Entrevista a Lila Ingolfsdottir, directora de la película «Adorable», en el marco del BCN Film Festival, en el Hotel Casa Fuster en Barcelona, el miércoles 30 de abril de 2025.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Lila Ingolfsdottir, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y a Miguel de Ribot de Comunicación de A Contracorriente Films, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Oriol Pla, actor de la película «Esmorza amb mi», de Iván Morales, en la Biblioteca de la Filmoteca de Cataluña en Barcelona, el lunes 2 de junio de 2025.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Oriol Pla, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y a Katia Casariego de Revolutionary Comunicación, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Álvaro Cervantes, actor de la película «Esmorza amb mi», de Iván Morales, en la Biblioteca de la Filmoteca de Cataluña en Barcelona, el lunes 2 de junio de 2025.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Álvaro Cervantes, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y a Katia Casariego de Revolutionary Comunicación, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Iván Massagué, actor de la película «Esmorza amb mi», de Iván Morales, en la Biblioteca de la Filmoteca de Cataluña en Barcelona, el lunes 2 de junio de 2025.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Iván Massagué, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y a Katia Casariego de Revolutionary Comunicación, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“La sordera es más que un diagnóstico médico; es un fenómeno cultural en que se unen inseparablemente, pautas y problemas sociales, emotivos y lingüísticos”.
Hilde Schlesinger y Kathryn Meadow
Primero fue un cortometraje de 18 minutos de título Sorda, codirigido por Eva Libertad (Molina de Segura, Murcia, 1978) y Nuria Muñoz, con la que codirigió tres trabajos en total, y protagonizado por Miriam Garlo, hermana de Eva, y filmado en 2021, que pasó por más de 110 festivales y cosechó más de 60 premios, donde se exponían las dificultades de una joven sorda que quería ser madre en un mundo hecho para oyentes. Cuatro años después, nos llega el largometraje que conserva el mismo título y profundiza en todos los desafíos y muros a los que debe enfrentarse Ángela, una sorda que es madre junto a su pareja oyente Héctor. Alejándose totalmente del victimismo y la condescendencia, Libertad que dirige en solitario, traza un sensible e íntimo relato en el que no quiere abanderar ninguna causa, sino, de un modo relajado y tranquilo exponer las diferencias y los conflictos que surgen en cualquier pareja que acaban de ser padres, y además, con el añadido que la madre es sorda y debe lidiar con una sociedad por y para los oyentes.
En el primer tramo de la película vemos una vida compartida y acompañada entre Ángela y Héctor, en la que reina la armonía, la comprensión y la mirada cómplice y el amor entre los dos. Se producen las visitas de los padres de ella, tan temerosos por su hija, y aún más, cuando descubren que será madre. La complicidad de Ángela con los demás sordos/as donde todo es comunicación, comprensión y alegría y luego, están los amigos de él, donde Ángela puede ser una más con sus pequeñas dificultades. La segunda parte, cuando son padres, la historia vira a los conflictos que van surgiendo donde ella se siente desplazada y busca refugio en los demás sordos. La película explica con detalle y sobriedad todos los pequeños conflictos que se van produciendo, y lo hace con total claridad y transparencia, donde observamos los muros cotidianos, esos que se van creando casi sin darnos cuenta, donde lo que vemos “normal” es completamente dificultoso para alguien que es sordo. Pero, la directora murciana se destapa en su ópera prima con una valentía e inteligencia que hace que su película encuentre en las diferencias su mejor virtud, porque las acoge y no da soluciones, sino que las describe minuciosamente y expone los hechos que luego deberán ser lidiados por los personajes, tan cercanos como de verdad.
La luz cálida y mediterránea que desprende toda la película, a pesar de los nubarrones emocionales que van cayendo sobre la relación de los principales protagonistas, ayuda a tener ese tiempo de reflexión que propone la película, en un gran trabajo de la cinematógrafa Gina Ferrer, de la que conocemos sus trabajos con Juan Miguel del Castillo, Estibaliz Urresola, Pau Calpe y la reciente Bodegón con fantasmas, de Enrique Buleo, entre otras. La interesante y profunda música de una especialista en la materia como Aranzázu Calleja, que tiene en su haber a cineastas como Borja Cobeaga, Galder Gaztelu-Urrutia, Alauda Ruiz de Azúa y los Moriarti, dando esos toques leves de negrura en el interior de los personajes, sin poner el acento, con tremenda sutileza. El montaje de una grande como Marta Velasco, habitual de los Trueba, los Javis, Agustín Díaz Yanes y algunos más que, con sus 99 minutos de metraje el tempo va in crescendo, de forma reposada, sin aspavientos ni prisas, con sencillez y cercanía para entender todos los conflictos tanto internos como externos, manejando con sabiduría todos los instantes sin caer en ningún momento en el victimismo o cosas por el estilo.
La maravillosa pareja protagonista es capital en Sorda, porque tenemos a Miriam Garlo y Álvaro Cervantes, que saben transmitir toda la ternura, compañía y amor de una pareja que han vencido las diferencias y viven con cariño e intimidad. La llegada de su hija los trasbalsa como sucedería con cualquier pareja en la que los dos fueran oyentes. Sus dificultades nacen con las relaciones sociales de un mundo oyente que tiene poca empatía con los sordos y ahí es donde la película coge un vuelo magnífico porque saca a relucir todas las diferencias, conflictos y muros tanto de la pareja como de su entorno, y la posición de la película es extraordinaria porque no se deja de las consignas, banderas y demás estupideces, y saca toda su humanidad para hablarnos de temas tan candentes y cuestiones que desafían el amor de la pareja y su propia paternidad y maternidad. Los dos intérpretes están sublimes, porque lo hacen todo muy fácil, a pesar de la complejidad que va adquiriendo la historia con las distancias que se van generando. Los estupendos Elena Irureta y Joaquín Notario son los padres de Ángela que, saben transmitir todos los miedos que tienen acerca de su hijo, y por ende, mucha de la visión de los oyentes hacía los sordos.
Lo que deja claro una película como Sorda es que todos deberíamos aprender el lenguaje de signos, y no por ayudar a los sordos, que sí, sino también para ayudarnos a nosotros, para no olvidarnos de los que viven de otra forma, y sobre todo, para empatizar con todos ellos. Una lengua que debería ser obligatoria para todos en la enseñanza pública, porque nos ayudaría a entender nuestra sociedad, todas sus diferencias, diversidades y problemas. Hemos de agradecer a Eva Libertad que haya hecho una película como ésta, una película que aborda los conflictos desde una complejidad diferente y nada complaciente, sino todo lo contrario, explorando los recovecos y los espacios que se originan en la relación que vemos en la cinta. Hay algunas películas que habían tratado las tremendas dificultades de los sordos como El milagro de Ana Sullivan (1962), de Arthur Penn o Hijos de un dios menor (1986), de Randa Haines, entre muchas otras, pero hasta ahora nadie había tratado esos primeros meses de una madre sorda y las complicaciones que surgen para una madre que hace lo imposible por aceptar y adaptarse y en cambio, la sociedad, tan ensimismada en mirarse a sí misma y nada afuera, y se muestra incapaz incapaz de mirar y empatizar con el otro, y en este caso, con las personas sordas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Tú crees que amas el amor, pero lo que amas en realidad es la idea del amor”.
Frase escuchada en el film “El hombre que amaba las mujeres” (1977), de François Truffaut
El hecho de vivir, indispensablemente, va en consonancia con todas las personas que han transitado por nuestras vidas, y sobre todo, aquellas personas que han significado alguna cosa en nuestras existencias, personas que dejaron alguna huella, algún efecto que nos ha hecho ser de una u otra forma. Amistades y sobre todo, amores, ya sean correspondidos o no, y todas esas experiencias que siguen almacenadas en nuestro alma. Recuerdos y memoria de nuestra propia vida. Amores que parecían irrompibles, para toda la vida, pero que quedaron en historias de amor o no recordadas y la mayoría olvidadas. En la película Fragmentos de una biografía amorosa, de Chloé Barreau (París, Francia, 1976), se vuelven a las historias de amor de la directora, pero no desde el “Yo”, sino desde el contraplano, es decir, desde el recuerdo de sus ex, de aquellos personas que transitaron por su vida sentimental. Un recorrido profundo y sincero, y de ficción, ya que las personas recuerdan el pasado, y lo inventan, porque así es la memoria, mucho de invento y algo de verdad.
Barreau es licenciada en Literatura Moderna por la Soborna, también ha hecho cortometrajes, especiales para televisión, docuseries para especializarse como productora creativa en la pequeña pantalla, amén de debutar con la película La Faute à Mon Père, the scandal of Father Barreua (2012), sobre la historia de amor prohibido de sus padres: un sacerdote católico y una enfermera que fue un escándalo en la Francia puritana de los sesenta. Con su segundo trabajo, primero documental, repasa sus amores a partir de los testimonios de sus ex parejas, a través de sus voces e imágenes de vídeo, y el contenido de las cartas de amor y desamor, ya que la directora filma compulsivamente desde los 16 años, grabando su vida, sus amistades, sus experiencias y sus amores. Siguiendo una estructura lineal, con algún que otro salto, tanto atrás como adelante, rompiendo ese esquema lineal. Escuchamos a los otros/as y nos dan una visión abierta, profunda e interesante de los amores de la directora, recogiendo buena parte de la década de los noventa entre París y Roma, volviendo al tiempo de la juventud, al tiempo del amor, al tiempo donde todo era posible, donde la vida y el amor y la juventud todavía vivía sin móviles y demás pantallas que nos han encerrado aún más.
Todas las historias de amor tienen dos formas de mirarlas, pensarlas y sentirlas, y rara vez podemos conocer al otro/a y sobre todo, la visión que tuvieron o tienen, porque la película se adentra en el pasado desde el presente, o lo que es lo mismo, desde la memoria, desde el ejercicio de recordar, de todo aquello que recordamos o lo que creemos recordar que, acompañadas de las escogidas imágenes domésticas van dando una honesta exploración de todo lo que ocurrió, donde la película no juzga ni condiciona la visión de los espectadores, todo lo contrario, se sumerge con total libertad en todo lo que generan los testimonios y las citadas imágenes, creando esa idea de memoria fabulada, en que el cine ayuda a encontrar esos limbos necesarios y parecidos a lo que intuimos como aquella realidad, en un brutal ejercicio de memoria, documento, ficción donde el amor adquiere las mismas características, en ese intento de acercarse a lo que sentimos, a las huellas que nos dejaron aquellas historias, y sobre todo, lo que ha quedado de aquellas experiencias, si es que quedó algo, y cómo lo recordamos, como lo hablamos y cómo nos vemos entonces a través de nuestros recuerdos y las imágenes.
En realidad, la película Fragmentos de una biografía amorosa también nos habla de la imposibilidad de extraer algo contundente del pasado y lo que éramos, porque siempre nos vemos como extraños de nuestra propia vida, y por ende de nuestra memoria, y por mucho que pensemos en ello y analizamos nuestros recuerdos y las imágenes, como ocurre en el caso de la obra, siempre estamos bordeando nuestra propia historia en un vano intento de racionalizar lo que fuimos y lo que somos. Quizás todo es una ficción y a la postre, nosotros somos unos pobres diablos que intentamos acercarnos a la memoria con las armas equivocadas, y más bien deberíamos ver nuestra vida como una película, inventándola constantemente, y siendo esclavos de nuestra propia memoria o lo que creemos que es eso de recordar. Celebramos la película de Chloé Barreau por querer contarnos el amor o lo que creemos que es el amor a partir de los otros y otras, a través de lo que dejamos en ellos y ellas, y sobre todo, cómo nos ven, nos recuerdan y si es igual o parecido a cómo los recordamos nosotros/as, en un sugerente ejercicio de idas y venidas, de pasado y presente y sin tiempo, porque al fin y al cabo, la vida avanza hacia adelante de forma oficial, y en el fondo, avanza como quiere a merced de nosotros mismos, que acabamos siendo espectadores de nuestra memoria y sentimientos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Por si alguna vez haces la tontería de olvidarlo: nunca estoy no pensando en ti”.
Virginia Woolf
Los casi diez primeros minutos de No hay amor perdido (en el original, “Le fille de son père”), de Erwan Le Duc (Les lIlas, Francia, 1977) (nos explican, de forma breve y concisa, los antecedentes del apasionado y efímero amor de Étienne y Valérie a los 20 años. Un amor del que nació Rosa. Un amor que acabó el día que Valérie desapareció sin dejar rastro. Otro amor empezó con Étienne y Rosa. Padre e hija han vivido juntos 17 años. El relato arranca en verano, cuando Rosa ha sido admitida en Metz para estudiar Bellas Artes y convertirse en la pintora que sueña. Así que estamos ante una película de tránsito, en la que padre e hija deben despedirse, o lo que es lo mismo, deben separarse por primera vez. Un padre que ha olvidado aquel amor de juventud dando todo el amor y la protección del mundo a su hija Rosa, a su trabajo y a su pasión como entrenador de fútbol, y a su amor Hélène. Y la hija, siempre bajo el amparo de su padre. Tanto uno como otra deberán empezar a vivir sus propias vidas, alejados de la persona que más quieren y sobre todo, emprender nuevos retos y una vida diferente.
Segunda película de Erwan Le Duc, después de la interesante Perdrix (2019), una historia de amor a primera vista con toques de humor protagonizada por Swann Arlaud y Maud Wyler. En No hay amor perdido, el amor vuelve a estar en el centro de la trama, pero en este caso, está el amor entre padre e hija, y ese otro amor, el que pasó y está olvidado. Dos seres vuelven a ser el leit motiv de la historia, si en aquella eran dos solitarios, en esta, la cosa va de un padre muy protector y en el fondo, un hombre que ha dejado el trauma de un lado y se ha centrado en su hija. ¿Qué pasará ahora que la hija se va del nido?. El director francés construye una película ligera y muy cotidiana, tan cercana como naturalista, donde en la ecuación de padre e hija se les añade las figuras de Hélène, la novia del padre, tan dulce, tan enamorada y tan transparente, y Youssef, el novio de la hija, con su amor romántico, con su poema épico y sus tardes anaranjadas. Tiene ese aroma del cine de Rohmer, donde la vida y el amor van pasando, casi sin sobresaltos, pero con cercanía y abordando los grandes misterios de los sentimientos y la naturaleza de nuestras relaciones y cómo nos van definiendo.
El director francés vuelve a contar con su equipo habitual que ya eran parte del equipo de su ópera prima, como el cinematógrafo Alexis Kavyrchine, que tiene en su haber a cineastas como Olivier Peyon, Cédric Klapisch y Alberto Dupontel, entre otros, que consigue una luz cálida y acogedora, en una película muy exterior, dond prima la luz natural, que ayuda a indagar en el interior de los diferentes personajes y ese tratamiento tan íntimo como invisible. La música de Julie Roué consigue darle ese toque de complejidad de los diferentes personajes, sobre todo, a medida que avanza la película, después de algo que ocurre que trasbalsa a la pareja protagonista, y finalmente, el montaje de Julie Dupré, de la que hemos visto 2 otoños, 3 inviernos (2013), de Sébastien Betbeder, y Las cartas de amor no existen (2021), de Jérôme Bonnell, entre otras, donde ejerce un buen ritmo y estupenda concisión en sus 91 minutos de metraje, en el que la cosa va in crescendo de forma sencilla, sin darnos cuenta, pero que un impacto lo cambiará todo, o mejor dicho, lo precipita todo, y romperá esa armonía aparente en la que estaban instalados los personajes en cuestión.
Una película que habla de diferentes tipos de amor, con sensibilidad y tacto, huyendo de la estridencia y de la desmesura, como si nos contase una cuento en susurros, debía tener un reparto tan cercano como natural, con intérpretes que nos sitúen en lo doméstico y lo más tangible. Tenemos a un extraordinario Nahuel Pérez Biscayart, que siempre da un toque humano y cercanísimo a todo lo que compone, metiéndose en la piel de un personaje nada fácil, que siempre se ha guiado por las necesidades de su hija, y dejando que el amor de juventud se vaya evaporando, si eso es posible cuando es tan intenso y sobre todo, tan rompedor. A su lado, la magnífica Céleste Brunnquell, que nos encantó en las estupendas Un verano con Fifí y la reciente Esperando la noche, en el rol de Rosa, la hija querida, la hija que debe seguir su propio camino, la hija que nunca conoce a su madre. Maud Wyler que repite con Le Duce hace de la mencionada Hélène, mostrando dulzura, encanto y belleza, tanto física como emocional. Una actriz que nos fascinó en las películas de Pablo García Canga tanto en La nuit d’avant (2019) y Tu tembleras pour moi (2023), y la presencia del debutante Mohammed Louridi como Youssef, tan amoroso como joven.
Los espectadores que se dejen llevar por las imágenes y las circunstancias de una película como No hay amor perdido van a experimentar muchas emociones y sentimientos contradictorios, quizás se acuerden de aquel amor lejano que creían haber olvidado, o simplemente, dejaron que los años pasasen por encima de lo que sentían, y el tiempo lo ha dejado de lado, y un día, de casualidad, vuelven a verlo y tal vez, todo aquello que pensaban olvidado o más bien superado, no lo es tanto, y sus sentimientos despiertan y les plantean cuestiones, o quizás no, pero si fue un amor de aquellos que no se olvidan, un amor intenso y sobre todo, que se acabó abruptamente, sin que ninguno de los dos participantes pudiera experimentar de verdad ni lo que sintió ni lo que vino después. ¿Qué sucedería si nos reencontramos con ese amor que creíamos olvidado? No lo sabemos, pero les digo una cosa, estén alerta porque de seguro les va a tambalear, o quizás no, quién sabe, o puede ser que sí, que no saben qué hacer y mucho menos decir. La vida tiene estas cosas, que por mucho que sientas que se haya acabado, hay amores que siguen con uno, sin saber el motivo, que van y vienen como los recuerdos que no puedes borrar, aunque no queramos admitirlo a los demás, y menos a nosotros. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“¿Qué es lo que me ha ocurrido en mi vida que me ha convertido en un inválido en el plano de los sentimientos?.
Frase recogida en “Cuaderno de trabajo”, de Ingmar Bergman
La película se abre con una imagen reveladora donde vemos a Marga, la madre echada en un sofá durmiendo la mona y en la cocina se ha producido un fuego que vemos borroso en segundo plano. En ese instante, irrumpe en la casa Blanca, la hija, que intenta infructuosamente despertar a su madre y se dirige con premura a la habitación de al lado a intentar apagar el fuego. Dos figuras, la madre y la hija, son las que se asienta la primera película de Aitor Echeverría (Barcelona, 1977), al que conocíamos por su faceta como cinematógrafo junto a interesantes cineastas como Nely Reguera, Jo Sol y Cesc Cabot y Pep Garrido. Su ópera prima nace en el cortometraje Morir cada día (2010), en el que vimos los primeros pasos de una familia que debe enfrentar un problema al que todos sus miembros deciden no afrontar por su incapacidad emocional. En Desmontando un elefante, que nos remite a eso mismo, se centra en la familia y en esas dos figuras de madre e hija, de cómo actúan cuando el problema es tan grande que ya no hay manera de esconderlo por más tiempo.
El cineasta barcelonés firma un guion junto al citado Pep Garrido, en el que nos plantea una película de muy pocos escenarios, en que la magnífica casa familiar con jardín emerge como el epicentro de la trama. Un relato marcadamente frío, elegante y nada empático, porque el director nos propone una mirada muy íntima y para nada sensiblera, sino todo lo contrario, a través de una historia donde vemos como actúa cada miembro de esta familia, tan diferentes y tan esquivos para relacionarse con el problema del alcohol que padece la madre. Habíamos visto muchas películas sobre el tema del alcoholismo, pero pocas, muy pocas, ahora yo no recuerdo ninguna, que nos habla que ocurre después de la desintoxicación, de esos días y meses después de salir del problema, de ese período de adaptación a la vida, al trabajo y a tu entorno. No se busca la empatía con el espectador y sí la reflexión, donde la emoción se resignifique y sea una espiral que nos lleve a hacernos preguntas sobre nuestra inútil forma de relacionarnos ante los problemas de los que nos rodean. De nuestra incapacidad emocional, como citaba Bergman, de todo lo que no somos emocionalmente hablando, de la terrible incomunicación entre los más cercanos, y la estúpida capacidad para centrarnos en temas menos incómodos, menos duros y sobre todo, menos dolorosos.
Echeverría opta por el cinematógrafo Pau castejón Úbeda, que ya trabajó en el mencionado cortometraje, amén de los hermanos Pastor, Elena Trapé y Alejo Levis, entre otros, en una luz fría y belle a la vez, que usa con inteligencia todos los espacios de la casa, muy cortados y segmentados, para generar todas las barreras físicas y sobre todo, emocionales que separan a los integrantes de esta familia. La ausencia de música original también ayuda a crear esa atmósfera de película polaca, es decir, de construir casi un thriller psicológico, lleno de miradas, silencios y gestos donde la intimidad cotidiana se torna oscura y terrorífica como hacían los Zuwalski, Skolimowski, Polanski y Kieslowski, entre otros. En los mismos términos juega un gran papel el fantástico trabajo del montaje de Sofi Escudé, habitual de Pilar Palomero, Liliana Torres, Mar Coll y Elena Trapé, porque logra ajustar una cinta que se va a los 82 de metraje sólido y sobrio, en el que se mantiene una especie de calma en apariencia que está apunto de estallar. El sonido sutil y nada invasor, pero muy efectivo, obra del tándem Marianne Roussy, que tiene a Costa-Gavras, Ferrara y Chema García Ibarra, entre sus directores, y Philippe Grivel, toda una institución con más de 200 títulos.
En el campo artístico, el director catalán ha escogido muy bien, porque Emma Suárez como Marga es una gran elección en otro de sus grandes interpretaciones, porque casi sin hablar lo dice todo con ese rostro y mirada tan rotos, dando vida a una madre que acaba de salir de la clínica de desintoxicación y debe aprender a vivir sin alcohol, retomando su vida, o lo que queda de ella, su familia, en la que todos deben ayudarse, y su trabajo, evitando todos los juicios de los otros. Frente a Suárez, encontramos a una siempre generosa y estupenda Natalia de Molina es Blanca, la hija que no sabe cómo ayudar a su madre, a la que sobre protege, descuidando su vida y su trabajo con el baile, donde la danza se erige como contraplano para exorcizar todos los elementos interiores que bullen sin encontrar una salida catalizadora. Les acompañan unos formidables Darío Grandinetti como padre, más metido en su trabajo y en el arreglo de la cocina, para de esa manera hacer que como que nada ha cambiado, cuando en realidad, todo ha cambiado. Y por último, la presencia de Alba Guilera, que nos encantó en Un año, una noche (2022), de Isaki Lacuesta, aquí es la hermana mayor que vive en París y acaba de ser madre y opta por una actitud diferente.
Me ha hecho reflexionar mucho Desmontando un elefante, de Aitor Echeverría, porque dentro de su modestia y de su primera vez, nos habla desde el corazón y el alma, sin caer en una historia demasiado explicativa y sensiblera, sino en todo lo contrario, en un relato que mira de cerca y de verdad a sus personajes, y nos obliga a los espectadores a mirar en ese reflejo que nos devuelve la película, en cómo nos relacionamos con los que tenemos más cerca, en cómo afrontamos los problemas de los otros, y cómo evitamos los conflictos aunque nos pisoteen la vida, en cómo no miramos al elefante, que hace referencia el título, aunque nos esté aplastando nuestra vida. Una película que en cierta manera, tiene el aroma de la magnífica Tots volem el millor per a ella (2013), de Mar Coll, porque la Geni, que ha sufrido un accidente y debe volver a su vida, se parece a la Marga que interpreta Emma Suárez, porque las dos sufren la incapacidad de la familia, porque no saben cómo ayudarla y encima, actúan como si nada hubiese ocurrido, un desmadre que tiene consecuencias fatales. Celebramos la primera vez de Echeverría y su coraje para hablar de temas que nos duelen demasiado, y sobre todo, hacerlo desde la mirada y la emoción que lo hace. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“El trauma afecta a las relaciones, ya que cambia la forma en que percibimos el amor, la confianza y la seguridad”.
Judith Herman
Hemos visto muchas películas que abordan con inteligencia y profundidad los efectos de los traumas. En Antes era divertido (“I Used to Be Funny”, en el original), también habla de trauma, el de una joven, Sam Cowell, que intenta hacerse un hueco en el difícil mundo de los comediantes stand-up y a la vez, trabaja como niñera de Brooke Renner, una niña de 12 años con problemas de conducta que tiene a su madre enferma y vive con su padre policía. Lo importante de la película es cómo aborda el trauma, alejándose completamente del género negro en el que tantas historias se posicionan. Aquí no hay nada de eso, porque el relato se centra en Sam, en su presente triste, estático y doloroso, y en el pasado, donde asistimos a la reconstrucción de los hechos que llevaron al abuso sexual que le propició el mencionado trauma, todo contado con el tono y la intimidad de una mujer atrapada en su trauma que no ve una salida a su problema.
La directora Ally Pankiw (Toronto, Canadá, 1986), que ha dirigido la serie Feelgood (2020), y el capítulo Black Mirror: Joan es horrible (2023), hace su puesta de largo con una película que recoge la atmósfera del mejor cine indie estadounidense, el que han practicado películas como Las vírgenes suicidas (1999), de Sofia Coppola, Lady Bird (2017), de Greta Gerwig y Kajillionaire (2020), de Miranda July, entre otras. cine dirigido por mujeres para públicos que les gusten los retratos críticos, con la textura de una comedia dramática, en la que se abordan temas complejos como el amor, los traumas y la insatisfacción crónica de una población cada vez más ausente e invisible ante la velocidad de una sociedad vacía y mercantilizada. Antes era divertido aúna con acierto y sabiduría el drama con la comedia, no de un modo convencional, sino desde la complejidad de la historia que nos cuenta, mezclándolas e incluso, en muchos instantes, no sabiendo descifrar el tono que usa la directora, lo que la hace muchísimo más cercana y profunda que otras películas que vayan por otros derroteros. Uno de sus logros, tiene muchos más, es hablar de un tema durísimo sin caer en caminos trillados ni en estúpidas complacencias, aquí es todo lo contrario, y se agradece y mucho.
Si la historia funciona bien, la estupenda cinematografía de Nina Djacic, que también debuta en el largometraje, es realmente asombrosa, creando una atmósfera donde la agitada cámara nos cuenta el pasado, para pausarla para contar el presente, generando esa dualidad del relato, así como de las distintas fases del trauma que sufre la citada protagonista, acompañado de un interesante trabajo de esa luz cercana y de interiores, casi siempre mortecina, que ayuda sin exagerar a adentrarse en los diferentes monstruos de Sam. La música de Ames Bessada ayuda a crear ese tono de pausa y tristeza que tiene toda la película, con esos toques de blues. Así como el acertado montaje de Curt Lobb, habitual del director Matt Johnson, donde no enfatiza para nada la historia, y va cimentando un relato muy complejo y nada convencional en sus 106 minutos de metraje. La ciudad de Toronto es otro de los grandes personajes de la película, con esos lugares como la casa que comparte la protagonista, la casa de los Renner y demás, porque nos recuerda a la misma inquietante calma y neutra que tenía la Sacramento de la mencionada Lady Bird, encontrando esos lugares ausentes que tienen todas las grandes cities.
Otro de los grandes logros de la película, ya he mencionado que tiene muchos, es la magnífica interpretación de Rachel Sennott, que cada vez nos encanta más, haciendo una Sam Cowell maravillosa, mostrando toda la carga emocional y cercana que transmite un personaje divididos en dos. En el pasado es toda valentía y estupenda, y en el presente, es como un fantasma que arrastra sus penas, eso sí, con toda la dignidad y entereza que puede. Le acompañan Olga Petsa como la rebelde y escurridiza Brooke Renner, Sabrina Jalees y Caleb Hearon son sus compañeros de piso y en el stand-up, Ennis Esmer es su novio y finalmente, Jason Jones es Cameron, el papá de Brooke. Si les gustan las historias contadas desde la emoción, Antes era divertido, de Nina Djacic, les gustará mucho, además tiene el sello de la distribuidora Surtsey Films, que en sus años de trayectoria siempre les ha acompañado un amor al cine que aborda desde la complejidad temas nada sencillos. Además, es una película que les hará reflexionar intensamente sobre los temas del trauma y las infinitas formas de gestionarlo y sobre todo, es un gran toque de atención a cómo nos comportamos cuando lidiamos con estos temas, ya sean propios o de nuestro entorno. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Cuando demostraron que la tierra era redonda y no plana, cambió nuestra manera de ver el mundo. Nos permitió marcar un límite entre lo que sabemos y lo que no. Para eso son las matemáticas. Para buscar la verdad”.
La alumna Marguerite Hoffman estudia en la prestigiosa École Normale Supérieure (ENS), especializada en formar a los científicos más talentosos del país. Todo parece marchar bien en el intenso trabajo para encontrar una solución para la “Conjetura de Golbach”, uno de los problemas más antiguos en matemáticas. Una demostración para ver el trabajo de 3 años, resulta fallida y la joven alumna abrumada por el error, se va de la escuela y empieza otra vida. Con esta premisa aparentemente cercana se cimenta el guion de la propia directora y Mathieu Robin, que ya estuvo en el debut de la directora Les grandes personnes (2008), Marie-Stéphane Imbert y Agnès Feuvre, que coescribió La fractura, de Catherine Corsini, entre otras, donde la cuarta película de Anna Novion (París, Francia, 1979), después de la citada, Rendez.vous à Kiruna (2012), y la serie Le Bureau des Légendes (2015), donde se ha movido por la comedia, el drama y la intriga, no es una historia ajena a lo que había ya planteado, porque encontramos elementos muy próximos, además, se adentra en el mundo de las mujeres científicas, en este caso, en una joven ambiciosa en conseguir descifrar semejante problema.
Buena parte de la excelencia de la película se la debemos a la magistral interpretación de la actriz Ella Rumpf, que habíamos visto en Crudo, de Julia Ducournau, Tiger Girl y Mayday Club, entre otras, porque su composición de Marguerite es extraordinaria, ya desde su mirada y gesto, su vestuario con esas pantuflas con las que pasea su obsesión y rareza por el campus. Una mujer que debe demostrar que está ahí, que tiene una misión en la que trabajar, enfrentándose a un mundo masculino, y sobre todo, a ella misma. La película está contada a través de ella, a partir de su odisea, desde su interior, con su inteligencia, capacidad, constancias, miedos, inseguridades, inmadurez y todo lo demás, en su particular montaña rusa de emociones, huidas y complejidad. Un personaje muy humano, cercano y transparente, que ayuda a hablar de temas tan difíciles como las matemáticas superiores que, por otra parte, se cuentan desde lo didáctico, sin entrar demasiado en conceptos que podrían marear a los espectadores, no ocurre nada de eso, al contrario, saber mucho o poco de matemáticas no influye en absoluto en el devenir del relato que se centra en aspectos emocionales.
Novion se rodea de algunos de sus cómplices como el músico Pascal Bideau, que consigue una composición extraordinaria con esas melodías que nos sumergen en una historia planteada como un thriller psicológico, la montadora Anne Souriau, que tiene en su carrera grandes nombres como los de Claire Denis, Tsai Ming-liang y Jean-Pierre Améris, en una historia ardua porque se va casi a las dos horas de metraje, en el que hay pocos respiros, y mucha negrura, y sólo un par de personajes, amén del cinematógrafo Jacques Girault, del que hemos visto sus trabajos en Sauvage y Matronas, en un extraordinario empleo de los planos cerrados y oscuros en los que imprimen esa prisión obsesiva y demencial en el que se va metiendo la protagonista. La gran elección de Julien Frison como Lucas, que ha estado en las dos partes de la reciente Los tres mosqueteros, el otro alumno superdotado que rivaliza con Marguerite, que se convertirá en amigo/enemigo, la siempre maravillosa presencia de Jean-Pierre Darrousin, que ha estado en todos los trabajo de la directora, aquí como profesor con una relación complicada con Marguerite, la estupenda actriz Clotilde Courau, curtida en mil batallas, hace de madre de la protagonista, con la que también anda de medio lado, y finalmente, Sonia Bonny, compañera de piso de la prota, la antítesis de ella, porque es pura belleza y bailarina, pero una inútil para las matemáticas.
Una película sobre la ciencia, y en concreto, sobre las difíciles matemáticas, pero para nada es elitista ni mucho menos, es lo contrario, una sencilla y honesta historia que pone el foco en las mujeres que se dedican a la ciencia, planteamiento que se agradece y mucho, porque hasta la fecha, salvo contadas excepciones, la voz cantante de la ciencia ha sido masculina. Otro gran acierto es presentar las mates como un desafío de altura sólo para unos pocos privilegiados, como si estuviésemos en una película de intriga, presentando los males de la dedicación enfermiza que puede destrozarte y destrozar tu entorno. El teorema de Marguerite, de Anna Novion tiene la gran habilidad de hablar desde la tranquilidad y la transparencia del ámbito interno académico, de las relaciones que allí se producen, y sobre todo, lo hace desde la honestidad y la intimidad, a través de una mujer que se cae una y otra vez pero nunca desiste, siempre continúa avanzando, algunas veces más lentas que otras, pero en definitivo, siempre trabajando y trabajando para demostrar y demostrarse que pueda ser una más, y que los desafíos matemáticos no son sólo un reto, sino una forma de vida y de amar. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA