Matria, de Álvaro Gago

RAMONA EN EL ESPEJO. 

“Hacia dónde debería mirar es hacia dentro de mí”.

Haruki Murakami 

Conocíamos al personaje de Ramona a través de Matria (2017), un corto de 21 minutos que contaba el relato de una mujer en ebullición, trabajando de aquí para allá, con un marido poco marido y una vida a rastras, una vida luchada cada día, cada sudor y cada instante. Ramona era Francisca Iglesias Bouzón, la mujer que cuidó del abuelo del director Álvaro Gago (Vigo, 1986). El cortometraje viajó muchísimo y agradó tanto a crítica como público, aunque el director vigués sabía que la historia de Ramona todavía quedaba mucho por contar y así ha sido, porque ahora llega Matria convertido en su primer largometraje que profundiza aún más en el intenso y breve espacio de la vida de su protagonista. Un relato que se abre de forma contundente y brutal con Ramona dirigiendo la limpieza a destajo de la fábrica de conservas. Se mueve en todas direcciones, aquí y allá, con mucha energía y vociferando a una y a otra, en ese estado de alerta y tensión constante, pura energía, en un estado constante de nerviosismo, de tremenda agitación, donde siempre hay que estar en movimiento, porque detenerse es pararse y mirarse, y eso sería el fin. 

Gago vuelve a contar con parte del equipo que le ha acompañado en cortos tan significativos como Curricán (2013), el mencionado Matria y 16 de decembro (2019), como la cinematógrafa Lucía C. Pan, que hemos visto en algunas de las películas más interesantes del cine gallego más reciente como Dhogs (2017), de Andrés Goteira, Trote (2018), de Xacio Baño, montada por el propio Álvaro Gago, y otras cintas como ¿Qué hicimos mal? (2022), de Liliana Torres, en un trabajo de pura carne, piel y sudor, en que la cámara retrata la existencia de Ramona, esa vida a cuestas, de velocidad de crucero, sin ningún alivio, en que se filma la verdad, la tristeza, la dureza y la inquietud de una vida a toda prisa, de trabajo en trabajo, de un marido que no quiere y exige, y una hija que quiere pero no a ella. Otro colaboradores son el montador Ricardo Saraiva, que sabe condensar y dotar de un ritmo de afuera a adentro, en sus vertiginosos minutos del inicio para ir poco cayendo en ese otro ritmo donde Ramona empieza a no saber adónde ir ni tampoco qué hacer, a ir más despacio, en unos intensos y emocionantes noventa y nueve minutos de metraje que dejan poso en cada espectador que se acerque no sólo a mirar sino también, a sentir a Ramon y a sentir su vida o lo que queda de ella. 

El concienzudo trabajo de sonido de Xavi Souto, que ha estado en películas tan importantes como A esmorga (2014), de Ignacio Vilar, A estación violenta (2017), de Anxos Fazáns y O que arde (2019), de Oliver Laxe, entre otras, y también el mezclador de sonido Diego Staub, que tiene una filmografía junto a directores de renombre como Isaki lacuesta, Amenábar, Bollaín, Martín Cuenca, Paco Plaza y Luis López Carrasco, entre otros. Matria nos devuelve a las tramas de la gente sencilla, esa gente invisible, esa gente que trabaja y trabaja y vuelve a trabajar, una clase obrera, que todavía existe aunque no lo parezca, porque ha perdido su lucha, su reivindicación y sobre todo, su coraje de plantarse en la calle y pedir derechos y mejoras salariales y de lo demás. Unas obreras que ha sido muchas veces retratadas en el cine como aquel Toni (1934), del gran Renoir, pasando por los trabajadores del neorrealismo italiano, o aquellos otros del Free Cinema, deudores de los currelas de las películas sociales y humanas de Leigh, Loach y demás, sin olvidarnos de los trabajadores de Numax presenta… (1980), de Joaquím Jordá, o los recientes de Seis días corrientes, de Neus Ballús. 

La Ramona de Matria, no estaría muy lejos de aquella luchadora a rabiar que protagonizó la portentosa Sally Field en Norma Rae (1979), de Martin Ritt, ni de aquellas otras que retrató de forma magistral Margarita Ledo en su estupenda Nación (2020), obreras gallegas también como Ramona que explicaban una vida de trabajo, de luchas y compañerismo. Matria, de Álvaro Gago es una película sobre una mujer, pero también, es una película sobre un lugar, sobre la tierra difícil y dura de Pontevedra, del Vigo de pescadores, de fábricas de conservas y olor a salitre y sudor, de una forma de ser y de hablar, de también, una forma de estar y hablarse, de esas amistades que van y vienen, y que vuelven, que se alejan y se acercan, de tiempo que va y viene, del maldito trabajo que es un alivio y una maldición tenerlo, al igual que cuando no se tiene. Matria  nos habla de esos días que cambian y parecen el mismo, de paisajes que parecen anclados en el tiempo, o quizás, el tiempo pasó por encima de ellos, quién sabe, o tal vez, ya no se sabe si el paisaje y el tiempo se transmutó en otra cosa y sus habitantes lo habitan sin más, en continuo movimiento, atrapados sin más, sin saber porque no pueden detenerse, o sí que lo saben, y por eso no cesan de moverse, de ir y venir. 

Matria es también el magnífico y potentísimo trabajo de una actriz como María Vázquez, que descubrimos como mujer de guardía civil en Silencio roto (2001), de Montxo Armendáriz, y las miradas penetrantes que se tenía con Lucía Jiménez. Una actriz que nos ha seguido maravillando en películas como en Mataharis (2007), de la citada Bollaín, o en la más reciente y mencionada Trote, sea como fuere su personaje de Ramona es toda vida, toda alma, toda fisicidad y emociones que irrumpen con fuerza y avasallan. Su personaje sumergido en esa inquietud y fuerza arrolladora es un no parar y también, es una mujer frágil y vulnerable, también, fuerte y rabiosa, llena de vida y de amargura, de risas y tristeza, de vida y no vida. A su lado, le acompañan Santi Prego, Soraya Luaces, E.R. Cunha “Tatán”, Susana Sampedro, entre otros, componiendo unos personajes con los cuales Ramona se relacionará, se peleará y amará. No se pierdan Matria, de Álvaro Gago, porque les podría seguir explicando más razones, aunque creo que las aquí expuestas resultan más que suficientes, por eso, no lo haré, sólo les diré a ustedes, respetado público, como se decía antes, que Matria no es sólo la ópera prima de Gago, es sino una de las mejores películas sobre las mujeres y el trabajo, qué buena falta nos hace mirar y reflexionar sobre la actividad que condiciona completamente nuestras vidas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Liliana Torres

Entrevista a Liliana Torres, directora de la película “¿Qué hicimos mal?”, en una cafetería de Gràcia en Barcelona, el lunes 13 de diciembre de 2021.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Liliana Torres, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Paula Álvarez de Avalon, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

¿Qué hicimos mal?, de Liliana Torres

DE ESO QUE CREEMOS “EL AMOR”.

“Ce soir le vent qui frappe à ma porte. Me parle des amours mortes. Devant le feu qui s’ éteint” / “Esta noche el viento golpea a mi puerta. Me habla de amores muertos. Frente al fuego que se apaga”.

Charles Trénet en “Que reste-t-il de nos amours”

El gran Charles Trénet cantaba a los amores y las ilusiones perdidas en la maravillosa apertura de Baisers Volés (1968), de François Truffaut. Se preguntaba que fue de aquel amor del pasado, de los hechos que propiciaron su final. La directora Liliana Torres (Vic, Barcelona, 1980), también se hace la misma pregunta: ¿Qué hicimos mal?, en referencia al porqué del final de sus relaciones, y emprende un viaje, un viaje físico y sobre todo, emocional, en el que volverá a sentarse frente a frente a aquellos amores para dialogar por las causas, y preguntarles porque terminaron. Esta fusión entre el documento y la ficción, o lo que es lo mismo, entre la realidad inmediata de la vida de la directora, y la invención, y la construcción propiamente dicha de la película, ya estaban en los cimientos de su opera prima Family Tour (2013), en la que nos situaba en el reencuentro y la relación entre ella y su familia, después de años fuera trabajando, la actriz Núria Gago era Lili, y su familia, la real, que entre todos generaban una suerte de película inteligente y muy íntima, en la que nunca sabíamos donde empezaba y acababa la ficción y el documento.

Con Hayati (2019), codirigida con al montadora Sofi Escudé, se centraba en las consecuencias de la inmigración en Barcelona a través de una familia siria. En ¿Qué hicimos mal?, tercer trabajo hasta la fecha, vuelve a los planteamientos y elementos que sustentaban su primer largometraje, con personas reales e intérpretes. Aunque esta vez, con una premisa mucho más clara, la propia directora hará de ella misma, con rasgos de su propia vida, pero interpretando a una mujer que dirige cine, o al menos intenta hacerlo, a pesar de los obstáculos económicos y emocionales, y además, mantiene una relación con David, una relación de tiempo, que empieza a tambalearse y a repetir viejos patrones del pasado. Mientras, maleta en mano, viajará a tres lugares diferentes: a Barcelona para reencontrarse con Kilian, su primer amor, el más idílico, donde hablarán de las causas que propiciaron la ruptura. En Italia, verá a Manuel, el amor caótico y salvaje, un amor a distancia, que también se rompió, y finalmente, se trasladará a México, donde visitará a Fede, el amor de tiempo, con siete años de relación, que también se fue en una tarde, y todavía hay mucho rencor por parte de él.

La película está construida a través de una naturalidad, transparencia y cercanía ejemplares, todo se cuenta desde una sensibilidad y fuerza magníficas, todo nace desde el corazón, con esa luz tan libre, tan de aquí y ahora, y tan acogedora, que firma la cinematógrafa Lucía C. Pan (de la que hemos visto grandes trabajos para gente como Xacio Baño, Andrés Goteira y Álvaro Gago), y el pausado y conciso montaje que firma Laia Artigal (con películas para Roser Aguilar, Elena Trapé y Sergi Pérez), para reforzar esa mirada en la que no hay sentencias ni buenos propósitos, solo búsqueda, quizás imposible, pero búsqueda ante todo, envuelto en un mar de dudas acerca del significado de hacer una película, de las relaciones, de sus crisis, la de ahora y las pasadas, en un juego que podría recordar a la novela “Canción de Navidad”, de Dickens, de viajar a lo que fuimos, a lo que somos, y tropezarnos con las mismas situaciones, los mismos conflictos, aunque el tiempo vaya pasando, y nosotros nos creamos más maduros e inteligentes. Liliana reflexiona sobre la persona que fue, sobre todo lo vivido y experimentado, y lo hace de forma clara y directa, no hay medias tintas, todo se cuenta desde la verdad, desde lo auténtico, desde nuestras  torpezas y miedos e inseguridades, con unos encuentros o reencuentros que va experimentando que la hacen ver y verse, desnudándose en todos los sentidos, en una hermosa y cruda declaración de sus objetivos e intenciones.

La cineasta-persona quiere saber, aunque para ello deba revivir situaciones felices, y también, dolorosas, pero armada de valor y con la cámara como testigo infalible y registradora implacable de ese instante, se lanzará a todo, en la que no esconde la construcción de la película, sino todo lo contrario, creando esa sensación de inmediatez, de ser testigos privilegiados de todo lo que ocurre, tanto delante como detrás de la cámara, y la directora-personaje se convertirá en un tercer elemento, en una persona que ante todo necesita saber, quiere pensar y sacar, si es posible, alguna que otra reflexión, a pensar en eso que creemos que es el amor, nuestras relaciones y nuestros amores, que diría Pialat, y lo hace con una mirada crítica y certera sobre la naturaleza de las relaciones de ahora, las que vivimos y las que viviremos, en contraposición, como ese reflejo del espejo que nos cuesta mirar, porque todas las relaciones que tendremos siempre nos remitirán a aquellas que tuvimos, a los errores del pasado, a todo aquello que sentimos, que dijimos y sobre todo, a todas las rupturas que tuvimos de amores que, ingenuamente, creíamos sólidos e inexpugnables.

Decía el poeta que amar es darse cuenta de lo solo que estás, también, es darse cuenta que el amor o eso que creemos el amor, es más una ilusión que una certeza, que cuando amamos o creemos amar, no es suficiente el amor, hay más cosas, cosas que olvidamos con demasiada facilidad, y el amor siempre está ahí, o creemos que está, porque todo está sujeto, si está realmente sujeto, de un hilo muy fino, invisible, que siempre está a punto de romperse, o quizás, ya se haya roto, y todavía no nos hemos dado cuenta, porque en el fondo, de lo que habla la extraordinaria película de Liliana Torres es que la experiencia en el amor siempre es muy engañosa, porque cada persona es un mundo, y cada relación una aventura incierta y llena de misterios que desvelar o no, porque como cantaba Trénet, quizás un día, recordemos aquellos amores del pasado, o aquel amor del pasado, y hagamos como Lili y tengamos la necesidad de volver a reencontrarnos con ellos y preguntarles tantas dudas, tantas cosas, y preguntarnos a nosotros mismos sobre el amor o aquello que creemos que es el amor. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Anxos Fazáns

Entrevista a Anxos Fazáns, directora de la película “A estación violenta”, en el marco del D’A Film Festival. El encuentro tuvo lugar el viernes 27 de abril de 2018 en la cafetería del CCCB en Barcelona.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Anxos Fazáns, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Sonia Uría de Suria Comunicación, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño.

A estación violenta, de Anxos Fazáns

BELLOS Y MALDITOS.  

La película se abre con la espalda de Claudia. Nos encontramos en una playa al amanecer, Claudia se mueve ensimismada, dejándose llevar por ese momento, que intuimos agradable y feliz. De repente, cuatro amigos entran en el encuadre, al mismo tiempo que la música apacible, deja paso a un guitarreo. El grupo avanza hasta la playa, desvistiéndose y bañándose entre risas y júbilo, alejados de todo, disfrutando de ese instante, que con el tiempo les parecerá imposible, como si perteneciese a un sueño lejano, como si lo hubiese soñado otro. Una apertura con un significado muy especial al desarrollo de la misma, ya que ese momento que acabamos de presenciar nos habla de tiempo, de amistad, de un tiempo pasado, un tiempo que ya jamás volverá, un tiempo al que sus personajes, en cierta manera, han quedado atrapados, absortos en esa melancolía profunda, sin posibilidad de mirar más allá, como si el futuro de sus vidas hubiese quedado detenido en aquel tiempo, en ese instante de la juventud, en ese tiempo fugaz, donde el mañana no existía y todo se movía a ritmo frenético, sin descanso. La cineasta Anxos Fazáns (Pontevedra, 1992) después de varios trabajos como script, varios cortometrajes, y su trabajo en el equipo de dirección de Las altas presiones (2013) de Ángel Santos, uno de los coguionistas de la película, junto al productor Daniel Froiz, Xacobe Casas, y la propia directora, un relato libremente inspirado en la novela homónima del pontevedrés  Manuel Jabois.

Fazáns nos habla de un reencuentro, o también, podríamos decir de un (des) encuentro entre Manuel, un escritor que ya no escribe, alguien que deambula, como un fantasma, por las calles de su juventud, se mueve por un espacio que ya no reconoce, que le resulta extraño, que ya ha dejado de pertenecer, y se topará con su pasado, con sus amigos de antes, con Claudia, una ex yonqui, y David, su novio y músico. A partir de ese instante, los tres se juntaran, compartir una casa en la playa, y saldrán de fiesta, escucharán música y se moverán juntos, como si fuese un tiempo de recuerdo, un verano para sentir aquello que ya no sienten, un verano de solitud interior, de estados de ánimo tristes, vacíos, anulados, como si aquel tiempo los hubiera consumido para el resto de su vida. Hablarán poco, quizás las palabras ya no salen, o no saben que decirse, porque se les acabaron las ideas, o cualquier cosa que digan les parece de más, o les puede llevar a situaciones incómodas, situaciones para que las que no están preparados, y a recordar momentos a los que no quieren volver, porque el pasado pesa, hace daño, porque ahora, ese tiempo es diferente, oscuro y muy terrible.

Fazáns maneja su película con valentía y aplomo, mueve a sus tres personajes, o lo que queda de ellos, vagando como almas espectrales a la espera de algo o alguien, que saben de antemano que no reencontrarán o se fue para no volver jamás, estructurando esta película sobre el tiempo, sobre lo que fuimos y ya nos seremos, a través de la música, una score de bandas gallegas (incluso la propia directora se pare un tema) en la que escuchamos rock urbano, o el tema de “El huerfanito” (cantada por una increíble Nerea Barros) canción que va como anillo a estos tres huérfanos y náufragos de su propia vida, almas en tránsito a no se sabe a qué limbo o qué dimensión. El trío protagonista encabeza por una inconmensurable Nerea Barros (que ya habíamos tomado medida de su talento como esa mujer rota, sevillana y rural de los setenta que hacía en La isla mínima) se convierte en esa Claudia dolorida, ausente y triste, que se nos muestra cansada y abatida, como buscando un refugio imposible de hallar, en una búsqueda fraudulenta por encontrar algo de paz en su vida, le acompaña Alberto Rolán como Manuel, el viajero sin viaje, el sonámbulo perdido y sin ilusión, el escritor que recuerda que escribía, el vivo-muerto, con ese pelo alborotado, esa barba salvaje y esos polvos de auxilio, y completando el trío tenemos a Xosé Barato, otra alma en pena, otro más, otro que se mueve por inercia, sin apenas ilusión, alejado de lo que fue, de aquel joven que se iba a comer el mundo, aquel joven del que ya no se acuerda nadie, ni él mismo, y la inquietante y oscura presencia del siempre magistral Antonio Durán “Morris” como Dante (una especie de “Madre superiora”, el personaje que interpretaba Peter Mullan en Trainspotting).

El formato 16 mm impone esa intimidad en el interior de los personajes, junto a esa luz rota y dormida, de ese tiempo detenido, sin tiempo y sin vida, obra del cinematógrafo Alberte Branco (autor de la luz de Las altas presiones y Os fenómenos) y su duración, apenas 73 minutos, condensan ese tiempo de espera o de nada, ese tiempo que se va o ya se ha acabado, donde el pasado pesa y daña, el futuro no llegará, y el presente se ha transformado en un día eterno sin más, en una jornada interminable, donde las cosas suceden de forma invisible, casi imperceptible, como si sus vidas, aquellas que antaño estaban llenas de vida, juventud, pero también, de desfase y muchas drogas, como si nada existiera, ni ellos mismos siquiera, hubiese consumido sus almas, las hubiera vaciado, y ahora sólo tienen esos restos del naufragio, restos sin más, cuerpos desnudos y llenos de cicatrices físicas e interiores, que se alimentan de tristeza y dolor, en una marejada ingobernable de recuerdos, de sonrisas tristes, de melancolía, de amigos que se quedaron en el camino, y momentos, sólo momentos amontonados sin capacidad para descifrarlos, para retenerlos de alguna manera, para revivirlos.