Saben aquell, de David Trueba

LA MUJER QUE AMÓ A EUGENIO.

“¿El humor? No sé lo que es el humor. En realidad cualquier cosa graciosa, por ejemplo, una tragedia. Da igual”.

Buster Keaton

Desde que fuera uno de los guionistas de aquella delicia que fue Amo tu cama rica (1991), de Emilio Martínez-Lázaro, el humor ha sido una de los palos mayores en la carrera de David Trueba (Madrid, 1969), pero no un humor chabacano y grosero, de chiste fácil, nada de eso. El humor del menor de los Trueba es irónico, inteligente, socarrón y muy crítico, un humor azconiano, una forma de enfrentarse con risas a la tragedia de la vida. Fue con su segunda película, la injustamente vapuleada Obra maestra (2000), en la que ofrecía una visión dura y triste de la soledad del artista, y de aquellos otros, más bufones, que pretendían serlo. Con trece largometrajes, un buen puñado de series, novelas, ensayos y guiones para otros, encontramos tres ficciones basadas en personajes reales. La primera, Soldados de Salamina (2003), basada en la novela homónima de Javier Cercas que hablaba de la peripecia de Rafael Sánchez Mazas durante la Guerra Civil. Diez años después, llegó Vivir es fácil con los ojos cerrados, sobre la aventura de Antonio, un maestro de inglés que quería conocer a John Lennon en la España gris de los sesenta. Ahora, una década después, otra vez, llega otro personaje real, el humorista Eugenio (1941-2001), que se autodenominaba como “Intérprete de cuentos”, un hombre de humor que fue uno de los reyes de la risa en las décadas del ochenta y noventa. 

El relato se centra en trece años, los que van del 1967 hasta 1980, el tiempo en que Eugenio Jofra dejó de ser joyero y se convirtió en un incipiente artista de la “Nova Cançó”, primero, y luego, en el genio que todos recordamos. A partir de una sublime y fidedigna reconstrucción de la época, llena de detalles, donde no hay nada que chirríe y exista ese decorado demasiado edulcorado y preciosista, en Saben aquell no hay nada de eso, sino todo lo contrario. El acertadísimo y revelador título de la película, que era la frase con la que Eugenio empezaba su repertorio, y el período elegido para contarnos la historia que narra, basada en los libros Eugenio y Saben aquell que diu, ambos de Gerard Jofra, primogénito del artista, apoyándose en un guion que firman Albert Espinosa, de sobra conocido por su faceta en el teatro, en la novela y en el cine, y el propio Trueba, en la que nos cuentan en aquella España grisácea y triste, como la que contaba Vivir es fácil… , pero ahora en Barcelona, en la que el joven veinteañero Eugenio conoce a Conchita, una joven que quiere hacerse un hueco en el mundo de la música con su guitarra y canciones. El amor los junta y empiezan a cantar con más dificultades que éxito. 

La película profundiza en el hombre y en su faceta más íntima y desconocida, antes del fenómeno Eugenio, y lo hace desde la intimidad y la cotidianidad, sin sobresaltos ni estridencias argumentales, de forma lineal, con pausa y con atención, consiguiendo atraparnos a los espectadores a partir de una naturalidad y transparencia. Los que vimos el documental Eugenio (2018), de Jordi Rovira y Xavier Baig, ya sabíamos los pormenores de esos difíciles comienzos en el mundo del espectáculo, pero no entra en conflicto con Saben aquell, y no lo hace, porque la trama se mueve entre dos líneas bien definidas: la historia de amor de Eugenio y Conchita, y sus complicados caminos en el mundo de la cançó, y por otro lado, la historia del país que estaba a punto de el cambio, con la muerte del dictador y los primeros años de la democracia en aquella transición dura y compleja. En ese sentido, la película podría haberse llamado Conchita, como ocurría en Doctor Zhivago (1965), de David Lean, en que Lara, la mujer del citado matasanos, se convertía en la alma mater de la vida del protagonista. En Saben aquell, la cosa va por el mismo estilo, porque conocemos a Conchita, una mujer fuerte, valiente y enamorada, que creía en el talento de Eugenio, en su peculiar voz, que mezclaba el catalán y el castellano, en su don de gentes, y sobre todo, en el personaje de negro que creó, contando sus cuentos de forma tan peculiar, imperturbable, seria, su cubata, su tabaco y el gesto inconfundible, y sobre todo, el cariño que le profesó un público atónito con un tipo triste pero que les hacía reír a carcajadas. 

Una luz claroscura que encuadra de forma precisa y a conciencia cada espacio y cada personaje, en un gran trabajo de cinematografía de Sergi Vilanova Claudín, que ha trabajado en documental, ficción con Calparsoro y Sánchez-Arévalo, y en series con Berto Romero. El brillante y rítmico montaje de Marta Velasco, una crack con más de cuarenta películas a sus espaldas con Jonás Trueba, Carlos Vermut y Fernando Trueba, entre otros, en la sexta colaboración con David. Y qué decir de la exquisita y envolvente música de una fenómena como la trompetista Andrea Motis, que ya compuso la banda sonora del documental El sueño de Sigena. Qué decir de su maravilloso reparto, muy heterogéneo que como es habitual en David, funciona muy bien sin alardes, con la mayor sencillez y cercanía posibles. Tenemos a Ramón Fontseré en el rol de dueño de la sala donde actúan los protagonistas, en su tercera película con Trueba, después de las citadas de personajes reales, Pedro Casablanc como manager de Eugenio, con esa fuerza y voz derrochante, Marina Salas es la hermana de Eugenio, Matilde Muñiz y Quimet Pla son los padres del artista, la bailaora Cristina Hoyos hace de madre de Conchita. Después nos encontramos con variados y sorprendentes cameos que van, por no desvelar todos, los de Ignacio Martínez de Pisón, Anna Alarcón, que ya estuvo en A este lado del mundo, Paco Plaza y Mónica Randall, que interpretan a figuras muy populares y a ellos mismos. 

Hemos dejado para el final a los dos tótems de la película: un David Verdaguer en la piel de Eugenio, que no lo imita, es él, convenciendo sin abrir la boca, con ese gesto, esa ceja arriba y esa pose de la sombra del caballero de la triste figura, o alguno de esos personajes tan anodinos e invisibles que hacía el genial Keaton. Hace de  alguien que tuvo que lidiar con su carácter extremadamente  introvertido y gran timidez para contar sus cuentos. Verdaguer demuestra para que ellos que todavía lo dudaban, ser uno de los más grandes intérpretes de su tiempo, consiguiendo lo más difícil, ser el artista y sobre todo, el hombre triste que había detrás, con su seriedad, sus noches sin fin, sus ausencias, y sobre todo, su mundo interior que era todo lo contrario del personaje que tuvo que interpretar encima de un escenario. Para el personaje de Conchita, tenemos a Carolina Yuste, que es ella, sin poses ni imitaciones, con su belleza, frescura, inteligencia y encantadora, reflejando esa fuerza avasalladora que era, y que hizo no sólo a Eugenio, sino que domó a la fiera interior que era Eugeni Jofra Bafalluy y le sacó todo aquello que tenía, creyó en él, porque era una mujer que creía en el amor y en la felicidad de la persona que tenía al lado.  

Por favor, no se fien si leen o escuchan por ahí que la película sobre Eugenio es así o asa, porque se estarán perdiendo una experiencia sumamente enriquecedora, porque Saben aquell, una de las mejores películas de David Trueba, con permiso de La buena vida, la mencionada Soldados de Salamina y Madrid 1987, es una obra que  les habla desde la “verdad”, desde la misma verdad que mira al personaje y a la persona que se escondía tras las cortinas, o cuando acaba el show y se ponía a charlar, fumar y beber con sus allegados y demás. Y no sólo eso, también conocerán su entorno, su espacio más íntimo, su lado más invisible, y a Conchita, una mujer que fue clave en su vida y significó todo lo que fue y lo que es, en su maravillosa y envolvente historia de amor, de las de verdad, no las otras. Estamos frente a una película que es más que eso, es una parte de la crónica de nuestro país, de aquellos que nos hacían reír, que buena falta nos hacía y nos hace, y conocer lo que había detrás, un tipo que fue intérprete de cuentos, como decía él, muy a su pesar, como casi todas las cosas bonitas que nos suceden en la vida, por casualidad, y totalmente por azar, que conozcamos a alguien y todo cambie, y para siempre. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Samir Guesmi y Rachid Bouchareb

Entrevista a Samir Guesmi y Rachid Bouchareb, actor y director de la película «Nos frangins», en el marco del Ohlalà Festival de Cinema Francòfon de Barcelona, en el Hotel Majestic, el lunes 6 de marzo de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Samir Guesmi y Rachid Bouchareb, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a mi querido amigo Óscar Fernández Orengo, por retratarnos con tanto talento, y a Mélody Brechet-Gleizes, Ana-Belén Fernández y Martin Samper  de la comunicación del Festival, por la traducción, su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Besos negros, de Alejandro Naranjo

EL DIABLO EN EL AMOR. 

“El diablo no es el príncipe de la materia, el diablo es la arrogancia del espíritu, la fe sin sonrisa, la verdad jamás tocada por la duda”.

Umberto Eco

El año pasado, también de la mano de Begin Again Films, se estrenó El rezador (2021), de Tito Jara. Una película que abordaba la extraña relación entre la familia de una niña con visiones de la Virgen María y un estafador que vendía fe. La película colombiana ponía de manifiesto la extrema devoción por la fe del país sudamericano. Nuevamente de Colombia, nos llega una película que también aborda la fe en Dios, pero ahora lo hace desde otros puntos de pista, en el que conoceremos a cuatro individuos que tienen formas muy peculiares de acercarse a Dios y a su fe. La cosa va sobre un predicador, el monseñor Andrés Tirado, que ha creado su propia iglesia, y en la que hace exorcismos, entre muchos de ellos, a Gladys Rodríguez, que cree estar poseída por un ser maligno. Por otra parte, tenemos a Edgar Kerval, un famoso ocultista ferviente admirador de Lucifer, que prepara la boda con su chico Rick Nekro, veinticinco años menor. 

A medio camino entre el documental de retrato y testimonial, y la ficción en que prevalece el drama más íntimo y el terror psicológico, la segunda película de Alejandro Naranjo (Bogotá, Colombia, 1985), después del interesante documento La selva inflada (2015), donde abordaba el suicido de los jóvenes indígenas sometidos al materialismo del hombre blanco.  Filmada con un detallista y denso blanco y negro, donde abundan las sombras y las figuras a contra luz, en un gran trabajo de cinematografía con formato 16:9, que firma el propio Naranjo, así como el montaje al que le acompaña el cineasta Omar Al Abdul Razzak, del que vimos hace poco la interesante Matar cangrejos, en un film muy pausado y complejo, en el que se aborda la cotidianidad sin estridencias ni esteticismos vacuos, en una trama que se va a los breves 70 minutos. Producida por el colectivo DirtyMacDocs, del que forma parte Alejandro Naranjo, el mencionado Razzak a través de Tourmalet Films, y Rodrigo Dimaté, están detrás de una producción independiente que hace un cine que mira a sus personajes de un modo humano y nada complaciente, escarbando sus necesidades, fortalezas y sobre todo, sus debilidades y sus posicionamientos respecto al amor. 

La trama nos muestra a un cura que sobreprotege su entorno hasta límites difíciles de entender, abocado a una vida dedicada en exceso a sus feligreses que le piden ayuda, y a su familia, que acoge con demasiadas ataduras. Gladys Rodríguez es una mujer que todavía está anclada, muy a su pesar, a su divorcio, obsesionada con su ex, al que acusa de magia negra contra ella, y a una vida de sujeción de la que no puede liberarse, y por eso, le pide ayuda al Monseñor. Después están Edgar y Rick, que deben lidiar con su amor y las necesidades ocultistas de Edgar, y los conflictos de estar enamorado. Besos negros, acertado título que define muy bien el estado emocional de los cuatro individuos que protagonizan la película, se mueve a partir del tema del maligno, del Diablo, pero si nos detenemos y miramos con más profundidad a sus fascinantes imágenes, podemos reflexionar sobre el tema que sobrevuela por toda la película, y no es otro que el amor, su fragilidad, y sus múltiples formas y miradas de acercarse a él, o simplemente, sentirlo, que hay muchas maneras y quizás, ninguna la más acertada, porque cuando nos enamoramos, o creemos estar enamorados, que lleva consigo la necesidad imperiosa de sentirse de algo o alguien, lleva consigo una vulnerabilidad emocional asfixiante, nada bien gestionada, porque saca lo mejor, pero también lo peor de todos nosotros. 

Seguramente, la misión más difícil de la existencia es saber amar con humanidad, respeto y dignidad, y sobre todo, aceptar ser amados o amadas, porque en eso también nos equivocamos con facilidad, porque queremos sentirnos amados, pero no de verdad y cómo mandan las circunstancias, sino como deseamos, que nos lleva a estar en conflicto con los demás y con nosotros mismos, desconociendo la verdadera naturaleza del amor y lo que significa amar y ser amado. Besos negros, de Alejandro Naranjo es una película seria y bien concebida, porque no alimenta falsas esperanzas, tanto en su contenido como en su forma, que huye del esteticismo y la falsa verdad, que tanto venden otros y otras, tiene ese blanco y negro, algo sucio, ínitmo y “real”, y me refiero a real a esa forma que mira sin manipular en exceso, como lo hacía películas como Agarrando pueblo (1977), de Luis Ospina y Carlos Mayolo, y La perdición de los hombres (2000), de Arturo Ripstein, en las que se mostraban unos hechos y unas circunstancias, pero desde la mirada del que observa con mimo y honestidad, sin caer en trampas moralistas ni ese positivismo de libro de autoayuda. Vean sin prejuicios ni discursos buenistas una película como Besos negros, de Alejandro Naranjo, porque caerán en todo aquello que la película escapa, en la mirada del que cree saber como deben vivir, relacionarse y sentir todos aquellos que piensan, viven y sienten diferente, no caigan en eso, por favor, miren, aprendan y sobre todo, sientan, lo que sea, peor con humildad, respeto y amor hacia los demás y a ustedes mismos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Jaione Camborda

Entrevista a Jaione Camborda, directora de la película «O corno», en el Hotel Sunotel Aston en Barcelona, el jueves 19 de octubre de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Jaione Camborda, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Ainhoa Pernaute de Revolutionary Press, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Janet Novás

Entrevista a Janet Novás, actriz de la película «O corno», de Jaione Camborda, en los Cines Renoir Floridablanca en Barcelona, el miércoles 18 de octubre de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Janet Novás, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Ainhoa Pernaute de Revolutionary Press, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Felipe Gálvez

Entrevista a Felipe Gálvez, director de la película «Los colonos», en el hall del Hotel Catalonia Diagonal Centro en Barcelona, el lunes 16 de octubre de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Felipe Gálvez, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a mi querido amigo Óscar Fernández Orengo, y a María Oliva de Sideral Cinema, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La isla roja, de Robin Campillo

ADIÓS A MADAGASCAR. 

«Cada vez que un hombre en el mundo es encadenado, nosotros estamos encadenados a él. La libertad debe ser para todos o para nadie».

Albert Camus

La descriptiva y demoledora secuencia que abre La isla roja, cuarta película de Robin Campillo (Mohammèdia, Marruecos, 1962), nos muestra a un par de familias francesas a punto de juntarse para comer en el patio frente a su casa. Es una escena cotidiana sin más aparentemente, pero no estamos en Francia, sino en Madagascar, en una de las últimas bases militares, a principios de los setenta. En un momento, el padre expulsa a uno de los sirvientes, un nativo que les sirve pero que ocultan, como meras sombras sin vida ni identidad. La naturalidad del momento oculta algo más oscuro y siniestro, la colonización en todo su esplendor, unos ocupantes franceses que usan a los malgaches, y también, se quedan con su clima, su sol y su todo. Sin hacer una película autobiográfica, según sus palabras, Campillo que vivió su infancia en la mencionada Marruecos, Argelia y en Madagascar, ya que su padre era un militar aéreo francés, recupera recuerdos y memoria para contarnos una película con base real pero con un aroma de fábula de final de la infancia o quizás, mejor dicho, el final de un mundo colonialista. 

Las tres películas anteriores del director francés se han movido bajo temas y elementos que van a la contra de lo convencional, donde hay cabida para situarnos en aquellos más invisibles y ocultos, donde investiga sobre la fragilidad de nuestras existencias con la muerte como satélite importante. En La resurrección de los muertos (2013), combinaba de forma inteligente el terror con lo social, en Chicos del este (2013), en la que se centraba en la inmigración, la prostitución gay y lo más cercano, y finalmente, 120 pulsaciones por minuto (2018), done pivotaba sobre dos temas: homosexualidad y Sida en la Francia de principios de los ochenta. En La isla roja construye un guion complejo, alguien que ha trabajado en ese menester con Cantet, Zlotowski y Meier, que se mueve a partir de dos conceptos: la mirada de Thomas, un niño de 10 años que se parece mucho a la vida de Campillo, que no entiende el colonialismo, y es un extraño de su país Francia en la que nunca ha vivido, y además, se siente perdido en ese final de la niñez. Un mundo desconocido que intenta comprender a través de Fantômette, una niña heroína de tebeo y su compañera de colegio. Y luego, está el colonialismo a partir de la familia Lopez, donde su realidad tranquila y vacacional, esconde ese terror del ocupante frente al nativo. 

Sin ser una película de terror, lo es y mucho, aunque Campillo, muy hábilmente se deja de convencionalismos y extremos, y nos presenta una cotidianidad que traspasa, como si estas familias francesas de militares estuvieran en su paraíso perdido, ajenos al terror y la usurpación de su gobierno y sus respectivos trabajos, con los ecos de la brutal represión de 1947. Ayuda mucho la estilización y la intimidad de la cinematografía de un grande como Jeanne Lapoirie, que ha estado en los tres trabajos de Campillo, uno de los nombres más reputados en el país vecino al lado de grandes nombres como los de Téchiné, Ozon, Pedro Costa, Verhoeven, Corsini, Bruni Tedeschi, entre otras. Así como el gran trabajo de edición que firman el propio Campillo, y la pareja Anita Roth y Stéphane Léger, que ya estuvieron en la mencionada 120 pulsaciones por minuto, y han trabajado con Bonello y Cantet, respectivamente, consiguen un ritmo pausado y tranquilo, sin excesos ni dramatismos, sólo observando esa cotidianidad cálida y vacacional, que oculta el terror invisible y violento, en una película muy bien equilibrada y de gran tempo en sus casi dos horas de metraje. 

La música de Arnaud Rebotini, que tiene en su haber películas como Curiosa, y directoras como Argento y Hélèna Klotz, creando esa dualidad entre la postal y la oscuridad, con unas melodías que muestran pero también ocultan todo lo que se cuece en ese lugar francés y malgache, amén de los temas más populares que describen esas vidas aparentemente felices que ocultan esa idea de no volver a Francia y seguir sumidos en esa realidad paradisíaca ficcionada. El grupo de intérpretes también mantiene esa línea de transparencia e intimidad que tanto demanda la trama, empezando por una magnífica Nadia Tereszkiewicz, que vaya añito se está marcando de estupendas películas como Mi crimen, La gran juventud y La última reina, hace la madre protectora y con una relación tensa con su marido, que hace un increíble Quim Gutiérrez, más asentado en la cinematografía francesa, que se mueve entre la ambigüedad y lo extraño, el fantástico niño Charlie Vauselle, que añade toda la fantasía y realidad ajena de una mirada inquieta y pérdida, Amely Rakotoarimalala y Hugues Delamarlière, que interpretan a Miangaly y Bernard, la nativa y el joven militar francés y una relación que escenifica todo lo que la película muestra y reflexiona, esos dos mundos tan alejados que se empeñan en relacionarse, cada uno a su manera. Y luego, están los otros, los franceses que están y disfrutan de todo, como Sophie Guillemin y David Serero, un curioso y divertido matrimonio, etc… 

No se pierdan una película como La isla roja, que nos habla de familia, matrimonio y de franceses que parecen huir de sí mismos, y de toda convencionalidad, pero en el fondo están detenidos y ensimismados en una tierra que aman pero no es suya, están ocupando ilegalmente. Un filme que nos habla de terrorismo de estado francés, pero no de forma evidente, sino escarbando en sus quehaceres diarios, en los que mandan y los que sirven, las que hacen paracaídas para los franceses o los que sirven cafés para los mandamases, con el mismo aroma de películas como Los juncos salvajes (1994), de Téchiné, donde unos adolescentes se relacionan con los ecos de la descolonización de Argelia en los sesenta, o Hacia el sur (2005), de Cantet, donde el turismo occidental femenino llegaba a las playas de Haití en busca de amor y cariño. Reflexionaran sobre la tragedia del colonialismo, la idea banal del occidental sobre el paraíso y demás, el amor interesado, la fragilidad de la vida acomodada y alejada de la realidad, esa falsa idea de paraíso, sobre la pérdida y la idea del adiós a aquello que crees que siempre te perteneció, y todo a partir de la mirada de un niño de 10 años, que mira, observa y no comprende nada, quizás sólo a través de la ficción, en el que todo está más claro y es más sencillo, no tan ambiguo y complejo como la realidad de los adultos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Al otro lado del río y entre los árboles, de Paula Ortiz

NO ES EL AMOR QUIEN MUERE…

“Ya me las arreglaré para encontrar también la felicidad. Como usted sabe, la felicidad es una fiesta movible». Pero si no amas, no puedes divertirte realmente».

De la novela Al otro lado del río y entre los árboles (1959), de Ernest Hemingway

Después del verano, llega la marabunta de estrenos. Un montón de películas que se estrenan cada semana a borbotones. Por un lado, es una gran noticia que lleguen a salas muchas películas. Pero, por otro, la gran cantidad dificulta tener el tiempo y la calma suficientes para ir descubriendo cine. La película Al otro lado del río y entre los árboles es una de esas cintas que no debería pasar desapercibida para espectadores ávidos de cine, y digo cine, porque aunque pudiera parecerlo, no es tan casual encontrarse con cine en las películas que se agolpan en los cines. La película tiene muchos elementos que la hacen diferente y muy interesante. Primero de todo, está basada en una novela de Ernest Hemingway (1899-1961), uno de los mayores escritores del siglo XX, publicada en 1950, que todavía estaba inédita en el cine, con un estupendo y detallista guion de Peter Flannery, que se ha fogueado en series como La cortesana y New Worlds, entre otras, y dirigida por Paula Ortiz (Zaragoza, 1979), una cineasta que ha demostrado en películas como De tu ventana a la mía (2011), y La novia (2015), basada en las Bodas de sangre, de Lorca, su gran capacidad para la narrativa y la forma, donde se aprecia una mirada sensible y profunda para explorar el deseo y la sensualidad femenina. 

En esta película, una obra de encargo para Ortiz, el protagonista es el coronel Richard Cantwell, un cincuentón cansado, enfermo, envejecido y triste de tanta guerra inútil, hijo desaparecido y amores frustrados, que llega a la Venecia inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial a pasar un fin de semana con la idea de cazar patos. Allí, se encontrará con la condesa Renata Contarini, una bellísima joven de 19 años, prometida para salvar el nombre arruinado de su familia, que lo único que desea es vivir y amar en libertad. La inusual pareja caminará y hablará por las calles casi vacías de una Venecia depresiva, llena de brumas y algo desolada. Macarrones entre velas, bailes en la madrugada, paseos entre la niebla, visitas a conventos entre pinturas, y traslados en lancha por las aguas oscuras de una ciudad que está como aletargada, a la espera de algo o alguien. La película se mueve entre magníficos diálogos sobre la vida, o el final de ella, la muerte, la vejez, la estupidez de la guerra, y la nada, donde el amor parece el único consuelo, o quizás, la única cosa que, sin tener sentido, tiene todo el sentido en esas circunstancias tan especiales. La película está vertebrada por historias de amor imposibles como Casablanca (1942), de Curtiz, Breve encuentro (1945), de Lean, Carta de una desconocida (1948), de Ophüls, y Noches blancas (1957), de Visconti, las dos últimas adaptaciones de Zweig y Dostoievski. Relatos sobre el amor, sobre su imposibilidad, atados a las circunstancias, y sometidos al contexto en el que han nacido. 

A través de una implacable y arrolladora cinematografía en blanco y negro, con el mejor aroma de los títulos anteriormente citados, de un grande como Javier Aguirresarobe, en el que prima el preciosista marco por el que se mueven estas dos almas, estos dos fantasmas sin rumbo ni destino, atrapados en esas noches sin fin, en ese encuentro que no pueden evitar por mucho que deseen, a pesar de todo y todos, y de Venecia, que los acoge, los desarbola y los desnuda tanto emocionalmente como fisícamente. Una Venecia diferente y enigmática, fantasmal y a la deriva, y nunca mejor dicho, que hacía tiempo que no la veíamos tan gótica, quizás desde aquella joya de El placer de los extraños (1990), de Schrader, de una novela de Ian McEwan y guion de Pinter, ahí es nada. Un montaje del dúo Stuart Baird, con más de medio centenar de títulos para directores como Ken Russell, Richard Donner, Fred Zinnemann, Tony Scott y Martin Campbell, entre otros, y Kate Baird, que la encontramos en series como Cristal oscuro y The Witcher, una pareja que ha colaborado en varios de los títulos mencionados. Una exquisita y pausada edición con un gran ritmo y equilibrio en sus 106 minutos de metraje, que ayuda a encuadrar a estas dos almas solitarias y enamoradas, deambulando como sonámbulos en una ciudad desierta y todavía compungida por el miedo de la guerra que todavía sigue muy abierto y cercano. 

La deliciosa y suave música de Mark Tschanz, que ha trabajado Jane Campion y Edward James Olmos, entre otras, consigue ese estado de letargo por el que viaja toda la película, en una especie de sonata a hurtadillas, casi en silencio, a poco volumen, donde estos dos seres y los demás e inquietantes personajes pertenecen a una amalgama de sombras y existencias en suspenso y en un limbo en el que todo parece haber sucedido o quizás, sucederá, quién sabe. Un reparto bien escogido y que consigue credibilidad y mucha naturalidad empezando por un soberbio Liev Schreider como el coronel, un personaje que casa maravillosamente bien con el actor estadounidense, una fascinante y cautivadora Matilde De Angelis como la condesa rebelde, y luego, los satélites como Josh Hutcherson como Jackson, la sombra del coronel, Danny Huston como un capitán-padre del coronel, y finalmente, una bellísima y enérgica Laura Morante. Las más de la veintena de novelas adaptadas al cine, con títulos que han pasado la historia como Adiós a las armas (1932), de Borzage, Por quién doblan las campanas (1943), de Wood, Tener y no tener (1944), de Hawks, Forajidos (1946), de Siodmak, El viejo y el mar (1958), de Sturges, Código del hampa (1964), de Siegel, entre otras, a las que hay que añadir con todo merecimiento por sus valores a Al otro lado del río y entre los árboles porque recupera el aliento de aquel cine romántico y suspense de los años treinta y cuarenta, con amores imposibles, soldados o pistoleros cansados, porque el coronel podría ser uno de los cowboys que también retrató King en El pistolero en 1950, igual que hizo Peckinpah en Grupo Salvaje en 1969. 

Estamos ante una película que recupera el cine romántico más clásico e imperecedero, pero no de forma ñoña y aburrida, sino todo lo contrario, con solidez, belleza y complejidad, a través de unos personajes inolvidables, pero muy rotos por dentro, muy perdidos y muy enamorados, que se mueven de aquí para allá, por una ciudad que huye sin contemplaciones de la imagen de postal, convirtiéndola en otro personaje, una especie de laberinto en que la noche se muestra atrayente e inquietante, en ese cruce de espejos de lo que somos y jamás volveremos a ser, ni nosotros ni el mundo que nos rodea. Una película para degustar sin prisas, recorriendo las calles y los callejones de esa Venecia fantasmal y oscura, acompañando a un viejo y enfermo coronel que habla de temas como la guerra, el amor y la muerte, que jalonan las novelas de Hemingway, junto a una joven condesa que quiere huir lejos de allí y no le importaría hacerlo con este soldado o lo que queda de él. Esos otros intérpretes que dan la réplica y ayudan a la pareja protagonista a ir y venir, y no saber qué. Que no les tire para atrás su largo y precioso título Al otro lado del río y entre los árboles, porque se estarán perdiendo una gran película, de esas que se saborean con entusiasmo y sin expectativas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Dispararon al pianista, de Fernando Trueba y Javier Mariscal

¿QUÉ FUE DE TENÓRIO JR.?

“Es mejor ser alegre que triste. La alegría es la mejor cosa que existe, es así como la luz en el corazón. Pero para hacer una samba con belleza, es necesario un poco de tristeza”.

Vinicius de Moraes 

De las más de treinta películas que ha dirigido y producido Fernando Trueba (Madrid, 1955), podríamos dividirlas en dos bloques, como ya dejaban claro las dos primeras: Ópera prima (1980), excelente comedia romántica al mejor estilo del Hollywood clásico que cimentó un género con voz propia y rodado en Madrid, y Mientras que el cuerpo aguante (1982), documental muy libre sobre la figura del cantautor y filósofo Chicho Sánchez Ferlosio. La comedia romántica, con algún que otro acercamiento al drama y el melodrama, y el musical, a partir de documentos que rastrean el jazz y sus innumerables vertientes como el jazz latino, la bossa nova, y demás. Hay encontramos grandes títulos como Calle 54 (2000), Blanco y negro (2003), El milagro de Candeal (2004), y Old Man Bebo (2008), donde músicos de la talla de Michel Camilo, Bebo Váldes, Diego “El Cigala”, Carlinhos Brown, Caetano Veloso, entre otros, aportan su música, su testimonio y sobre todo, su pasión. 

Con Dispararon al pianista, Trueba vuelve a acompañarse del ilustrador Javier Mariscal (Valencia, 1950), como ya hicieron en Chico y Rita (2010), en la que también dirigió Tono Errando. Si en aquella nos trasladaban a La Habana de finales de los cuarenta y cincuenta para conocer los amores y desamores de un pianista y una cantante, en una animación  deliciosamente bien contada donde había música y melancolía. La animación vuelve a ser la protagonista, pero ahora nos movemos por las calles de Río de Janeiro, y por los mismos años, pero la ficción deja paso a un documental híbrido, es decir, donde hay género musical, drama, y thriller de investigación, y dos tiempos, aquellos años de explosión de la Bossa Nova en Brasil, y la actualidad de 2010, cuando Jeff Harris, un periodista neoyorquino investiga el género y se topa con el nombre de Tenório Jr., y su vida y su misteriosa desaparición en 1976 con sólo 35 años de edad en la Argentina a punto del golpe de estado, se vuelven obsesivos y se va a Brasil y Argentina a conocer qué fue de uno de los mejores instrumentistas brasileiros en su tiempo. 

La trama se mueve en las idas y venidas entre el ahora y los que quedan, tanto su registro como su persona, y ofrecen su testimonio aquellos que conocieron al pianista, sus mujeres, sus amores, sus hijos e hijas, y los músicos que le acompañaron tocando o escuchando como los Vinicius de Moraes, Tom Jobim, João Gilberto, Caetano Veloso, Milton Nascimento, Gilberto Gil, Paulo Moura, João Donato, Mutinho, Aretha Franklin, que además de poner la banda sonora de la película, vamos conociendo la explosión que supuso la Bossa Nova y el misterioso caso de Tenório Jr. A partir del narrador al que le pone voz Jeff Goldblum, viejo conocido de Trueba con el que hizo la inolvidable El sueño del mono loco (1989). Hay referencias a Godard y Truffaut, de éste último se coge como referencia el título de su segunda película Tirad sobre el pianista (1960), para inspirarse en el título Dispararon al pianista. Un montaje dinámico, lleno de ritmo, con sus 103 minutos que se hacen muy fugaces, al son de la música, entre la fiesta, la circunstancia de un momento único que cambió la música y ofreció un nuevo sonido, pero también hay drama y horror, firmado por Arnau Quiles Pascual, que ya hizo la edición de la mencionada Chico y Rita

Un magnífico thriller donde se mezcla la música, y se hace un recorrido por las dictaduras que se impusieron a partir de mediados de los cincuenta hasta los ochenta por toda centro y sudamérica. Trueba y Mariscal se mueven muy bien por los territorios de la animación, el documento y la música, en una trama caleidoscópica que va al pasado y vuelve al presente indistintamente, peor lo hace de forma sencilla y transparente, sin artilugios ni artificios para impresionar al espectador, sino todo lo contrario, ofrecen una historia bien narrada y mejor explicada, a pesar de todo el misterio que rodea la desaparición del pianista. Pero no olvidemos que, a pesar de la pérdida del músico que cuenta la película, la historia no es triste, ni mucho menos, tiene sus momentos, eso sí, porque Dispararon al pianista es, como hemos dicho un poco más arriba, una gran fiesta y un gran homenaje a la música Bossa Nova y a los músicos que la hicieron posible, y aún más, la película es una forma de homenaje a la música que ha quedado y a los músicos que, en su mayoría, las drogas, los accidentes de tráfico y la vida ya no están con nosotros, recogiendo su testimonio y su gran legado, y dejar constancia en una película que habla de ayer pero desde hoy, de una música que brilló desde Brasil a todo el mundo. 

Hemos disfrutado y llorado con Dispararon al pianista de Fernando Trueba y Javier Mariscal, porque habla de todos los que ya no están, de las huellas que nos dejaron y las que seguimos. Una película inteligente, rítmica y didáctica que sigue esa idea del documento de animación como ya hicieron grandes títulos como Pérsepolis (2007), de Marjane Satrapi y Vincent Paronnaud, Valse avec Bachir (2009), de Ari Folman, Un día más con vida (2018), de Raúl de la Fuente y Demian Nenow, Chris the Swiss (2018), de Anja Kofmel, entre otros, en que la sociedad y la política se muestran desde situaciones donde se cuestiona la historia y sus huellas, y además, se hace visible las lagunas en las que nos llega la historia y sus personajes y sus hechos hasta nuestros días. Podemos disfrutar con la música de Tenório Jr., y la película recuerda su existencia, y aún así, a pesar de su desaparición, siempre nos quedará, como les ocurría a Rick e Ilsa, París, Chico y Rita, La Habana,y a nosotros, aquel Brasil de los cincuenta, Beco das Garrafas y la Bossa Nova, porque todo eso, por mucho que se empeñen los uniformes y todos los que les siguen, jamás nos lo podrán arrebatar. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Los colonos, de Felipe Gálvez

TIERRAS DE SANGRE. 

La ficción de la legalidad amparaba al indio; la explotación de la realidad lo desangraba.”

Eduardo Galeano

Aquellos hombres mal llamados conquistadores, que en realidad, eran meros colonizadores. Anuladores de la vida y la dignidad de los indios. Nos han contado muchas historias, pero quizás, nunca nos han contado la historia, y no digo, aquella que sólo habla de maldad, que la hubo y mucha, sino aquella que nos habla de seres humanos que se convirtieron en colonos, trabajando para ellos y para otros, a la caza de fortuna, o vete tú a saber que, en unas tierras extranjeras para ellos, pero un hogar para muchos indios que, antes de la llegada del blanco, llevaba siglos viviendo en paz, junto a la naturaleza y todos los seres que la habita. La película Los colonos, ópera prima de Felipe Gálvez (Santiago de Chile, 1983), después de más de tres lustros dedicados al montaje para cineastas como Marialy Rivas, Kiro Russo y Alex Anwandter, entre otros, y de dirigir su cortometraje Rapaz (2018), en el que ya exponía los límites de la violencia en la sociedad. 

En su debut, el director chileno que coescribe junto a Antonia Girardi, con la que ya trabajó en Rapaz, la violencia es la actividad cotidiana de los empleados de Menéndez, un terrateniente que posee una vasta región en Tierra del Fuego allá por 1901. La misión de sus trabajadores consiste en recorrer esa infinita propiedad abriendo una ruta hasta el Océano Atlántico recorriendo la enorme Patagonia. Estamos ante una historia que nos cuenta una verdad, una de tantas que ocurrieron durante la colonización de esas tierras, y lo hace a partir de personajes reales y otros inventados, y sometiéndonos a una asfixiante y devoradora atmósfera donde hombre a caballo y paisaje se van fundiéndose creando una complejo y vasto espacio fílmico en el que sobresalen una magnífica cinematografía dura y cruda con el aspecto de 2:3 de Simone D’Arcangelo, del que vimos la interesante La leyenda del Rey Cangrejo, también ambientada en Tierra del Fuego, en la que arranca en el paisaje para ir cerrándose en los rostros de estos tipos, donde prima el cuadro estático, como hacía Bergman, donde lo humano y su espacio explican ese mundo interior que no vemos. Las tres almas en travesía que cargan la película son el Teniente MacLenan, del ejército británico, un sádico y sin escrúpulos hombres ansiosos de riqueza y gloria, le acompaña Bill, un rastreador muy fiel al patrón, y a sus ideas supremacistas, y finalmente, Segundo, mitad blanco mitad indio, uno de esos personajes explotados y sin tierra, testigo de este viaje sin sentido, algo así como lo era el joven Enrique en La caza (1965), de Saura. 

El cineasta chileno se esfuerza en crear una película que profundiza y reflexiona sobre el arte cinematógrafo, en cómo la ficción ha retratado la historia y sus hechos, y no lo hace con los típicos discursos de la razón a través del blanco y su cine, sino que lo hace desde la honestidad y la humildad, centrándose en la colonización del propio país, es decir, de los señores de la tierra, aquellos propietarios que exterminaron a indios, en este caso a los Selk’nam, con el beneplácito o el desinterés de los gobiernos de turno. Un relato compacto e intenso que contribuye su gran trabajo de montaje de Matthieu Taponier, que ha trabajado en las interesantes El hijo de Saúl y Atardecer, ambas de László Nemes, Beginning, de Dea Kulumbegashvili, y en la reciente Anhell69, de Theo Montoya, en una cinta muy física, donde suceden muchos acontecimientos, pero siempre desde lo calmo, sin prisas, sin esa cámara agitada que no explica nada, aquí todo se cuestiona, a un nivel moral y además, vemos las consecuencias de los hechos, a partir de estos tres personajes, estos errantes, estos empleadores de la ley, aquella que hace y deshace sin más, aquella que aniquila y limpia su propiedad. 

El inmenso empleo del sonido con esos golpes y hachazos que escuchamos y nos acompañan por estas llanuras desérticas y hostiles, que ha contado con dos grandes de la cinematografía china como Tu Duu-Chih y Tu Tse Kang, que tienen en su haber grandes nombres como los Wong Kar-Wai, Hou Hsiao-Hsien, Edward Yang, Tsai Ming-Liang, entre muchos otros. La música de Harry Allouche también ayuda a crear esa atmósfera real y onírica, más cercana del cine del este dirigido por Jerzy Skolimowski, Béla Tarr, donde todo rezuma un hedor cargado y la pesadez del camino y de las almas que los acompañan. Sin olvidarnos de su extenso y extraordinario reparto de los que conocemos a Alfredo Castro, que presencia la del actor chileno, con su mirada y su gesto es Menéndez, ese amo y señor de todo lo que ve y más allá, Marcelo Alonso, que era el sacerdote que vigilaba a los curas malos de El club, de Larraín, hace de Vicuña, el esbirro del gobierno, el señor del cine, el señor con traje que tiene su propia redefinición de la historia, y luego, los más desconocidos pero no menos notables, como los Mark Stanley como MacLenan, Benjamin Westfall como Bill, Camilo Arancibia como Segundo, el mestizo explotado y obligado a participar en la muerte y destrucción, Mishell Guaña como Kiepja, una india capturada por los ingleses, y Sam Spruell como el Coronel Martin, menudo personaje, y finalmente, la presencia del gran Mariano Llinás, un topógrafo que está delimitando la frontera argentina-chilena. 

Los colonos es una interesante y profunda reflexión sobre los males de la colonización y una nueva muestra de la resignificación del género del western, donde la desmitificación de la épica y la grandeza queda reducida a la suciedad moral y violenta de unos tipos sin alma, como ya dejó patente la madre de todas las madres que fué The Searchers (1956), de John Ford, donde el genio enterró para siempre muchos mitos, leyendas y demás desvaríos del cine en favor de ficcionar una historia que no tuvo lugar. Y otros como los Ray, Peckinpah, Penn y Altman, se dedicaron a humanizar a los cowboys en un tiempo en que el western agonizaba. En los últimos tiempos películas como Meek’s Cuttof (2010), y First Cow (2019), ambas de la extraordinaria Kelly Reichardt, Jauja (2014), de Lisandro Alonso, y Zama (2017), de Lucrecia Martel, son algunos ejemplos de mirar la historia y su tiempo desde posiciones más de cuerpo y piel, de rebuscar la suciedad y la decadencia de una colonización que sólo arrastra violencia y muerte. No se pierdan una película como Los colonos y quédense con el nombre de su director, Felipe Gálvez, porque la película navega por varias ambientes desde el western y la de aventuras, pero íntima y humana, el terror y lo político, porque habla de colonización, de los tipos malolientes y violentos que la hicieron, que han quedado en el olvido, y los que no, los que sí estaban con nombres y apellidos también participaron en pos al progreso y la civilización, se acuerdan que decía al respecto una película como Los implacables (1955), de Walsh, pues eso, otra muestra imperdible del género que en ese momento empezaba a mirar de verdad su pasado y su resignificación en la historia, en contar una verdad, no lo que el cine inventó. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA