Nieva en Benidorm, de Isabel Coixet

EXTRAÑOS EN EL PARAÍSO.

“Una extraña mezcolanza de pobreza, limpia y llena de colorido, y hoteles color pastel, todo aparentemente como si lo acabasen de construir… Novísimo, con los más modernos estilos amalgamados a la sencilla arquitectura del lugar”

Sylvia Plath sobre Benidorm en 1956

En el universo cinematográfico de Isabel Coixet (Sant Adrià de Besòs, 1960), transitan muchas almas solitarias, no por elección o necesidad, sino por la sociedad, una sociedad que antepone lo material, la apariencia, y la conveniencia como sus formas de relación, frente a unos personajes que, ante ese conservadurismo, eligen no pertenecer a él, eligen ser ellos mismos, y no rendirse jamás ante el acoso social impuesto. Unas almas de carácter, que no se arrugan ante nada, valientes y decididas, y sobre todo, humanas, en esos mundos donde todo se mercantiliza, donde los sentimientos y ser uno mismo, se persigue, se juzga y se encarcela. La directora barcelonesa lleva más de tres décadas haciendo cine, donde ha acumulado una impresionante filmografía en la que podemos encontrar ficción, documental y televisión, trabajos que no solo la han convertido en una cineasta de primer nivel, sino en una creadora que, al igual que sus personajes femeninos, no se detiene ante nada, sigue empecinada en ir tejiendo poco a poco, sin prisas, una carrera que la ha convertido en una cineasta internacional, que filma indistintamente en inglés o español, según el contexto que la historia requiere.

Desde la Librería (2017), una de sus películas más celebradas, Coixet ha dirigido una serie, Foodie Love, y el largometraje Elisa y Marcela, hasta llegar a Nieva en Benidorm, donde conocemos a Peter Riordan, uno de esos tipos tristes y solitarios, con esas existencias anodinas y con poco que hacer, que malgastan su vida en trabajos insulsos, en este caso, como empleado en un banco en la gris Manchester. Aunque no todos son males para Peter, porque un día lo prejubilan y decide ir a Benidorm, donde vive su hermano Daniel. Una vez allí, se instala en la vivienda de su hermano, el ático más alto de la ciudad, y emprende una búsqueda para encontrarlo, ya que ha desaparecido sin dejar rastro. Peter, como un alma a la deriva, extraño en una ciudad tan diferente y compleja como Benidorm, irá introduciéndose en el universo de Daniel, conociendo a su entorno, como Alex, una bailarina de mediana edad de su Club Burlesque, Marta, una extraña policía y admiradora de Sylvia Plath, que recuerda la estancia de la poeta en Benidorm allá por los años 50, Lucy, una mujer de la limpieza enigmática, y un carnicero con muy malas pulgas, socio de Daniel en un pelotazo inmobiliario.

Unos personajes, muy diferentes entre sí, como si hubiesen naufragado de un barco sin rumbo, que solo se pueden encontrar en una ciudad como Benidorm, donde coexisten múltiples contradicciones, que va de lo bello a lo monstruoso, como una especie de decorado artificial y natural a la vez, un espacio por el que pululan turistas desenfrenados, rascacielos apabullantes, muchos cochecitos eléctricos, residencias abandonadas por falta de liquidez, un coro cantando en la playa, una luz y una brisa dulces, y sobre todo, una sensación de un lugar que podría haber sido un espacio de felicidad pura y natural, y en realidad, se ha convertido en un estado de ánimo de felicidad artificial, en el que todo está en venta, incluso las relaciones. Tanto Peter como Alex son dos antihéroes, dos extraños, dos desconocidos, completamente fuera de lugar, en una ciudad irreconocible, extraña y demasiado perfecta en su tristeza y vacío (desde Sueñan los androides, de Ion de Sosa, no veíamos Benidorm como ese escaparate falso e íntimo a la vez), dos de esas almas que tanto le gusta a Coixet retratar, en sus idas y venidas, en sus conversaciones, en sus miradas y gestos, como ese momentazo cuando ella besa el cristal que los separa y Peter la observa detenidamente, escenificando todo aquello que los une y los separa. El elemento noir que utiliza la directora catalana para mover a sus personajes, recuerda a la forma y arquitectura emocional de David Lynch y a sus universos enfermizos y oscuros, o la más reciente, Lo que esconde Silver Lake, de David Robert Mitchell, donde la parte más invisible de Los Ángeles, se convertía en el escenario ideal donde abundaban las pesadillas, solo un mero pretexto para hablarnos de personajes solitarios, de vueltas de todo, o no, que ya no esperan nada de la vida, y menos de ellos mismos, anclados a una existencia demasiado cotidiana, sin nada que hacer, ni adónde ir, esperando la muerte.

Pero, Coixet, que sabe mucho de indagar en esas soledades, retratando sus texturas y sensibilidades emocionales, nos lleva de la mano, mostrándonos una relación sencilla y muy especial, entre sus personajes, en que la ciudad, se muestra con su brillo y mugre, como esos capítulos que nos van abriendo cada segmento de la trama, relativa a los fenómenos meteorológicos, afición de Peter. Coixet vuelve a acompañarse de cómplices muy estrechos, como la sensible y estupenda música de Alfonso de Vilallonga, la apacible y sobria edición de Jordi Azategui, y la brillante y oscura luz del cinematógrafo Jean-Claude Larrieu. El reparto de la película, heterogéneo y sorprendente, brilla con excelencia y aplomo, en el que sobresalen los impresionantes Timothy Spall, un intérprete que todo lo que se diga de su excelencia y elegancia es poco, con una partenaire maravillosa como Sarita Choudhury (que repite con Coixet después de Aprendiendo a conducir), una Carmen Machi, como una policía amante de la poesía de Plath, que no está muy lejos de la Frances McDormand de Fargo, versión Benidorm, Ana Torrent como una mujer de la limpieza, un rostro y una mirada con mucha historia detrás, y finalmente, Pedro Casablanc poniendo la nota inquietante con su cuchilla y su delantal ensangrentado.

Nieva en Benidorm tiene ese aire de western crepuscular, de personajes cansados y sin nada, moviéndose como almas en pena, desorientados, en un entorno que no es el suyo, que van conociéndose e intimando, en una historia de amor delicada y humanista, elegante y conmovedora, que no ñoña, huyendo de tanto sentimentalismo oportunista de otras producciones, como hacía tiempo que no se veía en la gran pantalla, con todos los matices y peculiaridades de la mirada de Coixet, que no solo nos va conmoviendo con sus sutilezas y calidez, sino que nos sumerge en un entorno limbo, donde la ciudad de Benidorm y sus personajes, adquieren esa aura de misterio, magnetismo y humanidad, en un mundo cada vez más pequeño, vulgar y vacío, que ya no solo ha oscurecido las relaciones humanas en pos al mercantilismo, sino que además, nos ha convertido en meros consumidores que todo lo compramos y lo fundimos, como si no hubiera un mañana, resultan relevantes las secuencia nocturnas con toda esa fiesta descontrolada de despedidas de solteras y gentes que lo venden todo, mientras Peter, con rostro acontecido y deambulando como alguien que le cuesta creerse esa idea de paraíso terrenal, pero que todo lo que ve, y esa idea de paraíso, le resulta triste y desoladora. Quizás, Peter y Alex, no solo tienen una oportunidad, sin esperarla, y mucho menos pedirla, sino que han encontrado a alguien, a alguien a quién mirarse sin acritud, un reflejo que no sabían que existía, y mucho menos en una ciudad como Benidorm. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

The Party, de Sally Potter

FUERA MÁSCARAS.

En un instante de la película, uno de los personajes April, quizás el más irónico y cínico con su miseria y frustración, le suelta a Janet (amiga de toda la vida y recién nombrada ministra de sanidad) la siguiente advertencia: Yo no creo en la democracia, creo en ti. Toda una declaración de principios, y también, podríamos añadir que es donde descansa el verdadero propósito de la película, que no es otro que ese estado de ánimo, si todavía queda alguno, de los personajes que se encontrarán en el hogar de Janet y Bill para celebrar el nombramiento. Sally Potter (Londres, 1949) cineasta inquisitiva y crítica con los problemas personales y sociales, como ya demostró en películas memorables como Orlando (1992) o Ginger & Rosa (2012), plantea una película de gran pureza y naturalismo, en la que se despoja de todo artífico cinematográfico para sumergirse en la esencia de sus personajes y sus peculiaridades, desde su acción, que sigue el orden cronológico de los hechos, en un tiempo real, en esos intensísimos y frenéticos 71 minutos de duración, donde nosotros los espectadores asistimos como uno más, viviendo en directo lo que les va sucediendo a los personajes, a todo aquello que se va cociendo in situ. Otra de sus características es su color, o su falta de él, el blanco y negro naturalista y extremadamente sobrio, obra de Alexey Rodionov (íntimo colaborador de la directora).

La cinta nos sitúa en un solo espacio, el hogar ya citado, y su salón, donde se conocerán las mayores revelaciones, y también, la cocina, el baño y la terraza, ese espacio doméstico donde se hablará, discutirá y debatirá sobre todo, y digo todo, porque Potter atiza a todo, desde el romanticismo de los ideales, de la diferencia entre las ideas y los actos, de las verdades, aquellas reales y las inventadas, de la juventud, del tiempo, de la medicina de siempre y la natural, de la izquierda, del ultra capitalismo, del feminismo, la maternidad, la amistad, el amor, el agotamiento de la vida en pareja, de nuestros sentimientos, o lo que interpretamos que son, y la coherencia entre la vida profesional y la personal, y sobre todo, de todo aquello que deseábamos para nuestra vida y en algún momento, no sabemos cuándo, se quedó en alguna parte o lo dejamos por el camino, que para el caso es igual. Potter no deja títere con cabeza, y lo hace desde la comedia negra, muy negra, desde la fábula moral, aderezada con las canciones que suenan en ese viejo tocadiscos, que van describiendo el interior de cada uno de los personajes, que lo que empieza en una celebración, poco a poco se irá tornado de un tono más oscuro, más terrorífico, y derivará en el drama personal e íntimo, sin dejar nunca de lado esa mala uva tan característica del humor inglés.

Potter no mira a sus personajes con odio y recelo, sino todo el contrario, los mira y filma desde todos los puntos de vista, sin juzgarles ni admirarlos, en su sencillez humana, en sus contradicciones, en su insignificancia y miserias ocultas, sus miedos y sus mentiras, en una película que el punto de vista irá cambiando de mano, y cuando la película se detiene en uno, los demás acuden como espectadores insólitos para escuchar, oír y callar, solo algunos, porque otros sí que querrán decir la suya. Una velada con amigos, o con amigos que se mienten, o mejor dicho, que saben ser diplomáticos y sinceros cuando se les pide, y saben guardar las formas si la ocasión lo requiere, amigos al fin y al cabo. La cineasta británica va cociendo a fuego lento su (des) encuentro, moviéndose entre las figuras humanas, unas más reconocibles que otras, unas más sinceras que otras, llevando su drama hasta esa catarsis general en el que todo explotará, todo se destapará, y en el que todos, y cada uno de ellos, explicará su verdad, eso que tanto tiempo ha guardado, su vida, sus sentimientos, y todas las frustraciones que la política, la sociedad, la cultura y la maldita economía le han producido en su existencia.

Potter enmarca su película en lo que podríamos añadir como un género en sí mismo, con el aroma de cintas como El discreto encanto de la burguesía, Reencuentro o Los amigos de Peter, por citar algunas, nos referimos a esas reuniones de amigos, esos reencuentros o no, a esas veladas que empiezan con risas, palabras amables y formas elegantes, y los recuerdos del ayer, los perdidos, los encontrados o los inventados, que según avanza la reunión cordial y amigable, y sin saber cómo, o quizás sí, en algún momento, nadie sabe en qué momento, todo cambiará, las cosas cambiarán de rumbo, se tornarán diferentes, como si alguien las hubiera cambiado del revés, en una especie de hoguera de las vanidades doméstica, donde aparecerá todo, donde la mentira no aguantará más desplantes y vergüenzas, y la verdad se impondrá como un martillo ejecutor que golpeará a todos, sí a todos, sin olvidarse de ninguno, con la misma fuerza como si lo hiciera por última vez, porque después de esa noche ya nada volverá a ser igual, o quizás sí, pero con muchos matices, y todos deberán convivir sabiendo la verdad, y conociendo a lo que se atienen con sus conflictos interiores y sus relaciones con los otros.

Y como suele ocurrir en estas piezas de cámara humanas y sin trampa ni cartón, los personajes complejos, tan humanos y débiles, en el fondo, como somos todos, están interpretados por un reparto coral que raya a una grandísima altura, dotando a sus personajes de carne y hueso, entes de verdad, cuando esta hace acto de presencia, desde la anfitriona, Kristin Scott Thomas (esa ministra nombrada que tiene un incendio en su casa y además, tantas cosas que ocultar) su marido Timothy Spall (casi en el otro barrio, ausente, que más parece un fantasma, y aún guarda un as que le hará incendiar el cotarro) Patricia Clarkson (esa amiga devota del alma, pero que conoce sus fragilidades y frustraciones) y su marido, Bruno Ganz (mitad curandero, gurú y adicto a la autoayuda) Cherry Jones (la lesbiana madura que ha vivido contra todos para ser ella misma) su pareja y madre de sus trillizos Emily Mortimer (la gay que ataca a todo y todos, sin importarle los matices) y finalmente, Cillian Murphy (ese triunfador del capitalismo, adicto a la coca que se siente un perdedor y no sabe como retener a su esposa). Seres perdidos, seres idealistas, algunos, y otros, frustrados, o las dos cosas a la vez, pero que en el fondo, intentan sobrevivir a pesar de toda la falsedad política, la de los suyos, a los que creyeron en el cambio y que las cosas podían cambiar, aunque finalmente, no fue así, pero al menos soñaron con eso, o con algo parecido.

Mr. Turner, de Mike Leigh

Mr.-TurnerRetratando la luz

Mike Leigh (Salford, Reino Unido, 1943) de descendencia judía, creció en el barrio obrero de Salford, cerca de Manchester, donde su padre ejercía de doctor. Allí, el joven Leigh conoció de primera mano los problemas y la realidad social de los británicos, que con el tiempo se convirtieron en la materia prima de su filmografía. Después de un debut desafortunado (Bleak Moments, 1972), que lo llevó al medio televisivo haciendo películas, irrumpió con fuerza en la década de los 90 con títulos como La vida es dulce (1990) o Indefenso (1993), títulos donde aborda unos dramas sociales de indudable carga profunda y emocional, donde la ironía, la sátira o incluso lo absurdo forman parte de su imaginario, obras que lo confirman como uno de los cineastas más brillantes y personales de su generación. Será con Secretos y mentiras (1996), Palma de Oro, donde conseguirá su mayor éxito, planteando un drama muy en línea de sus antecesoras. Vendrán otros títulos como El secreto de Vera Drake  (2002), ambientada en los años 50 durante la dura posguerra, donde conseguirá el León de Oro. Ahora nos llega una obra ambientada en la primera mitad del siglo XIX, – siglo, pero a finales, que ya abordó en la película Topsy-Turby (1999), sobre la rivalidad de dos artistas londinenses-, donde aborda la figura del pintor William Turner (1775-1851), pero desde un enfoque realista, contenido y humano. Leigh sitúa su relato en los últimos 25 años de la vida del pintor, un hombre admirado y criticado en vida, de condición controvertida  y excéntrica, que tanto se relacionaba con aristócratas y académicos de las artes como con prostitutas y otra clase de personas y condiciones. Su enorme talento para retratar los paisajes, centrándose en la furia y el asombroso poder de la naturaleza sobre el ser humano, le llevó a ser uno de los mayores maestros en materializar la luz, a través de sus acuarelas y óleos, que inspiraron a los futuros impresionistas. Una vida con la compañía de su ama de llaves, que la utiliza como criada y desahogo sexual, y también, de su padre, que le ayuda en su estudio. La muerte de éste lo conducirá a una profunda depresión que lo llevará a casarse con la señora Booth –dueña de una pensión que el pintor suele frecuentar-, y aislarse medio retirado en el barrio de Chelsea, donde pasará los últimos años de su vida. Leigh depura su relato, atrapando fielmente los momentos y situaciones de forma realista, filmando de modo elegante los continuos viajes y paseos del pintor en busca de esa imagen que le inspiraba, a través de la excelente luz, -muy acorde con el espíritu de la obra de Turner-, realizada por su inseparable cinematógrafo Dick Pope, colaborador fiel que llevan trabajando juntos desde el año 1990, y la compañía de la sutil y bellísima música de Gary Yershon, otro de los habituales.  Una trama sencilla y honesta, donde el cineasta aprovecha no sólo para retratar los lugares vivos y oscuros de la personalidad de Turner, sino que también, el retrato duro y descarnado de una época en la que la diferencia de clases era abismal y donde la hipocresía y el cinismo brillaban en todo su esplendor. Como es habitual en el cine de Leigh, los actores brillan con luz propia, componiendo unos personajes tristes y humanos que se mueven entre claroscuros, emergiendo entre todos, la poderosa interpretación de Timothy Spall, -uno de sus actores fetiche del director, con el que ha trabajado en 5 títulos- una composición enérgica y sobrecogedora, afianzando el carácter difícil del pintor y el peculiar sentido de humor negro y grotesco del que alardeaba. Leigh ha fabricado una obra intensa y hermosa donde funde el clasicismo más depurado con el Free cinema más enérgico en la forma de enfrentarse a la realidad del momento.