se ha convertido en una soldado en mitad del desierto en Oriente Medio, en pleno 2006 en el centro de la guerra de Irak, en un destacamento que custodia a Yokanaan, un peligroso terrorista que se ha erigido como un profeta que anuncia el fin del terror, y demás internos que recuerdan a las terribles imágenes de la prisión Abu Gharib, con los soldados americanos torturando a los presos, junto a ella Herodías, su madre, y el Comandante Antipas, su padrastro, al mando de la zona.

Miñarro, insigne productor de nombres tan ilustres en el cine de autor contemporáneo como De Oliveira, Guerín, Weerasethakul, Serra, Alonso o Recha, entre muchos otros, construye una película extremadamente personal y diferente, en el buen sentido de la palabra, haciendo suyo el mito de Salomé y pervirtiéndolo en todos los sentidos, capturando su esencia clásica y releyéndola en el cariz de nuestros tiempos, con la guerra como telón de fondo, creando una fascinante y profunda parábola bélica y política contra el poder absoluto, la supremacía de la guerra y el pensamiento único de occidente frente al resto, lanzando una intensa y magnífica reflexión sobre la diversidad, la diferencia,la sensualidad, la ambigüedad sexual y el deseo como la herramienta fundamental para el encuentro con los demás y la vida, hincando esa frase revolucionaria que escuchamos en la película: “Lo único subversivo es el amor”, porque el director barcelonés se atreve con todo, sumergiéndonos en la diferencia y la diversidad en todos los aspectos de la condición humana, en una película audaz e inteligente, que a través del clasicismo estadounidense formal como el western, el cine de aventuras, el melodrama a lo Sirk más desaforado, nos conduce por una interesante reflexión sobre la identidad, el género y el mundo que nos rodea, tan sediento de poder y sangre.

Miñarro plantea una película en dos actos. En el primero, la palabra toma el pulso con ese maravilloso arranque con la conversación de Hiroshima y Nagasaki, dos soldados de la coalición internacional con nombres más que evidentes que hablan de política, de estado, de guerra, poder, deseo y sexo (que recuerda a Niño nadie, de Borau, cuando gentes corrientes debatían sobre filosofía y otros temas profundos) y con una Salomé, andrógina y extraña, perdida a su alrededor y ante los suyos, que recuerda a Amadeo de Saboya, con el objetivo de conocer a Yokanaan, atraída por sus proclamas y anuncios y su posterior (des) encuentro. En el segundo acto, la película se torna más teatral y se instala en el melodrama más desaforado con esa brutal secuencia entre Antipas y Herodías en la cama, pasados de vino, en plena discusión, que recuerda al teatro más salvaje y pasional, en el que veremos la tensión en las relaciones de Salomé y Antipas, un comandante contaminado de poder, lujuria y decadente, con una Herodías, que emana sexo por todos sus poros, caliente, guerrera y de carácter.

Miñarro ha construido una película con ecos al Buñuel más surrealista y sexual, con la provocación como bandera e insignia, disparando a todo y todos, ejecutando una película de múltiples capas, reflexiones e interpretaciones que muestra los cuerpos y el sexo de forma libre e íntima, atrapándonos con elementos pop y kitsch, como esos bailes que se marca una desatada y sexual Salomé, con ese grandísimo estilo visual que recorre la película de manera naturalista y estilizada con el gran trabajo del cinematógrafo Santiago Racaj, el preciso y rítmico montaje obra de Núria Esquerra y Gemma Cabello, y Amanda Villavieja y Al Rey  componiendo ese sonido intrigante y conciso. Y qué decir de Ingrid García-Jonsson, que hace una Salomé magnífica, andrógina, sexual, perversa y llena de pasión y odio, con esa primera secuencia, de espaldas y en la ducha, siendo observada, o esa última, estupenda guinda para cerrar la película, interpretando el “Vive cantando” de Salomé con su mismo vestido. Una delicia de actriz.

Bien acompañada por un Francesc Orella como Antipas, al borde de la locura como esos militares ciegos de poder y miseria que tanto abundan a lo largo de la historia, que tiene ese instante tan bruto, sucio y patético del melodrama más intenso del cine clásico norteamericano, con ese pobres tipos, envidiados en su trabajo y ninguneaos en el hogar, y Lola Dueñas como Herodías, una mujer independiente, asqueada y perdida, como también sabe interpretar el talento de una actriz inconmensurable que vuelve a ponerse a las órdenes de Miñarro,  con la interesante presencia del director Oliver Laxe metiéndose en la piel del encarcelado Yokanaan, ese líder extremo religioso que anuncia tiempos mejores para su pueblo, que se convertirá en el desencadenante de la pasión de Salomé. Una película bella y dolorosa sobre la guerra, el sexo, el amor, la pasión, el deseo y todo aquello que mueve a los seres humanos, unos seres faltos de amor, que tienen en la guerra su estado  para llenar tantos vacíos, en un marco natural, de frente, sin mal intenciones, con un Miñarro en estado de gracia, poniendo el foco en esos temas candentes que siguen arrastrando a la humanidad, mostrando la libertad de un creador libre, inquieto y magnífico que consigue atraparnos con sus imágenes, reflexiones y subversiones. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA


<p><a href=”https://vimeo.com/307241203″>Love Me Not. Trailer ESP</a> from <a href=”https://vimeo.com/user12040697″>Eddie Saeta</a> on <a href=”https://vimeo.com”>Vimeo</a&gt;.</p>

La virgen de agosto, de Jonás Trueba

CUENTO DE VERANO.

“Hacerse una persona de verdad… ¿Cómo se llega a ser quién uno es realmente…?”

El universo cinematográfico de Jonás Trueba (Madrid, 1981) está plagado de jóvenes a la deriva, enfrascados en conflictos existencialistas, vidas en el limbo, perdidos en continuo conflicto emocional, sin encontrar su espacio o un lugar donde quedarse o donde sentirse bien, individuos que deambulan de un sitio a otro casi por necesidad no por un deseo personal, personas con dificultades laborales y sentimentales, llenas de dudas, de miedos, llenas de todo y de nada a la vez, náufragos sin isla desierta, perdidos en un no lugar y cerrado a la vez, con pocas o nulas perspectivas de futuro, personajes muy reconocibles que podíamos encontrar en nuestros amigos y en nosotros mismos, almas en permanente búsqueda de sí mismos, en medio de la nada, reflejos de estos tiempos actuales tan confusos e impredecibles al igual que sus vidas. Si hacemos un recorrido memorístico por las cuatro películas anteriores del cineasta madrileño, los relatos están apoyados principalmente en los personajes masculinos, dejando la mirada femenina en un segundo plano. Aunque eso sí, los personajes femeninos que abundan en su cine son complejos, llenos de matices y dubitativos, las mismas sensaciones que padecen los masculinos.

Con su anterior película La reconquista (2016) el reencuentro en la juventud de unos antiguos novios de la adolescencia, las tornas se equiparaban, dándole el mismo protagonismo tanto a unos como otros, conociendo los diferentes puntos de vista de la relación pasada y el citado reencuentro. Como si de un espejo deformador se tratase, cualidad que define mucho el cine de Jonás Trueba, en una suerte de compendio íntimo y especial donde sus películas dialogan constantemente unas con otras, creando una especie de infinita sala de espejos en las que se van reflejando, creando pequeños vínculos que continuamente se van abriendo y cerrando. Después de Quién lo impide, su proyecto en marcha asentado en el universo de la adolescencia, volvemos a reencontrarnos con su cine en el personaje de Manuela de La reconquista, o alguien muy parecida a aquella sería Eva, interpretada por la misma actriz Itsaso Arana, también en labores de coguionista junto a Jonás en La virgen de agosto, convertida en el hilo argumental del que tira el director para contarnos un cuento de verano en la ciudad, una fábula-diario de los primeros quince días de agosto, donde la citada Eva (no es casualidad el nombre, ya que tiene resonancias bíblicas) hospedándose en un piso prestado, vivirá los días y las noches vagando por la ciudad de Madrid, (re) encontrándose con personajes del pasado, del presente y quizás de ese futuro que desconocemos en ese momento, algo así como le ocurría al protagonista de Canción de Navidad, de Dickens, donde conversarán, filosofaran y reflexionarán sobre los tiempos actuales, sus deseos, ilusiones, frustraciones, y demás sentimientos.

Eva se reencontrará con amigas que hace mucho que no ve que han sido madres, amigos que van de aquí para allá agobiados de estar en la ciudad en agosto y apáticos con su trabajo, con artistas inquietas que le fascinan, con madrileños inmigrantes nietos de brigadistas que visitan la ciudad con amigos ingleses, nuevas amigas que le ayudarán a sentirse mejor durante la menstruación con la que hablarán de feminismo, o un día de pantano donde dialogar y dejarse llevar, algún que otro reencuentro inesperado en la puerta de un cine, o ese chico extraño que parece diferente a los demás o no, eso sí, (des) encuentros mientras las verbenas de los diferentes barrios se suceden, tiempo para pensar, para conocer, experimentar, soñar, tomar copas o simplemente bailar al ritmo de canciones de Soleá Morente, melodías que interpelan directamente a la situación emocional de Eva, una mujer que mira la ciudad desde la distancia, como si no fuera con ella, una ciudad que Jonás Trueba retrata desde el bullicio y las gentes que como Eva se quedan en la ciudad por diversos motivos, con ese tono entre la ficción y el documento en la que el sonido de Amanda Villavieja (habitual de Isaki Lacuesta o José Luis Guerín)  se convierte en un personaje más, convirtiendo ese entorno en un espejo más que transforman las imágenes de la película.

