Nuestro último baile, de Delphine Lehericey

BAILAR POR AMOR. 

“Nada nos hace envejecer con más rapidez que el pensar incesantemente en que nos hacemos viejos”,

Georg Christoph Lichtenberg

Un par de películas protagonizadas por adolescentes que están descubriendo el amor y el sexo, y también, la oscuridad y la complejidad del mundo de los adultos. Por un lado, tenemos Puppylove (2013), con Diane de 14 años, a la que su vida dará un vuelco con la llegada de una nueva vecina inglesa que la despertará demasiado deprisa. Por el otro, El horizonte (2019), con Gus de 13 años que, en el verano del 76, vivirá el hecho traumático de ver cómo la vida de su familia de granjeros se termina. Ambas están dirigidas por Delphine Lehericey (Neuchâtel, Suiza, 1975), que, en su tercer largometraje Nuestro último baile (Last Dance, en el original), se va al otro extremo de la vida, a la madurez, a la de Germain, un jubilado de 75 años que acaba de enviudar. Aunque pueda parecer que la directora suiza está hablando de cosas antagónicas, la cosa no es así, porque tanto los adolescentes como el jubilado tienen mucho que ver, mucho diría yo, porque comparten el mismo espíritu indomable ya que los tres comparten la ilusión y la energía por dejarse llevar siendo conscientes que la vida les está ofreciendo nuevas y ricas oportunidades. 

La trama es sencilla. Germain lleva a cabo la promesa que se hicieron con su esposa, que consiste en que el superviviente del otro/a, se hará cargo de su sueño. Así que, el hombre no tiene más obligación que ponerse a bailar danza contemporánea, sin complejos ni miedos. al pobre jubilado, al que los hijos sobreprotegen después de su pérdida, que no dejan en paz, con horarios, preocupaciones y tuppers sin freno. La promesa le viene al pelo para huir de su familia y volver a ilusionarse y empezar de nuevo, tantas veces haga falta. El tono de la película no es nada serio ni mucho menos profundo, no hace falta para profundizar y reflexionar sobre la vida en la madurez, porque Germain hace lo que debe hacer, a pesar de su dificultad y nervios, porque el amor hacia su mujer fallecida, le empuja para atreverse con lo que haga falta. Un marco como evidencia la sensible e íntima cinematografía de Hichame Alaouié, que ha trabajado con grandes de la cinematografía francesa como Joachim Lafosse y François Ozon, entre otros, en una trama en la que abundan los interiores, unos espacios que definen los sentimientos contradictorios de los personajes, sobre todo, del actor principal. 

La música de Nicolas Rabaeus, que ya trabajó con Lehericey en El horizonte, aporta un plus determinante porque ayuda a definir esos dos mundos por los que se mueve Germain, el de la danza y sus nuevos “colegas”, y el de su familia, tan recta, tan controlada, que oculta su nueva actividad. El montaje que firma Nicolas Rumbo, del que hemos visto las extraordinarias Un pequeño mundo, de Laura Wendel y El caftán azul, de Maryam Touzani, es un alarde de ritmo y naturalidad, porque sus fantásticos 84 minutos de metraje se nos pasan volando, y además, van situando la comicidad y la emocionalidad con pausa y sin prisas, en su justa medida y cuando toca. Aunque esta película no sería lo que es sin la magnífica elección del actor principal que encarna al juguetón y reposado Germain. Lo de François Berléand es un auténtico lujo, un actor veterano que ha participado en más de 100 títulos al lado de nombres que han pasado a la historia como Louis Malle, Jerzy Kawalerowicz, Bertran Tavernier, Claude Berri y Claude Chabrol, entre muchos otros, y personajes tan recordados como el del director del colegio de Los chicos del coro. Su Germain es todo un alarde de concisión y sobriedad, si alguno todavía no lo conoce, esta película es una buena forma de comenzar a conocerlo, porque el actor francés mira y se mueve con arte y gracia, incluso cuando no sabe y vemos que le cuesta. 

Germain es un tipo mayor con espíritu muy joven como evidencian las secuencias donde hace más migas con los nietos que con los hijos, tan pesados, tan preocupados y tan atosigantes. A Monsieur Berléand le acompañan una retahíla de buenos intérpretes muy heterogéneos y bien escogidos que arman un buen plantel que transmiten naturalidad y transparencia. Empezamos por la fantástica La Ribot, la prestigiosa bailarina y coreógrafa madrileña de danza contemporánea, que debuta en el cine, Kacey Mottet Klein, un colega del baile, que hemos visto en películas de Ursula Meier y Andre Techiné, Déborah Lukumuena es una bailarina negra y grande que se mueve de maravilla, que estaba en Las invisibles y Entre las olas, Astrid Whettnall, también bailarina, que vimos en Madame Margueritte y en Road to Istanbul, de Rachid Bouchareb. Los “hijos” son la actriz suiza Sabine Timoteo, con un carrerón al lado de directores tan potentes como Petzold, Glawogger y Rohrwacher, y el belga jean-Benoît Ugeux, con más de 30 películas y finalmente, la esposa que no puedo seguir bailando que es una gran dama del cine francés que ha trabajando con Garrel, el citado Lafosse, Jacquot, Assayas y Akerman. 

Les digo de verdad que una película como Nuestro último baile, dentro de su marco ligero, que no facilón, de su innegable transparencia, que huye del dramatismo y la sensiblería de algunas historias sobre la vejez, porque lo que se cuenta y el cómo se hace, se hace desde la verdad, el cariño y la dificultad, no te dice que sea fácil, sino que hay que seguir remando aunque cuesta más. Es también una inolvidable historia sobre el amor y sobre que significa amar, que en estos tiempos, tan líquidos, ya se nos ha olvidado que es amar. No es una obra sobre la vejez, que lo es, sino también, sobre la vida y todos esos deseos e ilusiones que todavía nos quedan por hacer, aunque todavía no sepamos cuáles son, y no es para nada una película lacrimógena, todo lo contrario, nos habla de vivir, de seguir trabajando por lo que deseamos, y sobre todo, es una película sobre nosotros y nuestro entorno, los que están con nosotros, para las buenas y las malas, y todas esas personas que nos quedan por conocer que son muchas, si seguimos ilusionándonos por todo eso que nos pasa y nos pasará a pesar de todos aquellos que ya no seguirán con nosotros, por las circunstancias que sean, porque estén o no estén, la vida continúa y nosotros con ella, sea riendo, cantando, bailando o lo que sea, y si no, que se lo digan a Germain. !Vaya tipo¡. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Theo Montoya

Entrevista a Theo Montoya, director de la película «Anhell69», en el marco del D’A Film Festival en Barcelona, en el Hotel Regina, el miércoles 29 de marzo de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Theo Montoya, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Iván Barredo de Surtsey Films, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Lorena López y Joe Manjón

Entrevista a Lorena López y Joe Manjón, intérpretes de la película «Nosotros no nos mataremos con pistolas», de María Ripoll, en el Cine Phenomena en Barcelona, el lunes 13 de junio de 2022.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Lorena López y Joe Manjón, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Katia Casariego de Vasaver, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Marc Sempere-Moya

Entrevista a Marc Sempere-Moya, codirector de la película «Canto cósmico. Niño de Elche», en el marco de L’Alternativa. Festival de Cinema Independent de Barcelona, en el Parc de la Ciutadella en Barcelona, el viernes 26 de noviembre de 2021.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Marc Sempere-Moya, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a Eva Calleja de Prismaideas y al equipo de prensa de L’Alternativa, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño.

Los inocentes, de Guillermo Benet

UNA NOCHE, UN MUERTO, SEIS AMIGOS. 

“Ninguna culpa se olvida mientras la conciencia lo recuerde”.

Stefan Zweig

La excelente película Ciutat Morta (2013), de Xapo Ortega y Xavier Artigas, recogía el “Caso 4F”, en el que cinco jóvenes fueron procesados por unos incidentes en el desalojo de una piso okupa, que provocaron el lanzamiento de una maceta que provoco lesiones irreversibles a un agente de policía. La película destapaba las tremendas irregularidades del proceso que acusó a cinco inocentes, y crítica las corruptelas del Ayuntamiento de Barcelona y su policía municipal. En Los inocentes, opera prima de Guillermo Benet (Madrid, 1984), que conocíamos su faceta como productor al frente de Vermut Films, donde había producido grandes trabajos como Pueblo (2013), de Elena López Riera, entre otros. El retrato se detiene y mira al otro lado, a aquellos desconocidos entre los que se encuentran a los verdaderos culpables que lanzaron la maldita maceta, y en el caso de la película de ficción, el lanzamiento de una piedra que impacta contra un policía en un desalojo de una casa okupa.

Benet, y su coguionista Rafael Alberola, nos acotan su trama en la noche de los hechos, contados a partir de la situación de cada uno de los seis personajes implicados, a través de ese formato cuadrado de pantalla, que nos remite a la pantalla de móvil, con el off o fuera de campo, como premisa sine qua non, en el que siempre vemos el punto de vista de cada uno de los personajes, mediante cinco episodios que conforman la estructura de la acción. Con una intensísima y agobiante luz tenue y sombría obra del cinematógrafo Giuseppe Truppi, que ayuda a situarnos en el centro de todo, asistiendo y acompañando el inmenso agobio de los personajes en cuestión, como si fuese una carrera contrarreloj, una huida hacia ninguna parte, donde solo hay tiempo de correr, sin pensar, con algunas secuencias en ese exterior noche, para luego encerrarnos en el piso de uno de ellos donde se reencontrarán. Un montaje cortante y febril que juego mucho con la dilatación del tiempo, firmado por Perig Guinamant, en esos flashbacks que nos ayudan a conocer un poco más la deriva de los personajes, para en el trama final, donde ya todos están en la vivienda reunidos, evidenciar mucho más la confrontación y soledad que se instala en el grupo de amigos.

Una película de estas características, de guerrilla y filmada con amigos, era fundamental la participación de un grupo de cómplices intérpretes para dar vida a estos seis amigos enfrentados entre sí, y llenos de culpa y miedo, compuesto por las conocidas Susana Abaitua y Olivia Delcán (con un look y caracterización muy impactantes, que choca enormemente con la imagen que teníamos de ella, y cuesta mucho reconocerla), y los interesantes Pablo Gómez Pando, Violeta Orgaz, Pilar Bergés, Raúl de la Torre. Un grupo que, a medida que avanza la noche, la maldita noche, se encerrarán en ellos mismos, consumidos por lo sucedido, nerviosos y muy alterados, que pelearán entre ellos, sin encontrar una salida a todo lo sucedido. Unos personajes devorados por esa culpa atroz, por un miedo que los lanza al abismo, y sobre todo, cómplices en un acto que les dejará huella a todos, más allá de esa fatídica noche que parece no tener fin. La película de Benet funciona en su propósito, arma muy bien su forma y fondo, no explica ni se aventura en nada que no tenga que ver con esa noche y el suceso que los tiene encerrados, con esa estupenda planificación de guion que hace más evidente el alejamiento entre ellos, y las mentiras que se dirán, todos movidos por un miedo irracional, sometidos a una situación que les supera, que no les deja pensar, que los tiene atemorizados, que quieren huir de ella pero no saben cómo.

El director madrileño juega con inteligencia y aplomo con todo su entramado cinematográfico, escarbando en el aspecto psicológico de cada uno de los personajes, mostrándolos en soledad, o en el caos de la huida y el enfrentamiento de la policía, siempre bajo sus miradas y movimientos, y luego, enfrentándolos cuando todos están en el piso, intentando encontrar alguna salida que les libere de esa culpa que los está despedazando. Nunca veremos el hecho en sí, y mucho menos el autor material del lanzamiento de la piedra, inteligentemente la película no lo muestra, porque la cinta juega en que todos pueden ser culpables, porque todos han participado en el suceso, y nadie sabe qué ha ocurrido con exactitud, así que escucharemos los testimonios de cada uno de ellos, sus contradicciones, sus olvidos, sus vagos recuerdos, sus caracteres, y sobre todo, su aislamiento, su miedo y su culpa, y entre todo ese barullo de ideas, recuerdos y disputas, los espectadores deberemos sacar nuestras propias conclusiones, saber quién es el culpable, o simplemente, darnos cuenta la fragilidad de la condición humana y sobre todo, lo fácil que es caer en la oscuridad cuando el miedo se apodera de nosotros. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Alegría Tristeza, de Ibon Cormenzana

EL HOMBRE QUE NO PODÍA LLORAR.

La película se abre de forma brutal y desatando el conflicto interno que sufren los personajes. Marcos, el padre protagonista, cena junto a su hija Lola, en silencio, y sin que aparezcan juntos en los cuadros. Marcos no acaba su cena y se marcha, nos quedamos con la mirada inquieta de la niña. De repente, empezamos a escuchar unos golpes secos y fuertes que provienen de la aseo de la vivienda. Lola se dirige hacia el aseo y allí, sin mediar palabra, abraza a su padre que tiene el puño de la mano derecha ensangrentada. De esta manera, áspera y sin aliento, arranca la tercera película como director de Ibon Cormenzana (Bilbao, 1972) con una interesante trayectoria como productor de autores tan importantes como Pablo Berger, Julio Medem, Claudia Llosa o Celia Rico, en la dirección se ha prodigado menos con sólo dos títulos muy espaciados en el tiempo, su debut con Jaizkibel (2000) planteaba un película que abordaba el tema del suicidio a través de las investigaciones de un director de cine, en la siguiente, Los Totenwackers (2007) narraba una aventura infantil destinada para los más pequeños.

Con Alegría Tristeza, vuelve a los mismos parámetros que ya retrata en su opera prima, ambientes cotidianos y un drama desgarrador y bien narrada, dónde la contención y la sobriedad son las armas para enfrentarse a los conflictos emocionales de los personajes. Marcos es un bombero habituado a las situaciones límite, aunque la vida le pondrá en la tesitura de lidiar con un durísimo golpe que le hará entrar en un estado depresivo, donde ha perdido la empatía emocional, no siente ni sabe sentir a los demás. Todo este problema le llevará a un hospital a tratarse psiquiátricamente, donde un doctor veterano le impondrá un método más convencional para ayudarle,  en cambio, una joven doctora empleará otros mecanismos, más personales, para hacer volver a sentir. Cormenzana nos cuenta la película con un guión preciso y lleno de detalles interesantes, un narración escrita junto a Jordi Vallejo (guionista de series como Sin identidad o Nit i dia, o películas como El pacto) consiguiendo de forma sutil y emocionante, llevarnos por los problemas de Marcos y aquello que lo trastorno, y sus relaciones con su hija y su mejor amigo, que también es compañero de trabajo.

El director bilbaíno nos sumerge en una película sencilla y honesta, sin estridencias sentimentales ni giros nerviosos de guión, sino adentrarnos con pausa en el mundo del protagonista, y su nuevo ambiente del hospital, contándonos de forma sutil y sobria los métodos médicos que va experimentando, y sus nuevos compañeros, como Andrés Gertrudix, con un personaje que sufre esquizofrenia, una de las presencias inquietantes de la película, o la relación íntima y personal con la doctora Luna, que consigue traspasar la barrera profesional y adentrarse en esa maraña de no sentimientos que padece Marcos. La película pide atención por parte del espectador, y sobre todo, dejarse llevar por un cuento bien narrado, que utiliza de forma admirable los espacios y la relación de ellos con los personajes, creando esa atmósfera que nos hace empatizar con ellos, no de forma evidente y sin gracia, sino todo lo contrario, acompañándolos en su experiencia dramática y caminando junto a Marcos, experimentando con él todos sus conflictos internos y su depresión, mirándolo a los ojos y viviendo sus problemas.

La elección de Roberto Álamo para el personaje de Marcos es todo un gran acierto, porque Álamo vuelve a darnos una lección de sencillez y contención encarnando a un hombre ausente, perdido y a la deriva, recordándonos al Brando de La ley del silencio, esos personajes que deben afrontar sus miedos e inseguridades, y nos e ven capaces a enfrentarse a ellos y desnudarse emocionalmente. Bien acompañado por la dulzura y valentía de Manuela Vellés como esa doctora idealista que se enfrenta a su superior (maravillosamente bien interpretado por la sobriedad de Pedro Casablanc) porque desaprueba sus métodos médicos, la eficiente y calidez de la niña Claudia Placer lidiando con un padre triste, y las presencias de Carlos Bardem y Maggie Civantos, como amigo y esposa del protagonista. Cormenzana ha vuelto a dirigir consiguiendo atraparnos en un drama cotidiano y sencillo, conmoviéndonos con tiempo y mesura, una tragedia de nuestro tiempo, en que el conflicto emocional de Marcos es de aquí y ahora, algo que nos podría suceder a cualquiera de nosotros, un problema mental al que debemos enfrentarnos de forma durísima y sin titubeos, sacando aquello que nos duele y nos revienta, aquello que no nos deja vivir, aquello que nos ha alejado de los nuestros, y nos ha encerrado en ese estado de tristeza permanente y ausencia. Un estado que con la ayuda de los que más queremos y con profesionales, podemos salir adelante y empezar a vivir, respirar y volver a sentir.

The Party, de Sally Potter

FUERA MÁSCARAS.

En un instante de la película, uno de los personajes April, quizás el más irónico y cínico con su miseria y frustración, le suelta a Janet (amiga de toda la vida y recién nombrada ministra de sanidad) la siguiente advertencia: Yo no creo en la democracia, creo en ti. Toda una declaración de principios, y también, podríamos añadir que es donde descansa el verdadero propósito de la película, que no es otro que ese estado de ánimo, si todavía queda alguno, de los personajes que se encontrarán en el hogar de Janet y Bill para celebrar el nombramiento. Sally Potter (Londres, 1949) cineasta inquisitiva y crítica con los problemas personales y sociales, como ya demostró en películas memorables como Orlando (1992) o Ginger & Rosa (2012), plantea una película de gran pureza y naturalismo, en la que se despoja de todo artífico cinematográfico para sumergirse en la esencia de sus personajes y sus peculiaridades, desde su acción, que sigue el orden cronológico de los hechos, en un tiempo real, en esos intensísimos y frenéticos 71 minutos de duración, donde nosotros los espectadores asistimos como uno más, viviendo en directo lo que les va sucediendo a los personajes, a todo aquello que se va cociendo in situ. Otra de sus características es su color, o su falta de él, el blanco y negro naturalista y extremadamente sobrio, obra de Alexey Rodionov (íntimo colaborador de la directora).

La cinta nos sitúa en un solo espacio, el hogar ya citado, y su salón, donde se conocerán las mayores revelaciones, y también, la cocina, el baño y la terraza, ese espacio doméstico donde se hablará, discutirá y debatirá sobre todo, y digo todo, porque Potter atiza a todo, desde el romanticismo de los ideales, de la diferencia entre las ideas y los actos, de las verdades, aquellas reales y las inventadas, de la juventud, del tiempo, de la medicina de siempre y la natural, de la izquierda, del ultra capitalismo, del feminismo, la maternidad, la amistad, el amor, el agotamiento de la vida en pareja, de nuestros sentimientos, o lo que interpretamos que son, y la coherencia entre la vida profesional y la personal, y sobre todo, de todo aquello que deseábamos para nuestra vida y en algún momento, no sabemos cuándo, se quedó en alguna parte o lo dejamos por el camino, que para el caso es igual. Potter no deja títere con cabeza, y lo hace desde la comedia negra, muy negra, desde la fábula moral, aderezada con las canciones que suenan en ese viejo tocadiscos, que van describiendo el interior de cada uno de los personajes, que lo que empieza en una celebración, poco a poco se irá tornado de un tono más oscuro, más terrorífico, y derivará en el drama personal e íntimo, sin dejar nunca de lado esa mala uva tan característica del humor inglés.

Potter no mira a sus personajes con odio y recelo, sino todo el contrario, los mira y filma desde todos los puntos de vista, sin juzgarles ni admirarlos, en su sencillez humana, en sus contradicciones, en su insignificancia y miserias ocultas, sus miedos y sus mentiras, en una película que el punto de vista irá cambiando de mano, y cuando la película se detiene en uno, los demás acuden como espectadores insólitos para escuchar, oír y callar, solo algunos, porque otros sí que querrán decir la suya. Una velada con amigos, o con amigos que se mienten, o mejor dicho, que saben ser diplomáticos y sinceros cuando se les pide, y saben guardar las formas si la ocasión lo requiere, amigos al fin y al cabo. La cineasta británica va cociendo a fuego lento su (des) encuentro, moviéndose entre las figuras humanas, unas más reconocibles que otras, unas más sinceras que otras, llevando su drama hasta esa catarsis general en el que todo explotará, todo se destapará, y en el que todos, y cada uno de ellos, explicará su verdad, eso que tanto tiempo ha guardado, su vida, sus sentimientos, y todas las frustraciones que la política, la sociedad, la cultura y la maldita economía le han producido en su existencia.

Potter enmarca su película en lo que podríamos añadir como un género en sí mismo, con el aroma de cintas como El discreto encanto de la burguesía, Reencuentro o Los amigos de Peter, por citar algunas, nos referimos a esas reuniones de amigos, esos reencuentros o no, a esas veladas que empiezan con risas, palabras amables y formas elegantes, y los recuerdos del ayer, los perdidos, los encontrados o los inventados, que según avanza la reunión cordial y amigable, y sin saber cómo, o quizás sí, en algún momento, nadie sabe en qué momento, todo cambiará, las cosas cambiarán de rumbo, se tornarán diferentes, como si alguien las hubiera cambiado del revés, en una especie de hoguera de las vanidades doméstica, donde aparecerá todo, donde la mentira no aguantará más desplantes y vergüenzas, y la verdad se impondrá como un martillo ejecutor que golpeará a todos, sí a todos, sin olvidarse de ninguno, con la misma fuerza como si lo hiciera por última vez, porque después de esa noche ya nada volverá a ser igual, o quizás sí, pero con muchos matices, y todos deberán convivir sabiendo la verdad, y conociendo a lo que se atienen con sus conflictos interiores y sus relaciones con los otros.

Y como suele ocurrir en estas piezas de cámara humanas y sin trampa ni cartón, los personajes complejos, tan humanos y débiles, en el fondo, como somos todos, están interpretados por un reparto coral que raya a una grandísima altura, dotando a sus personajes de carne y hueso, entes de verdad, cuando esta hace acto de presencia, desde la anfitriona, Kristin Scott Thomas (esa ministra nombrada que tiene un incendio en su casa y además, tantas cosas que ocultar) su marido Timothy Spall (casi en el otro barrio, ausente, que más parece un fantasma, y aún guarda un as que le hará incendiar el cotarro) Patricia Clarkson (esa amiga devota del alma, pero que conoce sus fragilidades y frustraciones) y su marido, Bruno Ganz (mitad curandero, gurú y adicto a la autoayuda) Cherry Jones (la lesbiana madura que ha vivido contra todos para ser ella misma) su pareja y madre de sus trillizos Emily Mortimer (la gay que ataca a todo y todos, sin importarle los matices) y finalmente, Cillian Murphy (ese triunfador del capitalismo, adicto a la coca que se siente un perdedor y no sabe como retener a su esposa). Seres perdidos, seres idealistas, algunos, y otros, frustrados, o las dos cosas a la vez, pero que en el fondo, intentan sobrevivir a pesar de toda la falsedad política, la de los suyos, a los que creyeron en el cambio y que las cosas podían cambiar, aunque finalmente, no fue así, pero al menos soñaron con eso, o con algo parecido.

Sonata para Violonchelo, de Anna M. Bofarull

sonataparaEL ABISMO DEL DOLOR

La película arranca de forma brutal y terrorífica, vemos a la protagonista, Julia Fortuny mirándose al espejo, desencajada y perdida, se toma unas pastillas para acabar con su vida, en un intento de abandonar y romper con todo. Anna M. Bofarull (Tarragona, 1979) debuta en la ficción, ya había trabajado en algunos documentales, entre ellos Hammada (2011), donde realizaba una exploración personal y humana de los refugiados saharauis, y también colaboradora con Isaki Lacuesta en La noche que no acaba (2010). Ahora, partiendo de una vivencia personal (su madre padece fibromialgia) se enfrenta a una historia durísima y emocionante a la vez. Nos muestra la vida de Julia Fortuny, una mujer atractiva y elegante entrada en los 40, y violonchelista de éxito. Una mujer que ha dejado todo aquello que le apartaba de su pasión, la música, por la que vive, sufre y desea. Después de un tiempo de padecer dolores y sin conseguir un diagnóstico médico, un doctor le comunica que tiene fibromialgia. A partir de ese instante, Julia tiene que lidiar con los fuertes dolores de sus extremidades, y su único fin es seguir interpretando con su instrumento los conciertos que tiene comprometidos y seguir con sus clases de profesora.

Julia es una mujer dura, de fuerte carácter que se ve inmersa en una lucha difícil y constante por continuar con su vida. Julia es amante de la soledad y de su música, aunque también se relaciona con otras personas de manera mecánica y frugal, con Abel, un joven alumno con el que se acuesta alguna vez por pasar el rato, Rovira, su agente, que actúa como su hermano mayor, y su familia, una madre enferma que parece vivir en otro mundo, un padre, que le recrimina su actitud, y una hija, Carla, a la que lleva mucho tiempo sin decirle que la quiere. Bofarull nos cuenta la película a fuego lento, nos va descubriendo sus aristas y personajes, como se relacionan y que guardan en su interior, nos sumerge en este viaje al abismo, a lo más profundo del alma de cada uno, a ser testigos de cómo una alma herida que no cesará de luchar contra ese enfermedad que la aparta de su música, de ella misma. Un personaje que comparte las huellas de los personajes femeninos de Bergman, esas mujeres fuertes pero inmersas en un combate personal que las lleva a sufrir hasta el punto de hacerse daño, y al borde la locura. Una película seca, donde nos cuentan el dolor y el sufrimiento de alguien que no quiere reconocerse, ni con ella ni sobre todo, con los demás, alguien que ha decidido su vida, y la ha vivido a su manera, alejada de lo emocional, sólo destapando sus emociones a través de la música, su verdadero amor, que escucha en cualquier instante. Bofarull nos conduce por varios escenarios, que filma de manera distante y fría, hubiera sido muy fácil caer en esa sensiblería que encaran muchos films a la hora de mostrar la dureza de los enfermos, Bofarull se mantiene en su sitio, su sobriedad encoge el alma, y además emociona de manera sutil y nos envuelve de forma cadenciosa, siendo testigos del declive que va padeciendo la protagonista. Esos ambientes helados, tantos físicos como emocionales, nos describen un mundo a punto de derrumbarse, bajo esa capa de sofisticación y éxito que aparenta Julia, se esconde alguien sólo, muerto de sentimientos, que deberá empezar de nuevo o cambiar el camino para no sentirse sola.

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La ambientación de Sebastian Vogler (autor de Història de la meva mort o Stella Cadente, entre otras), la luz tenue de Àlex Font, sin olvidarnos de la absoluta protagonista de la película, la música, que ambienta y explora las emociones que brotan como un cuchillo, y complejas de Julia, y esa composición de Dvoràk, que se convierte en la ruta dolorosa y sufrible en el que se inmiscuye la protagonista para convencerse a sí misma que con su esfuerzo y trabajo, como ha hecho siempre, volverá a conseguir su objetivo, aunque esta vez, tendrá que luchar contra un enemigo mayor, ella misma, que no cejará en su propósito, un combate durísimo que nos devuelve al cine de Kieslowski, Haneke o Ulrich, cineastas que han sabido explorar los miedos y la oscuridad de las almas humanos en febril guerra con ellas, y contra todos. Unos intérpretes bien dibujados que componen un microcosmos sencillo y complicado a la vez, en los que sobresale la magnífica interpretación de Montse Germán, que ya habíamos visto en obras de gran mérito, Ficció, en cine, o Germanes, en teatro. Una maravillosa actriz, en uno de sus mejores trabajos hasta la fecha, que consigue de forma sutil, sobria y cercana transformar una estatua fría que sólo ama su música, en otra que, poco a poco, deberá acercarse a ella misma, y de paso liberarse, entender y comprender al otro, a  aquellos que le rodean, aunque sea por una vez, que en su caso ya sería mucho. Bofarull que ha levantado el proyecto con su medios y con muchísimo esfuerzo y trabajo, ha parido una película durísima, atroz y muy física, aunque cargada de emociones y belleza, y sobre todo, con una mirada cercana, realista y humana a una enfermedad terrible que nos apaga las fuerzas y nuestros deseos, lo que somos.

Entrevista a Fernando Colomo

Entrevista a Fernando Colomo, director de «Isla bonita». El encuentro tuvo lugar el lunes 2 de noviembre de 2015, en el hall de los Cinemes Texas de Barcelona.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Fernando Colomo, por su tiempo, generosidad y simpatía, y a Cristina Marinero de Marinero Comunicación (autora de la fotografía que ilustra esta publicación), por su paciencia, amabilidad y cariño.

 

Isla bonita, de Fernando Colomo

Cartel_IslaBonitaVOLVER A LOS ORÍGENES

En La fábrica de Cuento de verano, de Jean-André Fieschi y Françoise Etchegaray, documento filmado en el 2005, que recogía el rodaje de Cuento de verano (1996), de Eric Rohmer, veíamos sorprendidos como el cineasta francés, que contaba entonces con 76 primaveras, se mostraba lleno de energía y derrochando juventud, mientras lidiaba con sus dudas personales y profesionales. Un viaje parecido experimenta el director Fernando Colomo (Madrid, 1946) en su película número 20 de su carrera. Una cinta que reivindica el cine alejado de la industria, un cine libre, dinámico, de bajo presupuesto, filmando el instante, capturando la vida que se desata en cualquier momento, y con la ayuda de amigos que se interpretan a sí mismos. Colomo ha vuelto a empezar, ha hecho un viaje en el tiempo, a reencontrarse consigo mismo como cineasta, a recuperar la ilusión y el atrevimiento de aquel joven que debutase en 1977 con Tigres de papel, y filmase al año siguiente ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?, dos películas fundacionales de lo que se llamó “la comedia madrileña”.El mismo espíritu que bullía en películas como La línea del cielo (1983), donde un joven Antonio Resines intentaba, sin mucha fortuna, abrirse camino como actor en Nueva York.

Ahora, Colomo se interpreta a sí mismo, y de paso se ríe y se ridiculiza cada vez que puede, encarnando a un veterano realizador publicitario que llega a la isla de Menorca, en plena crisis personal, acaba de divorciarse, no tiene trabajo y anda sin un duro, con la intención de recuperarse junto a su mejor amigo Miguel Ángel, y la mujer de éste, y de paso filmar un documental sobre Joan, el sabio jardinero que trabaja para Miguel Ángel. Pero, las circunstancias le obligan a alojarse en casa de Núria, una escultura y su hija Olivia. A partir de ese instante, se irán sucediendo los días de verano, entre chapuzones en la playa, noches sin fin, conversaciones sobre arte, amistad, problemas emocionales y profesionales, y sobre todo, los devaneos amorosos que se desatan entre los personajes. Fer (Colomo) se siente atraído por Núria, Miguel Ángel, que busca paz y tranquilidad, se crispa con su mujer porque ha llegado su suegra y los sobrinos, una legión de ruido que le hacen perder los nervios, y para acabar de adobarlo todo, Olivia está enamorada de dos chicos a la vez, que le tienen preparada alguna sorpresa que le hará replantearse ciertas inquietudes y posturas sentimentales.

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Una obra simpática, alegre, que late con un espíritu de auténtica libertad, que rescata al Colomo cineasta de forma magnífica y emocionante. Unos personajes vivos, complejos, perdidos en sí mismos, y tiernos, envueltos por el especial encanto y romanticismo de una isla que engulle a todos, lugareños y visitantes con el “poc a poc”, una especie de lema vital que evita las prisas y la velocidad urbana, sometiendo a todos los que llegan, y a las cosas que van sucediendo a otro ritmo, en una forma de vivir la experiencia distinta, disfrutando y dejándose llevar. Unas personas/personajes bien dirigidas por la mano firme y especial de Colomo, en un rodaje donde la improvisación era un modo de hacer y sentir, donde destaca de forma maravillosa la belleza y naturalidad de la joven Olivia Delcán, su debut en el cine, que desprende un encanto y vitalidad parecida a la de Pauline en la playa, que arrastra a todos los demás con su juventud e inteligencia, y protagoniza los momentos más vivos y eróticos de la película. Una película humanista que devuelve al mejor Colomo, al de su primer cine, al cineasta veterano que sigue manteniendo el espíritu libre y jovial del creador, como Rohmer o Woody Allen, y es capaz de sorprendernos con una película pequeña, casi minimalista, pero entregada totalmente al amor por la vida y el cine.