Rabiye Kurnaz contra George W. Bush, de Andreas Dresen

LA MADRE CORAJE. 

“La libertad nunca es voluntariamente otorgada por el opresor; debe ser exigida por el que está siendo oprimido”

Martin Luther King

En el universo cinematográfico de Andreas Dresen (Gera, Alemania del Este, 1963), hay dos temas constantes en una filmografía que abarca casi tres décadas, y son, por un lado, el choque entre los nacidos en la RDA y la reunificación del país a finales de los ochenta, y su mirada a la gentes corriente y los desheredados de la sociedad. Películas como Stilles Land (1992), Encuentros nocturnos (1999), Verano en Berlín (2005), En el séptimo cielo (2008), Mientras soñábamos (2015), entre otras, inciden en esos temas y espacios, colocando a Dresen en un gran cronista y observador del final de la Alemania del Este y sus conflictos en el nuevo país unificado desde la mirada de las personas de a pie. Con Rabiye Kurnaz contra George W. Bush se centra en la historia real de la madre de Bremen de origen turco que se enfrentó a los Estados Unidos porque detuvieron y encerraron en Guantánamo a su hijo Murat de 19 años en diciembre de 2001, acusado de talibán después del atentado de las torres gemelas en septiembre del mismo año.

La película es una crónica del seguimiento del caso a partir del trabajo de Bernhard Docke, abogado de derechos humanos, que ayudó a Rabiye a liberar a su hijo. El conflicto parte de un excelente guion de Lila Stieler, que ha trabajado con nombres ilustres como el de la cineasta Doris Dörrie, en su séptimo trabajo junto al director Andreas Dresen, centrándose en varios aspectos, el humano que protagonizan la madre del detenido y el abogado que la ayuda, el político con esas conversaciones entre el fiscal del estado y el propio abogado, y el social con la repercusión mundial del caso de los detenidos sin juicio y asesoramiento legal por parte del gobierno estadounidense. Todos estos elementos se mezclan con sabiduría y fuerza, llevándonos por una historia que abarca varios años en la vida de Rabiye y Bernhard, donde hay de todo, alegrías, altibajos, tristezas, esperanza y fe en un mundo que cada vez se golpea en el pecho de su justicia y democracia pero que, en el fondo, todo se reduce a quién tiene la fuerza y la administra a su antojo. Rabiye no se detendrá ante nada ni nadie, nos recuerda a la Mildred Hayes, la madre que interpretaba Frances McDormand en la magnífica Tres anuncios en las afueras (2017), de Martin McDonagh, que buscaba justicia por el asesinato de su hija ante la ley local de su pueblo, ambas son mujeres y madres que no cesarán en su empeño con astucia y paciencia. 

Una película que nos lleva entre idas y venidas de Alemania y EE.UU., desde la casa adosada y la cotidianidad de Rabiye y su familia a los despachos y salas del Tribunal Supremo de Justicia de los Estados Unidos, contrastes que la película muestra con todo detalle y eficacia, en la que sobresalen los estupendos trabajos de cinematografía de Andreas Höfer, que a parte de trabajar con Schlöndorff, es un habitual en la carrera de Dresen, en un trabajo de intimidad y de luz natural que contribuye a ser uno más de esta historia construida desde el alma de sus desdichados protagonistas enfrentados al país más poderoso del planeta. El estupendo montaje de Jörg Hauschild, del que hemos visto su impecable trabajo en Faust (2011), de Aleksandr Sokurov, es otro habitual del cineasta alemán, en una edición que tiene sus momentos de reposo con otros más movidos, en un metraje largo que se va casi a las dos horas. La magnífica pareja protagonista contribuyen a crear ese espacio tan personal y profundo que radia la película, porque tenemos a Alexander Scheer, un actor que vuelve a trabajar con Dresen después de la experiencia de Gundermann (2018), que se metió en la piel de un escritor, cantante de rock y minero y sus relaciones con la Stasi, ahora es el abogado Bernhard Docke, un hombre íntegro que ayuda a Rabiye en todo su cansado y asfixiante periplo por liberar a su hijo. Junto a él, encontramos a Meltem Kaptan, que debuta en el cine alemán, después de trabajar en la cinematografía turca, en la piel de Rabiye Kurnaz, una madre coraje que tiene una fuerza, una valentía y una arrolladora personalidad y un peculiar sentido del humor. 

Dresen tenía una historia “bigger than life”, de las que te encogen el alma, de personas como nosotros que les ocurren cosas que nos podrían ocurrir, y por eso mira a sus criaturas y sus problemas desde la verdad y el alma, sin caer en el sentimentalismo ni nada que se le parezca, cociendo a fuego lento una historia que nos hablan de la vida y las emociones, que nos habla de justicia, la poca que hay, y también del costo de pedir y reclamar justicia, de todos los problemas que te pueden ocasionar los estados llamados libres y democráticos, pero totalitarios en el momento de imponer sus deseos y necesidades políticas internacionales, como el miserable papel del gobierno de Estados Unidos y su violencia estatal implantada por Bush, con el beneplácito del gobierno alemán, también muy implicado en el caso de Murat Kurnaz, en otro caso más de corrupción política y violencia estructural por el bien de no se sabe qué interés. La película huye del panfleto o el discurso positivista de buenos y malos, porque las cosas se muestran de otra forma, con humanidad y sencillez, recuperando esa voluntad del cine de hablar de las injusticias del estado contra los más vulnerables. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Zabou Breitman

Entrevista a Zabou Breitman, codirectora de la película “Las golondrinas de Kabul”, en el Instituto Francés en Barcelona, el miércoles 19 de febrero de 2020.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Zabou Breitman, por su tiempo, amistad, generosidad y cariño, a Mariam Chaïb Babou, por su fantástica labor como intérprete, y a Eva Herrero de Madavenue, por su tiempo, amabilidad, generosidad y cariño.

Las golondrinas de Kabul, de Zabou Breitman y Éléa Gobbé-Mévellec

BAJO EL YUGO TALIBÁN.

“Ser tirano no es ser, sino dejar de ser, y hacer que dejen de ser todos.”

Francisco de Quevedo

La acción se sitúa en el verano de 1998, en la ciudad de Kabul (Afganistán) bajo el yugo de los talibanes, un régimen de horror que acabó con cualquier atisbo de resistencia, y sobre todo, creo un mundo donde la mujer quedó anulada, al amparo del hombre, oculta bajo el burka, vilipendiada y sometida al amparo del tirano. Habíamos visto películas interesantes y profundas sobre este atroz tiempo de la historia del país árabe como Osama, de Siddiq Barmak, A las cinco de la tarde, de Samira Makhmalbaf o Buda explotó por vergüenza, de Hana Makhmalbaf, donde se daba buena cuenta de la terrible situación de la mujer afgana. Incluso, en junio del año pasado, y también con las técnicas de animación, conocimos el relato de Parvana, la heroína de El pan de la guerra, de Nora Twoney, que al igual que ocurría en Osama, su familia la convertía en chico para poder subsistir. Ahora nos llega, Las golondrinas de Kabul, basada en la novela homónima de Yasmina Khadra, que nos cuenta las peripecias de Zunaira y Mohsen, una joven pareja que vive en Kabul, y cómo su destino hará que la penosa y oscura existencia bajo el régimen talibán les dé una oportunidad diferente a la que tienen.

Los productores de Bienvenidos a Bellevilley Ernest & Celestine, dos de las últimas películas de animación francesas de éxito, confiaron en el talento de Zabou Breitman (París, Francia, 1959) con una extensa filmografía como actriz, y directora de teatro y cine con cinco títulos de acción real en su haber. A través de la técnica de la rotoscopia (filmar con intérpretes acciones reales que después se pasaran a animación) misma técnica utilizada en grandes obras del género como Yellow Submarine,  El señor de los anillos, A Scanner Darkly o Vals con Bashir, y la magia de los dibujos en acuarela de Éléa Gobbé-Mélvellec (Francia, 1985) que ya había trabajado en Ernest & Clestine, la simbiosis perfecta para llevar a cabo la sensibilidad y belleza que requería la novela de Khadra. Un espacio que nos sumerge en la cotidianidad de ese Kabul espectral y vacío, donde apenas se ven rastros de vida, en el que todos sus habitantes se mueven por inercia, desplazándose con miedo, agazapados en una realidad terrorífica y desoladora.

La película de Breitman y Gobbé-Mévellec capta con absoluta precisión y detalle todo ese universo deshumanizado, construido a través de las miradas y gestos de unos personajes encerrados en una existencia desgarradora y asfixiante, en que el dibujo nos muestra la cotidianidad de manera abstracta, situándonos en un paisaje urbano que describe el abatimiento que sienten los protagonistas del relato, vaciándonos el espacio y dejándonos en mitad de ese desgarro infernal en el que los talibanes han convertido Kabul, donde crece la infamia, el dolor, el miedo y la sinrazón a cada instante, como el terrorífico detalle de la mirada de las mujeres a través de la rejilla del burka o esa demoledora secuencia de la lapidación. Las directoras francesas parecen guiarnos por una película muy deudora del cine iraní, con la sombra guiadora de los Kiarostami, Panahi, Makhmalbaf, entre otros, un cine que reflejaba en la infancia los durísimos embates contra la población iraní bajo el régimen de los ayatolás.

La cercanía, el preciosismo y la belleza que hace gala la animación se convierten en el mejor vehículo para contarnos de manera sincera e intimista el infierno cotidiano y existencial que viven los personajes, consiguiendo en muchos instantes que olvidemos la animación y nos sintamos frente a un documento real sobre la situación vital de la población afgana que padeció tamaño sufrimiento, sensación manifiesta gracias a la fantástica ilustración, acompañado de un movimiento y sonido evolventes, con el aroma que desprende y la precisión de su brillante guión, transformando un relato que va más allá de la simple historia, para adentrase en un terreno más universal, con unas personas que sueñan con ser libres y luchan por conseguirlo, donde las circunstancias del momento pueden cambiar de tal forma que el infierno persistente y agobiante de la realidad, abra un resquicio de luz por el que la vida ofrezca una oportunidad inesperada pero real para sus vidas, como ocurría en Funan, de Denis Do, otra impresionante muestra de cómo la animación evocaba los infiernos personales de los camboyanos bajo el yugo de los Jemeres Rojos.

En Las golondrinas de Kabul (bellísimo título que evoca a esa libertad que añoran los personajes de la película) Breitman y Gobbé-Mélvellec consiguen unos personajes diversos y complejos, todos en situaciones difíciles, todos en encrucijadas vitales en las que deberán situarse en aquel lugar de resistencia aunque para ellos tengan que sacrificar muchas cosas, en una trama brutal y magnífica que va in crescendo, con un ritmo desbordante en el que no dejará indiferente a ningún espectador, soportando esa malvada cotidianidad donde solo los valientes y sobre todo, aquellos que nada tienen que perder, se atreverán a ir más allá, a cruzar las líneas que jamás hay que cruzar en situaciones tan horribles, en creer que hay vida tras los muros de la ignominia y la crueldad talibán. Una película humanista, sencilla, honesta, maravillosa e íntima que sabe sumergirse con maestría en la cotidianidad de los afganos bajo el yugo talibán, en sus ilusiones rotas, en sus conciencias abatidas, en sus sentimientos vaciados, y sus dignidades pisoteadas, pero también, nos muestra que todo esa frustración vilipendiada y oculta, puede un día emerger y construir un espacio de libertad y dignidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA