La viajante, de Miguel Mejías

LA HUIDA IMPOSIBLE.

“Percibir la eternidad en el rumor de un insecto”

Paul Éluard

La película se abre con un plano extraño e inquietante, una cámara de cine sobre un trípode, en lo que parece un lugar aislado, un desierto. Pero, la cámara no nos mira, sino que está hacia abajo. Luego, en el interior de un bote tapado, un escarabajo boca abajo se retuerce intentando infructuosamente salir, situación que se repetirá más adelante con una ligera variación, pero el mismo efecto de quietud, vacío y laberinto que siente la protagonista. Dos instantes que tienen mucho entre sí, dos momentos que definen enormemente el proceso emocional en el que se encuentra Ángela, un personaje que lo conoceremos en tres episodios. En el primero, que recibe el título de “La ciudad, La madre”, donde los recuerdos y la memoria juegan un papel importante en la relación de Ángela y su madre. En el segundo, “Tierras sin nombre”, la joven abandona la ciudad a bordo de su automóvil  para adentrarse en zonas aisladas como el desierto, y otras zonas boscosas y aisladas, donde recogerá a Miquel, un hombre cansado y misterioso que vuelve a su casa. El episodio que cierra la película, “Ansia de infinitud”, la relación entre Ángela y el hombre se hace más intensa emocionalmente hablando.

El director Miguel Mejías (Tenerife, 1991), había dado que hablar por sus interesantes cortometrajes como Icelands (2016) y Nocturnos (2017), entre otros, emprende en su opera prima, coescrita junta a Amanda Lobo, una película sumamente singular y seductora, conduciéndonos por una historia intimista, donde apenas hay diálogos, y filmada mediante un intenso y magnífica trabajo de cuadro y cinematografía que firma Pablo G. Gallego, donde imperan las luces mortecinas, neblinas y demás texturas, con otras, más nocturnas, con luces de neón y demás, que recuerda a los universos de Kar-Wai y los de Winding Refn de The Neon Demon, el magnífico trabajo de montaje del propio director, Oscar Santamaría (que había hecho el de Julie, de Alba González Molina), y Sergio Jiménez (editor de gente tan interesante como Luis López Carrasco, Ion de Sosa, y la reciente Karen, de María Pérez Sanz), donde el tiempo se pausa o se alarga según el momento, creando esa idea de fábula entre la realidad y el sueño. El excelso trabajo de sonido de Ángel Fragua y en mezclas, Raúl Capote, para diseñar todo ese mundo que vemos y sobre todo, oímos, convirtiendo el sonido en un espacio orgánico donde todo tiene vida y muestra emociones complejas y de verdad, como la música que firma Eduardo Paynter y Alberto Cobián, que junto a los temas que escuchamos, imprimen a la película esa sensación única y absorbente en el que nunca sabemos dónde estamos ni para qué, en una especie de infinito bucle en que todo el espacio y todo su entorno se mueve entre la realidad abstracta, el sueño y las formas difíciles e indefinibles.

Los insectos que se va encontrando Ángela, esos animales que parecen ser el motivo del viaje de Ángela, acaban siendo reflejo del alma complicada de la protagonista, como el citado escarabajo, la mariposa como símbolo de esa libertad difícil de definir, o ese gusano que se mantiene encima de la frágil rama sin saber su destino. La viajante es una película que quiere volar libre, creando esa imagen y sonidos envolventes, para construir su especial y sugerente universo por el que transita el relato, aunque podríamos acercarla a los anti westerns que tanto le gustaban a Hellman, como El tiroteo o esa cult movie como Carretera asfalta en dos direcciones, donde encontramos individuos como Ángela o Miquel, personas huyendo de algo o alguien, sin rumbo, sin vida, solo viajando, o los personajes propios de Antonioni, vacíos, sin alma, en continuo movimiento físico y sobre todo, emocional, como la Vitti de La aventura y El desierto rojo, y qué decir de aquellos que recorrían el desierto en El reportero, intentando encontrar un destino a sus existencias, y los tipos que caminan sin destino y solitarios que tanto le gusta filmar a Gus Van Sant.

Dos grandiosos intérpretes que dicen mucho hablando tan poco, que ya los pudimos ver compartiendo película en Diamond Flash (2011), de Carlos Vermut. Una Ángela Boix, con esa mirada y aspectos que traspasan la pantalla, convertida en actriz fetiche de Mejías, vuelve al universo del canario, encarnando a esa antiheroína que se quiere escapar de todo y sobre todo, de sí misma, de sus recueros, de su vida vacía, como esos encuentros fugaces del inicio de la película, de un vacío y de un todo que la ahoga. Junto a ella, Miquel Insua, uno de esos actores con un rostro de tiempo y vida, que nos recuerda a uno de esos vaqueros llenos de polvo y alcohólicos que solo querían descansar y nada más, hace de ese profesor cansado y amargado, que nada quiere, nada necesita y regresa a casa sin más. Mejías que filma y nos filma con esa cámara de cine de Súper 8 que filma los diferentes lugares, a ellos, a los insectos, que irá capturando la vida o la vida que se escapa y no volverá jamás, donde el cine, que juega un rol fundamental en la película, como metáfora de ese tiempo que se nos escapa imposible de retener.

Los espectaculares lugares que recorremos, en este viaje emocional y muy físico, encantados con su belleza y fantasmagoría, perdidos en el tiempo, de otros mundos, espacios sin vida, por las mañanas, donde Ángela y Miquel mantienen esas conversaciones sobre de dónde vienen y hacia donde se supone que van, y por las noches, la necesidad de aislamiento y soledad la comparten en bares y clubs de carretera donde el sonido y la música se imponen a los diálogos, porque la idea de el director tinerfeño es hacer su película muy visual y sonora, donde las imágenes y el sonido nos expliquen todo lo que encierran estos dos personajes, que huyen o regresan, al fin y al cabo es lo mismo, olvidarse de todos, y estar con uno mismo, existiendo en soledad, con ese vacío que tanto nos sigue o persigue, imposible de aislarlo, porque cuando todo desaparece, solo quedamos lo que somos, todo ese enjambre de vidas no vividas, recuerdos, personas ausentes, lugares extraños y sobre todo, el sueño de huir de nosotros mismos, aunque en la realidad, o en la realidad que nos vamos creando, eso no sea posible, quizás solo en nuestra imaginación, en aquello que vemos y tenemos la necesidad de filmar, de capturar para la eternidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Bajocero, de Lluís Quílez

ASALTO AL FURGÓN DE PRESOS.

“Hay que ser buenos no para los demás, sino para estar en paz con nosotros mismos”.

Achile Tournier

El cineasta Lluís Quílez (Barcelona, 1978), ya había demostrado su grandísimo talento en el mundo de las películas cortas, con títulos tan reconocidos como Avatar (2005), Graffiti (2015) o 72%  (2017), relatos de fuerte carga psicológica, en la que sus personajes implicados deben afrontar sus propios miedos, en un mundo totalmente inhóspito y muy oscuro, con acciones que revelarán consecuencias muy inesperadas. Su opera prima, Bajocero, como no podía ser de otra manera, se ancla en los mismos parámetros que seguían sus anteriores trabajos, y nos envuelve en una atmósfera muy inquietante y llena de tensión y violencia, en una película, escrita por Fernando Navarro (especialista en el asunto trabajando con nombres como Paco Plaza, Balagueró o Kike Maíllo), y el propio director, en la que nos someten a una noche muy negra y gélida, una atmósfera de mil demonios y con un tipo solo (como ocurría en el citado Graffiti, uno de sus trabajos más celebrados), en mitad de una de esas carreteras nacionales perdidas a lo largo y ancho del país, rodeada por un bosque muy siniestro.

Una noche en la que un furgón policial traslada a un grupo de presos, y a mitad de camino, en mitad de la nada, alguien los detiene, y a partir de ese instante, los sucesos, cada vez más angustiosos se sucederán. El relato está compuesto a partir de tres escenarios bien distintos. En el primero, vemos todo lo que sucede en el interior del furgón, cargado de tensión y conflictos, y también, vemos lo de fuera, donde alguien amenaza la integridad de los de dentro. En el segundo tramo, pasamos a otra situación donde la supervivencia se convierte en el único sentido de los personajes del interior del furgón. Y el tramo que cierra la película, habrá un enfrentamiento a tumba abierta para discernir las causas de los implicados en la trama. Quílez se vuelve a reencontrar con el cinematógrafo Isaac Vila, que ya había trabajo anteriormente en un par de cortos suyos, pieza clave en una película donde la noche acapara casi todo el metraje, bien iluminada, con esas sombras más propias del cine de terror, y esa amenaza, casi un espectro, que deambula entre los demonios de la noche, esperando su momento.

El buen hacer de la edición que firma Antonio Frutos (colaborador del cine de Calparsoro), fundamental para generar todos esos instantes de tensión, conflictos y violencia que se van desatando en la película, donde existen pocos momentos donde la calma se imponga, casi en todo el metraje los personajes son continuamente azotados por las circunstancias y alguno revelará la cuestión que atraviesan, tanto la del interior del furgón como en el exterior con esa sombra justiciera. Elementos a los que se añade la música de Zacarías M. de la Riva, que ayuda a envolvernos en esa aura de carga endemoniada de thriller psicológico que nos atrapa desde su primer conflicto. El director barcelonés se arropa con un reparto de primerísima altura encabezado por un atribulado y héroe a su pesar Javier Gutiérrez, que vuelve a demostrar que vale para un roto y un descosido, componiendo uno de esos personajes más grandes que la vida, uno de esos tipos que durante la noche verá demasiadas cosas y deberá comprender que su trabajo como policía está por debajo de ciertas, pero importantes tesituras morales. El resto del elenco lo componen Karra Elejalde, sobrio y elegante como es su costumbre, en un personaje vital para la trama, y un ramillete de intérpretes como Luis Callejo, Andrés Gertrúdrix, Isak Férriz, Miquel Gelabert, Édgar Vittorino, Patrik Criado y Florin Opritescu (que repite con el director después de su rol en 72%).

Bajocero guarda más de un elemento parental con aquel cine policíaco estadounidense que en los setenta sirvió para retratar una sociedad corrupta y violenta, con grandes directores como Peckinpah, Carpenter, Pakula, Coppola, Pollack, Siegel o los “Blaxploitation”, entre otros, o los thrillers rurales de la misma época, tan salvajes y oscuros como Perros de paja, de Peckinpah, Defensa, de Boorman y Malas tierras, de Malick, o los patrios como Furtivos, de Borau, o El aire de un crimen, de Isasmendi, o los más recientes, Todo por la pasta, de Urbizu, y La noche de los girasoles, de Sánchez-Cabezudo, todos ellos trabajos que no solo cargan la pantalla de miseria moral y violencia salvaje, sino que se muestran como un real y triste reflejo de una sociedad, donde la corrupción ha devenido el pan de cada día, y todo huele a podrido, y las personas se ven indefensas ante tanta impunidad. Bajocero nos atrapa con su ritmo febril, su pulsión desgarradora, y su frenética huida a ninguna parte, con alguna que otra licencia narrativa perdonable, llena de personajes perdidos y vacíos que esperan su resquicio de luz para escapar de todo y sobre todo, de ellos mismos, en una aventura autodestructiva hacia el abismo en la que todos y cada uno de ellos tendrá su momento, aunque lo más seguro, deba de enfrentarse a sus propios miedos e inseguridades. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

 

Les Unwanted de Europa, de Fabrizio Ferraro

EL HOMBRE CON SU MALETA.

“La historia es objeto de una construcción cuyo lugar no lo configura ese tiempo vacío y homogéneo, sino el cargado por el tiempo-ahora.”

Walter Benjamin (1892-1940)

En un instante de la película, mientras Benjamin camina junto a dos mujeres y un niño por los caminos pedregosos y difíciles del Pirineo en su huida, una de las mujeres se acerca al filósofo, la que guía al reducido grupo, y le pregunta por la maleta que porta. Benjamin la mira y le explica que es el objeto más valioso que tiene, incluso más que su propia vida. Ante esta aseveración, nos vienen varias reflexiones muy oportunas: la maleta y lo que hay en su interior tiene que ver con el pensamiento, actitud necesaria e imprescindible para la vida en tiempos de barbarie e injustica, toda aquella que deja en la Francia invadida por los nazis, la segunda remitiría más al propio ser físico, que ante las adversidades y la imperiosa necesidad de huir deprisa y corriendo, toda tu vida cabe en una maleta, sin más, todo se reduce a ese objeto que puedes trasportar por esos caminos, y finalmente, la maleta como objeto metafórico, en que se convierte en un objeto con un valor mucho más allá del suyo propio, en el que la maleta escenifica ese hilo vital, la excusa para seguir viviendo, que mantiene al pensador todavía con algo de esperanza, aunque sea muy mínima, de que las cosas pueden cambiar, y la maleta es esa ilusión porque así sea.

La quinta película de ficción del italiano Fabrizio Ferraro se centra en dos momentos históricos desplazados en el tiempo en un año, en Febrero, uno en 1939 y el otro, un años después, y situada en una misma localización, el sureste de Los Pirineos, entonces frontera entre España y Francia. En el 39 seguimos a tres milicianos que, después de finalizada la Guerra Civil Española con la derrota de la República, cruzan las montañas fronterizas para salvar la vida en el país vecino, aunque fueron apresados y hacinados en campos de refugiados en condiciones miserables. Un año después, y haciendo el camino a la inversa, Walter Benjamin acompañado de dos mujeres y un niño cruzan la frontera escapando de la Francia invadida por el fascismo. Dos momentos que se cruzan en el tiempo figurado, como un perverso giro del destino destino de espejos con reflejos deformantes y malvados, que transitan por los mismos caminos (los impresionantes y complejos escenarios reales de La Vajol, Banyuls y Portbou) los mismos espacios, con las mismas sensaciones, dos grupos huyendo de la barbarie, del sinsentido que se adueño de Europa a finales del primer tercio del siglo pasado.

Ferraro nos convoca en un retrato austero y sencillo, en el que apenas escuchamos diálogos, sino conversaciones sobre pensamiento, arte, reflexión y demás sobre los tiempos que se avecinan y están condenando a todos. El cineasta italiano, también responsable de la cinematografía, encuadra su narración en un tenso blanco y negro que daña e imprime la dureza, tanto del camino como el sentimiento de amargura y dolor que recorre al filósofo y sus acompañantes, él siempre más lento y con paso más pesado, debido a sus problemas de corazón, y siempre portando la maleta. Los personajes se mueven en ese ambiente opresivo y asfixiante, donde no hay salida, solo un camino lleno de piedras, de tristezas y huidos, unos huidos con la vaga esperanza de una vida mejor, o al menos con algo más de aliento, sin tanto dolor y tristeza, en unos tiempos sombríos y oscuros, como esas figuras que avanzan sin descanso, individuos derrotados y cansados, meros cuerpos avanzando a no se sabe dónde, espejismos de lo que fueron, sensaciones de una vida que ya no está, que se fue, que tuvo que huir, llena de miedo e incertidumbre, con esa luz en blanco y negro que acentúa aún más esas sombras que se desplazan como fantasmas, espectros sin rumbo, soportando los avatares del propio camino, el cansancio y ese viento que amarga, el sol abrasador, esa lluvia que duele, las almas de la noche, y el hambre que nunca cesa, y el miedo a ser vistos, capturados, a convertirse en presos del fascismo.

Todas esas emociones dolorosas y amargas recorren cada poro de su piel, sus miradas sin mirada, sus maltrechos alientos que buscan algo de luz, algo de paz, algo de descanso. Ferraro invoca a los fantasmas de todos aquellos que sufrieron el fascismo, entre los que se encuentra Bejamin, con su voz crítica y pensamiento clarificador ante tanto ignominia y horror, como escucharemos sus acertadas reflexiones sobre el tiempo que le ha tocado vivir, como esa grandiosa conversación con el bibliotecario, con reminiscencias al Umberto Eco de El nombre de la rosa, o el magnífico trabajo de sonido en un equipo capitaneado por Amanda Villavieja, el arte, vestuario y escenografía de Sebastian Vogler (colaborador de Albert Serra) y la música de John Cage escuchando sus cuartetos, y también, el tema Conrades d’exili, de Pau Riba (que se reserva el rol de uno de los milicianos) que actúa como final o inicio de esos capítulos imaginarios en los que se estructura la película.

Euplemio Macri, actor de teatro, da vida a un Benjamin cansado, enfermo y fantasmal, con pocas fuerzas, casi a rastras, sin más ilusión que la huida, la fuga, como si fuese un apestado, alguien no querido, indeseable (como marca el título de la película). A su lado, Catarina Wallenstein, su fiel guía, que se convirtió en la última musa de Manoel de Oliveira en Singularidades de una chica rubia, producida por Lluís Miñarro (Barcelona, 1949) que vuelve con su compañía Eddie Saeta a deleitarnos con una de sus producciones marca de la casa, con la coproducción italiana, insigne productor que ha levantado películas de gran calidad artística a directores de la talla de Guerín, Weerasethakul, Kawase, Recha, Lisandro Alonso, etc… o Albert Serra en Honor de caballería (2006) y El cant dels ocells (2008) dos películas que dialogarían con la de Ferraro, en su forma de afrontar la historia y el mito, centrándose más en lo humano y las emociones que en la épica y el triunfalismo, huyendo de las estridencias y demás, así como el cine de Béla Tarr en Sátántangó (1994) la larguísima odisea de sietes horas y media de duración con esos caminantes y caminos incesantes donde el peso del tiempo y la reflexión actúan en cada uno de los personajes, o El caballo de Turín (2011) en que un padre y una hija se resisten al final del mundo siguiendo con sus avatares diarios, el mismo fin del mundo que sentía Benjamin en su lento y doloroso caminar por esos Pirineos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA


<p><a href=”https://vimeo.com/248993596″>Les Unwanted de Europa – Teaser</a> from <a href=”https://vimeo.com/user12040697″>Eddie Saeta</a> on <a href=”https://vimeo.com”>Vimeo</a&gt;.</p>