TODOS SOMOS UNOS SALVAJES.
“A las Tierras Vírgenes no les gusta el movimiento. La vida es una ofensa para ellas, pues la vida es movimiento; y el objetivo de las Tierras Vírgenes es siempre destruir el movimiento. Hielan las aguas para impedir que corran hasta el océano, chupan la savia de los árboles hasta que congelan sus esforzados corazones vegetales; pero con quien son más feroces y hostiles es con el hombre, al que acosan y aniquilan hasta que lo someten; al hombre que es el más inquieto de los vivos, siempre rebelde con el dictamen que proclama que todo movimiento debe, al final, desembocar en la quietud”.
(Extracto de “Colmillo Blanco”, de Jack London)
El 6º título de la carrera de Alejandro González Iñárritu (1963, México) se basa en las experiencias reales de Hugh Glass, legendario explorador que sobrevivió al ataque de un oso “grizzly” y se convirtió en una leyenda de las montañas y del río Missouri, experiencias que fueron recogidas en la novela de Michael Punke, en la que se basa parcialmente la película de Iñárritu, que además, tuvo una adaptación anterior en la película El hombre de una tierra salvaje (1971), de Richard C. Sarafian, escrita por Jack DeWitt, y protagonizada por Richard Harris (parte de este equipo realizó la trilogía Un hombre llamado caballo). Con estos antecedentes, la última película del realizador mexicano, – rodada inmediatamente después de Birdman (La inesperada virtud de la ignorancia), que le valió el reconocimiento de la Academia -, es una historia como le gustan al cineasta, personajes en situaciones extremas, donde el entorno es marcadamente hostil, en el que impera un excesivo tremendismo, donde la violencia extrema, seca y bruta no tarda en imponer su voluntad.
Iñárritu deja claras sus intenciones en el arranque de la película, nos sitúa en las heladas y extremas llanuras de Dakota del Sur en 1823, donde los tramperos cazadores de pieles son atacados salvajemente por los indios Arikara. El realismo exacerbado se mezcla con un espectáculo de horror, sangre y muerte. Todo está contado para desparramar al espectador de su asiento, no hay tiempo para pensar en las imágenes, todo sucede a una velocidad de vértigo, el espectáculo tiene la palabra, todo se enmarca en la grandiosidad del mainstream hollywoodiense. Ahí, damos paso al ataque del oso, – una secuencia de verdadera angustia que no tiene fin – , la expedición, maltrecha por el ataque de los indios, y debido a las dificultades extremas del camino, deciden dejar el malherido y terminal cuerpo de Glass al cuidado de unos voluntarios, sólo uno, John Fitzgerald, que se erigirá como el antagonista y pieza clave en la trama, lo hará por un buen puñado de dólares. Circunstancias y motivos inmorales, llevarán a Glass a quedarse sólo a su suerte. A partir de ese instante, la película adquiere su verdadero desarrollo, Iñárritu nos enfrenta a varios puntos de vista, por un lado, tenemos a la expedición que continúa su camino, luego, los indios Arikara, que tras robar las pieles, se las venden a un grupo de franceses, y mientras buscan a la hija del jefe que ha sido secuestrada, y la peripecia solitaria y condenada al fracaso de Glass. Iñárritu se queda con este último, sigue sus pasos, de olor a muerte, la supervivencia en condiciones extremas se sucede de forma contundente y visceral, sobrevivir es el objetivo para enfrentarse al temido y malvado Fitzgerald (un personaje de una sola pieza, que echa en falta un enfoque más humano y profundo).
El caminar lento y terrible de Glass está filmado por Iñárritu como es costumbre en su cine. Un fatalismo llevado a la desesperación, y una grandilocuencia formal, donde además se recrea en capturar el horror como si de un espectáculo se tratase. La natural y bellísima luz del cinematógrafo Emmanuel Lubezki (habitual de Iñárritu y de las últimas películas de Malick), y los planos largos, retratan de forma realista el cuerpo malherido que lucha con todo para no morir, el primitivismo y la brutalidad están filmados sin concesiones, dejando todo el salvajismo y encarnizamiento al descubierto. La única ley del salvaje oeste es matar para que no te maten. Aunque toda esta cercanía y proximidad, queda deslucida cuando Iñarritu se pone profundo, y mediante secuencias oníricas, nos descubre el pasado del personaje, casado con una nativa Pawnee con la que tenía hijos, uno de ellos, tendrá un protagonismo importante en el transcurso de la trama. Di Caprio cumple con su cometido, su interpretación del no muerto Glass está basada más en miradas y gestos que en la palabra, y tiene un antagonista, interpretado por Tom Hardy, que a pesar que su personaje no tiene mucha combatividad emocional, deja algún detalle interesante. Iñárritu sigue fiel a su estilo, entiende el cine como un espectáculo de masas, donde todo tiene cabida, la violencia explicita con lo romántico, el ensimismamiento retorcido de la miseria y animalidad humana en contacto con un entorno extremo y salvaje, y se ha enfrascado en una película muy al estilo western, con venganza de por medio, que pedía más contención, sobriedad e interioridad, como hacía Pollack con Las aventuras de Jeremiah Johnson, o Penn con Pequeño Gran hombre, por ejemplo. Aunque su mirada sigue al servicio de la grandilocuencia y la exageración formal, en la que tiene cabida la épica, no de los hombres corrientes, que trabajan sin descanso, sino la de las grandes leyendas de redención y superación.