El cineasta madrileño se rodea de sus cómplices habituales, Santiago Racaj en la cinematografía, con esa luz especial y cálida que baña a la figura de Eva, con ese instante tan profundo durante el baño en el río, o ese otro momento con las lágrimas de San Lorenzo, que retrata la magia de lo cotidiano, ese mirar detenido donde todo puede suceder, donde lo más mínimo adquiere connotaciones espirituales, donde la luz del día como de la noche se tornan únicas, delicadas e íntimas, como si asistiéramos a una fantasía cercana y lejana a la vez, como si no fuese con el personaje de Eva, Marta Velasco en el montaje o Miguel Ángel Rebollo en el Arte, y sus intérpretes habituales que le acompañan en cada viaje-película como la mencionada Itsaso Arana, Vito Sanz, Mike Urroz, Isabelle Stoffel, las breves apariciones de Francesco Carril y del cineasta Sigfrid Monleón, criaturas todas ellas que nos cuentan, nos seducen, también nos interpelan, y sobre todo, nos muestran formas y puntos de vista diferentes.

Jonás Trueba vuelve a mirar a sus maestros y referentes, ya sean literarios como la cita que abre la película: “Cada cual quiere ser cada una; no vaya a ser menos”, obra de Agustín García Calvo, perteneciente al himno de Madrid, o la mención en el bellísimo prólogo del libro de Stanley Cavell sobre la comedia de enredo sentimental en Hollywood en torno a la búsqueda de la felicidad, o citas cinematográficas como la idea de Renoir de la vida como celebración festiva entre amigos, o las dudas existenciales que tanto padecen los personajes de las películas de Rohmer, en la que Delphine, la protagonista de El rayo verde, sería una especia de antítesis de Eva, ya que aquella buscaba acompañante para las vacaciones, y Eva desea quedarse y conocerse en la ciudad,  y Hong Sang-soo, o las miradas a la ciudad de Madrid desde Fernán-Gómez o Patino, donde la ciudad se convierte en el reflejo idóneo de ese estado vital, donde todo parece raro y extraño a la vez.

Unos días de agosto en los cuales Eva se encuentra una ciudad que nace y muere a cada paso, emocionalmente hablando, donde los paseos diurnos o nocturnos adquieren connotaciones místicas, en los que se producen encuentros, desencuentros o reencuentros esperados, inesperados, agradecidos, frustrantes o simplemente, sorpresivos, en que Eva, la protagonista de la película, un actriz que ya no se reconoce en esos espejos vitales, que ni sabe lo que quiere ni se encuentra, que no sabe que hace ni adónde va, alguien que se debate entre los conflictos interiores que tiene, en ese tiempo de transición, en esos 15 días que parece que todo puede suceder, tanto lo bueno como lo menos bueno, donde quizás encuentre un camino diferente al transitado, al que la ha llevado a ese estado, y se tropezará con algo o alguien que la enganche a su vida y a sus sentimientos, quizás no sea definitivo pero al menos será un comienzo, un camino diferente por el que comenzar a caminar, un comienzo de algo que no sabemos a qué lugar la llevará. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Mònica Rovira

Entrevista a Mònica Rovira, directora de la película “Ver a una mujer”, en el Parque Jardins de Mercè Vilaret en Barcelona, el lunes 20 de mayo de 2019.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Mònica Rovira, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Óscar Fernández Orengo, por su tiempo, cariño, generosidad y paciencia.

Entrevista a Isaki Lacuesta

Entrevista a Isaki Lacuesta, director de la película “Entre dos aguas”, en el Soho House en Barcelona, el martes 20 de noviembre de 2018.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Isaki Lacuesta, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Ainhoa Pernaute y Sandra Ejarque de Vasaver, por su tiempo, cariño, generosidad y paciencia.

Penélope, de Eva Vila

MIENTRAS LA MUJER ESPERA.

Una mujer casi centenaria entra en cuadro, la estancia está casi a oscuras, entre sombras, observamos a la mujer abrir una de las ventanas de par en par, la leve luz de un amanecer nublado iluminada casi a hurtadillas el comedor. La mujer se queda un instante mirando a través de la ventana. Fuera, la quietud y el silencio son aplastantes, como si el tiempo se hubiera detenido en ese lugar, con la firme intención de dejar de avanzar más. Con la premisa de la Odisea, de Homero, la película reconstruye el mito y lo reinterpreta trasladándolo al tiempo contemporáneo, ubicándolo en Santa Maria d’Oló (en la comarca del Moianès) un pequeño pueblo en el corazón de Cataluña, situado entre montañas, en el que el foco del relato ya no es el trayecto de Ulises regresando a esta Ítaca moderna, sino que la mirada de la historia se focaliza en Penélope, una modista casi en la centena que recibe el nombre de Carme Tarté Vilardell, que a diferencia del relato no solamente espera, sino que sigue con su vida mientras espera, situándose en el centro del relato.

La directora Eva Vila (Barcelona, 1975) enfocó sus dos primeros largos en la música, una de sus grandes pasiones, en Bside  (2010) recorrió Barcelona filmando a los músicos entre bambalinas, explorando sus procesos creativos cuando se apagaban las luces, en Bajarí (2014) se centró en los barrios gitanos de Barcelona y todos aquellos incipientes artistas flamencos que continuaban con el legado de la inmortal bailaora Carmen Amaya. En su tercer trabajo, Vila se ha trasladado a la tierra de su abuela, y ha construido un relato preciosista, extremadamente intimista y sensible sobre la generación de su abuela, mujeres resistentes, duras y demasiado acostumbradas al desaliento y la tristeza, pero no por eso, mujeres amilanas y cobardes, sino todo lo contrario, una estirpe de mujeres valientes, trabajadoras e independientes, que han hecho de la ausencia su mejor valor humano, un espacio en el que seguir hacia adelante a pesar de esas ausencias físicas y emocionales, a pesar de que el tiempo y sus circunstancias las trataron de manera adversa y hostil.

Vila ha cimentado una película híbrida a medio camino entre el documento y la ficción, entre la realidad y el sueño, entre el mito y la historia, a través de un guión escrito por el escritor Pep Puig y la propia Vila, a través de una luz velada e intimista obra de Julián Elizalde, y la construcción del sonido que absorbe y transmuta en todo el espacio, obra de dos de las mejores del ramo como Eva Valiño y Amanda Villavieja, con un montaje sereno y audaz obra de Diana Toucedo y la propia directora, con la especial y acogedora voz de Anna Subirana que nos va narrando momentos de la Odisea donde hacen mención a Penélope y su situación y circunstancias. Vila logra con pocos elementos una película sencilla y tremendamente conmovedora, filmando las prominentes y amenazadoras montañas de Montserrat, mirando esos paisajes desde lo más alto, como si fuesen las grietas del tiempo que se han instalado no sólo en esa Ítaca imaginaria, sino también en las diferentes pieles de esas ancianas que han vivido tanto, y sobre todo, han visto tanto.

La cámara se mueve entre esas huellas del tiempo, tanto físico como emocional, entre las sombras y las luces de un tiempo que se extingue, de un tiempo que deja paso a otro, de ese tiempo que devuelve a Ulises encarnado por Marc Clotet Sala, con esa barba blanca frondosa y esa mirada ajena y triste, un hombre que ya no se reconoce a sí mismo, ni a su pueblo, un hombre convertido en extranjero después de treinta años de ausencia, un hombre que no es reconocido por Penélope, ni por nadie, que llama y no recibe respuesta, que vaga como un fantasma perdido y sin cobijo (como le ocurría a Robert Mitchum en Hombres errantes, de Ray). Vila se mira en ese espejo en el que maestros como Erice, Saura o Patino, siguieron a personajes que volvían a sus orígenes, y que sólo se reconocían en el pasado, cuando eran niños, como un lugar donde imposiblemente pueden volver, un lugar mágico, un lugar para soñar, un lugar del que por muchos años que transcurran, siempre será igual y al que siempre querrán volver, porque ya no se reconocen en nadie ni en ningún otro lugar.

Vila ha salido airosa de tamaña empresa, de rehacer y reconstruir el espíritu del mito, reinterpretándolo de manera contemporánea, donde la mujer y su imagen se erigen las protagonistas absolutos del relato, sacando del pozo del olvido a tantas mujeres que siguieron en la lucha, en la batalla diaria, trabajando, tejiendo y descosiendo, tantas y tantas veces, esperando a ese alguien ausente que tardó en volver, o en algunos casos, jamás volvió, pero ellas siguieron levantándose cada día para seguir con su labor, faenando para que esa ausencia triste se convirtiese en un ausencia donde ellas tomaban el mando del hogar y hacían y deshacían según su conveniencia. La Penélope de Vila, ahora llamada Carme Tardé Vilardell, sigue en pie, con su Singer a toda marcha cosiendo y cosiendo, abriendo la ventana al amanecer y cerrando cuando se hace de noche, escuchando la radio mientras pedalea en su máquina de coser, jugando a las cartas con sus amistades, o manteniéndose calmada cuando necesita esa ayuda del exterior, sin perder su sentido del humor, alegre y combativo, porque mientras regresa o no Ulises, la vida continua en el pequeño pueblo, porque el tiempo nunca se detiene, siempre continua hacia adelante, sin prisas ni sin pausa, un tiempo que lo cambia todo, el paisaje, los rostros y la memoria de propios y extraños.