El sendero azul, de Gabriel Mascaro

EL SUEÑO DE TEREZA. 

“Nunca se es demasiado viejo para fijarse otra meta o soñar un nuevo sueño”.

C. S. Lewis

Hay muy pocas películas sobre la vejez, y las que hay, salvo contados excepciones, pertenecen a su ocaso, centradas en la nostalgia, los recuerdos y la falta de futuro. Por eso, celebramos con gran entusiasmo el estreno de una película como El sendero azul (en el original, “O último azul”), porque su protagonista Tereza de 77 años, que trabaja en un centro industrial de carne de caimán, se enfrenta a que el estado la jubila y la envía a una colonia para personas de su edad, y así dejar espacio para los más jóvenes. Ante ese panorama, la mujer hace lo imposible para escabullirse de la decisión del gobierno, y decide emprender una huida por el río Amazonas en busca de su sueño, que no es otro que volar. Una decisión que la llevará a embarcarse, y nunca mejor dicho, en una gran aventura llena de descubrimientos tanto físicos como emocionales, en los que crecerá como persona y, sobre todo, la sumergirá en la vida por primera vez, en vivir en libertad, en vivir plenamente, y en vivir como ella quiera frente a la ley que nos obliga a producir y no ser. 

El director Gabriel Mascaro (Recife, Brasil, 1983), que arrancó su filmografía dirigiendo documentales como  Avenida Brasilia Formosa (2010) y Doméstica (2012), entre otros, y ficciones vistas por estos lares como Vientos de agosto (2014), Boi neon (2015) y Divino amor (2019), en las que miraba con sentido y crítica lo rural en las dos primeras, y la evangelización de su país con la llega del conservador Bolsonaro al poder. Con El sendero azul, coescrita por Tiberio Azul y el propio director, mezcla muchas cosas diferentes: tenemos el género fantástico, con el líquido azul de un caracol que hace ver cosas futuras, la crítica social, con una sociedad obsesionada con la productividad, el viaje íntimo y personal, con una abuela que se niega a ser un florero y quiere luchar por convertir sus sueños en realidad, y por último, la realidad y contradicciones del río Amazonas, en relación a esa imagen romanizada del foráneo. Y todo, eso en una estructura que bebe mucho del viaje, o cómo la llaman los estadounidense, las road movies, esas historias donde lo importante es el viaje, como el Ulises de Homero, el origen de todo, el héroe, en este caso, la heroína Tereza que quiere seguir soñando en pos a una sociedad estúpida y enloquecida en lo físico y vacía en lo emocional. 

El apartado técnico de la película está concebido como las aventuras de antes, con la Panavision como encuadre y el formato de 1.33 y 4/3 que ayuda a penetrar con más naturalidad e intimidad en las relaciones de los diferentes personajes en cuestión, en una cinematografía llena de luminosidad asfixiante y llena de neones durante la noche que firma el mexicano Guillermo Garza, habitual del director Humberto Hinojosa Ozcáriz. La música del mexicano Memo Guerra llena de melodías que mezclan lo misterioso con lo cotidiano se fusiona con gran habilidad con la atmósfera del Amazonas, un personaje más y tan lleno de misterio, tan industrial, tan denso y tan cosmopolita. El montaje que firman la pareja el mexicano Omar Gúzman, habitual de la directora Lila Avilés y el documentalista Javier Toscano, y el chileno Sebastián Sepúlveda, con una gran carrera al lado de cineastas tan reconocidos como Sebastián Leilo, Marialy Rivas y Pablo Larraín, ejecutan una edición concisa, libre y llena de detalles, que consiguen que sus 86 minutos de metraje se vean con interés, en una trama que aborda el género para introducir elementos cercanos y ajenos en una fábula protagonizada por abuelas llenas de vida, entusiasmo y amor por el ser y la vida que ya lo quisiéramos la mayoría. 

Para el apartado interpretativo, Mascaro se ha rodeado de un grupo que transmite una naturalidad y sensibilidad en sus respectivos personajes que hacen que la película vuele muy alto. Tenemos a la protagonista Tereza que hace una fascinante y poderosa Denise Weinberg, con más de un cuarto de siglo de carrera al lado de nombres como René Guerra, Sergio Machado, Sergio Rezende, entre otros. Su Tereza es un personaje inolvidable, una mujer de 77 tacos con una vitalidad, fuerza y resistencia que construye una rebeldía que la hace decir NO, y seguir, a pesar del gobierno, de su hija y de una sociedad con miedo a protestar. Su lucha pequeña e invisible es uno de los actos de amor a la vida y al ser humano tan emocionantes y tan poco habituales en la gran pantalla. El actor brasileño Rodrigo Santoro, con más de tres décadas de carrera al lado de grandes directores como Walter Salles, Héctor Babenco, David Mamet, Pablo Trapero, Steven Soderbergh, Fernando Meirelles, entre otros. Su Cadu es una especie de Robinson Crusoe del río, tan lunático como terrenal, uno de esos vaqueros de Peckinpah, tan gastado como humano. La actriz cubana Miriam Socarrás es Roberta, la otra abuela, la compañera de fatigas de Tereza, otra resistente, rebelde y amante de la vida y del río, y por supuesto, de su barco, que es todo su mundo y su vida. Sólo me queda decirles, que no lo piensen más, y se descubran El sendero azul, de Gabriel Mascaro, cine de calidad, cine humanista, cine sobre la vejez, cine sobre los sueños por hacer y cine de verdad del que habla de lo que nos sucede en nuestro interior de un modo tranquilo, sensible y lleno de amor. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El rugir de las llamas, de Robin Petré

LA TIERRA Y EL FUEGO. 

“La Tierra no nos pertenece, nosotros pertenecemos a la Tierra”. 

Proverbio indígena 

Desde el primer encuadre, con ese paisaje en llamas, igual de bello como aterrador, El rugir de las llamas (en el original, Only on Earth), de Robin Petré (Dinamarca 1985), deja clara sus intenciones, la de hablarnos con honestidad y profundidad de de una forma de vida rural, tan ancestral y en consonancia con la naturaleza, que va desapareciendo para dar lugar a una invasión de lo natural en favor a la codicia económica que está desintegrando los bosques y las zonas de pasto en objetos que expulsan lo rural y sus animales y sus gentes. La película nos sitúa en los ambientes rurales del sur de Galicia, una zona sensible en la proliferación de los incendios, y nos habla desde lo más íntimo y transparente para sumergirnos en una realidad, la de un verano que sufre los efectos de las altísimas temperaturas y la devastación de los incendios cada vez más virulentos y catastróficos que, como indica uno de los protagonistas, San, un bombero especializado en análisis de incendios, unos incendios que ya no suenan, sino que rugen como un monstruo con sed de sangre y destrucción. 

De Petré conocíamos sus documentales Pulse (2016), cortometraje de 25 minutos que nos mostraba la realidad de una granja de ciervos, y From the Wild Sea (2021), su ópera prima que nos sumergía en las relaciones humanas y los animales salvajes de las profundidades del océano. Con El rugir de las llamas se traslada a la tierra, donde humanos y caballos han convivido desde tiempos inmemoriales. Una compañía que ayudaba a que los bosques se mantengan secos de arbustos y demás matojos y así mantener un equilibrio importante que controlaba mejor los fuegos. La película se mueve entre lo bello y natural y lo triste y desolador, entre las relaciones de hombres y caballos, una actividad que está desapareciendo y dejando los bosques vacíos. La directora danesa invita a reposar, mirar y reflexionar situando su cámara y dando tiempo en una realidad que muestra la naturaleza, y sobre todo, los efectos de la mano humana que, por un lado, vive en entornos rurales y con animales, y por el otro, usa la naturaleza para sus beneficios económicos sin importarle sus devastadores efectos de esa forma de uso tan feroz. No es una película de buenos ni malos, ni mucho menos, la propuesta huye de ese maniqueísmo, porque muestra y no juzga, sí hay denuncia, pero sin señalar a nadie, sino colocando el encuadre en un entorno muy invadido que olvida su idiosincrasia, que recuerda a otras miradas “gallegas” a su rural como las de Xacio Baño, Oliver Laxe, Jaione Camborda y Lois Patiño, entre otros.  

La película tiene una grandiosa factura técnica, en la que los elementos visuales y sonoros son capitales para capturar ya adentrarse en cada uno de los detalles y miradas que existen, por eso la cineasta danesa se ha acompañado de algunos de sus técnicos cómplices que ya le acompañaron en From the Wild Sea, como al cinematógrafo María Goya Barquet, en la que cada plano emana lo visual y lo sonoro, penetrando en ese paisaje tan bello como triste, tan maravilloso como duro, tan todo y nada. El gran diseño de sonido de un grande como Thomas Perez-Pape, con más de 60 títulos en su filmografía, donde cada forma, cada textura y cada gesto se introduce en nuestro interior creando un magnífico campo donde todo se escucha de verdad y se desliza en las imágenes. La montadora Charlotte Munch Bengtsen, que estuvo en la extraordinaria The Act of Killing, construye en sus intensos y reposados 93 minutos de metraje un bello retrato donde coexisten todos los conflictos y alegrías del territorio. La música de Roger Goula, un fichaje fantástico, que se muta con las imágenes y sonidos, formando una nueva lectura en la que humanos, bestias y naturaleza cohabitan a pesar de sus alejados intereses.

Como toda buena película, del género que sea, debe tener un gran reparto y esta lo tiene. Tenemos al citado San, un especialista en el tema de los incendios, que escuchamos sus reflexiones, planes y demás frente al fuego, tan bello como destructor. Pedro, un chaval de 10 años, que vive con caballos, de los que sabe todo, y sobre todo, sueña con ser algún día un vaquero como los que le precedieron de su familia, que pone esas notas de humor. Cristina, agricultora y bombera, sabe muy bien los colores de su tierra, y conoce de primera mano lo difícil que es tratar con la tierra y sacar provecho, y cómo no, lo frágil de esa existencia porque el fuego puede acabar con todo en un abrir y cerrar de ojos. Y finalmente, Eva, veterinaria y jinete, que conoce las prioridades de la zona y sus habitantes, en contra de esas empresas invisibles que lo inundan todo. Cuatro miradas que se complementan y a la vez, son muy diferentes, que ayudan a mostrar las peculiaridades y texturas del entorno, un paisaje que sufre y está perdiéndose, quizás esos cuatro y los más que allí habitan serán los últimos náufragos de un tiempo que se va, o quizás, se convierten en los verdaderos humanos que resisten en su tierra y sobre todo, la protegen de tantas amenazas, ya sean malhechores de lo material, visitantes-domingueros que ensucian y no respetan, y cómo no, los incendios que es la terrible consecuencia de tantos desmanes. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Faruk, de Asli Özge

EL INGENIOSO HIDALGO DON FARUK ÖZGE. 

“El deseo de controlar el flujo natural de la vida. El anhelo de alcanzar la realidad dentro de la ficción. Quizás la aspiración de lograr un efecto similar navegando entre perspectivas opuestas. Dar un paso más allá difuminando intencionadamente los límites entre la realidad y la ficción; un esfuerzo por cambiar sutilmente la percepción del público. Pero hacerlo desde un lugar profundamente personal e íntimo. Colocando la cámara “dentro”, en un espacio “vulnerable”. ¡En el propio hogar! Y luego, a veces inspirándome en la vida real y otras documentando cómo la vida real imita a la ficción”.

Asli Özge

Después de haber visto Faruk, de Asli Özge, me he acordado de las palabras: “Mirar la realidad a través de una cámara es inventarla”, que decía la gran Chantal Akerman (1950-2015), porque la realidad en sí, o lo que llamamos realidad, es un universo en sí mismo, una complejidad caleidoscópica e infinita de seres, miradas, gestos, situaciones y circunstancias totalmente imposibles de retratar, por eso, hay que inventarla, o lo que es lo mismo, acercarse a una ínfima parte de eso que llamamos realidad. Quizás la propia realidad sea una mezcla de lo que llamamos realidad, y ficción, otro invento para diferenciar una cosa de la otra. 

La directora Asli Özge (Estambul, Turquía, 1975), arrancó su filmografía en su ciudad natal con Men on the Bridge (2009), un documento que profundiza sobre los obreros del puente de Bósforo, le siguió una ficción Para toda la vida (2013), para trasladarse a Alemania y seguir con All of a Sudden (2016), sendos dramas sobre la dificultad de relacionarse, con Black Box (2013), estrenada aquí con el título La caja de cristal, abordaba la gentrificación que sufrían unos inquilinos por parte de la inmobiliaria en pleno centro berlinés que fusiona con dosis de thriller. En su quinto trabajo, Faruk, recupera los problemas de vivienda, pero ahora de vuelta a su Estambul natal, y filmando a su padre, el Faruk del título, un tipo de noventa y pico años, viudo, de buena salud, tranquilo y lleno de vida. Un hombre que se ve envuelto en la transformación de la ciudad que afecta al bloque donde vive, que será demolido con lo cuál el anciano deberá buscar una vivienda mientras se edifica el nuevo inmueble. Un primer tercio que parece que la cosa va de denuncia ante los planes del ayuntamiento, la historia va derivando hacia otro costal, el de un hombre lleno de recuerdos, inquieto sobre su futuro, y temeroso de perder su vida, su memoria y todas las cosas que ha visto a través de las paredes de su piso. 

La directora turca se acompaña del cinematógrafo Emre Erkmen, que ha trabajado en todas sus películas, amén de films interesantes como Un cuento de tres hermanas (2019), de Emin Alper, y cineastas reconocidos como Hany Abu-Assad, construyendo una obra que coge de la realidad y la ficción y viceversa para ir creando un universo donde vida e invento se mezclan y van tejiendo una sólida historia donde el propio rodaje forma parte de la trama, como evidencia sus magníficos créditos iniciales, recuperando aquel espíritu de los “Nouvelle Vague”, donde el cine era un todo que fusiona realidad y ficción constantemente. Una cámara que sigue sin descanso a Faruk y sus circunstancias, siempre con respeto y sin ser invasiva, sino mostrándose como testigo de una vida. La música de Karim Sebastian Elias, con más de 40 títulos, sobre todo en televisión junto a Ulli Baumann, ayuda a ver sin necesidad de recurrir a sensiblerías que estropeen un relato sobre lo humano, el paso del tiempo y las ideas mercantilistas devoradoras de las grandes urbes. El montaje de Andreas Samland crea esa atmósfera doméstica, reposada y transparente, con algunas dosis de humor crítico e irónico en sus brillantes 97 minutos de metraje. 

No sólo he pasado un gran rato viendo las andanzas y desventuras de este Quijote turco, sino que he disfrutado con su mirada tranquila y nada catastrofista, eso sí, me emocionado viendo el miedo por su futuro, por su ciudad que tanto quieren cambiar, y por ende, su vida, su vivienda, sus recuerdos, qué momento cuando la película abre el baúl de los recuerdos y nos muestra partes de la vida de Faruk junto a su mujer, y esos mensajes vía móvil de la hija-directora manifestando sus innumerables problemas para conseguir dinero para terminar la película que estamos viendo. Faruk, de Asli Özge es de esas películas pequeñas de apariencia pero muy grandes en su ejecución porque son capaces de reflexionar sobre los graves problemas a los que nos enfrentamos los ciudadanos ante los continuos planes cambiantes de los que gobiernan que pocas veces van en consonancia con las necesidades del ciudadano. En fin, volvamos a la realidad inventada, sí, esa que ayuda a ver la complejidad de esa otra realidad que sufrimos cada día, y que se empeña en borrarnos, empezando por nuestra historia, nuestras fotografías y todo lo que nos ha llevado hasta hoy, aunque algunos parezca que eso de hacer memoria lo vean como un problema, la codicia infinita si que es un problema, porque el pasado y el futuro están llenos de presente, que escuché alguna vez, y Faruk lo sabe muy bien. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA 

Aquel verano en París, de Valentine Cadic

BLANDINE CONOCE A BLANDINE. 

“En el cine, las jóvenes solitarias suelen ir asociadas al drama o al peligro. Me interesa explorar esa soledad como espacio de descubrimiento. Con Blandine quería retratar a esas mujeres que superan la treintena sin ajustarse a las expectativas sociales, sin reivindicarlo necesariamente”.  

Valentine Cadic

Seguramente recuerdan a Delphine, la protagonista de El rayo verde (1986), de Eric Rohmer que, al llegar las esperadas vacaciones, no tenía con quién ir y decidía ir sola, y eso la llevaba a conocer una parte oculta y muy importante de su alma. Algo parecido le ocurre a Blandine, la protagonista de Aquel verano en París (en el original, “Le rendez-vous de l’été”, traducido como “Reuniones de verano”), ópera prima de ficción de Valentine Cadic que, al igual que Delphine, llega al París en pleno auge de Juegos Olímpicos en el verano de 2024 desde Normandía con la idea de ver la competición de la nadadora Béryl Gastaldello, que se interpreta a sí misma, y aprovechar su viaje para ver a su hermana mayor Julie, que no ve desde hace diez años, y de paso conocer a su sobrina Alma. 

A través de un guion coescrito entre Mariette Désert, que tiene en su haber films de Martin Rit y Mikaël Hers, y la propia directora, seguimos las peripecias, desventuras y tropiezos de Blandine, que soporta con estoicismo y buen humor todos los avatares de la turista que se pierde, que no puede entrar al recinto porque su mochila es demasiado grande y cosas de ese tipo. La película no oculta su sencillez e intimidad, sino que al contrario hace de ello su fortaleza y solidez para construir una historia que nos atrapa desde el primer instante, combinando las imágenes propias del documento que está sucediendo al instante con la obra de ficción que se fusiona generando una idea de vida y ficción que casa con claridad y de forma muy natural, como ya hizo Cadic en dos cortos como Les grandes vacances (2023), con un camping en plena temporada como telón de fondo, y en Omaha Beach, que reconstruye el desembarco de Normandía en los mismos lugares donde sucedió. Blandine nos sirve de guía en mitad de un caos de ciudad, llena de gente, y el reencuentro/desencuentro con Julie, más pendiente de su caos personal que de la visita de su hermana. 

La directora que ha actuado en las películas “Ava” de Léa Mysius y “Nuestras batallas” de Guillaume Sénez, se ha rodeado de una gran cinematógrafa como Naomi Amarger, que trabaja en las cintas de Marie-Castille Mention-Schaar, impone una luz clara y transparente que evidencia la humanidad de la joven protagonista, con la textura que da el celuloide como hacían en Mi vida con Amanda (2018), del citado MIkaël Hers, y en Una bonita mañana (2022), de Mia Hansen-Love, mostrando un París caótico sí, pero captando los contrastes entre las calles de multitud con los interiores más reposados. La música de Saint DX, que debuta en el cine, ayuda a establecer un interesante diálogo entre las imágenes festivas con los las emociones que experimenta Blandine, una especie de náufraga que más que salir de la isla quiere estar un rato en silencio y experimentando lo que es y lo que necesita. El montaje de Lisa Raymond, en una película breve, tranquila y nada complaciente, aunque a primera vista a algún espectador le pueda parecer lo contrario, en un montaje clásico, que no usa recursos modernos ni da que maquille lo que se cuenta y de la forma en que lo hace, en sus interesantes y profundos 77 minutos de metraje. 

Si el guion funciona a las mil maravillas con un París que se ve diferente, con una perspectiva de ciudad densa, multitudinaria y también, con pequeñas historias que suceden en silencio como la de Blandine, auténtica alma de la película con la magnífica y emocionante interpretación de Blandine Madec, que ya fue la antiheroína de la mencionada Les grandes vacances, con un personaje diferente pero con esa actitud de estar sola sin nadie alrededor. Le acompañan India Hair como Julie, que hemos visto en películas de Quentin Dupieux, Ursula Meier, Maïwenn y la reciente Tres mujeres, de Mouret, Arcadi Radeff que ra uno de los protagonistas de El cuadro robado, entre otros. Una película como Aquel verano en París es una rara avis porque reivindica la soledad como herramienta esencial para estar y conocerse a uno mismo para crecer, respirar y sentir a tu manera, despacio y sin prisas. Una película en ese sentido muy revolucionaria, porque en un mundo lleno de presiones sociales, donde estar soltero/a se relaciona a algo negativo y no a una elección muy personal, el relato de la directora francesa captura con gran sentido y claridad la necesidad de estar sola que tiene Blandine, y sobre todo, de tomarse la vida como viene, a aprender a dejar de amar, a una lección constante, a ser y estar como uno quiera sin necesidad de dejarse llevar por una sociedad tan libre que se olvida de sentir el verdadero significado de ser libre. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Volver a ti, de Jeanette Nordahl

LA VULNERABILIDAD DEL AMOR. 

“La gente empieza viendo una cosa y acaba viendo la contraria. Empieza amando y acaba odiando, o sintiendo indiferencia y después adorando. Nunca logramos estar seguros de qué va a sernos vital ni de a quién vamos a dar importancia. Nuestras convicciones son pasajeras y endebles, hasta las que consideramos más fuertes. También nuestros pensamientos”. 

En “Los enamoramientos”, de Javier Marías

Una de las grandes “tragedias” de la existencia es la distancia tan abismal que, a veces, ocurre cuando los sentimientos resultan tan diferentes y alejados a las circunstancias en las que nos vemos sometidos. Momentos en que las ideas y planes establecidos se tambalean porque el azar, lo inesperado y lo incontrolable se impone de forma aplastante en nuestras insignificantes vidas, removiéndolo todo de tal manera que nos sitúa en una situación de fragilidad y extrema vulnerabilidad, en que la vida nos despierta de un sopapo y nos viene a explicar su verdadera significado. Esos “bombazos” emocionales sólo nos vienen a resituarnos en un lugar que no nos gusta y en realidad, es el esencial, porque en las crisis existencias es donde conocemos nuestra verdadera esencia como seres humanos. 

En Volver a ti (“Begyndelser”, en el original, traducido como “Principantes”), la segunda película de Jeanette Nordahl (Olstykke, Dinamarca, 1985), sitúa a sus protagonistas Ane y Thomas en una deriva muy real y también, muy incómoda. Ellos han decidido que sus vidas tomarán caminos separados, aunque todavía no han informado a sus dos hijas: Clara, adolescente y Marie, niña. La cosa se tuerce y mucho cuando un grave problema de salud de Ane obliga a no tocar nada y qué la cosa siga igual de forma fingida. Pero… “La vida te da sorpresas…” que cantaba Rubén Blades, y la cosa se tuerce aún mucho más, dejando a la “familia” en una situación aún más frágil, incómoda y compleja. La directora danesa que conocemos por sus series Cuando el polvo se asienta y Memorias de una escritora, y su primer largo Wildland (2020), que también hablaba de la familia, en ese caso, de una núcleo con apariencia normalidad que oculta una vida oscura y criminal. A partir de un guion escrito por Rasmus Birch, que tiene en su haber películas como Cuando despierta la bestia y Plan de salida, y la propia directora, el relato se instala en la vulnerabilidad de nuestros sentimientos y en cómo mutan las decisiones que creíamos firmes. 

Una cinematografía íntima y transparente, tremendamente cotidiana y cercana, que firma Shadi Chaaban, del que vimos La última reina, consigue introducirnos con suavidad y gran sensibilidad las sutilezas y detalles que llenan la historia, sin recurrir a ningún truco cinematográfico ni nada por el estilo. La música de un grande como Nathan Larson, con más 50 títulos en su filmografía, entre los que destacan sus trabajos con cineastas de la talla de Stephen Frears, Todd Solondz y Lukas Moodysson, construye con una cercanía que traspasa la pantalla un cine sobre la fragilidad humana, donde cada mirada y cada gesto presiden cada encuadre y plano. El montaje de Rasmus Gitz-Johansen, que ha trabajado con el reconocido Tomas Alfredson y series como Memorias de una escritora, donde coincidió con Nordahl, traza sin estridencias una sutil mirada sobre lo que somos, sobre las complejidades entre lo que decidimos y lo que deseamos, y las dificultades entre los sentimientos y la realidad que tenemos delante, a partir de unos personajes de verdad, que están trazados con cotidianidad, observando sus zonas amables, oscuras y otras, las que no podemos describir, en unos fascinantes 96 minutos de metraje. 

Una película que juega con lo que no se ve y la vulnerabilidad de la naturaleza humana, tan compleja y a la vez, tan llena de miedo, debía tener una pareja de intérpretes a la altura de unos personajes nada fáciles de componer. Tenemos a Trine Dyrholm, que también coproduce la cinta, una de las grandes actrices danes de las dos últimas décadas al lado de nombres como los de Vinterberg, Bier, Pernille Fischer Christensen, Scherfig y Annette K. Olesen. Su Ane es un gran reto que la actriz dignifica e interpreta con dignidad y verdad, con esos grandes momentos en la piscina y todos los demás, donde la mirada traspasa generando una vida alucinante. A su lado, otro actor inmenso como el sueco David Dencik como Thomas, con gran recorrido internacional y no es la primera que coincide con Dyrholm. Un personaje que defiende con gran exactitud y transmitiendo todos los innumerables matices. Las estupendas hijas que hacen Bjork Storm en la piel de Clara, la adolescente que será crucial en el devenir de la trama, y Luna Fuglsang Svelmoe como la pequeña Marie. Y Johanne Louise Schmidt que tiene el incómodo rol de Stine, la otra. La mujer en la sombra de la familia. 

Una de las cualidades que alberga una película como Volver a ti es su mirada nada complaciente a la condición humana, porque a modo de cirujano hábil va hurgando en las heridas de cada uno y extrayendo aquello que nos gustaría olvidar o simplemente, obviamos por miedo a enfrentarnos a esa parte de nosotros. La película en ese sentido es directa y va de frente, porque no es moralista, ni mucho menos, intentando encontrar inocentes ni culpables, aquí la cosa va de mostrar la fragilidad de nuestras emociones y lo fácil que nos resulta dejar de creer en aquello que creíamos firme y viceversa. También nos confirma como gran retratista de la oscuridad humana a la directora danesa Jeanette Nordahl, que sin caer en grandes historias y sobre todo, en piruetas argumentales ni mucho menos emocionales, consigue un relato de gran intensidad emocional sin caer en la sensiblería ni en nada que se le parezca, aquí hay mucha verdad, de la que nos hace vernos en los espejos que no queremos mirarnos, en los que devuelven reflejos incómodos, difíciles y que nos abofetean nuestras creencias, ideas, decisiones y sentimientos poniéndolas en un continuo cuestionamiento. Así somos, tan fuertes como frágiles. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Sorda, de Eva Libertad

LA MADRE SORDA. 

“La sordera es más que un diagnóstico médico; es un fenómeno cultural en que se unen inseparablemente, pautas y problemas sociales, emotivos y lingüísticos”.

Hilde Schlesinger y Kathryn Meadow 

Primero fue un cortometraje de 18 minutos de título Sorda, codirigido por Eva Libertad (Molina de Segura, Murcia, 1978) y Nuria Muñoz, con la que codirigió tres trabajos en total, y protagonizado por Miriam Garlo, hermana de Eva, y filmado en 2021, que pasó por más de 110 festivales y cosechó más de 60 premios, donde se exponían las dificultades de una joven sorda que quería ser madre en un mundo hecho para oyentes. Cuatro años después, nos llega el largometraje que conserva el mismo título y profundiza en todos los desafíos y muros a los que debe enfrentarse Ángela, una sorda que es madre junto a su pareja oyente Héctor. Alejándose totalmente del victimismo y la condescendencia, Libertad que dirige en solitario, traza un sensible e íntimo relato en el que no quiere abanderar ninguna causa, sino, de un modo relajado y tranquilo exponer las diferencias y los conflictos que surgen en cualquier pareja que acaban de ser padres, y además, con el añadido que la madre es sorda y debe lidiar con una sociedad por y para los oyentes.

En el primer tramo de la película vemos una vida compartida y acompañada entre Ángela y Héctor, en la que reina la armonía, la comprensión y la mirada cómplice y el amor entre los dos. Se producen las visitas de los padres de ella, tan temerosos por su hija, y aún más, cuando descubren que será madre. La complicidad de Ángela con los demás sordos/as donde todo es comunicación, comprensión y alegría y luego, están los amigos de él, donde Ángela puede ser una más con sus pequeñas dificultades. La segunda parte, cuando son padres, la historia vira a los conflictos que van surgiendo donde ella se siente desplazada y busca refugio en los demás sordos. La película explica con detalle y sobriedad todos los pequeños conflictos que se van produciendo, y lo hace con total claridad y transparencia, donde observamos los muros cotidianos, esos que se van creando casi sin darnos cuenta, donde lo que vemos “normal” es completamente dificultoso para alguien que es sordo. Pero, la directora murciana se destapa en su ópera prima con una valentía e inteligencia que hace que su película encuentre en las diferencias su mejor virtud, porque las acoge y no da soluciones, sino que las describe minuciosamente y expone los hechos que luego deberán ser lidiados por los personajes, tan cercanos como de verdad. 

La luz cálida y mediterránea que desprende toda la película, a pesar de los nubarrones emocionales que van cayendo sobre la relación de los principales protagonistas, ayuda a tener ese tiempo de reflexión que propone la película, en un gran trabajo de la cinematógrafa Gina Ferrer, de la que conocemos sus trabajos con Juan Miguel del Castillo, Estibaliz Urresola, Pau Calpe y la reciente Bodegón con fantasmas, de Enrique Buleo, entre otras. La interesante y profunda música de una especialista en la materia como Aranzázu Calleja, que tiene en su haber a cineastas como Borja Cobeaga, Galder Gaztelu-Urrutia, Alauda Ruiz de Azúa y los Moriarti, dando esos toques leves de negrura en el interior de los personajes, sin poner el acento, con tremenda sutileza. El montaje de una grande como Marta Velasco, habitual de los Trueba, los Javis, Agustín Díaz Yanes y algunos más que, con sus 99 minutos de metraje el tempo va in crescendo, de forma reposada, sin aspavientos ni prisas, con sencillez y cercanía para entender todos los conflictos tanto internos como externos, manejando con sabiduría todos los instantes sin caer en ningún momento en el victimismo o cosas por el estilo. 

La maravillosa pareja protagonista es capital en Sorda, porque tenemos a Miriam Garlo y Álvaro Cervantes, que saben transmitir toda la ternura, compañía y amor de una pareja que han vencido las diferencias y viven con cariño e intimidad. La llegada de su hija los trasbalsa como sucedería con cualquier pareja en la que los dos fueran oyentes. Sus dificultades nacen con las relaciones sociales de un mundo oyente que tiene poca empatía con los sordos y ahí es donde la película coge un vuelo magnífico porque saca a relucir todas las diferencias, conflictos y muros tanto de la pareja como de su entorno, y la posición de la película es extraordinaria porque no se deja de las consignas, banderas y demás estupideces, y saca toda su humanidad para hablarnos de temas tan candentes y cuestiones que desafían el amor de la pareja y su propia paternidad y maternidad. Los dos intérpretes están sublimes, porque lo hacen todo muy fácil, a pesar de la complejidad que va adquiriendo la historia con las distancias que se van generando. Los estupendos Elena Irureta y Joaquín Notario son los padres de Ángela que, saben transmitir todos los miedos que tienen acerca de su hijo, y por ende, mucha de la visión de los oyentes hacía los sordos. 

Lo que deja claro una película como Sorda es que todos deberíamos aprender el lenguaje de signos, y no por ayudar a los sordos, que sí, sino también para ayudarnos a nosotros, para no olvidarnos de los que viven de otra forma, y sobre todo, para empatizar con todos ellos. Una lengua que debería ser obligatoria para todos en la enseñanza pública, porque nos ayudaría a entender nuestra sociedad, todas sus diferencias, diversidades y problemas. Hemos de agradecer a Eva Libertad que haya hecho una película como ésta, una película que aborda los conflictos desde una complejidad diferente y nada complaciente, sino todo lo contrario, explorando los recovecos y los espacios que se originan en la relación que vemos en la cinta. Hay algunas películas que habían tratado las tremendas dificultades de los sordos como El milagro de Ana Sullivan (1962), de Arthur Penn o Hijos de un dios menor (1986), de Randa Haines, entre muchas otras, pero hasta ahora nadie había tratado esos primeros meses de una madre sorda y las complicaciones que surgen para una madre que hace lo imposible por aceptar y adaptarse y en cambio, la sociedad, tan ensimismada en mirarse a sí misma y nada afuera, y se muestra incapaz incapaz de mirar y empatizar con el otro, y en este caso, con las personas sordas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Antonella Sudasassi Furniss

Entrevista a Antonella Sudasassi Furniss, directora de la película «Memorias de un cuerpo que arde», en la Sala Club de la SGAE Catalunya en Barcelona, el viernes 14 de febrero de 2025.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Antonella Sudasassi Furniss, por su tiempo, sabiduría, generosidad, a Óscar Fernández Orengo, por retratarnos de forma tan maravillosa, y a Sonia Uría de Suria Comunicación, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Memorias de un cuerpo que arde, de Antonella Sudasassi Furniss

LAS MUJERES DE FUEGO. 

“Estoy viva y mientras esté viva, no voy a ser una vieja”. 

Primero fue El despertar de las hormigas: Niñez (2016), un cortometraje de 18 minutos en el que abordaba el primer orgasmo de Luciana, una niña de 10 años. La segunda cita fue El despertar de las hormigas (2019), un primer largometraje que se situaba en la mirada de Isa, una joven madre y esposa que no desea un tercer hijo y experimentar con las cosas que le ofrece su cuerpo y la vida. El tercer viaje es Memorias de un cuerpo que arde, donde la directora Antonella Sudasassi Furniss (San José, Costa Rica, 1986), cierra su trilogía sobre el deseo y el placer femenino a través del sexo en la edad madura, donde a partir de las tres historias reales de Ana, Patricia y Mayela nos convoca a un viaje por la memoria y la experiencia personal de tantas mujeres latinoamericanas que crecieron y vivieron la represión sexual en una sociedad patriarcal y eminentemente religiosa que les impidió ser ellas mismas y experimentar en libertad su cuerpo, sus cambios y su sexualidad plena y las sometió a un silencio y una violencia hasta que se levantaron y dijeron basta. 

La directora costarricense ha construido un mundo que se sitúa en las décadas de los cincuenta y sesenta en un solo espacio, la casa de la protagonista en el que se edifica un imaginativo y poderoso dispositivo en el que mezcla con astucia dos elementos aparentemente antagónicos pero que acaban casando con un equilibrio y naturalidad apabullante. Por un lado, escuchamos los testimonios íntimos y sin complejos de las citadas mujeres de más de 65 años que explican sus descubrimientos en la infancia, juventud y adultez y su relación con su sexualidad, a través de sus experiencias en el amor, el sexo, la maternidad y la violencia. Por el otro, se cimenta una elaborada ficción en el que tres mujeres/actrices interpretarán lo que escuchamos pasando por las tres edades bien diferenciadas: la infancia, la adultez y la vejez en una sola mirada y experiencia. A partir de una estructurada y reposada mise en scène en el que todo sucede en una casa que va escenificando las diferentes etapas vitales y los respectivos lugares en los que va aconteciendo. Mediante unos ligeros y suaves planos secuencia muy bien dirigidos y coreografiados como el que abre la película: donde se muestra sin tapujos y con total transparencia el juego cinematográfico al que estamos a punto de asistir, y ese leve cambio de objetivo y pasamos de la no ficción a la ficción. 

Sudasassi Furniss vuelve a contar con el cinematógrafo Andrés Campos como ya hizo en la citada El despertar de las hormigas, donde se vuelve a imponer una luz muy natural donde lo doméstico adquiere toda su fuerza y centro de la historia, en el que los personajes se desenvuelven con total desparpajo por el entorno y transmiten esa intimidad que consigue sin estridencias ni inventos del estilo. La música de Juano Damiani crea ese espacio altamente cercano y sensible por el que transita la película, sin caer en lo acomodaticio ni sobrepasarse, bien acompañado por los escogidos temas musicales, como el maravilloso tema que canta Valeria Castro, de la que ya hemos apreciado su arte en películas como Mi soledad tiene alas y la reciente El 47. El montaje de Bernat Aragonés, un editor que ha escogido muy bien sus trabajos ya que ha tenido a nombres tan importantes como el desaparecido Agustí Villaronga, Isabel Coixet y Belén Funes, entre otros. Un trabajo impresionante porque la tarea no era nada sencilla, porque hay un sinfín de viajes en el tiempo, entre las tres diferentes edades, sensaciones y demás, con la ayuda del gran trabaja de arte, porque en el mismo plano se pasa entre tiempos, cambios y demás. 

Las magníficas composiciones de las tres mujeres/actrices que dan vida a la misma mujer en sus tres etapas, debutantes o casi en el campo cinematográfico. Tenemos a la niña que hace Juliana Filloy, que descubre sus primeras veces en el amor, en el sexo, en la violencia, en la alegría y la tristeza en el entorno que le rodea. Luego, pasamos a Paulina Bernini que hace la juventud y la adultez con los primeros besos, caricias, la boda, la maternidad, la violencia y una sexualidad en dos capas, con el marido sin orgasmos y después, en soledad disfrutando del sexo. Y por último, Sol Carballo es la mujer en su edad más avanzada y que actúa como eje vertebrador y memorístico que va repasando sus experiencias contándonos recuerdos y secretos íntimos y revelaciones ocultas que van haciendo un retrato individual y común de tantas mujeres que vivieron lo mismo en sus compañías y soledades donde descubrieron y experimentaron un mundo de sensaciones y de libertad que tuvieron que vivir en silencio y sin hacer ruido, hasta que dijeron basta y despertaron e hicieron su vida, en total libertad, sin imposiciones y con independencia, abriendo el camino para las generaciones de mujeres posteriores. 

Una película como Memorias de un cuerpo que arde se suma a esta mirada crítica y personal de muchas cineastas que están filmando historias que tienen que ver con el pasado de las mujeres, un pasado lleno de oscuridad, de violencia y de silencio, en que este cine ayuda a mostrar tantas realidades ocultas, invisibilizadas y olvidadas a través de un cine que muestra, que reflexiona y sobre todo, da luz a tanta oscuridad. La película de la cineasta caribeña se hermana de forma directa y personal con la reciente Las novias del sur, de Elena López Riera, porque las dos cintas rescatan una memoria que existía pero estaba silenciada, la de tantas mujeres que hicieron una vida a través de las sombras, llena de tabúes, hipocresía y maldad, donde el sexo, la menstruación, la maternidad, el amor y demás eran temas totalmente desconocidos. Las directoras Antonella Sudasassi Furniss y Elena López Riera y todas las demás que volverán a abrir en canal estos temas sobre tantas mujeres, tan necesarios para todos los públicos de ayer, hoy y siempre, porque construyen una historia real y no incompleta como hasta ahora, y además, son temas que forman parte de nuestra realidad y cuánto más se conozcan y se expongan mejor para todos y todas ya que nos abrirá un mundo de experiencias y sensaciones que podemos disfrutar entre todos y todas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Mary Superchef, de Enzo D’Alò

MARY DEBE APRENDER A DECIR ADIÓS. 

“La muerte deja un corazón roto que nadie puede sanar, pero el amor deja un recuerdo que nadie puede robar”

(Proverbio irlandés)

En la inolvidable Mi vecino Totoro (1998), de Hayao Miyazaki se profundiza de forma sencilla y honesta, en el proceso emocional de dos hermanas que, entablan amistad con un espíritu del bosque para enfrentarse al dolor de tener a su madre enferma en el hospital. Un cine de animación para todos los públicos. Por los mismos contornos se mueve Mary Superchef (A Greyhound of a Girl), de Enzo D’alò (Nápoles, Italia, 1953), basada en la novela “Como un galgo”, del irlandés Roddy Doyle, del que se han llevado a la gran pantalla excelentes títulos como The Commitments (1991), de Alan Parker, y Café Irlandés (1993), y La camioneta (1996), ambas de Stephen Frears, entre otras. Una cinta muy cercana, de dibujo sencillo y nada enrevesado, aquí lo que cuenta es tratar el tema de la pérdida y el duelo a través de la mirada inquieta de Mary O’Hara, una niña de 11 años que empieza su verano con dos frentes: la enfermedad de su abuela y la despedida de su mejor amiga, amén de prepararse para conseguir una plaza en la escuela de cocina más exquisita de la zona. 

Un guion escrito por Dave Ingham, que lleva casi tres décadas imaginando series para el público infantil, y el propio D’Alò, del que conocemos sus excelentes trabajos en el campo de la animación donde se ha convertido en un abanderado gracias a títulos como  La flecha azul  (1996), Historia de una gaviota (y del gato que le enseñó a volar) (1998), Opopomoz (20023), Pinocchio (2012), y Pipu, Pupu & Rosemary: the Mystery of the Stolen Notes, entre otras, recibiendo grandes elogios de la crítica especializada así como galardones en los festivales más prestigiosos. A partir de una estructura bajo la atenta y valiente actitud de su protagonista Mary que, ante las dificultades, saca su arrojo y su carácter para hacer la suya. Un cuento que se aleja de lo complaciente y lo cómodo para adentrarse en terrenos emocionales complejos y muy oscuros, pero no desde un lado triste y sensiblero, para nada, todo está enfocado desde una mirada sincera y real, o podríamos decir de verdad, donde se explican situaciones muy íntimas y sensibles, donde se sitúa al espectador en varias tesituras donde los personajes se enfrentan a la enfermedad, a las despedidas y sobre todo, a la muerte, a aprender a decir adiós y enfrentarse al duelo. 

Una fábula ambientada en las costas irlandesas, en lugares como Cork y Wesford, donde predomina el verde como no podía ser de otra manera, en la que los tremendos paisajes costeros sirven de escenario común a una historia que recorre cuatro generaciones de mujeres de la misma familia que se vuelven a reencontrar para procesar el adiós en compañía y experimentando cada uno todas las emociones que experimentan. Otro elemento fundamental de la película es la composición musical que firma un grande como David Rhodes, guitarra histórico del gran músico británico Peter Grabiel, que con gran sensibilidad y transparencia ayuda a paliar todo el entramado emocional al que se enfrentan los diversos personajes desde perspectivas muy diferentes porque van desde la infancia a través de Mary de 11 años, su madre Scarlett, la abuela Emer y la invitada especial, la bisabuela Tansey, en un relato donde la realidad, la fantasía, la imaginación se dan la mano de forma natural en la que las cuatro generaciones se reúnen para decir adiós donde hay drama y tristeza, pero también mucho humor y una fiesta de la vida, de compartir y una gran celebración de la vida y del amor. 

El napolitano Enzo D’Alò es un fiel seguidor de las estructuras y formas de Studio Ghibli, porque desde la sencillez y la honestidad de su dibujo y sus planteamientos formales es capaz de sumergirnos en una excelente y profunda historia sobre la vida y el amor a través de despedirse de los seres que más quieres y más aún, cuando todavía tienes 11 años como le ocurre a la protagonista. Una heroína de verdad, de las que te encuentras, sin saberlo, cada día cuando caminas por la calle. Una joven que juega en los mismos contornos que otras niñas Ghibli como las citadas de Totoro, o aquella que debía enfrentarse a lo inquietante en la maravillosa El viaje de Chihiro (2001). Si deciden ir a ver una película Mary Superchef pueden acompañarse de los más pequeños, si los tienen, porque uno de los grandes logros de la película, y no es nada sencillo lo que ha hecho, es mostrar la pérdida y el duelo de forma cercanísima, nada estridente ni plañidera, sino desde lo humano, desde lo natural, desde la vida, de las cosas que más cuestan afrontar como la muerte, el adiós y sobre todo, enfrentarse a todo eso, y ser capaz de continuar y seguir adelante. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

¡Gloria!, de Margherita Vicario

VIVIR LA MÚSICA. 

“No hay palabras, sólo hay música”.

Antonio Vivaldi 

Las primeras imágenes de ¡Gloria!, de Margherita Vicario (Roma, Italia, 1988), son de una sencillez y sobriedad conmovedoras. Estamos en 1800, en Venecia, tras los muros de Saint Ignazio, un orfanato para mujeres. Teresa, la joven muda desde que se contará la historia, se entretiene con unos niños y niñas, y ocultados en un saco, extrae unos utensilios de cocina para hacer música. Una voz los llama y la joven se queda a solas con el guarda que le da un pequeño objeto para hacer música. Inmediatamente después, asistimos a una secuencia donde los quehaceres diarios van componiendo una melodía, y Teresa se queda absorta escuchando, hasta que la voz de la recta institutriz la despierta de su letargo musical. La trama escrita por Anita Rivarioli y la propia directora, gira en torno a Teresa y cuatro chicas que tocan el violín junto al coro del orfanato. Una película sobre la música, sobre la composición, y sobre todo, una obra que hace de la música más que una forma de vida, una forma de refugio en un mundo atroz donde el gobierno y la iglesia ostentan un poder patriarcal y salvaje. Un relato que recupera a la compositora Maddalena Laura Lombardini Sirmen, una de esas jóvenes huérfanas que fue recuperada y se erige como la figura de tantas otras que han quedado en el olvido y sus composiciones perdidas. 

La directora empezó como actriz, tuvo papeles con Woody Allen y Lamberto Bava, entre otros, continúo como cantautora indie publicando varios álbumes. ¡Gloria! es su ópera prima, y cómo no, nos habla de música y protagonizada por tantas jóvenes olvidadas que estudiaron música de alto nivel y aprendieron a amarla en aquellos orfanatos en el apogeo del barroco veneciano. La trama se detiene en la citada Teresa, que no habla, se comunica con la música, Lucia, la compositora de un grupo de violinistas que sigue con Prudenza, Bettina y Marietta, que reciben clases del maestro Perlina, el párroco del lugar, tan déspota, conservador y cero talentoso para la composición musical. Las cinco jóvenes encuentran en un fortepiano, oculto en uno de los sótanos, su refugio, su alegría y su forma de aguantar una existencia cruda, gris y sin futuro. Estamos ante una película histórica que nos cuenta una ficción ayudada por un contexto real y algunos personajes que existieron. Una fórmula que funciona sin necesidad de aspavientos ni estridencias argumentales, con protagonistas tan cercanos y tan naturales que nos acercan tanto a la parte más física como emocional. 

Vicario se ha acompañado de un gran equipo técnico que brilla en cada apartado de la película, empezando por una cinematografía que firma Gianluca Palma, sabe captar con sobriedad y elegancia el contexto de la Venecia de la historia, en el que cada plano y encuadre obedece a una síntesis muy elaborada de todo lo que se muestra y cómo se hace, captando cada gesto, cada mirada y cada situación. El montaje de Christian Marsiglia, con sus 106 minutos de metraje, tiene ritmo, pausa y contención, elementos esenciales para contar la trama de estas cinco antiheroínas, que encuentran en la música y su “fortepiano”, un camino para escapar de las férreas y conservadoras clases de Perlina y aún más, de un destino oscuro que les espera como esposas de algún sesentón terrateniente de la zona. Mención especial tiene el magnífico diseño de producción lleno de detalle que capta la atmósfera del momento histórico. El apartado artístico brilla con fuerza con la presencia de Galatea Bellugi encarnando a la mencionada Teresa, una actriz que hemos visto en películas como Keeper (2015), de Guillaume Senez y en A fue lento (2023), de Tran Anh Hung, entre otras,  dotando al personaje de una fragilidad y una fortaleza en silencio que ayuda a creer, aunque sea a escondidas, en la música y en escapar hacia otros lugares creando una melodía rebelde y diferente. 

Le acompañan Carlotta Gamba que hace de Lucia, rival y amiga, pura pasión y una rebelde sin causa, pero determinante en sus ilusiones, Sara Mafodda es Prudenza, tan sobria como su nombre indica, más racional que emocional. Veronica Lucchesi es Bettina, pura fuerza que se iluminará con la aparición de Teresa, Maria Vittoria Dallasta es Marietta, la más corta del grupo pero con ganas de aprender, y finalmente, Paolo Fossi, un actor veterano que ha trabajado con Gabriele Saltavores y Fausto Brizzi, entre otros, es el negruzco e hipócrita Perlina, que ejercerá con mano duro el liderazgo de un lugar demasiado gobernado por las autoridades portentosas. No se pierda ¡Gloria!, de Margherita Vicario, porque habla de la música como una de las más bellas expresiones del alma, o quizás, la más bella, y también, como refugio y como lenguaje cuando las palabras no salen o dan mucho miedo para ser pronunciadas. Es una película sobre la música, sobre las compositoras olvidadas que usaron la música para ser rebeldes, diferentes, capaces y sobre todo, libres, aunque el tiempo las haya olvidado, como siempre pasa. Por eso y por mucho más, una película como esta es importante y además, está tan bien construida que es una delicia que habla de la vida y de la capacidad de emocionarnos, de sentirnos vivos, felices e ilusionados, aunque las circunstancias se empeñen lo contrario. No pierdan lo que sienten, porque lo habrán perdido todo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA