Olga, de Elie Grappe

LO PERSONAL VS. LO COLECTIVO.

“Lo más importante del deporte no es ganar, sino participar, porque lo esencial en la vida no es el éxito, sino esforzarse por conseguirlo”.

Barón Pierre de Coubertin

En abril de 2015, en un ciclo de Cine contemporáneo polaco que tuvo lugar en la Filmoteca de Cataluña, visioné la película Mundial. Gra o wszystko, de Michal Bielawski. Un documental que se aproximaba a la experiencia de la selección polaca del fútbol en el Mundial del 82 celebrado en España, mientras en su país había protestas, ley marcial, militares en las calles y opositores inundando las cárceles. Una extraordinaria exploración sobre el deporte y la política, sobre lo personal y lo colectivo. Un proceso parecido al que ha realizado el  cineasta Elie Grappe (Lyon, Francia, 1994), que después de dirigir un cortometraje sobre danza, inmediatamente después codirigió un documental sobre una orquesta, donde conoció la experiencia de una violinista ucraniana que llegó a Suiza justo antes del Euromaidán (el nombre al que se le dio a las revueltas y protestas del pueblo ucraniano, entre noviembre 2013 y febrero de 2014, que derrocaron al presidente Víktor Janukóvich). A partir de esa idea nació Olga, su primer largometraje.

Con un guion de Raphaëlle Desplechin (del que hemos visto películas tan interesantes como Tournée, de Mathieu Amalric o Curiosa, de Lou Jeunet, entre otras), con el protagonismo de la citada Olga, una niña ucraniana de quince años, gimnasta de élite que debido a los ataques que sufre su madre periodista opositora al gobierno, es enviada a Suiza, la patria de un padre que apenas conoció, y a seguir entrenando para participar en el Campeonato de Europa que sirve de preparación para los Juegos Olímpicos. El director francés fusiona extraordinariamente el documento, rescatando imágenes reales de las protestas grabadas con el móvil por los propios manifestantes ucranianos con esas otras imágenes construidas para la película, que también podrían enmarcarse en el documento, ya que utiliza gimnastas de élite, pero pasado por el filtro de la ficción, creando un relato de muchísima fuerza, tensión, ejemplar naturalidad y sobre todo, una brillante y concienzuda aproximación a la complejidad de una persona exiliada por obligación y compitiendo, mientras su país está en mitad de un proceso revolucionario histórico.

Una apabullante cinematografía de Lucie Baudinaud, que ya estuvo en Suspendú (2015), cortometraje de Grappe, en la que sobresale su férrea cercanía, en la que filma los rostros, los cuerpos y el movimiento de las gimnastas. El estupendo montaje de Suzana Pedro, consigue sumergirnos de forma brutal e inmersiva tanto en ese mundo interior contradictorio y lleno de tensión en el que vive la protagonista, tanto en lo emocional, recibiendo esas imágenes, los videos con su madre y Sasha, su amiga y también gimnasta, como en lo físico, con sus duros entrenamientos, sacrifico y fuerza, y ese espacio de Magglingen, sobre Biena, encerrada en esas meseta estrecha de duro invierno y aislada. El magnífico trabajo interpretativo de la debutante Anastasia Budiashkina en la piel de la antiheroína que, al igual que Sabrina Rubtsova, que se mete en la piel de la citada Sasha, pertenecen al equipo de reserva de la selección de Ucrania de gimnasia, situación que le da a la película y a lo que está contando una verosimilitud y una intimidad extraordinarias, al igual que ocurre con el resto del reparto, todos son integrantes de equipos de gimnasia de élite, tanto preparadores como deportistas.

Estamos ante una película llena de matices, de complejidades y de una honestidad profunda y bien construida, donde no hay buenos ni males, ni ese odioso mensaje de superación ni nada que se le acerque. Aquí hay verdad, a través de la ficción, pero una ficción que podría ser la de cualquier persona que se halle en una situación tan difícil y dolorosa como la que vive Olga, una niña que se va a hacer mayor de repente y de forma intensa, y como pasa en estos casos, todo será traumático, violento y tremendamente tortuoso, una experiencia que la joven la vivirá como puede, entre dos aguas, entre su país, entre todo lo que ha quedado allí, su madre, su amiga del alma, sus raíces, su vida, contra donde está ahora, un exilio forzoso, una salvación que deberá gestionar emocionalmente y físicamente ente durísimos entrenamientos, un nuevo idioma del que no entiende la jerga y una nueva vida, que no resultará nada sencilla debido a los conflictos emocionales en los que está inmersa. Una protagonista que a pesar de los inconvenientes en los que se encuentra inmersa, demostrará una grandísima fuerza y compromiso ante todo y todos. Olga es una película que deberían ver todos los estudiantes y deportistas del mundo, porque no solo se acerca a la vida y al deporte como es, con sus alegrías, tristezas y vuelta a empezar. Toda una enseñanza y lo hace desde la humildad y la humanidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Tailor, de Sonia Liza Kenterman

EL SASTRE QUE HACIA VESTIDOS DE NOVIA.

“La derrota tiene una dignidad que la victoria no conoce”

Jorge Luis Borges

En Los tomates escuchan a Wagner (2019), de Marianna Economou, unos primos griegos y la ayuda de unas abuelas reciclaban su cultivo de tomates en conservas orgánicas que vendían al extranjero. Algo parecido le sucede a Mikos, un sastre a la antigua usanza que ha heredado el negocio de su padre. Los cambios en la moda masculina, unos clientes envejecidos o fallecidos, y la crisis arrasadora del país, obligan a Nikos a mirar hacia el futuro de forma diferente y dejar su trabajo como sastre y mirar a las mujeres y a los vestidos de novia. La directora Sonia Liza Kenterman (Atenas, Grecia, 1982), de madre griega y padre alemán, que ya había dirigido un par de películas cortas como Nicoleta (2013), y White Sheet (2015), con gran aceptación internacional, vuelve a colaborar en el guion con Tracy Sunderland, con la que ya coescribió Nicoleta, y continúa en el mundo de los marginados y perdedores, y aquellos que han sufrido alguna pérdida en el entorno familiar. Individuos como Nikos, que no se resigna al inminente embargo de su tienda por falta de pagos, y sobre todo, de clientes.

La trama arranca con el padre de Nikos en hospital, y con la soga al cuello, se las ingeniará para sacar a flote su negocio, con la inestimable ayuda de su ingenio y de su vecina Olga, y su pequeña y espabiladísima hija Victoria, formaran un equipo que recorrerá las calles con un especie de remolque tirado por una moto en busca de clientas, imposible no acordarse del motocarro de Plácido y sus penurias para afrontar la primera letra del citado vehículo. Tailor tiene ese tono de fábula mágica, con el aroma del cine mudo de Chaplin o Keaton, con un tipo muy curioso, de hablar poco, mirar mucho y de vida tranquila y anodina, solo de su trabajo. Tiene también mucho del cine de Tati, y su inolvidable Monsieur Hulot, el tipo hecho a la antigua que choca con tanto aparato moderno, y sin olvidarnos del toque de cuento, con tonos melancólicos y tragicómicos que deambulan por el imaginario de Menzel, Iosseliani, Kusturica, entre otros, y películas como Delicatessen, donde la comedia y el tono de fábula ayuda a mirar la realidad de formas y texturas diferentes.

Kenterman confía plenamente en su plantel de intérpretes para dar vida a unos personajes que hablan lo justo, y miran mucho, eso sí, y como miran, diciéndolo todo, expresando todo lo que tienen en su interior. Dimitris Imellos da vida a Nikos, el callado y rutinario Nikos, un tipo que ya no seduce con el maravilloso arranque de la película, cuando lo vemos en plena faena, con sus telas, sus patrones, sus hilos y alfileres y agujas y demás herramientas de su sastrería, con ese olor a naftalina y a inamovible. La actriz rusa Tamila Kouieva es Olga, una vecina que le ayudará con los vestidos de novia, y quizás a algo más, la niña Dafni Michopoulou es Victoria, hija de Olga, con la que mantiene una peculiar correspondencia, y en el otro lado, están Thanasis, el padre de Nikos, que interpreta el veterano Thanasis Papageorgiou, un hombre de antes, que ve a su hijo como un ser inferior, alguien a quien dirigir, un pobre tipo que ha aprendido el oficio y no es nada sin él, y finalmente, Kostas, el marido de Olga, que compone el actor Stathis Stamoulakatos, un tipo rudo, corriente, y todo lo contrario a Nikos.

Sonia Liza Keterman ha dado con el tono y la forma de su opera prima, una película que no solo habla de la crisis económica desde otra posición, no de aquella triste y crudísima, sino desde un espacio donde se habla de valores que en la sociedad actual parecen olvidados, como la dignidad, la amistad, la fraternidad y la cooperativa, ayudarse unos a otros, mirar al otro, y sobre todo, empatizar. Y todos esos valores humanos nos lo cuenta en el marco de una hermosísima y sensible fábula con el aroma de los cuentos de toda la vida, con la cotidianidad e intimidad que vivimos diariamente. Una película que no debería pasar desapercibida entre la maraña de estrenos semanales, porque el espectador no solo va encontrar un relato bien contado y unos intérpretes que destilan bondad, trabajo y dignidad, valores que en este mundo se hacen cada vez más necesarios y valientes, sino que también van a encontrar humanismo, esa palabra que muchos no solo desconocen, sino que sus actos les llevan a todo lo contrario, porque en casos de dolor y tristeza, como el caso de Nikos y su sastrería, es cuando más necesitamos al otro, que nos mire, que nos entienda y sobre todo, que nos coja de la mano y nos acompañe, porque no somos un número de cuenta corriente ni los bienes materiales que lleven nuestro nombre, eso no es ser, es solo tener. Ser es otra cosa, ser es como somos y nos relacionamos con los demás cuando estamos tristes y jodidos, eso es lo que nos hace personas de verdad, y sobre todo, humanos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA