Luka, de Jessica Woodworth

LA AMENAZA FANTASMA. 

“Madre, cuando leas estas palabras, hará ya mucho que me he ido. Los dos sabíamos que este día llegaría. (…) En mis primeros recuerdos estoy en tus brazos. Contándome las historias épicas de la Fortaleza de Kairos. Donde intrépidos guerreros defienden los restos de nuestra civilización. (…) Ahora soy más fuerte de lo que lo seré nunca. Sobreviviré al viaje. Me uniré a sus filas y me enfrentaré al norte. Cuando mires a las nubes en el cielo, piensa en mí”. 

Los primeros minutos de Luka, de Jessica Woodworth (Washington, EE.UU., 1971), son de una plasticidad sobrecogedora. Vemos a un hombre joven vagando a punto de derrumbarse en mitad de una nada que es inmensa y solitaria. Unas imágenes que nos remiten a un relato distópico, a una de esas películas donde hay rasgos de la ciencia-ficción setentera y filosófica, donde se convocaba a las relaciones siempre complejas entre humano y naturaleza. Después, nos encontramos en una especie de fortaleza, antaño más sólida ahora en plena decadencia y deteriorada, donde el joven Luka se presenta como soldado para defender el puesto frente al enemigo del Norte. 

A Woodworth ya la conocíamos por su trabajo junto a Peter Brosens, con el codirigió 5 películas como Khadak (2006), Altiplano (2009) y La quinta estación (2012), que conforman una trilogía sobre las mencionadas malas relaciones de humanos con la naturaleza, después dirigieron el díptico El rey de los belgas (2016) y su continuación El emperador descalzo (2019), comedias satíricas ambientadas en los Balcanes. Ahora, y en solitario, Brosens está en labores de producción, construye una historia minimalista, basándose libremente en la novela “El desierto de los tártaros”, de Dino Buzzati, que ya tuvo una adaptación muy fiel dirigida por Valerio Zurlini en 1976. Su propuesta coge la trama principal, la del ejército esperando a ser atacado, para llevarnos en un primoroso blanco y negro y rodado en 16mm por la cinematografía Virginie Surdej en un extraordinario trabajo de composición, que ya habíamos visto por sus trabajos para Nabil Ayouch, Maryam Touzani y César Díaz. La férrea disciplina militar en el interior de la fortaleza como si fuese un universo en sí mismo, aislado del mundo y suspendido en el tiempo, en una existencia etérea regido por unas constantes maniobras y ejercicios militares donde las cosas se hacen pero con la sensación de inutilidad y de forma desesperada. 

La inquietante y excelente música de Teho Teardo, que tiene en su haber películas con Paolo Sorrentino y Gabriele Salvatores, entre otros, ayuda a crear esa idea de fantasmagoría que llena toda la película, a partir de las relaciones de unos personajes que se mueven entre el estatismo de lo militar con las alucinadas coreografías donde muestran toda esa rabia contenida en la la historia opta por el cuerpo y las manos y deja los pocos diálogos casi ausentes, porque estamos ante un relato atmosférico y nada complaciente, regido por unos encuadres sólidos y un relato casi inexistente, que aún la hace más misteriosa y terrorífica, con esa espera absorbente y desquiciante. El ajustado trabajo de montaje que firma David Verdurme, que ya trabajó con Woodworth y Brosens en los citados filmes sobre el rey belga, amén de Lukas Dhont, y la española Ánimas, de Alvea y Ortuño, consigue atraparnos en esa constante nada e inventado o no peligro que los va consumiendo a la espera de algo que lleva años sin producirse. El fantástico diseño de vestuario de Eka Bichinashvili que, junto al lugar de rodaje, las llanuras angostas y vastas del monte Etna, consiguen crear ese espacio extraño, inhóspito y alucinado.  

El magnífico reparto que mezcla intérpretes conocidos con otros menos como el actor holandés Jonas Smulders que interpreta al joven Luka, en este relato iniciático que se aleja de los convencionalismos para adentrarse en terrenos más complejos. Le acompañan el belga Jan Bijvoet que, desde que lo vimos en Borgman y El abrazo de la serpiente, nos sigue fascinando, componiendo un sargento de armas tomar, férreo y fiero que no se detendrá ante su posición y su tropa, el actor belga Sam Louwyck, que repite con la directora, Hal Yamanouchi y Valentin Ganev son dos leales y estrictos comandantes, los jóvenes Django Schrevens y Samvel Tadevossian que hacen de los soldados Gerónimo y Konstantin, fieles compañeros de Luka, y finalmente, la presencia de Geraldine Chaplin, grandiosa actriz con más de seis décadas y más de 150 títulos de trayectoria haciendo de general, una interpretación que sin decir apenas algo transmite todo lo necesario. Luka, de Jessica Woodworth, penetra en nuestro interior con una fábula con tintes del mejor Tarkovski y ese cine del este que tanto nos ha gustado, con una atmósfera de terror, ciencia-ficción y condición humana, que suele ser la más compleja y malvada. No se la pierdan, la disfrutarán y también, les inquietara. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Not a Pretty Picture, de Martha Coolidge

FUI VIOLADA A LOS 16 AÑOS POR UN COMPAÑERO DE CLASE.   

“Esta película está basada en incidentes de la vida de la directora. La actriz que interpreta a Martha también fue violada cuando estaba en el instituto. Se han cambiado nombres y lugares”.

El cine tiene una inmensa capacidad para inventar con el propósito de enfrentarse a las historias que quiere contar para transmitir a los futuros espectadores. Cada historia necesita su propia mirada y sobre todo, su propia forma. Dicho esto, cuando la cineasta Martha Coolidge (New Haven, Connecticut, EE.UU., 1946), contaba con tan sólo 16 años y estudiaba secundaria fue violada por un joven de 21 años. A la hora de afrontar su primera película, Coolidge tenía la necesidad de hacer una película sobre el hecho traumático que supuso la violación 12 años atrás. La directora se aleja de la ficción convencional y construye un dispositivo magnífico, que consiste en un relato que tiene secuencias ficcionadas, que ocurren en el instituto y sobre todo, en el interior de un coche, camino a la fiesta donde se producirá la mencionada violación. A estas ficciones, les acompaña unas extraordinarias secuencias documentales, situadas en un destartalado loft en New York, en las que escenifican el momento de la violación, así como indicaciones y diálogos que mantienen la propia directora con amigos alumnos de la Universidad de la citada ciudad que interpretan a los personajes. 

De Martha Coolidge conocíamos sus películas posteriores a ésta, como La chica del valle (1983), Escuela de genios (1985), El precio de la ambición (1991), Angie (1994), y series de televisión como Sexo en New York (1998), C.S.I. Las Vegas (2000), y Cult (2013), entre otras. Una extensa carrera que abarca casi medio siglo de vida y más de 40 títulos. La pregunta es: ¿Por qué no conocíamos una película como Not a Pretty Picture?. Ya conocemos la respuesta. Por eso, por lo que cuenta y cómo lo aborda. Hasta ahora, porque gracias a la iniciativa de la restauración y el acierto de Atalante Cinema de distribuirla por estos lares, podemos verla y sobre todo, reflexionar en su fondo y forma. Lo que más sorprende de una película de esta naturaleza es la valentía y la mirada de su directora, Martha Coolidge de afrontar su propio dolor y el de muchas adolescentes que también fueron víctimas de la cultura de la violación tan naturalizada en los institutos. Estamos ante una película que es muchísimas cosas: desde el documento, de rememorar unos recuerdos dolores y difíciles de expresar, desde el ensayo, donde hay espacio para dialogar sobre lo que se está filmando y la forma de hacerlo, la ficción, como vehículo para desmembrar con más profundidad la complejidad de la realidad, y los componentes que la rodean. y desde lo humano y lo político, porque es tan importante lo que se muestra y el cómo se hace, donde en ese sentido.

La película es todo un ejemplo, ya lo era en su momento, en los pases que tuvo, porque no tuvo una carrera en cines comerciales, y lo es ahora, porque el problema sigue tan vigente como lo era entonces, donde el abuso y la violación siguen tan actuales, por desgracia. Not a Pretty Picture tiene el espíritu de los cineastas independientes de New York, los que se acogen en el Anthology Film Archives, como los Jonas Mekas y Peter Kubelka, entre otros, las películas de John Cassavetes, porque con una cámara de 16mm se acercan a las realidades más inmediatas pasadas por la ficción del cine y sus elementos más naturales y transparentes. Coolidge que tenía 28 años cuando hizo Not a Pretty Picture, se desdobla en dos miradas, la de la cineasta y la persona que mira su película y vuelve a aquel día fatídico donde fue violada, haciendo y haciéndose las preguntas y entablando diálogos con sus personas/personajes, donde su protagonista Michele Manenti, que hace de ella misma, también fue violada en el instituto, y las aportaciones de Jim Carrington, que es el violador, que habla desde el personaje y de él mismo, como los demás intérpretes, y la presencia de Anne Mundstuk, que fue compañera de la directora, interpretándose a sí misma.  

Una película denuncia y política, porque no sólo se queda en los hechos sino que va más allá, interpelando a esa cultura del abuso tan arraigada en los institutos y en los adolescentes que la ven como algo normal y consentido, cuando es al contrario. Desde su aparente sencillez, el aparato cinematográfico que cimenta Coolidge es, ante todo, una película que aborda un tema durísimo, pero sin ningún atisbo de revancha ni nada que se le parezca, sino desde la profundidad y la reflexión para comprender porque el abuso y la violación están tan naturalizados por los hombres y porqué se producen con tanta impunidad, creando el espacio para la conversación y el diálogo compartiendo experiencias, pensamientos y miradas. Por favor, hagan lo imposible por ver la película Not a Pretty Picture, de Martha Coolidge porque es toda una lección magnífica de cómo abordar un tema como la violación, el abuso, la intimidación y sobre todo, el miedo que rodea a la víctima ante un hecho tan doloroso, la dificultad de compartirlo con los demás y el asqueroso sentimiento de culpa que tienen las mujeres que han pasado por un trance tan horrible como este. Estamos ante una película de obligada visión por todos y todas, con sus maravillosos 83 minutos de metraje. 

Quiero agradecer enormemente a la directora estadounidense Martha Coolidge que hiciese esta película, por su audacia, por su talento y su forma de hacerla con ese espíritu indomable de la independencia y de la amistad, de compartir con los demás su violación y su dolor, y ser tan sencilla y tan transparente en su forma de mirar y reflexionar, en una película infinita, es decir, que usa las herramientas del cine para encarar el tema, y lo hace desde la profundidad más libre, natural y transparente, sin caer en tremendismos ni posiciones de un lado u otro, sino desde lo humano, desde lo político, pero en el sentido de reflexionar sobre el problema del abuso a las mujeres desde múltiples puntos de vista para mostrarlo sin edulcorantes ni nada de esa índole, sino desde la “verdad”, desde esa verdad de mirarnos de frente, sin tapujos ni sombras, sino con toda la claridad y transparencia posibles, y la directora lo consigue, porque habla desde lo personal y lo sencillo. Una película extraordinaria, abrumadora y sorprendente por lo que cuenta y cómo lo hace, tan moderna que no tiene tiempo ni está sujeta a nada ni nadie, sino al problema que retrata. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Velasco Broca

Entrevista a Velasco Broca, director de la película «Alegrías riojanas», en el marco del Sitges International Film Festival, en el Hotel Melià Sitges, el martes 11 de octubre de 2022.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Velasco Broca, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a mi querido amigo David del Fresno, por retratarnos de forma tan especial, y a Andrés García de la Riva de Nueve Cartas, por por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Cerrar los ojos, de Víctor Erice

LA MEMORIA DEL CINE. 

“Te lo he dicho, es un espíritu. Si eres su amiga, puedes hablar con él cuando quieras. Cierras los ojos y le llamas. Soy Ana… soy Ana…”

Isabel a Ana en El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice 

Fue el pasado martes 12 de septiembre en Barcelona. Los Cinemes Girona acogían el pase de prensa de Cerrar los ojos, de Víctor Erice (Valle de Carranza, Vizcaya, 1940). La expectación entre los allí reunidos era enorme, como ustedes pueden imaginar. Entramos en la sala como los feligreses que entran a una iglesia los domingos, excitados e inquietos y en silencio, ante una película de la que yo, personalmente, no he querido conocer ni ver nada de antemano, que sea de Erice ya es razón y emoción más que suficiente para descubrirla con la mayor virginidad posible. Porque no casó con esa idea tan integrada en estos tiempos de informarse y hablar tanto de las películas que todavía no se han visto, porque a mi modo de parecer, se pierde la esencia del cine, se pierde toda esa imaginación previa, la de soñar con esas imágenes que todavía no has experimentado, como les ocurre a Ana e Isabel en ese momento mágico en la mencionada película, donde ven por primera vez una película y la van descubriendo y asombrándose, una experiencia que en este mundo sobreinformado y opinador estamos perdiendo y olvidándonos de toda esa primera vez que debemos conservar y rememorar cada vez que nos adentramos en el misterio que encierra una película. 

La película a partir de un guion de Michel Gaztambide (guiones para Medem, Urbizu y Rosales, entre otros), y del propio Erice, se abre de un modo inquietante y muy revelador. Una apertura rodada en 16mm, que ya reivindica ese amor por el celuloide en el tiempo de la dictadura digital. Aparece el título que nos indica que estamos en un lugar de Francia en 1947, en una especie de jardín de otro tiempo alrededor de una casa señorial. La imagen fija capta una pequeña estatua subida en un pilar. Una cabeza con dos rostros. Dos rostros que pueden ser de la misma persona o quizás, son dos rostros de dos personas totalmente diferentes. Una primera imagen, sencilla e hipnótica, que nos acompañará a lo largo del filme. Inmediatamente después, en el interior de la casa, un personaje de más de 50 años se reúne con el señor de la casa cuidado por un oriental. Se trata de un hombre enfermo, postrado en una silla, que habla con dificultad. Le explica que debe ir a Shanghai a buscar a su hija a la que quiere ver antes de morir. Una escena sacada de la novela El embrujo de Shanghai, de Juan Marsé (1933-2020), publicada en 1993, de la que Erice trabajó en un proyecto entre 1996 y 1998 con el título de La promesa de Shanghai, que finalmente no pudo realizar. Después de esta información, debemos detenernos y hacer un leve inciso, ya que este detalle es sumamente importante. Cerrar los ojos es una película caleidoscópica, es decir, en su proceso creativo tiene todas esas películas imaginadas que Erice, por los motivos que sean, no ha podido filmar. Todas esas imágenes pensadas con el fin de capturar, de embalsamar, tienen en la película una oportunidad para ser recogidas y sobre todo, mostradas. 

Volvemos a la película. Después de esa secuencia de apertura, y ya en el exterior, cuando el actor cruza el jardín, dejando la casa a sus espaldas, la imagen se detiene y el narrador, que no es otro que Erice, nos explica que ese fue el último plano que rodó el actor Julio Arenas, antes de desaparecer sin dejar rastro, en la película inacabada La mirada del adiós, de la que se conservan un par de secuencias nada más. Eso ocurrió en el año 1990. La trama se desarrolla en el año 2012, cuando Miguel Garay, el director de aquella película, es invitado a un programa de televisión que habla de casos sin resolver como el de Julio Arenas. A partir de ahí, la historia se centra en Garay, un director que ya no hace películas, sólo escribe a ratos, y vive, o al menos lo intenta. Como una película de antes, porque Cerrar los ojos, tiene el misterio que tenían los títulos clásicos, donde había un desaparecido o desaparecida, un misterio o no que resolver, y donde nada parecía lo que nuestros ojos veían. Seguimos a Garay, no como un detective a la caza de su amigo actor desvanecido, sino encontrándose con viejas amistades como la de Ana Arenas, hija del actor, alguien que conoció poco a su padre, al que ve como alguien misterioso y demasiado alejado de ella. Tiene un encuentro con Lola, un antiguo amor de ambos amigos, como el que tenían Ditirambo y Rocabruno en Epílogo, de Suárez. También, se encuentra con Max Roca, su montador, un encuentro espectral de dos fantasmas que vagan por un presente desconocido, es un archivero del cine, como aquella secuencia del director de cine y el señor de la filmoteca en la inolvidable La mirada de Ulises (1995), de Angelopoulos, y digo cine, de aquellas películas clásicas enlatadas en su cinemateca particular, con el olor de celuloide, con ese amor de quién conoció la felicidad y ahora la almacena como oro en paño, con esos carteles colgados como reliquias santificadas como el de They Live by Night, de Ray. 

La película se mueve entre dos rostros, entre dos mundos, el que proponía el cine clásico, y el otro, el que propone el cine de ahora, un cine bien contado, interesante, pero que ha perdido la fantasmagoría, es decir, que las imágenes no son filmadas sino descubiertas y posteriormente capturadas después de un proceso incansable de misterio y búsqueda. El cine de los Bergman, Tarkovski, Dreyer, Rossellini… Un cine límbico que se mueve entre el mundo de los sueños, la imaginación y los fantasmas, ese cine que no sabe qué descubrirá, movido por la inquietud, por una incertidumbre en que cada imagen resultante se movía entre las tinieblas, entre lo oscuro y lo oscilante, entre todo aquello que no se podría atrapar, sólo capturar, y en sí misma, no tenía un significado concreto, sino una infinidad de interpretaciones, donde no había nada cerrado y comprendido, sino una suerte de imágenes y personajes que nos llevaban por unas existencias emocionantes, sí, pero sumamente complejas, llenas de silencios, grietas y soledades. Volviendo al inciso. Erice ha construido su película a partir de todos esos retazos y esbozos, e imágenes no capturadas, porque en Cerrar los ojos encontramos muchas de esas imágenes como las que formarían parte de la segunda parte de El sur, una película que el cineasta considera inevitablemente, ya que faltaba la parte andaluza, la de Carmona. No en la localidad sevillana, pero si en otros municipios andaluces se desarrolla parte de la película, como en la casa vieja y humilde junto al mar, a punto de desaparecer, que vive Garay, como uno de esos pistoleros o vaqueros de las películas del oeste crepusculares, donde asistimos a una secuencia muy de ese cine, y hasta aquí puedo contar. 

Un cine envuelto en el misterio de cada plano y encuadre, un cine que revela pero también, oculta, porque navega entre aguas turbulentas, entre la vigilia y el sueño, entre la razón y la emoción, entre la desesperanza y la ilusión, entre la vida y la ficción, como aquella primera imagen que voló la cabeza de Erice, la de la  niña y el monstruo de Frankenstein junto al río en la película homónima de James Whale de 1931, que tuvo su espejo en la mencionada El espíritu de la colmena, cuando Ana, la protagonista, se encontraba con el monstruo en un encuadre semejante. Una imagen que describe el cine que siempre ha perseguido el cineasta vizcaíno, un cine que se mueva entre lo irreal, entre lo fantasmagórico, un cine que ensalza la vida y la ficción en un solo encuadre, transportándonos a esos otros universos parecidos a este, pero muy diferentes a este. Podríamos pensar que tanto Garay como Max son trasuntos del propio Erice, como lo eran los personajes de El sabor del sake (1962), para Ozu en su última película, no ya en su imagen física, con la vejez a cuestas, con esa frase: “Envejecer sin temor ni esperanza”, sino también en la otra idea, la de dos amantes del cine de antes, en una vida ya no de presente, sino de pasado, de tiempo vivido, de recuerdos y sobre todo, de memoria, de nostalgia por un tiempo que ya no les pertenece y está lleno de recuerdos, sueños irrealizables y melancolía. 

A nivel técnico la película está muy pensada como ya nos tiene acostumbrados Erice, desde la luz, que se mueve entre esos márgenes del cine y la vida, que firma Valentín Álvarez, que ya había hecho con él las películas cortas de La morte rouge (2006) y Vidrios rotos (2012), el montaje de Ascen Marchena, que mantiene ese tempo pausado y detallista, donde cada plano se toma su tiempo, donde la información que almacena va resignificando no sólo lo que vemos, sino el tiempo que hay en él, en una película que se elabora con intimidad, cuidado y sensibilidad en sus 169 minutos de metraje. La música del argentino Federico Jusid, mantiene ese tono entre esos dos mundos y esos dos rostros, o incluso esas dos miradas, por las que se mueve la historia, no acompañando, sino explicando, moviéndose entre las múltiples capas que oculta la película. En relación a los intérpretes, podemos encontrar a José Coronado como el desaparecido Julio Arenas, tan enigmático como desconocido, que no está muy lejos del hermano de Agustín, el protagonista de El sur. Un personaje del que apenas sabemos, y como ocurría en la citada, es a partir de los recuerdos de los demás personajes, que vamos reconstruyendo su vida y milagros, siempre desde miradas ajenas, no propias, que no hace otra cosa que elevar el misterio que se cierne sobre su persona. 

Después tenemos a los “otros”, los que conocieron a Julio. Su amigo el director Miguel Garay, que hace de manera sobria y sencilla un actor tan potente como Manolo Solo, el director que ya no rueda, que sólo escribe, perdido en el tiempo, en aquel tiempo, cuando el cine era lo que era, con sus recuerdos y su memoria, rodeado de viejos amigos como Max, y de nuevos, como sus vecinos, todos viviendo una vida que se termina, en suspenso, a punto de la desaparición. Ana Arenas, la hija del actor, la interpreta Ana Torrent, volviendo a esa primera imagen del cine de Erice, acompañada de la primera mirada, o mejor dicho, construyendo a partir de esa primera imagen, de su primera vez, transitando a través de ella, y volviendo a soñar con esa inocencia, donde todo está por hacer, por descubrir, por soñar. La primera de la que han surgido todas las demás. Mario Pardo, uno de esos actores de la vieja escuela, tan naturales y bufones, hace de Max, el carcelero del cine, de las películas de antes, el soñador más soñador, el inquebrantable hombre del cine y por el cine, que sigue en pie de guerra. Petra Martínez es una monja curiosa que deja poso. María León es una mujer que cuida de la vejez, con su naturalidad y desparpajo. Helena Miquel y Antonio Dechent también hacen acto de presencia. José María Pou es el viejo enfermo de la primera secuencia que abre la película, y la argentina Soledad Villamil es uno de esos personajes que se cruzarán en las vidas de Julio y Miguel. 

Nos gustaría soñar como nos demanda Erice, que Cerrar los ojos no sea su última película, aunque viéndola todo nos hace pensar que pueda ser que sí, porque no se ha dejado nada en el baúl de la memoria, en ese espacio que ha ido guardando, muy a su pesar, todas esas imágenes soñadas que no pudieron materializarse, pero que siempre han estado ahí, esperando su instante, su revelación. Aunque siempre podemos volver a ver sus anteriores trabajos, porque es un cine que siempre está vivo, y sus películas tienen esa cosa tan extraña qué pasa con el cine, que es como si se transformará con el tiempo, como aquellas palabras tan certeras que decía mi querido Ángel Fernández-Santos, coguionista de El espíritu de la colmena, como no: “Las películas siguen manteniendo su misterio mientras haya un espectador que quiera descubrirlo”. Por favor, no dejen pasar una película como Cerrar los ojos, de Víctor Erice, que quizás, tiene la una de las reflexiones más conmovedoras que ha dado el cine en años, la de ese espacio de memoria y sentimientos, que vuelve a renacer cada vez que sea proyectado, como aquellos niños de pueblo de hace medio siglo, porque está filmada por uno de esos cineastas que miran el cine como lo mira Ana, con la misma inocencia que su primera vez, cuando descubrió la magia con La garra escarlata, esa primera imagen que construyeron todas las que han venido después, en las que el espectador descubre, participa, se emociona y siente… JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Falcon Lake, de Charlotte Le Bon

EL VERANO DE BASTIEN Y CHLOÉ.

 “No sabemos lo que ocurre en el fondo, pero tenemos la sensación de haberlo vivido ya”.

Charlotte Le Bon 

La película nos da la bienvenida con un encuadre de una grandiosa fuerza y muy inquietante. Vemos un lago a media tarde, parece o imaginamos que algo está sucediendo en su profundidad, pero quizás sólo ocurre en lo que sentimos. Un plano que abre el elemento del terror que planea sobre toda la historia, aunque la trama se sitúa en un verano, en los lagos de Quebec, en Canadá, en los bellos y fascinantes paisajes y regiones de los Laurentides, al noroeste de Montreal, una zona que conoce la actriz y ahora debutante Charlotte Le Bon (Montreal, Canadá, 1986), porque fue el escenario de muchos de sus momentos de su infancia. La infancia, y más concretamente, la preadolescencia es donde se sitúa su película, a partir de la mirada y la complejidad de un personaje como Bastien, de 13 años casi 14, y la relación que entabla con Chloé, de 16 años, que está en plena edad del pavo, con sus primeros amores, flirteos, rebeldía, independencia y demás actitudes tan propias de ese tiempo de búsqueda y descubrimiento. 

Le Bon adapta la novela gráfica Una hermana, de Bastien Vivès, en un guion en colaboración con François Choquet, con una elaborada e inquietante imagen filmada en 16mm que firma el cinematógrafo Kristof Brandl, en un preciso y magnífico trabajo donde la luz escenifica ese cruce entre drama cotidiano adolescente y terror, sin decantarse por ninguno, sólo mezclándolo todo con un resultado brillante y conmovedor, como sucedía ya en su cortometraje Judith Hotel (2018), que abordaba el problema del insomnio a través de la mezcla de drama y fantástico. Los 100 minutos de metraje también ayudan a dotar de ritmo y sensibilidad a la historia que nos cuentan con un gran montaje de Julie Léna, así como el cuidado empleo del sonido fundamental para una película de estas características que firman el trío Stéphen de Oliveira, Séverin Favriau y Stéphane Thiébaut, y la especial música de Shida Shahabi, que ayudan a crear esa atmósfera inquietante salpicada de verano, de paseos, de baños en el lago, de fiestas junto a la hoguera y bailes del momento. 

No es una película que se enrede en su difícil pero bien construida propuesta, ante todo nos cuenta la experiencia a través de la mirada de Bastien, de ese mundo oculto que desea conocer, experimentar el amor y el sexo, sentirse que ya no es un niño y es casi un adulto, aunque transite por esos dos mundos tan cercanos y a la vez tan ajenos, puente que le acerca a Chloé que acaba de dejar esa edad y todavía no se siente cómoda con chicos más mayores, porque todavía tiene esos deseos e ideas más juveniles que le siguen atrayendo. Estamos ante una trama de adolescentes, con sus cosas, sus idas y venidas, los padres están ahí, pero están a lo suyo, y mientras van pasando las vacaciones, donde los franceses veraneantes siguen perdiendo y disfrutando del tiempo de veraneantes. La directora canadiense mira las experiencias y reacciones de sus dos protagonistas con detalle y mimo, no tiene prisa, pero tampoco demasiada pausa, las situaciones se van generando y también, las diferentes reacciones y gestiones, donde la cámara los sigue pero nunca los juzga, sólo se muestra como un testigo de esas experiencias y vivencias que seguramente, les cambiarán muchas cosas en ese maravilloso y desolador proceso de hacerse adulto. 

La película enamora en su trabajo de cercanía y sensibilidad a la compleja adolescencia, en el que estamos con ellos, viviendo su verano, su encuentro y desencuentro, su torpeza y su deseo, esa ilusión de ser quién todavía no eres, esa impaciencia por hacer cosas, por experimentar el amor, y tener las primeras experiencias sexuales y demás. Resulta importante haber escogido a la pareja protagonista, porque además de tener la edad de los personajes que interpretan, que esto no siempre funciona así, porque acaban componiendo unos personajes cercanísimos, transparentes y naturales, que ayuda a acompañarlos y a entender muchas de sus actitudes, miradas, gestos y silencios. Tenemos a Joseph Engel, que hemos visto en Un hombre fiel (2018), y Un pequeño plan… como salvar el planeta (2021), ambas dirigidas por Louis Garrel, que hace un estupendo Bastien, un chico que tendrá el primer verano de verdad de su todavía pequeña vida, donde descubrirá el amor, el sexo, a Chloé, y la otra parte del espejo, el que duele, también. Junto a él, tenemos a Sara Montpetit, que era la antiheroína de Maria Chapdelaine (2021), de Sébastien Pilote, componiendo una Chloé que nos atrapa desde el primer instante, porque nos fascina al igual que ocurre con Bastien, porque la vemos independiente, diferente, misteriosa y juguetona, con una mirada que es una parte fundamental de la película. Y la presencia de la actriz y directora Monia Chokai, que ha trabajado con directores tan importantes como Denys Arcand, Xavier Dolan y Claire Simon, entre otros. 

Falcon Lake tiene el misterio, la inquietud y la intimidad que proponen muchas películas anti Hollywood, que proponen otras historias, más personales, más de verdad, como A Ghost Story 2017), de David Lowery, y Lo que esconde Silver Lake (2018), de David Robert Mitchell, con otras como las historias de iniciación francesas como Mes petites amoureuses (1974), de Jean Eustache, y À nos amours (1983), de Maurice Pialat, que explican con intensidad, profundidad e inteligencia esa edad de la adolescencia tan convulsa, tan extraña, tan terrorífica, pero tan diferente y atrayente. Nos alegramos que la actriz que nos agradó en películas de Michel Gondry, Lasse Hallström, Zemeckis y en Proyecto Lázaro (2016), de Mateo Gil, entre otras, ha tomado los mandos de la dirección con gran acierto adentrándose en un relato que fascina y aterra a partes iguales, que presenta una cotidianidad que nos recuerda a nuestras adolescencias, a todas esas experiencias que nos han llevado a ser quiénes somos y esas otras que imaginamos, que quisimos vivir y no vivimos, porque están las cosas que podemos ver y las otras cosas que se ocultan bajo las aguas profundas de un lago. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El fantástico caso del Golem, de Burnin’ Percebes

MI AMIGO SE HA ROTO EN 1000 PEDAZOS. 

“La comedia donde la obtención de la risa ya no es la primera prioridad. Es un humor que puede primar la incomodidad, el malestar por encima de otras cosas. Puede servir para hacer comentarios sociales, políticos o puramente filosóficos…”

Jordi Costa sobre el «Posthumor» 

El humor tiene infinitos registros y miradas, y por eso es tan universal y está abierto a diferentes y múltiples formas de encararlo y presentarlo. Los de Muchachada Nui, Venga Monjas, Carlo Padial, a los que sumamos los Burnin’ Percebes, hacen un humor que se sale de lo convencional, heredado de los Buster Keaton, hermanos Marx, Jerry Lewis, y Monty Python, entre otros. Un humor que te ríes y lloras a partes iguales, y en ocasiones, ni una cosa ni la otra. Los mencionados Burnin, o lo que es lo mismo, Juan González y Fernando Martínez, se dedican al humor, al posthumor, que acuñó el escritor y cineasta Jordi Costa, y lo hacen a través de los videos cortos subidos a las redes, cortometraje, webseries, y largometrajes, de los que podemos dar buena cuenta en Searching for Meritxell (2014), Ikea 2 (2016), La reina de los lagartos (2020), su cum laude, una rareza especialísima y magnífica en todos los sentidos. A saber, Javier Botet es un lagarto extraterrestre que se enamora de Bruna Cusí, actriz fetiche del dúo de posthumoristas, y quiere convertir a su hija en la citada reina, filmada en Súper 8 en una anti Barcelona sin turistas y sin mainstream, a ritmo de música de procesión, con unos diálogos tan desconcertante como maravillosos. 

Tres años después de La reina…, regresan al largometraje con El fantástico caso del Golem, en la que siguen el caso de Juan, un joven infantilizado y sin porvenir que, después de una noche de fiesta, su mejor amigo David, cae edificio abajo y se rompe en mil pedazos. Grandiosa el arranque de la película, donde vemos caer la figura del tal David y su posterior rotura. El hecho no parece sorprender a nadie más que a Juan que emprende una investigación para saber qué ha pasado y sobre todo, que es su amigo David. Los Burnin lo mezclan todo: el thriller psicológico, la ciencia-ficción sofisticada, la comedia costumbrista a lo Berlanga y Ozores, las redes sociales, internet y los malditos algoritmos, y la comedia anti-romántica, donde hay amores y sexo que va y viene, y personajes extravagantes, raros y demasiado normales, o no. Porque en esta película anti-policíaca Juan se irá encontrando y reencontrando con personajes que van cambiando de aspecto, tanto de su pasado como de su presente, algo así como el reverso cercano de películas como El gran Lebowski, Mulholland Drive o Lo que esconde Silver Lake, donde la realidad, la fantasía y el cuento se fusionan de forma sorprendente e imaginativa. 

Una estupenda cinematografía del cineasta Ion de Sosa, filmada en 16mm, consigue esa textura de películas ochenteras patrias y del indie estadounidense, donde jóvenes perdidos y sin futuro, que deambulan por sus vidas como desconocidos y náufragos, como los que describe Wes Anderson, con el que la historia tiene ese toque entre kitsch, sofisticado y hortera pero con mucho gusto e innovador e inteligente, nada está por estar, ni nada está por casualidad. El montaje de Juliana Montañés, de la que hemos visto últimamente Sica, de Carla Subirana, lleno de detalles y enérgico en un relato en el que no dejan de ocurrir situaciones entre los diferentes personajes, en un metraje que se va a los 96 minutos de metraje donde no hay respiro y sí muchas idas y venidas. La excelente música de Jordi Bertrán, que ya estaba en La reina de los lagartos, pero ahora con ritmo de merengue y fiesta, con ese aroma de las orquestas de Cugat y Pérez Prado. Un gran y fantástico reparto encabezado por Juan en la piel de Brays Efe, la “Paquita Salas”, que interpreta a un tipo que no tiene ni pies ni cabeza, que va y viene con poco sentido, como muchos y tantos que andamos por el mundo, o quizás sólo estamos en él esperando que pase eso que nos cambiará todo, pero mientras no pasa no sabemos qué hacer. 

Le siguen una retahíla de personajes a cúal más excéntrico e hilarante, que casan de forma creíble y certera en una historia que se mueve entre la realidad y la fantasía de forma natural y compleja a la vez. Empezamos con la pareja que forman Nao Albert y Roberto Álamo, que nos recuerdan a los nihilistas de la citada El gran Lebowsky, otra singular pareja como la de Roger Coma y Javier Botet, que repite después de la experiencia de La reina de los lagartos, aquí convertido en muchos disfraces, que recuerda al Mortadelo de las viñetas de Ibáñez, David Ménende es el accidentado Golem, un “amigo del alma” o quizás sería mejor decir “un amigo de cerámica”, una Anna Castillo deslumbrante como cita del protagonista, Luis Tosar como jefe de los del algoritmo, muy jefe tontolín y esperpéntico valleinclanesco que se ríe de sí mismo, Tito Valverde, también de jefe, pero de los Golem, y hasta aquí puedo leer, y Bruna Cusí, como hemos dicho, la “actriz” de los Burnin’ Percebes, en un personaje que tendrá con Juan mucho de qué hablar o quizás no, que ha estado, está y estará en las mil y una locuras e historias de esta curiosa y magnífica pareja profesional catalana. 

El fantástico caso del Golem toca muchos palos, pero no lo hace de forma desordenada ni para epatar, sino todo lo contrario, creando un universo que recuerda a aquella ciencia-ficción tipo Los 5000 dedos del Dr. T, mezclado con clásicos como La vida futura, Frankenstein, Blade Runner y La amenaza de Andrómeda, pasando por el costumbrismo de Azorín y Mihura, con ese toque de negrísimo que le ponía Azcona y Berlanga, y los personajes perdidos y perdedores de Ozores y Lazaga, y el vapuleo con posthumor a las superficiales y tontitas comedias románticas que nos sacuden cada semana en la cartelera, y como no, el universo infinito de internet y las redes sociales, donde los Percebes han encontrado un material que han analizado y reflexionado, meneado, criticado y masajeado desde sus inicios como dúo posthumor. No se pierdan la película porque como les he dicho al comienzo de este texto, les hará reír o llorar o ni una cosa ni la otra, pero eso sí, un posthumor que crítica, provoca reflexión, y se ríe de sí mismo y de todos y todo, siempre con buen o peor humor, pero eso sí, siempre lo hacen desde la sencillez, lo auténtico y sin dramatismos, sino que se lo digan a Juan, el protagonista, que pierde a su mejor y único amigo y no sólo eso, sino que se rompe en 1000 pedazos. Una película que empieza de esa forma, no pueden dejar de verla, porque si no se arrepentirán y postmucho. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Georgia Oakley

Entrevista a Georgia Oakley, directora de la película «Blue Jean», en el marco del D’A Film Festival, en la terraza del Hotel Regina en Barcelona, el domingo 26 de marzo de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Georgia Oakley, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a Iván Barredo de Surtsey Films, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño, a mi querido amigo Rafael Dalmau, por su gran labor como intérprete, y al equipo de comunicación del D’A Film Festival. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Inés García

Entrevista a Inés García, directora de la película «Winterreise», en el marco de La Inesperada Festival de Cine, en el parque de la España Industrial en Barcelona, el viernes 25 de febrero de 2022

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Inés García, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Miquel Martí Freixas y Núria Giménez Lorang, directores de La Inesperada, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Marga Sardà

Entrevista a Marga Sardà, actriz de la película «¡Corten!», de Marc Ferrer, en el marco del D’A Film Festival, en el Hotel Regina en Barcelona, el viernes 7 de mayo de 2021.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Marga Sardà, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Anna Prats y Gerard Cassadó de Filmin, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Letters to Paul Morrissey, de Armand Rovira

QUERIDO MORRISSEY.

“Un artista es alguien que produce cosas que la gente no necesita tener”

Andy Warhol

Entre el otoño del 2011 y el invierno del 2012, el CCCB de Barcelona albergó la exposición Todas las cartas. Correspondencias fílmicas, comisariada por Jordi Balló, en la que cineastas como Erice, Kiarostami, Guerin, Mekas Isaki Lacuesta, Naomi Kawase, entre otros, se enviaban cartas, en formado de cine y video, donde establecían una comunicación personal e intransferible que remitía al cine, sus estructuras y formas, sus películas, sus vidas cotidianas y demás. Armand Rovira (Barcelona, 1979) en su pirmer largometraje, recoge el testigo de aquel experimento fílmico y hace su propia versión a través de cinco voces diferentes entre sí, proponiendo un largometraje que consiste en cinco cartas, cinco correspondencias en las que personas, relacionadas o no con el universo del cineasta Paul Morrissey (Nueva York, EE.UU., 1938) les envían cinco misivas fílmicas que, posiblemente,  jamás le llegarán al cineasta, pero que hablan de su universo, aquel que compartió con Andy Warhol en “La Factory”, y el que desarrolló en aquel cine underground, vanguardista, subversivo, provocador y radicalmente diferente.

Rovira y su coguionista Saida Benzal, también actriz y directora de una de las cartas, recogen el espíritu formal y narrativo del creador estadounidense para sumergirnos en submundos en el que los personajes nos hablan de soledad, del paso del tiempo, de inadaptados y seres perdidos en un tiempo demasiado fútil, superficial y vacío. El relato arranca con una primera carta ambientada entre Berlín y Madrid, donde un hombre con una severa crisis de identidad, que desprecia la sociedad de consumo, realiza un viaje personal para encontrar aquello que le dé sentido a su existencia, acabando en el monasterio del Valle de los Caídos, para encontrarse con la religión y aflorar su fe. Todo contado en un formato de 4/3, en película de 16 mm, y en un blanco y negro apagado y plagado de sombras, y un marco que incluye momentos del cine mudo con sus intertítulos y otros dialogados. La segunda carta protagonizada por Joe Dallesandro, mítico actor de Morrisey, que relata en off su relación con las drogas, mientras observamos a algunos yonquis frecuentando parques de skaters y espacios urbanos deteriorados, en esos espacios que tanto le interesaban a Morrisey.

La tercera carta la protagoniza una actriz de Chelsea Girls venida a menos, que recuerda mucho la sombra que perseguía a Norma Desmond, aquella vieja actriz de Sunset Boulevard, que existía de recuerdos lejanos. Una actriz que sigue soñando con su vuelta a la interpretación mientras se prepara físicamente, oculta sus arrugas con maquillaje, y pasa noches apasionadas con hombres mecánicos, con la misma atmósfera de una ciudad estadounidense evaporada por el polvo y el paso del tiempo, anclada en un pasado ficticio, donde todo brillaba, que parece vivir en el interior de la actriz, recordando lo que fue y probablemente, jamás volverá, haciendo clara alusión al cine de Morrissey, a todos aquellos intérpretes y técnicos que se olvidaron. La cuarta carta, quizás la más transgresora y rompedora por su forma, dirigida por Benzal, no sitúa en un relato mudo y el universo vampírico, donde dos amantes se ven imposibilitados a estar juntos y todo aquello que intentan resulta completamente infructuoso. Y finalmente, la misiva que cierra la película, recupera el cortometraje Hoissuru (2017) que da nombre al extraño sonido que atormenta a la joven japonesa protagonista, que encontrará en el azar en forma de una amiga la resolución de sus problemas, en un relato que nos habla de amor lésbico, en la que dos mujeres necesitan de su amor para ayudarse y resolver sus enfermedades y traumas.

La luz velada y llena de sombras de Eduardo Biurrun, que asombra por su belleza espectral e inquietante, así como el preciso y perverso montaje del propio Rovira, que combina la pausa con el frenesí, acompañado de la música de fantasía y perturbadora obra de The Youth, y el brutal trabajo con el sonido obra de Jesús Llata, capturando todos esos enigmas que esconde la película,  acaban dotando a la película de múltiples capas y formas que nos perturban y conmueven a partes iguales. Rovira ha construido una obra insólita y radicalmente innovadora, diferente y atemporal, en el que homenajea el universo de Paul Morrissey, y por ende, a todos esos creadores vanguardistas, transgresores y radicales que encontraron en el cine y sus infinitas formas de expresión, una forma de reivindicar otro cine y además, protestar contra el stablisment. El director barcelonés hace gala de una mirada escrutadora y brillante, manejando las formas cinematográficas a su antojo, creando mundos y submundos, a través de una mirada muy personal, profunda e íntima, creando cinco relatos, todos muy diferentes entre ellos, pero con nexos comunes en los que nos habla de crisis de identidad, soledades que no encuentran consuelo, de drogas, sexo, amor, de seres diferentes, complejos y pertenecientes a submundos que habitan en este, pero parecen de otros universos, invisibles y ajenos al que conocemos.

La fuerza expresiva y enigmática de Rovira nos sumerge en ese mundo real o no, abstracto y lleno de excentricidades y contradicciones, atreviéndose a introducir elementos de diferente naturaleza pero que acaban fusionándose con sus historias de manera natural y sincera, como las canciones de amor arrebatado de Françoise Hardy, la literatura feminista de Simone de Beauvouir o el universo plagado de sombras y espectros que habitan en la citada Sunset Boulevard, conformando un puzle magnífico e intenso en un relato dividió en cinco piezas, en cinco formas de mirar, acercarse, recuperar y recordar el universo Morrisey, un mundo que fue creado para romper las normas de lo establecido, a crear obras que relatasen unos submundos que el cine convencional ocultaba, creando películas con carácter, libres y alejadas de convencionalismos y prejuicios, y manifestando su brutal rechazo a una sociedad de consumo vacía, estúpida y a la deriva. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA