Balearic, de Ion de Sosa

LAS CASAS CON PISCINA. 

“Era uno de esos domingos de mediados del verano, cuando todos se sientan y comentan: Anoche bebí demasiado”. 

De la novela “El nadador”, de John Cheever

Hace más de una década que el gran observador que es Carlos Losilla escribió el artículo “Un impulso colectivo” en el que exponía las razones y emociones de ese otro Cine Español, el que se producía con pocos recursos, alejado de modas, tendencias y demás etiquetas, tan propio como personal, muy variado en temas, formas y texturas que a pesar de su invisibilidad empezaba a abrirse camino sobre todo en festivales internacionales. Ahora no voy a nombrarlos a todos/as, pero si que voy a centrarme en un grupo muy heterodoxo que surgió principalmente en la ECAM, con nombres como el Colectivo Los Hijos (Javier Fernández, Luis López Carrasco y Natalia Marín), Miguel Llansó, Velasco Broca, Chema García Ibarra e Ion de Sosa que se ayudaron y fueron cómplices para levantar sus respectivas películas, tan diferentes entre sí, y llenas de entusiasmo, proponiendo un cine del extrarradio, un cine que investigue su propia narrativa y forma, y que plantee múltiples realidades muy apegado a los tiempos actuales. 

Con Balearic, el cineasta Ion de Sosa (San Sebastián, 1981), en su quinto trabajo como director, sigue manteniendo esa línea de exploración que le ha llevado a un cine que bebe del género fantástico para generar su propio universo en el que atiza con crítica y sin miramientos las grietas de una sociedad ensimismada, estúpida y extasiada que huye de cualquier atisbo de reflexión y conocimiento interior. Ya lo hizo en sus deslumbrantes Sueñan los androides (2014), filmada en Benidorm, quizás la ciudad por excelencia de lo masivo y lo superficial, siguió con Leyenda dorada (2019), alrededor de una piscina como objeto de lo pretencioso y lo ahogado, y Mamántula (2023), un psychokiller tan abrupto como fascinante. En Balearic, coescrita por Juan González (una de las mitades de los Burnin Percebes), Chema García Ibarra, codirector de Leyenda dorada, Lorena Iglesias y Julián Génisson, que ya estuvieron en la citada Mamántula, y el propio director, nos convocan a dos películas o una dividida en dos, con un primer tercio en el que unos adolescentes se cuelan en una casa vacía con piscina y disfrutan de un baño en el primer día del verano. De repente, unos perros atacan a una de ellas y el resto se refugia en el centro de la piscina mientras grita de horror. Unos gritos que nos llevan a una de las casas cercanas donde unos pijos o lo que pretenden ser se divierten que, por supuesto, no escuchan esos gritos de auxilio. 

El cineasta donostiarra plantea una trama de espejos y reflejos de una sociedad carente de empatía, ahogándose en sus propias miserias y codicia malsana, donde todo vale. La cinematografía de Cris Neira, que ha estado en los equipos de cámara de Mamántula y Sobre todo de noche, entre otras, debuta en una película rodada en 16mm, marca de la casa, con ese grano y textura que remarca la luz mediterránea y esa rugosidad de las diferentes situaciones que nos retrotrae al cine español de la transición, y la serie fotográfica «La playa (1972-1980), de Carlos Pérez Siquier, del que la película bebe como las atmósferas turbias de Carlos Saura y de Eloy de la Iglesia,  la irreverente Caniche (1979), de Bigas Luna, con la que tiene muchas semejanzas. La música de Xenia Rubio actúa como acicate en esta fiesta de unos alucinados tan alejados de la realidad como de sus propias existencias que, al contrario de los adolescentes tan despreocupados, no pueden disfrutar de la piscina que observan como si un monstruo la habitara, como si estuvieran poseídos como los burgueses de El ángel exterminador (1962), de Buñuel que, al igual que aquellos siguen de fiesta, a pesar de los gritos que no oyen, del fuego que deja caer una ceniza que lo inunda todo, y demás irrealidades que los van asaltando, donde lo cotidiano se mezcla con los inexplicable y viceversa, en ese juego de idas y venidas, de realidad, sueño y fantástico como evidencia el gran trabajo de montaje de Sergio Jiménez, otro de la factory, con esos breves 74 minutos de metraje, lleno de  encuadres y planos de cercanía y lejanía que entronca con los universos de Lynch y Haneke donde lo que vemos resulta tan oscuro como asfixiante. 

El reparto de la película es otro elemento esencial en el cine de Ion de Sosa, con esa mezcla de intérpretes de su universo, y otros naturales que fusionan muy bien esa idea de cine donde la realidad, documento y ficción se confunden. Tenemos a los cuatro adolescentes casi debutantes: Lara Gallo, Elías Hwidar, Ada Tormo y Paula Gala, y los otros: la artista Maria Llopis, la cantante-actriz Christina Rosenvinge, el croata Luka Peros, que hemos visto en Mientras dure la guerra y series como Matadero, Moises Richart, que era el prota de Mamántula y también estaba en Sueñan los androides, Sofia Asencio, Manolo Marín, y los Mamántula Lorena Iglesias, Julián Génisson y Marta Bassols, y la presencia del único rico Zorion Eguileor, un estupendo actor que hemos visto en El hoyo, y más recientemente en Maspalomas, y muchas más. Un grupo y heterogéneo cast que compone un variopinto grupo humano en una película que profundiza en el clasismo imperante en la sociedad, el hedonismo como única vía de escape de tanta estupidez y la falta de empatía como arma contra la deshumanización donde el yo ha triunfado y el nosotros es solamente una excusa para no matarse, pero sin vínculos ni intimidad. 

Ese otro Cine Español del que habla Losilla, un Cine Español que mira de verdad a la realidad que experimentamos, tan cercana como lejana, que se pregunta por sus narrativas, formas y texturas, en un cine que reivindica la cinematografía auténtica que pasa de modas y demás objetos de consumo en forma de películas y series. Un cine que recupera el Cine Español que se investigó y se esforzó por hablar de lo que ocurría, pero sin ser tan evidente, sino buscando y buscándose, a pesar de los pesares, porque el cine de De Sosa y los demás citados, y los que no hemos citado, es un cine que no es invisible, aunque algunos lo quieras así, desconocido, y mi labor como observador del cine que se hace en el país en el que vivo, por pequeña que sea, es mirarlo, estudiarlo y criticarlo y hablar bien si me gusta, que es el caso. Así que, gracias por llegar hasta aquí, y no dejemos que ese otro Cine Español que tan sólido, diferente y brillante sea Cine Español como el resto, y no sufra distinciones de condescendencia por parte de aquellos que se abanderan como lo único, porque hay muchas formas de ser en el Cine Español como reivindica Balearic, de Ion de Sosa y todas las demás. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Weapons, de Zach Cregger

LOS 17 NIÑOS DESAPARECIDOS DE MAYBROOK.

“Se encuentra frente al gran misterio… Al que hace temblar a la humanidad desde su origen: ¡lo desconocido!”.

Gastón Leroux

Toda interesante película, independientemente del género y la textura, debe tener por decreto, un prólogo lleno de misterio, intriga e inquietante que produzca al espectador motivos para quedarse a verla. En Weapons, de Zach Cregger (Condado de Arlington, Virginia, EE.UU., 1981) se cumplen con creces esta regla no escrita pero sumamente eficaz. La historia se abre con una situación muy sorprendente: los 17 niños desaparecidos, en mitad de la noche, en un lugar tranquilo, familiar y sin más como Maybrook. Nadie sabe nada, nadie ha visto nada. Ante esta premisa, nos introducen una voz en off de niña que nos guiará estos primeros instantes del relato. Los únicos hilos a los que tirar son dos: Justine, la maestra de los niños, que está atónita ante el hecho, y Alex, el único alumno que se ha personado en el colegio la mañana después. Una apertura digna de una película absorbente y estupenda de terror, aunque como comprobaremos en unos minutos, la película sabe manejar la dosificación de información para dejarnos atrapados en sus imágenes. 

A partir de un espléndido guion del propio Cregger con estructura “Rashomon”, es decir, parte de cinco episodios de los personajes principales: Justine, Archer, uno de los padres afectados, Paul, un policía, Marcus, el director del colegio y Alex en los que va desgranando sus cotidianidades, miedos y las relaciones que se producen entre ellos, en los que veremos las diferentes perspectivas de la misma historia. Un planteamiento excelente que se aleja completamente de ese terror de sustos y música alta tan popular en estos tiempos. Aquí hay inquietud, angustia y terror a través de la cotidianidad, construyendo un cuento de hadas, con sus elementos característicos, sí, pero llevado a nuestra contemporaneidad, generando ese toque de atemporalidad que se agradece y mucho, porque la historia va avanzando a través de lo desconocido, sin recurrir a estratagemas ni a sorpresas para engatusar al espectador, aquí no hay nada de eso, su fórmula se basa en lo clásico: contarnos una historia a través de personajes bien planteados y avanzar el relato desde la pausa, la mirada, el gesto y dosificando enormemente la información para producir esa sensación de adentrarse en un lugar del que no hay vuelta atrás.

A Cregger lo conocíamos por su faceta como actor en series populares, y haber codirigido alguna comedia juvenil, y su destape en el terror con Barbarian (2022), en una historia de casa encantada o al menos eso parece. Su cum laude lo consigue con Weapons, en la que se ha rodeado de grandes técnicos como el cinematógrafo Larkin Seiple, del que hemos visto su trabajo en To Leslie (2022), de Michael Morris, y en la reciente Wolfs, de Jon Watts. Su luz etérea y plomiza crea esa imagen sombría tan adecuada para la historia que nos cuentan, y unos planos y encuadres bien estudiados donde lo revelador se consigue mediante la quietud y no al contrario. La música la firman los hermanos Rayn y Hays Holladay, que ya hicieron Class Action Park, un documental que documentaba los accidentes y peligros de un parque acuático, y el propio Cregge, que debuta en estos menesteres. Los tres consiguen una soundtrack magnífica, donde no hay sorpresas sacadas de la manga, sino todo lo contrario, siguiendo el tono de la película, a partir de lo inquietante y lo sugerido más que lo mostrado. El montaje es de Joe Murphy, viejo conocido del director, ya que estuvo en Barbarian, del que sabemos sus trabajos con James Franco y Eliza Hittman y en films como Swallow. Su trabajo no era nada sencillo, en una película que se va a los 128 minutos de metraje, donde todo se sujeta a lo que no conocemos, creando esa atmósfera donde todo es muy oscuro. 

El director estadounidense se rodea de un brillante reparto en el que destaca la gran composición de Julia Garner como la maestra tan perdida como los demás en el condado, siendo uno de esos roles que tiene sus cosas, pero nada que ver con la desaparición, en otro gran papel después de The assistant y Hotel Royal, en una filmografía que pasa de los treinta títulos con apenas 31 años. Su antagonista se pone en la piel de Josh Brolin, que está muy bien como padre desesperado, este actor nunca está mal, y además elige buenos guiones que le hacen lucirse mucho más, a los que le pone carisma y humanidad a cada uno de sus personajes. Tenemos a Alden Ehrenreich como el policía, que anda con su conflicto a parte de los 17 niños desaparecidos, un actor de largo recorrido al que hemos conocido en papeles de reparto con Coppola, hermanos Coen, Woody Allen, entre otros, al igual que Benedict Wong que es el director de la escuela, un todoterreno del cine mainstream, y la veterana Amy Madigan, en un personaje clave en la trama, del que no desvelaremos nada más, con más de setenta títulos y cuatro décadas de carrera, junto a grandes como Altman, Malle, Romero, Holland, entre otros.

Sólo podemos rendirnos a una propuesta como Weapons (un título muy acertadísimo, ya lo sabrán cuando vean la película, y no de lo que imaginan ahora mismo), de Zach Cregger, un director al que habrá seguir de cerca, y no sólo si vuelve a plantearse una de terror, sino porque su forma de contarnos la historia, que bien saben, lo es todo, su alucinante atmósfera de cuento de terror a la antigua usanza, donde prima el relato, los personajes y un desconocido tan aterrador como cotidiano, y además, imponer un ritmo pausado y sin ninguna prisa, para sujetar a los espectadores con lo mínimo, llevándolo de la mano como si caminamos por un sendero, adentrándonos en un bosque donde hay una casita al que nadie hace caso, o quizás, abandonada, quién sabe. Vayan a verla, porque Weapons no es una película de terror más, es una magnífica película, llena de detalles y matices, con un misterio que hay que desvelar, un misterio que no es tan raro como imaginamos, porque como suele suceder, alrededor nuestro siempre hay monstruos, aunque con nuestras prisas y nuestras vidas ocupadas, nos olvidamos de mirar a nuestro alrededor y pasar desapercibido nuestra realidad y mucho más nuestra cercanía. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Rodrigo Gibaja y Rodrigo Díaz

Entrevista a Rodrigo Gibaja y Rodrigo Díaz, intérpretes de la película «Voy a pasármelo mejor», de Ana de Alva, en la terraza del Hotel Soho Barcelona, el martes 8 de julio de 2025.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Rodrigo Gibaja y Rodrigo Díaz, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y a Eva Calleja de Prismaideas, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad.  JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Luz del 86, de Inari Niemi

VERANO DEL 86. 

“No creas que puedes salvar a las personas simplemente tomándolas de la mano. Pero, aún así, toma su mano”.

Las primeras imágenes de Luz del 86 (“Valoa Valoa Valoa”, en el original, traducido como “Luz Luz Luz”), de Inari Niemi (Helsinki, Finlandia, 1978), son especialmente hipnóticas y absorbentes, mientras una voz, la de Mariia de 15 años, nos informa del accidente nuclear de la central nuclear de Chernobyl, al norte de Ucrania, por aquel entonces la URSS, ocurrido el sábado 26 de abril de 1986. La voz nos comunica de los efectos de la radiación mientras cae una lluvia incesante. Unos primeros minutos del relato que ya nos pone completamente en situación emocional, donde prevalecerán las imágenes poéticas y oníricas, como refugio o vía de escape de la dura realidad que viven las dos protagonistas. La citada Mariia con una madre enferma y Mimi, la recién llegada al pequeño pueblo, aislada y solitaria, con una familia muy disfuncional y llena de problemas y alcoholismo. Entre las dos adolescentes, muy diferentes entre sí, nacerá una bonita amistad que derivará en algo más, el primer amor o quizás, dicho de otra forma, la primera mano que nos tendrán para descubrir que no estamos tan solos como imaginamos. 

La directora finlandesa que antes había hecho Kesakaverit (2014), Joulumaa (2017) y la serie Mieheni vaimo (2022), donde optaba por la comedia y el drama, se enfrenta en su tercer largometraje a una historia donde la realidad se va transformando en una sensible historia de amor entre dos adolescentes y el universo que van creando en un verano nórdico, donde hay zambullidas en lagos alejados del pueblo, bailes a todo trapo en mitad del bosque, escapadas para ver el mar y sexo en la habitación de Mimi, entre otras cosas más. Con una atmósfera que se mueve entre la realidad cruda y sin futuro en la que sobrevive como puede la citada Mimi, y luego, ese otro mundo onírico y de fantasía y amor donde la vida y la existencia pueden ser más amables y quizás, felices. El guion de Juuli Niemi, que ya había trabajado con la directora, basado en la novela homónima de 2011 de Vilja-Tuulia Huotarinen, se sitúa en una atmósfera y tono envolventes, como de cuento, donde se mueve entre el verano del 86 y veinte años después, cuando el personaje de Mariia vuelve a casa porque está pasando una crisis y su madre vuelve a tener cáncer. La mayor parte del argumento se centra entre los días de verano que se tornan una aventura entre las dos chicas, unas personas que encuentran la una a la otra una razón más que suficiente para levantarse cada día y descubrirse en la otra, sin más futuro que el verano que están viviendo con intensidad y emoción.

El gran trabajo técnico de la película para conseguir esa fusión de realidad más heavy y la fábula de descubrimiento y amor, donde la directora se ha rodeado de cómplices como el cinematógrafo Sari Aaltonen, del que vimos su trabajo en la película Tiempos difíciles: Cantos por los cuidados (2022), de Susana Helke, que se vio por L’Alternativa, con ese aroma de cuento de dos niñas encerradas en el castillo de la madrastra que quieren saborear la libertad y el amor, así como el conciso y sobrio montaje de Hanna Kuirinlahti, en sus reposados e intensos 91 minutos de metraje, en el que todo se cuenta con una cercanía y una honestidad asombrosas, como el estupendo trabajo de la música de Joel Melasniemi, que capta con elegancia todo el desbarajuste emocional de las dos protagonistas, y sus relaciones tensas con los demás, sin olvidar los grandes hits de la música que se escuchaba entonces como el “Maria Magdalena”, de Sandra, que fue un boom en todo el continente, o no menos el “Smalltown”, de los Bronski Beat, todo un himno, el “Love hurts”, de Nazareth, otro temazo, o “Poskivalssi”, el clásico de los cincuenta finlandés que cantaba Olavi Virta, que acompañan con tacto cada diálogo y silencio de las dos protagonistas. 

El gran acierto de la película es su magnífica pareja protagonista porque son capaces de sumergirnos en esa maraña de sentimientos, tristezas y conflictos por los que transita, sobre todo, la vida de Mimi. Dos grandes actuaciones de dos casi debutantes en el cine como Rebekka Baer en el papel de Mariia, dulce y amable, generosa y valiente, que seguramente, vivirá el mejor verano de su vida, y todavía no lo sabe, y frente a ella, Mimi, que hace Anni Iikkanen, un personaje roto, alguien que quiere huir pero no sabe dónde, desamparada y muy sola, que encuentra en Mariia una tabla de salvación, alguien a qué agarrarse, alguien que le dé un sentido a su vida, o lo que queda de ella. Tenemos a la Mariia veinte años después en el rostro de Laura Birn, que vuelve al pueblo con heridas y allí deberá enfrentarse al pasado y perdonar y perdonarse, y Pirjo Lonka, que ya trabajó con la directora en la mencionada serie, aquí como madre de Mariia, uno de esos personajes que hablan muy poco, preguntan menos, pero se dan cuenta de todo lo que ocurre a su hija. Después tenemos a una serie de intérpretes, todos muy bien escogidos en sus roles, que parecen no actuar de lo bien que actúan, como la familia de Mimi, o lo que es lo mismo la familia de la casa de los horrores, por la falta de amor, empatía y cariño reinantes. 

Si tuviésemos que encontrar una película-reflejo para Luz del 86, de Inari Niemi, podríamos encontrarla en Verano del 85 (2020), de François Ozon, en que el director francés nos contaba el amor de dos jóvenes en el citado verano en la costa de Normandía, donde sonaba aquel monumento que era el “Sailing”, de Rod Stewart. Una película que también hablaba del despertar a la vida, al amor, al sexo, al dolor, a la tristeza, a ese sentimiento consciente de la efimeridad de la vida, donde todo es fugar, todo es un sueño, y todo es tan vulnerable, incluso todo lo que vemos y sentimos, porque la vida va pasando y nosotros nos quedamos allí. si se acercan a mirar la vida de Mariia y Mimi seguro que no se arrepentirán, porque les aseguro que les va encantar su historia, su amor, su juventud y sus ganas de vivir, 0 de bien seguro volverán con aquel adoelscente que fueron, o que algunos días, sin venir a cuento, recuerdan con cariño, con temor, con severidad, o quizás, la película los lleva a aquel verano, sí, aquel verano donde descubrieron el amor, la vida y su oscuridad, y querían escapar y escaparse de todo y volar o vete tú a saber. La película es también una interesante reflexión sobre el hecho de amar, de esa idea del amor como refugio para soportar las tristezas de la vida, o al menos, olvidarse de ellas por un momento. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Regreso a Córcega, de Catherine Corsini

RECONCILIARSE CON LA IDENTIDAD.  

“Estamos más cerca unos de otros cuando callamos que cuando hablamos”. 

Guy de Maupassant 

En el universo cinematográfico de Catherine Corsini (Dreus, Francia, 1956), compuesto por 11 películas, tan interesantes como Partir (2009), La belle saison (2015), Un amor imposible (2018), y La fractura (2021), entre otras, existen dos ejes principales: el amor y lo combativo, donde la mirada se posa en personajes nada convencionales que luchan por lo que consideran justo a cuchillo, nada complacientes y siempre inquietos e intensos. Individuos que viven alejados de prejuicios y en total libertad, enfrentándose a todas las personas que intentan oponerse. Con Regreso a Córcega (Le retour, en el original), se centra en la vida de Khédidja, una mujer senegalesa que, después de 15 años, regresa con sus dos hijas Jessica (18) y Farah (15), como cuidadora de niños de una familia adinerada a la Córcega veraniega del título, un lugar que conoce muy bien, ya que vivió junto a su marido fallecido y dónde tuvo sus dos hijas, y donde tuvo que huir por necesidad y falta de libertad. Durante este tiempo, el silencio ha sido su mejor aliada, pero ahora, con sus hijas ya mayores y haciendo muchas preguntas, deberá enfrentarse a su pasado, y sobre todo, reconstruir la verdad y enfrentarla con sus hijas.

La directora francesa posa su mirada a través de la mencionada Khédidja y sus dos hijas, sobre todo, en ellas, en el que Jessica, a punto de entrar en la universidad a hacer políticas entabla una relación íntima con Gaïa, la hija díscola de los jefes de su madre, tan diferente y a la vez tan interesante para la primera experiencia de Jessica. Farah, por su parte, es la adolescente eternamente malhumorada que no se deja amedrentar por nada y nadie, tan rebelde como inquieta de experiencias de todo tipo que conocerá a un joven camello. Jóvenes ante un verano lleno de pasión, aventuras y nuevas amistades donde descubrir y descubrirse, y ante ese silencio de su madre que lentamente, irá abriéndose y las dos hermanas irán descubriendo el pasado real del que nunca se ha hablado. Corsini consigue hilar a través de un estupendo guión coescrito junto a Naïla guiguet, que coescribió el de El inocente (2022), de Louis Garrel, un cuento de verano de descubrimientos del amor, del sexo y demás para las dos hermanas, entrelazando con sabiduría toda la amalgama de emociones a medida que se van destapando el difícil pasado en el que se despiertan recelos, tensiones y problemas entre las tres mujeres, donde no hay sentimentalismo, sino una verdad real, muy intima y profunda, en que la película coge altos vuelos y se muestra muy honesta y cercanísima. 

Corsini, fiel a sus cómplices, sigue contando con la cinematografía de Jeanne Lapoire, con casi sesenta títulos en su filmografía con nombres tan importantes como Ozon, Techiné, Pedro Costa, Robin Campillo y Valeria Bruni Tedeschi, etc., con la que ha trabajado en cinco títulos, con una imagen y color que recuerda a las cintas veraniegas rohmerianas, con esa luz mediterránea que contrasta con la oscuridad y el silencio que se cierne en la familia, en el que nunca se cae en imagen de postal, sino en aquella con su posición social y política, como tienen las películas de Corsini, así como el inteligente montaje de Frédéric Baillehaiche, cuatro películas con la directora francesa, en el que en sus intensos y libres 107 minutos de metraje cabe de todo, con las continuas idas y venidas emocionales de los personajes y sus soledades, miedos, pasiones y sentimientos enfrentados y contradictorios ante la avalancha de acontecimientos y descubrimientos por los que pasan. Sin olvidarnos de la variada música que va de la clásica a la más moderna, creando esa dualidad que navega por toda la historia, donde convergen jóvenes y adultos, con esa fiesta salvaje donde se evidencian los momentos emocionales por los que atraviesan las dos hermanas, tan perdidas y tan deseosas de encontrarse, tanto con ellas como con la otra. 

Si el cine de Corsini resulta interesante por los temas que trata y la forma de presentarlos dotándolos de complejidad y profundidad, su reparto resulta primordial para creernos todo lo que se cuenta, y en Regreso a Córcega, la cosa sigue apuntando muy alto con una gran Aïssatou Diallo Sagna, que ya tenía un papel en la mencionada La fractura, y las dos formidables “hermanas” Suzy Bemba como Jessica, a la que vimos en la reciente Pobres criaturas, de Lanthimos, y Esther Gohourou como Farah, como una de las protagonistas de Mignonnes, y Lomane de Dietrich como Gaïa, la hija pija que conoce a Jessica, el interesante rol de un estupendo actor como Cédric Appietto, y las estimulantes presencias de Virginie Ledoyen y Denis Podalydès, como los señores de la película y padres de Gaïa. La película indaga en la identidad, en cómo se construye y reconstruye, y el autodescubrimiento en la Córcega destino de vacaciones para muchos, pero para estas tres mujeres un lugar donde todo empezó, con el significativo arranque del relato, un lugar para reconciliarse en todos los sentidos con su familia, la que dejaron atrás y sobre todo, con la familia que tienen delante, la madre y sus dos hijas venciendo el silencio y los medios y enfrentarse a las acciones y perdonarse para construirse y construir todo lo dejado atrás, porque no podemos continuar cada día mejor y hacia adelante, si no aceptamos y nos reconciliamos con el pasado, por mucho que cueste. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Un sol radiant, de Mònica Cambra Domínguez y Ariadna Fortuny Cardona

MILA Y EL FIN DEL MUNDO. 

“Así es como termina el mundo, no con una explosión, sino con un lamento”

T. S. Eliot

Películas como Les amigues de l’Àgata, Ojos negros, Les dues nits d’ahir y Les perseides tienen en común haber surgido como proyecto de fin de carrera de la especialidad de Comunicación Audiovisual de la UPF. Un grupo a la que se añade Un sol radiant, de Mònica Cambra Domínguez (dirección y montaje), Ariadna Fortuny Cardona (guion y dirección), Clàudia Garcia de Dios (guion y dirección de arte) Lucía Herrera Pérez (sonido y montaje), Mònica Tort Pallarès (ayudante de sonido y música), surgidas de la promoción 2020-21, junto a Belén Puime Bao en producción, alumna de intercambio de la Universidad de Santiago de Compostela. Unas cineastas que han tenido el asesoramiento de profesores como Gonzalo de Lucas, Carla Simón y Roser Aguilar, entre otras, en un proyecto que arrancó como cortometraje y gracias a Atiende Films de Pep Garrido y Xesc Cabot, directores de Sense Sostre, se ha convertido en una película que recoge el naturalismo y la cotidianidad de un verano cualquiera con el añadido de un película a lo Roger Corman sobre el fin del mundo, sobre sus últimos cinco días. 

El relato se mueve entre el intimismo y la transparencia alrededor de la mirada de Mila, una niña de 11 años, que vive ese final junto a su madre Alicia, su hermana Íngrid de 16 y l’Avi en una casa en el bosque alejados de todos y todo, en pleno verano, en el último verano. Las diferentes posiciones de los miembros ante la inevitable catástrofe, será el centro de la incomunicación, alejamiento y conflicto entre los adultos, entre los que Mila, con su afán de hacer una fiesta, se verá sin los puentes necesarios para llevarla a cabo. La niña deambula por el bosque, observándolos y tratando de entender sus posiciones y sus diferentes acciones. Estamos ante un tono de cuento, de ese tipo de fábulas de iniciación y conocimiento de lo ajeno, de ese mundo de los adultos por parte de Mila, con el acompañamiento de la inquietud del final del mundo, pero no está tratado con el efectismo del cine comercial, sino todo lo contrario, llevándonos por esos cincos días de verano, con las cosas propias de la estación: el aburrimiento de alguien como Mila, que se siente diferente y sin conectar con los suyos, y los otros, con actitudes tan alejadas, como la hermana que siente la necesidad de disfrutar al máximo, la madre que parece que quiere que todo continúe igual, y l’avi que está y no está, con esos extraños baños en el río.

La cercana e inquietante luz de la cinematógrafa Júlia La-Roca, que debuta en un largometraje después de estar en el equipo de cámara de Girasoles silvestres, de Rosales, al igual que la excelente música de Guillem Martorell, que ha trabajado en Espejo, espejo, de Marc Creuhet, entre otras, con una banda sonora que recuerda a la de películas de Gus Van Sant como Gerry, y el eficaz montaje reposado y sin piruetas con sus 79 minutos de pura emoción y transparencia, que va generando ese espacio de lirismo junto al aroma de la ciencia-ficción sin efectismos, en un campo espectral que conmueve con muy poco, porque la idea de la película es coger el género para hablar de temas tan humanos como las dificultades para amar y relacionarnos con los que tenemos más cerca, y todos los conflictos que se generan por aislarse y evitar el problema, creando una tensión mayor y muy difícil de solucionar. Tiene la película, dentro su modestia, que no la evita, sino que la potencia, con toda esa atmósfera pausada, profunda y reflexiva de las obras mayores realizadas con lo mínimo, asemejándose a la profundidad de Las vírgenes suicidas, de Sofia Coppola, con esa extrañeza y onirismo, y la perplejidad y lo fantástico de Melancolía, de Lars Von Trier, donde la vida y sus conflictos familiares van sucediendo mientras está ocurriendo el final de todo. 

Dos películas protagonizadas por Kirsten Dunst que, una de sus primeras actuaciones en Entrevista con el vampiro, cuando tenía 12 años, recuerda a la mirada de Laia Artigas, la inolvidable protagonista de Estiu 1993 (2017), de la citada Carla Simón, que encarna a una Mila fascinante, con ese pasear en soledad, mirando a su alrededor, a su familia y entorno y no entendiendo nada de lo que sucede. Una joven actriz que nos gustaría seguir viéndola en otras producciones, porque hace eso tan complejo en el arte cinematográfico como mirar muy bien, y no refiero a la belleza ni nada de eso, sino a la forma de transmitir toda esa desesperanza y esa inquietud que tiene un personaje que necesita a los suyos pero que los otros están por sus cosas. Muy bien acompañada por Núria Prims como la madre, queriendo ser una protectora pero que no acaba de encontrar la cercanía y el amor necesarios, una hermana mayor demasiado mayor para Mila, en ese cambio de mujer en que Mila está a años luz, y la diferencia que se crea entre las dos, bien interpretada por Núria Sales como Íngrid, Jaume Vilalta como l’Avi, alguien que sin hablar mucho está con sus cosas, y finalmente, Mercè Pons como una vecina, alguien que las visita y que intenta disimular normalidad. 

La película Un sol radiant es una ópera prima muy diferente, atípica, porque no parece surgida de unas estudiantes sin experiencia, y digo esto porque se adentra en lugares complejos para una primera película, pero que los resuelve con un arrojo y una sobriedad dignos de elogiar, encontrando todos esos espacios donde la vida no parece vida, y se adentran en lugares comunes del género pero desde otras posiciones y tonos, recurriendo a lo convencional pero trasladándose a una atmósfera donde todo se fusiona con sensibilidad y sin redundancias, creando esa inquietud y perplejidad de unos personajes que quieren continuar como si no pasara nada, contando un final del mundo como el que vivimos durante el tiempo de pandemia, muy alejado de la ficción hollywoodiense, quizás lo que plantea una película como Un sol radiant, me encanta su título, sutil y cautivador, no esté muy alejado de lo que podría ocurrir, y eso es mucho más inquietante que la catástrofes de videojuego que nos tiene acostumbrados el cine comercial, porque el final, si ocurre alguna vez, seguro que es así, casi sin darnos cuenta que todo se acaba y nosotras seguimos a lo nuestro, sin saber cómo vivir y cómo querernos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Los pequeños amores, de Celia Rico Clavellino

LOS AFECTOS COTIDIANOS.   

“Los sentimientos son sólo experiencias que nos informan acerca de cómo se están comportando nuestros proyectos o deseos en su enfrentamiento con la realidad”.

José Antonio Marina

La última película que rodó la gran Chantal Akerman (1950-2015) fue No Home Movie (2015), un documento-retrato de la cineasta belga a través de su madre. A partir de conversaciones presenciales y on line, madre e hija repasaban su vida, su relación, sus pliegues, afectos y fragilidades. Akerman no sólo se sumerge en su progenitora sino que también lo hace en ella misma, en una radiografía emocional directa y profunda para rastrear la mirada interior que todos llevamos y ocultamos a los demás y a nosotros mismos. El cine doméstico y cotidiano de los sentimientos de Akerman impregna el par de películas de la cineasta Celia Rico Clavellino (Constantina, Sevilla, 1982), un cine sobre madres e hijas, un cine sobre los afectos y las fragilidades interiores de las que estamos hechos. En su impecable debut, Viaje al cuarto de una madre (2018), la cosa iba de Leonor, una hija que, harta de la falta de oportunidades en su pueblo, quería escapar a Londres para abrirse camino, y le costaba enfrentarlo a Estrella, su madre con la que convive. 

Estrella y Leonor, madre e hija, no están muy lejos de Teresa y Ani, la hija y madre de Los pequeños amores, su segundo largo, donde vuelve a hablarnos de forma tranquila y reposada de las grietas emocionales entre las dos mujeres. Podríamos ver esta segunda película como la continuación de la primera, o como el contraplano, unos años después, porque hay muchos elementos que se repiten en las dos películas. Volvemos a situarnos en un pueblo, ahora hay más exteriores, y si en aquella el invierno era la estación escogida, ahora, es el verano, la estación predilecta para parar, para hablar y sobre todo, no hacer nada, aunque a veces se convierte en un tiempo de reflexión en que nos resignifica y nos obliga a mirarnos al espejo y mirar el reflejo. A Teresa, profesora en Madrid y con novio lejos, volver al pueblo y a la casa de su madre (en esta, como en la anterior, la ausencia del padre vuelve a estar presente), es también abrir su personal “Caja de Pandora”, entre ellas dos. Teresa vuelve porque su madre se ha caído y necesita ayuda. Una situación que le incomoda y no le gusta, pero las cosas son así, y la película con trama tranquila y sin estridencias ni aspavientos emocionales ni argumentales, va tejiendo con intensidad pausada y transparencia, con desnudez y sensibilidad. 

La sombra de Akerman vuelve a estar en cada elemento de la película, con ese cine doméstico que parece tan cercano y en realidad, es tan lejano, porque siempre huimos de nosotros y de los demás a la hora de enfrentar nuestras emociones y aquello que no nos gusta de nosotros. Ani es una madre difícil, crítica y reprocha demasiadas cosas a su hija, quizás la soledad (sólo camuflada por la compañía de un perro), y cierta amargura la han convertido en alguien así. No obstante, Teresa intenta capear los temporales como puede, no es una mujer feliz, se siente frustrada por un trabajo que no ama, y un amor que no acaba de encontrar y además, está en esos 40 y algo en que la vida se vuelve demasiado reflexiva y se empeña o nos empeñamos a pasar cuentas con nuestra vida hasta entonces, y con todo lo que vendrá, que ya no parece tan lejano como a los veintitantos. Rico Clavellino huy de la trama convencional y a este dúo alejado, le introduce un vértice, un joven pintor llamado Jonás que sueña con ser actor, alguien que devolverá a Teresa a tiempos pasados o quizás, a aquellos años donde todo parecía posible, en los que las cosas no eran tan complicadas o tal vez, no las veíamos de esa forma. La cineasta sevillana se vuelve a rodear de mucha parte del equipo que le ayudó a que Viaje al cuarto de una madre se convirtiese en una película, porque encontramos a la terna de productores Sandra Tapia, Ibon Gormenzana e Ignasi Estapé, la cinematografía de Santiago Racaj, que acogedora, sutil y especial es su luz, que no está muy lejos de aquella que hizo para La virgen de agosto (2019), de Jonás Trueba, y el montaje de Fernando Franco, que acoge con serenidad, tacto y brillantez sus sensibles y naturales 93 minutos de metraje, donde va ocurriendo la cotidianidad rodeada de miradas y gestos y en realidad, lo que ocurre es la vida aunque desearíamos esquivarla inútilmente. 

Las dos mujeres parecen dos islas que se irán acercando, cada una a su manera, entre reproches de la madre, soledades de la hija, entre las ficciones de la literatura, que divertidos resultan los diálogos en relación a los libros, las canciones que nos remiten tiempos y personas, entre (des) encuentros del pasado de la hija, esos cines de verano en la plaza, el insoportable calor de las noches veraniegas, los baños en el estanque y demás días, tardes y noches de verano en soledad y compañía. Como sucedía en su ópera prima, Rico Clavellino vuelve a contar con un par de magníficas actrices, la Lola Dueñas y Ana Castillo dejan paso a Adriana Ozores como Ani y María Vázquez como Teresa. Una madre muy suya en la piel de una actriz que con poco dice mucho, en otro buen personaje como el que tenía en Invisibles, metiéndose en la piel de una mujer tan acostumbrada a la soledad y las indecisiones de su hija que constantemente le recuerda, pero también, una mujer que se deja cuidar a regañadientes, que tiene su corazoncito porque recuerda tiempos lejanos donde costaba poco ser feliz. Una hija con la mirada triste y perdida de María Vázquez, que vuelve a emocionarnos con otro peazo de personaje como el que hizo en la asombrosa Matria, siendo esa mujer limbo porque está en Madrid y en el pueblo, porque tiene un amor y a la vez, no lo tiene, y que cuida de una madre que no se deja cuidar, y de paso se cuida poco ella. Con esa idea de huir sin saber dónde. Y Aimar Vega, el testigo pintor, que aporta frescura, que no está muy lejos del personaje de Leonor, que habíamos visto en películas como Amor eterno, de Marçal Forés, y en Modelo 77, de Alberto Rodríguez, entre otras. 

No dejen pasar una película como Los pequeños amores (gran título como el de Viaje al cuarto de una madre), porque sin explicar demasiado, aunque esta es una película que no se puede explicar, porque todos sus espacios y elementos invisibles tienen mucha presencia y se van construyendo un diálogo muy honesto entre ficción y realidad, al igual que entre lo que estamos viendo los espectadores y lo que vamos sintiendo. Una cinta que deja una ventana entreabierta a descubrir esos “pequeños amores” que hemos olvidado o practicamos nada, porque la vida y esas cosas que nos pasan, casi siempre tienen un sentimiento de tristeza y frustración, y debemos detenernos y mirar y mirarnos y sentir que esos amores a los que no dedicamos ninguna atención son tan importantes como los otros que, en muchos casos, van y vienen y no acaban de quedarse, por eso, es tan fundamental, prestarnos más la atención y sumergirnos en nosotros y lo que sentimos, y no olvidarnos de los amores cotidianos, tan cercanos y tan íntimos como los que sentimos hacía una madre, porque esos no durarán siempre y un día, quizás, nos despertemos y no podremos tenerlos. La película de Celia Rico Clavellino nos invita a vernos en esos espejos que descuidamos, en esos amores que nos hacen estar tan bien con muy poco. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Malena Solarz

Entrevista a Malena Solarz, directora de la película «Álbum para la juventud», en la Plaza Tetuán en Barcelona, el sábado 27 de enero de 2024.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Malena Solarz, por su tiempo, sabiduría, generosidad y a mi querido amigo Óscar Fernández Orengo, por retratarnos de forma tan especial. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Falcon Lake, de Charlotte Le Bon

EL VERANO DE BASTIEN Y CHLOÉ.

 “No sabemos lo que ocurre en el fondo, pero tenemos la sensación de haberlo vivido ya”.

Charlotte Le Bon 

La película nos da la bienvenida con un encuadre de una grandiosa fuerza y muy inquietante. Vemos un lago a media tarde, parece o imaginamos que algo está sucediendo en su profundidad, pero quizás sólo ocurre en lo que sentimos. Un plano que abre el elemento del terror que planea sobre toda la historia, aunque la trama se sitúa en un verano, en los lagos de Quebec, en Canadá, en los bellos y fascinantes paisajes y regiones de los Laurentides, al noroeste de Montreal, una zona que conoce la actriz y ahora debutante Charlotte Le Bon (Montreal, Canadá, 1986), porque fue el escenario de muchos de sus momentos de su infancia. La infancia, y más concretamente, la preadolescencia es donde se sitúa su película, a partir de la mirada y la complejidad de un personaje como Bastien, de 13 años casi 14, y la relación que entabla con Chloé, de 16 años, que está en plena edad del pavo, con sus primeros amores, flirteos, rebeldía, independencia y demás actitudes tan propias de ese tiempo de búsqueda y descubrimiento. 

Le Bon adapta la novela gráfica Una hermana, de Bastien Vivès, en un guion en colaboración con François Choquet, con una elaborada e inquietante imagen filmada en 16mm que firma el cinematógrafo Kristof Brandl, en un preciso y magnífico trabajo donde la luz escenifica ese cruce entre drama cotidiano adolescente y terror, sin decantarse por ninguno, sólo mezclándolo todo con un resultado brillante y conmovedor, como sucedía ya en su cortometraje Judith Hotel (2018), que abordaba el problema del insomnio a través de la mezcla de drama y fantástico. Los 100 minutos de metraje también ayudan a dotar de ritmo y sensibilidad a la historia que nos cuentan con un gran montaje de Julie Léna, así como el cuidado empleo del sonido fundamental para una película de estas características que firman el trío Stéphen de Oliveira, Séverin Favriau y Stéphane Thiébaut, y la especial música de Shida Shahabi, que ayudan a crear esa atmósfera inquietante salpicada de verano, de paseos, de baños en el lago, de fiestas junto a la hoguera y bailes del momento. 

No es una película que se enrede en su difícil pero bien construida propuesta, ante todo nos cuenta la experiencia a través de la mirada de Bastien, de ese mundo oculto que desea conocer, experimentar el amor y el sexo, sentirse que ya no es un niño y es casi un adulto, aunque transite por esos dos mundos tan cercanos y a la vez tan ajenos, puente que le acerca a Chloé que acaba de dejar esa edad y todavía no se siente cómoda con chicos más mayores, porque todavía tiene esos deseos e ideas más juveniles que le siguen atrayendo. Estamos ante una trama de adolescentes, con sus cosas, sus idas y venidas, los padres están ahí, pero están a lo suyo, y mientras van pasando las vacaciones, donde los franceses veraneantes siguen perdiendo y disfrutando del tiempo de veraneantes. La directora canadiense mira las experiencias y reacciones de sus dos protagonistas con detalle y mimo, no tiene prisa, pero tampoco demasiada pausa, las situaciones se van generando y también, las diferentes reacciones y gestiones, donde la cámara los sigue pero nunca los juzga, sólo se muestra como un testigo de esas experiencias y vivencias que seguramente, les cambiarán muchas cosas en ese maravilloso y desolador proceso de hacerse adulto. 

La película enamora en su trabajo de cercanía y sensibilidad a la compleja adolescencia, en el que estamos con ellos, viviendo su verano, su encuentro y desencuentro, su torpeza y su deseo, esa ilusión de ser quién todavía no eres, esa impaciencia por hacer cosas, por experimentar el amor, y tener las primeras experiencias sexuales y demás. Resulta importante haber escogido a la pareja protagonista, porque además de tener la edad de los personajes que interpretan, que esto no siempre funciona así, porque acaban componiendo unos personajes cercanísimos, transparentes y naturales, que ayuda a acompañarlos y a entender muchas de sus actitudes, miradas, gestos y silencios. Tenemos a Joseph Engel, que hemos visto en Un hombre fiel (2018), y Un pequeño plan… como salvar el planeta (2021), ambas dirigidas por Louis Garrel, que hace un estupendo Bastien, un chico que tendrá el primer verano de verdad de su todavía pequeña vida, donde descubrirá el amor, el sexo, a Chloé, y la otra parte del espejo, el que duele, también. Junto a él, tenemos a Sara Montpetit, que era la antiheroína de Maria Chapdelaine (2021), de Sébastien Pilote, componiendo una Chloé que nos atrapa desde el primer instante, porque nos fascina al igual que ocurre con Bastien, porque la vemos independiente, diferente, misteriosa y juguetona, con una mirada que es una parte fundamental de la película. Y la presencia de la actriz y directora Monia Chokai, que ha trabajado con directores tan importantes como Denys Arcand, Xavier Dolan y Claire Simon, entre otros. 

Falcon Lake tiene el misterio, la inquietud y la intimidad que proponen muchas películas anti Hollywood, que proponen otras historias, más personales, más de verdad, como A Ghost Story 2017), de David Lowery, y Lo que esconde Silver Lake (2018), de David Robert Mitchell, con otras como las historias de iniciación francesas como Mes petites amoureuses (1974), de Jean Eustache, y À nos amours (1983), de Maurice Pialat, que explican con intensidad, profundidad e inteligencia esa edad de la adolescencia tan convulsa, tan extraña, tan terrorífica, pero tan diferente y atrayente. Nos alegramos que la actriz que nos agradó en películas de Michel Gondry, Lasse Hallström, Zemeckis y en Proyecto Lázaro (2016), de Mateo Gil, entre otras, ha tomado los mandos de la dirección con gran acierto adentrándose en un relato que fascina y aterra a partes iguales, que presenta una cotidianidad que nos recuerda a nuestras adolescencias, a todas esas experiencias que nos han llevado a ser quiénes somos y esas otras que imaginamos, que quisimos vivir y no vivimos, porque están las cosas que podemos ver y las otras cosas que se ocultan bajo las aguas profundas de un lago. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Las chicas están bien, de Itsaso Arana

5 CHICAS, 7 DÍAS Y UNA CASA. 

“La única alegría en el mundo es comenzar. Vivir es hermoso porque vivir es comenzar, siempre, a cada instante”.

Cesare Pavese

Siempre empezar es difícil. Empezar es abrirse a los demás, desnudarse, darse a conocer, exponerse. Empezar una película requiere mucha reflexión. Ese primer encuadre, la distancia precisa, los intérpretes y elementos que lo conformarán. El primer plano que vemos de Las chicas están bien, de Itsaso Arana (Tafalla, Navarra, 1985), es sumamente revelador. vemos a las cinco protagonistas esperando tras una cancela. Una cancela que no pueden abrir. Al rato, aparece una niña, una niña que les da la llave que abre la cancela. Un plano sencillo, sí (que nos recuerda  a aquella otra cancela que se abría para los protagonistas de Pauline en la playa (1983), de Rohmer), pero un plano esperanzador y libre, y digo esto porque esa cancela no está dando la oportunidad a otro mundo, abriéndose al universo de la infancia, de los sueños, de la libertad, de la vida, con ellas, y los muertos, que ellas recuerdan. Como sucede en los cuentos de hadas, la vida se detiene en ese mismo instante cuando cruzan esa puerta, que quizás es mágica, o quizás no, lo que sí que es, y muchas más cosas, la entrada a ser tú, a expresarse, a dejar los miedos tras la puerta, a mirar y mirarse, a ver y qué te vean, a ser una, u otra, y todas las vidas que están y las que estuvieron, a dejarse llevar, y sobre todo, compartir junta a unas amigas-cómplices, una casa, el verano, el teatro, el pueblo, su río y todo lo que el destino nos depare. 

Arana lleva desde el año 2004 peleándose con el mundo de la representación y abriendo nuevas miradas, caminos y destinos en la compañía teatral La Tristura, que comparte junto a Violeta Gil y Celso Giménez, de la que nació la película Los primeros días (2013), de Juan Rayos, sobre el proceso creativo de Materia prima, una de sus obras. También ha dirigido la película John y Gea (2012), un cine hablado y comentado de 52 minutos con la inspiración de Cassavetes y Rowlands, nos enamoró en la maravillosa Las altas presiones (2014), de Ángel Santos, ha sido coguionista de La virgen de agosto (2019), que también protagonizó, así como en La reconquista (2016), y Tenéis que venir a verla (2022), todas ellas de Jonás Trueba. Una mujer de teatro, de cine, un animal de la representación, de la verdad y mentira que reside en el mundo de la creación y demás. Su ópera prima Las chicas están bien se nutre de todos sus universos, miradas y concepciones de la creación y mucho más, porque la película está llena de muchos caminos, cruces, (des) encuentros, destinos e infinidad de situaciones. 

Una película que a su vez no es una película, es y volviendo a ese primer plano que la abre, una entrada a ese híbrido, por decirlo de alguna manera, a ese universo donde todo es posible, un cine caleidoscópico, un cine que profundiza en la ficción, el documento, la realidad, la no verdad, el teatro, en la propia materia cinematográfica, en inventar, en ensayar la ficción y la vida, en exponer y exponerse, tanto en la vida como en la ficción, y viceversa. Una película totalmente libre y ligera, pero llena de reflexiones de las que no agotan, las que están pegadas a la vida, a su cotidianidad, a lo que más nos emociona, a lo que nos alegra o entristece, y a lo que no sabemos definir. Un cuento de verano, que encaja a la perfección con el espíritu de “Los ilusos”,  con sus productores Jonás Trueba y Javier Lafuente, la cinematografía llena de luz, veraniega y nocturna de Sara Gallego, de la que hemos visto hace nada Contando ovejas y Matar cangrejos, y la «ilusa», Marta Velasco, en labores de montaje, siempre medido, lleno de detalles, rítmico, con sus 85 minutos de metraje que tienen dulzura, pausa y moviminto. Un cine descarnado, que se define por sí mismo, no sujeto a ningún dogmatismo ni corriente, sólo acompañando a la vida, al cine que se hace con pocos medios, pero lleno de inteligencia y frescura, transparente, muy reflexivo, que capta con inteligencia las dudas, los miedos e inseguridades del proceso creativo que tiene la vida y la muerte en el centro de la cuestión. 

Su aparente sencillez y ligereza ayuda a reflexionar de verdad sin que tengas la sensación de estar haciéndolo, sólo dejándote llevar por las imágenes libres y vivas de la película, que consigue atraparnos de forma natural y haciéndonos participes en ese mundo íntimo en el que transitan estas cinco mujeres, con sus amores no correspondidos, sus amores que surgen, sus recuerdos de los que no están, la vida que está llegando, y los mal de cap de la escritura, de las dudas y reflexiones y miedos para construir una ficción que tiene mucho de verdad o realidad, como ustedes quieran llamarla. Un cine que se parece a muchas películas en su artefacto desprejuiciado y atento a los sinsabores y alegrías vitales como el que hacen Los Pampero, Matías Piñeiro, la últimas de Miguel Gomes, Joâo Pedro Rodrigues y Rita Azevedo Gomes, y algunos más, donde el cine, en su estado más primitivo, más ingenuo, como si hubiera vuelto a sus orígenes, a ese espacio de experimentación, de sueños, de libertad, de hacer lo que me la gana, de un mundo por descubrir, una aventura de la que sabes cómo entras pero no como saldrás. Una travesía llena de peligros, de incertidumbre, de esperanza, de alegrías, de tristezas. 

Una película como esta necesita la complicidad del grupo de actrices amigas y compañeras que aparecen en la pantalla, siendo ellas mismas, interpretándose a sí mismas, y a otras, o a otras más, donde todas son ellas mismas y todas juntas al unísono. Con dos “tristuras” como Itziar Manero (que hemos visto hace poco en Las tierras del cielo, de Pablo García Canga, en la que está como productor el citado Ángel Santos), y Helena Ezquerro, dos actrices que estuvieron en Future Lovers. Una, la rubia, a vueltas con el recuerdo de su madre, con ese momentazo a “solas con ella”, y la otra, más extrovertida, que se vivirá su enamoramiento, junto a las tres “ilusas”, Barbará Lennie, que protagonizó Todas las canciones hablan de mí, la primera de Jonás Trueba, que sin ser ilusa, ya recogía parte de su espíritu, con su relato de esa vida que está a punto de llegar, Irene Escolar, que estuvo en la mencionada Tenéis que venir a verla, la princesa del cuento, la vitalidad y la sensualidad en estado puro, que tiene uno de los grandes momentos que tiene la película con ese audio-declaración, que recuerda a aquel otro momentazo de Paz Vega en Lucía y el sexo (2001), de Medem.

Finalmente, tenemos a Itsaso Arana, guionista y directora de la película-cuento-ensayo o lo que quieran que sea, o como la miren y sientan, que ahí está la clave de todo su entramado, en funciones de escritora y directora de la obra de teatro que están ensayando, esas mujeres junto a una cama que esperan al lado de una moribunda o muerta, una cama que será el leitmotiv de la película, que cargan a cuestas y que escenifica esas charlas y reflexiones, como si fuese la cama el fuego de antes. Una mujer a vueltas con el azar, la inquietud y la creación como acto de rebeldía, libertad y prisión. No se pierdan una película como Las chicas están bien porque es una delicia, bien acompañada por la música de Bach y otros temas, y no lo digo por decir, ya verán cómo sienten lo mismo que yo, y no lo digo como una amenaza, ni mucho menos, sino como una invitación a disfrutarla, porque es pura energía y puro deseo, amor, y vital, tanto para las cosas buenas y las menos buenas, y magnífica, porque no parece una película y sin embargo, lo es, una película que habla de la vida, de la muerte, de quiénes somos, de cómo sentimos, cómo amamos y cómo nos reímos, como pensamos, como lloramos, como estamos en este mundo que nos ha tocado, y sobre todo, cómo nos relacionamos con los demás y sobre todo, con nosotros mismos. Gracias, Itsaso, por hacerla y compartirla. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA