Petra, de Jaime Rosales

LOS LÍMITES QUE NOS IMPONEMOS.

En el cine de Jaime Rosales (Barcelona, 1970) no han nada producto al azar, todo forma parte de una estructura dramática medida y construida para cada película, consiguiendo de esta manera una película diferente cada vez, pero con rasgos definibles y conocidos que vendrían a conformar una mirada contemporánea y profunda sobre la condición humana en procesos dramáticos donde la violencia se convierte en un eje transformador de las existencias de los personajes en cuestión. En su debut, Las horas del día (2003) indagaba en la personalidad de un hombre común de una gran ciudad que asesinaba de forma fría y salvaje, en una mise en scène que aprovechaba el espacio de manera perturbadora, en que alargaba el tempo cinematográfico consiguiendo aterrorizar aún más si cabe al espectador. En su siguiente película, La soledad (2007) construía un juego visual en el que dividía la pantalla en dos, al que llamó Polivisión, en el que volvía a jugar con el espacio y los movimientos de sus personajes, para hablarnos del destino de dos mujeres en una ciudad cualquiera que deben lidiar con un hecho trágico. En Tiro en la cabeza (2008) nos introducía en la piel de unos terroristas de ETA y uno de sus asesinatos, pero vistos desde la distancia con teleobjetivos y prescindiendo del diálogo. Sueño y silencio (2012) en la que se centraba en una familia en el Delta del Ebro que sufrían un accidente que trastocaría toda su vida, supone un paréntesis en su filmografía, una película que devendría en el fin de un recorrido como cineasta, donde su comunión con el público estaba rota y Rosales tuvo que redefinirse como autor y emprender una búsqueda interior. De todo ese proceso nacería dos años después Hermosa juventud, en el que es una reinvención de su estilo, en el que la naturalidad presente se convierte n el centro de la trama, con intérpretes debutantes y equipo joven para hablarnos de las penurias económicas de una pareja que tiene que hacer porno amateur para ganarse la vida.

En Petra, sexto título de su carrera, Rosales parece haberse reencontrando consigo mismo como cineasta, construyendo un relato aristotélico en el que ha ido mucho más allá, empezando por la construcción del guión, en el que ha contado con la veteranía de Michel Gaztambide (habitual del cine de Urbizu) y la juventud de Clara Roquet (coguionista de 10.000 km e incipiente directora de estupendos cortometrajes) una mezcla interesante que ha generado un relato dividido en capítulos desordenados en el tiempo que empiezan con un Dónde conoceremos o sabremos…, como hacía Cervantes en su inmortal El Quijote…, en una trama instalada en la familia, con el pasado y la mentira como ejes centrales, un retrato naturalista, inquietante y fascinante que nos lleva a una trama repleta de mentiras, espacios ocultos y perversos, en que el tiempo hacía delante o hacía atrás consigue sumergirnos en una trama inacabable, llena de falsedades, (des) encuentros entre sus personajes y un relato que se clava en nuestro interior vapuleándonos de manera eficiente y brutal. Porque Rosales nos cuenta historias interesantes, aunque su imprenta autoral podríamos encontrarla en el Cómo lo cuenta, y aquí, consigue esa mezcla estupenda en que nos interesa tanto el qué como el cómo, abriéndonos múltiples puntos de vista en nuestra manera de mirar la película, y recolocando mentalmente las piezas desordenados del guión.

Otro de los elementos de la película que más llaman la atención son sus espacios y su manera de filmarlos, con esos planos secuencia y panorámicas donde no siempre lo que está sucediendo es lo mostrado, sino que Rosales juega con el espacio convirtiéndolo en una herramienta narrativa de gran calado, en la que no sólo nos muestra a sus personajes y sus reacciones, sino el espacio en que los enmarca, que suele decirnos muchas más cosas de las que a simple vista nos muestra, con el acompañamiento musical que incide en todo lo que se muestra o no, y esos espejos que reflejan los estados anímicos de unos personajes entrecruzados en un ambiente perverso de amos y criados. La elección de la película analógica de 35 mm y su cinematógrafo Hélène Louvert (habitual del cine de Marc Recha, y también, de la reciente Lázaro feliz, de Alice Rohrwacher, filmada en 16 mm) pintan la película aprovechando la luz natural y la singularidad de sus espacios rurales, en los que la piedra y la madera están presentes en ellos, una luz fría y natural que contrastan con la oscuridad de las relaciones que allí se cuecen, y también, con esos espacios sombríos de la ciudad. Rosales es un estudioso del espacio y su forma de filmarlos, en el que prevalece la precisión y austeridad, nada que distraiga a los espectadores, construyendo narrativas de extraordinaria limpieza visual,  que constantemente interpelan al espectador en el que todo el interior de los personajes y la soledad que transmiten, acaba teniendo su materialización tanto en el espacio como en la luz que lo baña.

El cineasta barcelonés nos introduce en su película con la Petra de su título, que será ella, desde su mirada, que nos muestra la atmósfera y los personajes que la habitan, Petra es una joven pintora que llega a vivir una residencia con Jaume, un artista mayor consagrado (una llegada que recuerda a la entrada en el piso de la protagonista de La soledad). En esa casa ampurdanesa conocerá a Marisa, la madura esposa de Jaume, y Lucas, el hijo de ambos que también es un artista. En la casa, trabajan Juanjo, el guarda y Teresa, su mujer, y Pau, el hijo de ambos, que tendrán su importancia en los hechos que allí sucederán. Petra ha llegado con la excusa de pintar, pero sobre todo, conocer a Jaume y confesarle que cree que es su padre, entre medias, se tejerán una serie de relaciones difíciles y complejas entre los personajes, en el que Jaume actúa como un maléfico despiadado en el que desprecia a todos y cada uno de los que le rodean, convirtiéndose en una especie de ogro moderno en que su posición y poder lo llevan a aprovecharse de todos. Para más desazón, la violencia emocional y física, harán acto de presencia en la trama, como es habitual en el cine de Rosales, en el que veremos las diferentes reacciones hostiles de los personajes y sus posteriores acciones.

Unos personajes interpretados por un grupo de intérpretes concisos y sobrios, que sienten y mienten más que hablan, donde las miradas y sus gestos lo son todo, encabezados por una magnífica Bárbara Lennie haciendo de Petra, bien acompañada por la sobriedad de Alex Brendemühl (que ya fue el asesino abyecto de Las horas del día) Marisa Paredes como la madre que con sólo una mirada nos introduce en esa relación perversa que mantiene con Jaume, que da vida Joan Botey, debutante reclutado durante el proceso de búsqueda de localizaciones, que hace de ese artista malvado y perverso, capaz de todo, en un estudio interesante sobre el arte y los monstruos que crea, y unos actores de reparto sublimes como Oriol Pla, ese hijo que nunca tuvo Jaume, en un personaje sociable que aguarda su momento, Carme Pla en un breve pero brutal caracterización de esa mujer condenada a la perversidad de Jaume, Petra Martínez (que estaba en La soledad) como la madre de Lennie, con su secreto bien guardado, y por último, Chema del Barco como el guarda callado y ejemplar que advierte a Petra del carácter de Jaume.

El cineasta catalán comparte cuestiones formales y argumentales con el universo de  Almodóvar en su faceta más negra y laberínticos pasados familiares, cercanos al folletín, pero tratados de forma y fondo antagónicos a ese género popular, con una mirada sobria y alejada de sentimentalismos, con la serenidad del cineasta interesado en las relaciones humanas y la tragedia que a veces esconden,  pero filmados de manera diferente, y con un humor tratado de maneras distintas, con el aroma de la violencia rural al estilo de Furtivos, de Borau o Pascual Duarte, tanto la novela de Cela como la película de Ricardo Franco, con rasgos del cine de Haneke o Von Trier, en esos personajes malvados y abyectos, en que la violencia forma parte de su realidad más cotidiana e inmediata, la sobriedad de clásicos como Ozu o Bresson, que ya conocíamos en otras películas de Rosales, en un relato oscuro y terrorífico en el que nos habla de identidades, de búsquedas, de familia, y mentiras, en el que todos y cada uno de los personajes, se mueve siguiendo en ocasiones sus más bajos instintos, luchando encarnizadamente con sus emociones y sus conflictos internos, en una trama perversa y maléfica, que nos inquietará y agradará por partes iguales, y no nos dejará en absoluto indiferentes.

La número uno, de Tonie Marshall

EN UN MUNDO DE HOMBRES.

«El problema de la mujer siempre ha sido un problema de hombres.»

Simone de Beauvoir

Emmanuelle Blachey es una brillante ingeniera que, gracias a su capacidad de trabajo e inteligencia, se ha encaramado a la cima de las grandes empresas, convirtiéndose en parte del consejo de administración de la empresa energética más importante de Francia, amén de encontrarse felizmente casada y madre de dos hijos. Un día, una poderosa e influyente red de mujeres le propone ser presidenta importante. Para ello, deberá enfrentarse a un mundo de hombres despiadado, machista y poderoso que, como será de esperar, utilizarán todas las artimañas sucias y rastreras para desbancarla de la carrera por tan codiciado puesto. La directora Tonie Marshall (Neuilly-sur-Seine, Francia, 1951) que después de protagonizar algunas películas de Jacques Demy, optó por la dirección, tarea que lleva casi tres décadas, en las que se ha especializado en retratos íntimos y poderosos de mujeres, en las que reivindica el derecho a compaginar profesión y amor, desde una perspectiva sencilla y honesta, explorando todos los puntos de vista, a través de tramas complejas e inteligentes.

En La número uno, se adentra en el terreno de las altas finanzas y los ejecutivos de trajes caros y cocktails por la noche, pero lo hace posando su cámara en la mirada de Emmanuelle Blachey, una mujer fuerte, pero con debilidades como todos, su heroína es humana, y no viene a salvar el mundo, nada de eso, sino que se enfrenta a una estrategia por mejorar en su trabajo, y hacerse un hueco en un mundo de las grandes empresas dominado por hombres, empresa que no le resultará nada fácil en todos los niveles, tanto a nivel profesional como personal, en el que deberá lidiar con sus conflictos internos, problemas con el pasado familiar, la relación con su marido (que encima está pasando por un período de crisis profesional) y soportar los tremendos golpes de su rival profesional, que opta al mismo que ella, que hará todo lo posible, a niveles rastreros y repugnantes, sacando a relucir las miserias de cada uno, tanto de ella, como de su equipo femenino que le ayuda en este trabajo, arduo, difícil y polémico.

Marshall huye de la caricatura, y se evade completamente de ese cine superficial de buenos y malos, aquí, cada uno utiliza sus herramientas a su alcance, no intentando trabajar para ser mejor que su rival en el puesto, sino utilizando la cara oscura, desprestigiando a su adversario, para sacarlo de la disputa profesional, y también, para dejarlo fuera de circulación, para que así en un futuro no vuelva a encontrárselo en otro camino. La directora francesa-estadounidense nos sitúa en mitad de esos edificios interminables poblados de oficinas y departamentos donde se cuecen las altas finanzas, llenos de pasillos y habitaciones enmoquetadas, donde los trajes y conjuntos de diseño se mueven buscando su oportunidad, un universo aparentemente cuidadoso y formal en su estructura, pero rodeado de negritud y miseria en su fondo, donde las buenas palabras y los gestos siempre esconden algo turbio e interesado. Estamos ante un combate de boxeo en toda regla, aunque no se disputa en un ring rodeado de espectadores emocionados, sino en espacios de diseño, cuidadas hasta el más mínimo detalle: oficinas, teatros, restaurantes, congresos, etc… donde se reúnen, unos y otros, para acordar su estrategia y seguirla hasta el final.

Marshall compone una honesta y detallista película sobre mujeres que trabajan incansablemente para cambiar las reglas del juego, para romper con la hegemonía masculina en este territorio de las altas esferas financieras, pero no desde el choque entre unos y otros, posicionándose con las mujeres, porque nos cuenta el relato a través de ellas, pero presentándonos mujeres complejas, humanas y ambiguas, que también tienen partes oscuras, al igual que los hombres, dejando que los espectadores tomemos o no partido por el bando que más nos seduzca. La directora no juzga a ninguno de ellos, los filma desde todas las perspectivas posibles, en la intimidad y en sociedad, sumergiéndose en sus formas de actuar, de hablar y de sentir, capturando cada sentimiento, benigno o maligno, que desarrollarán a lo largo del metraje. Un reparto interesante, convincente y espectacular bien medido y cuidado, que encabeza una fantástica Emannuelle Devos, con esa mirada fría y triste, con sus deudas e ilusiones, moviéndose en estas arenas movedizas, donde cada acción puede cambiar el escenario en cualquier instante, bien acompañada por Richard Berry como su adversario, Benjamin Biolay como escudero del contrincante, John Lynch como marido y compañero leal (sumamente importante en estos casos) y Suzanne Clement, una de sus aliadas feministas. Tonie Marshall ha construido una película de aquí y ahora, sobre ese mundo de altos ejecutivos que algunas mujeres luchan incansablemente para cambiar, para que tome otro rumbo, para que se convierta en un universo igualitario, equitativo y sobre todo, humanista, en el que hombres como mujeres, por igual, tengan las mismas oportunidades.

 

Las guardianas, de Xavier Beauvois

LAS MUJERES RESISTENTES. 

Hortense es la matriarca de una granja en la Francia de 1915, cuando la mayoría de los hombres válidos se dejaban la vida en los campos de batalla. Hortense, debido al volumen de trabajo, que comparte junto a su hija Solange, decide rescatar a Francine, una huérfana que se convierte en una fiel y entregada empleada. La guerra sucede lejos, fuera de su alcance, aunque de tanto en tanto, los hombres de la casa, los hijos de Hortense, vuelven unos días de permiso. En una de esas visitas, Constante, el menor de los hijos, se enamora de Francine. El nuevo trabajo de Xavier Beauvois (Auchel, Francia, 1967) basada en la novela homónima de Ernest Perochon, nos cuenta la retaguardia de la guerra, lo que queda después que los hombres vayan a la guerra, la vida cotidiana en una granja a través de las mujeres. Unas mujeres trabajadoras, valientes, tenaces y decididas, que se emplean a fondo para sacar todo el trabajo, en ausencia de la mano masculina. Si bien la película mantiene las ideas y reflexiones que ya estaban en el cine de Beauvois, como la comunidad, el tema social, la complejidad de los personajes, y un tema central, que suele ser externo, que contextualiza los hechos y provoca las dificultades en las que se sumergen sus personajes, como por ejemplo, ocurría en uno de sus títulos más celebrados, De dioses y hombres (2010) en el que explicaba el devenir de unos monjes cistercienses, que instalados en un monasterio en las montañas del Magreb, se veían envueltos en una ola de violencia, pero decidían quedarse y resistir.

Ahora, se centra en estas tres mujeres, en la que podemos primero de todo, ver la película como una experiencia antropológica, donde vemos las formas de vida de primeros de siglo en la Francia rural, así como los diferentes trabajos y las formas de convivencia en una granja. Por otro lado, las diferentes relaciones que se desarrollan en un contexto dificultoso como ese, en el que la ausencia de noticias de la guerra y el devenir de los suyos, somete la voluntad y el ánimo de las mujeres. Beauvois nos habla también de esperanza, de cooperativismo y de resistencia, en el que la primer parte del filme, pivota entre estas ideas, donde parece que, a pesar de la guerra y sus desastres, la vida y el amor pueden crecer y mantener la ilusión por unos tiempos futuros mejores, aunque algo lejanos. La segunda mitad del relato, la película se ensombrece, y las circunstancias del momento, convierten a los personajes en víctimas de su propio destino, donde unos toman posiciones demasiado intransigentes para favorecer a unos en detrimento de otros, quizás aquellos más desafortunados o débiles.

El cineasta francés agiliza una trama de 135 minutos, en el que no cesan de suceder situaciones de todo tipo, en que las cosas ocurren de manera sencilla y honesta, sin caer en ningún instante en el sentimentalismo o la crueldad excesiva, hay dureza, pero entendible, dejando ver con claridad cada circunstancia que motivan las decisiones de los personajes. La formidable y pictórica luz de la película, obra de la cinematógrafa Caroline Champetier (una experta en la materia que ya estuvo en De dioses y hombres, y otras obras de gran calidad como Holy Motors, Las inocentes o Hannah Arendt, entre otras) recuerda a la pintura de Millet, Coubert o Renoir, en sus trabajos sobre el campo francés (y esa luz que también bañaba las imágenes de la reciente La mujer que sabía leer) y la magnífica música del veterano Michel Legrand (auténtica eminencia con más de 60 años de carrera) se acoplan perfectamente al aroma que recorría aquella Francia rural de los convulsos y terroríficos años de la Gran Guerra.

Beauvois estructura su trama a través de una historia de amor, sencilla y conmovedora, llena de sensibilidad (como las películas campestres de Renoir) en la que no faltará de nada, porque ya lo dicen que en el amor y en la guerra, todo vale, y las argucias más miserables están a la que saltan, anteponiendo la apariencia ante cualquier eventualidad. El magnífico trío protagonista encabezada por la siempre eficaz y sublime Nathalie Baye (en su tercer trabajo con el director, después de Según Mattieu y El pequeño teniente) en un personaje de armas tomar, que irá cambiando a medida que las noticias de la guerra vayan cayendo como una losa, en una matriarca de las de antes, aquellas a las que no se les escapaba nada, aquellas siempre atentas, dirigiendo el rebaño, y atajando cualquier rebelión en su contra o contra los suyos, le acompaña Laura Smet (que algunos recordarán como La dama de honor, uno de los últimos títulos de Chabrol) dando vida a Solange, la hija de la patrona (también hija en la vida real) encarnando a esas mujeres con sus hombres en la guerra, que quedaban al amparo de cualquier forastero, y también, de sus ganas de cama, reflejando esas mujeres abiertas a los cambios y las modernidades propias de la época.

Finalmente, la auténtica revelación de la película, la debutante Iris Bry, con ese rostro angelical y a pesar de su juventud, lleno de dureza emocional, que vaga con la esperanza de encontrar trabajo, acomodo y un hogar en su existencia. Bry compone a la desamparada Francine, una mujer joven, pero vivaz y sencilla, que llega a la granja para quedarse, demostrando trabajo, lealtad y sinceridad, convirtiéndose, a su pesar y a pesar de todos sus esfuerzos, en una víctima más de la guerra, como hubieron tantas, en una de esas mujeres que todo lo tienen que luchar y pelear, porque no tienen otra, porque no tienen a nadie, y deben seguir remando por su vida y por su destino. Beauvois ha construido una película excelente y bellísima, tanto en su imagen como en su contenido, un hermosísimo canto a la mujer, a la femineidad, a su cuerpo, a su fisicidad, a su trabajo, y a sus sentimientos, a todo aquello que sienten, a quién aman y su lugar en el mundo, porque aunque la guerra siga en el frente, hay otras guerras donde nos e disparan tiros, son esas otras guerras a las que hay que enfrentarse en el día a día, con entusiasmo, garra y valentía.

Sweet Country, de Warwick Thornton

EL DESIERTO ROJO.

Tierra difícil, tierra agreste, dura y sucia. Tierra roja, de sol abrasador, de roca clavada en el alma, de vidas duras, de vidas llenas de polvo, de vidas asfixiantes, de vidas en la cuerda floja, y así un día tras otro, esperando que el amo quiera, a su merced, a su antojo, y desprovistos de las tierras, de su vida. El cuarto trabajo de Warwick Thorton (Alice Springs, Australia, 1970) vuelve a centrarse en los aborígenes, en los suyos, en aquellos indígenas que por orden de la Corona Británica fueron despojados de sus tierras ancestrales, vestidos con ropas blancas, y dispuestos a trabajar gratis para sus dueños. Thorton sitúa su película en la década de los 20, más concretamente en el año 1929, y en la tierra donde creció, Alice Springs, en el interior de Australia, en el norte, y plantea un retrato que mucho tiene que ver con su debut, Sanson & Delilah (2009) y sus posteriores trabajos, las películas colectivas The Turning (2013) y Words with Gods (2014) donde explica los orígenes y las existencias de aborígenes. En Sweet Country, en la que ya desde su título, totalmente irónico por el devenir de los hechos que se sucederán en la película, nos presenta a Sam, un aborigen que vive junto a su mujer Lizzie y su sobrina, en la casa de Fred Smith, un predicador que trata a Sam con total respeto y educación, como uno más.

En ese ambiente tan seco y complicado, no todos los blancos adoptan la misma posición. Hay otro, Mick Kennedy, que trata a sus trabajadores aborígenes como bestias, y en especial al joven Philomac, al que maltrata y veja por cualquier nimiedad. Y más allá, otro de los granjeros, Harry Marck, un desquiciado veterano de la primera guerra mundial, aún va más allá, y utiliza a los aborígenes cometiendo delitos muy graves hacia ellos. Thornton, con la ayuda de su coguionista David Tranter, aborígenes los dos que crecieron en el mismo entorno, no hacen una película de buenos y malos, sino de un estado de ánimo de aquel momento, en el que unos tuvieron todos los derechos, y otros, no. Y no construyen una trama compleja, para nada, nos hablan de un caso en concreto, en el que Philomac desaparece y en esa búsqueda que emprenden acaban en el rancho del predicador donde se desata la tragedia. Todo sucede como otro día cualquiera.

El cineasta australiano compone un western duro y seco, muy crudo en algunos momentos, con tipos barbudos, que fuman sin parar y beben whisky, en el que el calor abrasa y quema sin piedad, en el que las reglas del juego han cambiado para los aborígenes, ya que sin ser esclavos son tratos como tal, casi sin nada, sin derechos, y con una existencia extrema y pobre. Los personajes de la película se mueven por instinto, casi como bestias salvajes, donde hay poco que perder o nada, en el que unos ordenan y los otros, con la cabeza cabizbaja, obedecen asumiendo su condición miserable. Encontramos elementos característicos del western clásico: la frontera, la confiscación de tierras, la subordinación y conquista de un pueblo, los problemas territoriales, y un paisaje bello y cruel a la vez, excelentemente cinematografiado por Thornton que también es un consumado cinematógrafo, extrayendo la belleza y la oscuridad que encierran esas tierras casi solitarias. Sam se defiende ante los ataques de Harry, aunque en este nuevo contexto social, parece que Sam debe soportar las maldades de Harry sin más, aunque no lo hace y se defiende. Aunque esto le obligará a huir junto a su mujer bajo el desierto rojo.

Thornton nos explica dos películas en una, en la primera mitad, la película muestra las duras condiciones de los aborígenes y demás, y luego, cuando sucede el conflicto con Harry, la película se convierte en una road movie por el desierto, donde el sargento Fletcher se lanza con la compañía de unos cuantos, a dar zaga al huido Sam. En una trama sencilla, sujetada a una estructura clásica, donde los personajes y sus conflictos se erigen como el centro de la trama, en el que tantos unos como otros se posicionan, según su conciencia y contexto social, por uno o por otro, en una aventura de tonos épicos, pero cerca de la mirada de Monte Hellman, y muy alejadas de esos relatos donde ensalzan al protagonista o sus hazañas. Aquí, la cosa va por otro lado, construyendo una trama honesta en la que se habla de la identidad de uno mismo, de quién eres cuando te lo han arrebatado todo, de cuál es tu camino, y hacía donde se encaminará tu vida, rodeados por un entorno muy duro, tanto físicamente como emocionalmente, en el que todo lo que habías conocido ha dejado de existir, y ahora, aunque no lo aceptes, debes vivir de otra manera que no es la tuya.

Un brillante reparto encabezado por los veteranos Brian Brown como el sargento, y Sam Neill como el predicador, bien acompañados por los rudos y malolientes (que más parecen una pareja de hermanos bandidos que granjeros) Thomas M. Wright y Ewen Leslie, como los malcarados Mick Kennedy y Harry March, respectivamente. Matt Day como el Juez Taylor. Y las grandes sorpresas de la película, los intérpretes aborígenes debutantes en la película, empezando por Hamilton Morris que da vida a Sam, su mujer Lizzie encarnada por Natassia Gorey-Furber, Gibson John como Archie y finalmente, los gemelos Tremayne y Trevon Dolan que hacen de Philomac. Unos intérpretes que componen personajes sobrios, solitarios, que hablan poco y miran mucho, que se mueven por unos ranchos donde la existencia duele, donde el aire a veces es tan denso que es insoportable, donde la tierra roja enmudece y entierra a todos, donde la belleza y la tragedia se mezclan en demasiadas ocasiones, donde cada día parece ser el último.

Foxtrot, de Samuel Maoz

LOS PASOS DEL DESTINO.

“La coincidencia es la manera que tiene Dios de permanecer anónimo”

Albert Einstein

Una mañana, como otra cualquiera, en cualquier vivienda de Israel, un trío de soldados comunica a unos padres el fallecimiento de su hijo durante su servicio militar. La madre, Dafna, cae rendida después de haber sido fuertemente sedada. El padre, Michael, por el contrario, expresa su ira contra todos y todo, intentando explicarse lo ocurrido. El segundo trabajo de Samuel Maoz (Tel Aviv, Israel, 1962) se enmarca en las consecuencias de la guerra y en los mecanismos del dolor ante la pérdida de un ser querido. Su primer filme Lebanon (2009) que se alzó con el máximo galardón en el Festival de Venecia, nos sumía también en la guerra, desde el punto de vista de los soldados, introduciéndonos en el interior de un carro de combate siguiendo las peripecias bélicas de un grupo de soldados durante la guerra del Líbano de 1982. Maoz vuelve a un ambiente cerrado y claustrofóbico, pero ahora es un hogar que aparentemente parecía reinar la concordia, para construirnos una película sobre las relaciones personales entre un padre, y su esposa,  pero sobre todo las relaciones del padre con su hijo, personas que nunca veremos juntos en el mismo lugar, aunque siempre estarán conectados emocionalmente.

El cineasta israelí edifica una trama en tres actos, como si asistiéramos a una tragedia griega, en el que en el primero, cuando el padre recibe la fatal noticia de la muerte de su hijo, arrancan unas horas donde el amor y la culpa se mezclan de manera dolorosa, y en que el padre debe afrontar su propio dolor y comunicárselo a los más allegados, en el segundo segmento, Maoz nos sitúa en la cotidianidad del hijo fallecido, durante su servicio militar, y es cuando el director arremete con dureza y sin miramientos hacia inutilidad de la guerra, en la que unos jóvenes soldados que viven casi hacinados en un barracón que se cae a trozos, deben custodiar una especie de paso fronterizo pro el que apenas pasan vehículos. Aquí pasamos del drama familiar y personal del primer acto, para adentrarnos en la comedia surrealista y absurda, donde los soldados pasan las horas muertas como pueden, realizando estúpidos cálculos o bailando foxtrot (brutal metáfora que estructura la cinta en la que por mucho que nos movamos y hagamos, no podremos condicionar el destino que nos espera, como el baile que finaliza en la misma posición que empieza) y para finalizar, el tercer acto, nos lleva de nuevo a la vivienda de Michael y Dafna, y su hija, en que la situación propuesta inicialmente ha cambiado, y Maoz, muy acertadamente, nos vuelve a cambiar el rumbo, y nos sumerge en un nuevo conflicto, donde los personajes se encuentran ausentes  y la paz y tranquilidad del hogar se ha vuelto del revés, debido a los dolorosos imprevistos a los que han tenido que enfrentarse.

Maoz cimenta una interesante reflexión y análisis sobre un país, Israel, rasgado y condicionado por las innumerables guerras que ha vivido, vive y desgraciadamente, seguirá viviendo, y las consecuencias que conlleva tanto conflicto bélico y tanta muerte inútil, y como esos fallecimientos de jóvenes acaban mutilando una sociedad  que parece abocada a la contienda bélica sin fin, como en una especie de bucle del que no hay escapatoria, un círculo vicioso que muchos no recuerdan como empezó, y otros, no saben vivir de otra manera, ya que no han conocido nunca el país en paz, siempre en guerra. El trío interpretativo de la película destila convicción y emoción a partes iguales, cada uno con su drama personal, y arrastrando su culpa, en el que ayuda y convence de manera natural y realista en sus composiciones y diferentes estados de ánimo, unas emociones que viajan como en una montaña de rusa, para construir esta fábula moral, que continuamente nos interpela a los espectadores, sumergiéndonos en continuas batallas sobre la guerra, sus consecuencias, la familia y las relaciones personales.

Una película que nos habla de varios conflictos, el de una nación, el de una familia, el de un padre y su hijo, y sobre todo, el del ánimo de una sociedad que jamás ha vivido en paz, y donde la cuestión bélica ha estructurado las existencias de toda su población, unas gentes que han tenido que acostumbrarse a la guerra fratricida, porque no han conocido otra forma de vida, y a los muertos enterrados que acarrea tanto bombazo, con buen acierto Maoz nos explica la intimidad de esta familia y los diferentes puntos de vista de cada uno de ellos, a la hora de enfrentarse al dolor y la culpa, quizás el conflicto conmueve pero sin arrebatarnos el alma, aunque el propósito es en conjunto audaz y brillante, con esa frialdad propia de la burocracia representada en el estamento militar, y de algunos personajes, como el de la madre, aunque Maoz, con mucha habilidad y acierto, nos centra su historia en  la destrucción de cómo ese hogar familiar construido con amor, se viene abajo en un abrir y cerrar de ojos, porque como nos viene a decir la película, estamos completamente condicionados a la fatalidad del destino, porque nunca sabremos lo que nos espera, y hagamos una cosa u otra, el porvenir está escrito, y el destino nos espera pacientemente para cobrarse su deuda.

La vida y nada más, de Antonio Méndez Esparza

LAS ENTRAÑAS DE LOS DESFAVORECIDOS.

«La más importante característica e innovación es lo que se llama neorealismo. Para mí, haberme dado cuenta de que la necesidad de una “historia” era solo una inconsciente manera de disfrazar la derrota humana, y ese tipo de imaginación era una simple técnica para autoimponerse fórmulas oxidadas sobre hechos de la vida cotidiana. Ahora se ha percibido que la realidad es enormemente rica, y que la tarea del artista no es hacer que la gente se mueva o se indigne en situaciones metafóricas, sino hacer reflejar estas situaciones (moviéndote e indignándote si te conviene) en aquello que ellos y los demás están haciendo, en lo real, exactamente en como ellos son»

Cesare Zavattini

El primer plano de la película ya deja muy claro el espacio por donde nos veremos a lo largo de su metraje. En una sala de juicio, vemos a Andrew, un adolescente afro-americano que está frente al juez de menores, a su lado, con cara de circunstancias, como no podía ser menos, Regina, su madre. Esos dos elementos, navegarán durante la película vertebrando los dos temas principales de la trama, por un lado, las dificultades vitales de una madre sola, ya que su marido está en prisión, de mantener a su familia, tanto a su hijo adolescente como a la pequeña de tres años, y por otro lado, un sistema legal, inflexible e implacable, que deja con pocas oportunidades a los afro-americanos, abocándolos a vidas duras y pocas expectativas o ninguna de cara al futuro.

El segundo trabajo de Antonio Méndez Esparza, madrileño que ha desarrollado su carrera en EE.UU, y arrancó su filmografía dirigiendo Aquí y allá (2012) en la que se centraba en la vida de los emigrados mexicanos que volvían a su casa y cómo eso les afectaba en la relación con ellos mismos y con su familia. Ahora, Mendéz Esparza ha cruzado la frontera para interesarse por los afro-americanos y sus dificultades por tener una vida digna en el país del Tío Sam. Nos encontramos en uno de esos condados, en este caso el de Leon en florida, donde la vida parece haber pasado de largo, en el que alguno de sus componentes ha estado o está encarcelado, en esos sitios cercanos a campus universitarios, y poblados de casitas con cuatro paredes y poco más, donde las vidas se sustentan con trabajos precarios que dan para poco.

Seguimos a Andrew, que tiene esa edad difícil, de búsqueda de sí mismo y su entorno, en la que sufre la ausencia paterna, al que nunca ve, sólo una leve correspondencia epistolar, y al chico le cuesta encontrar su espacio, en una vida rasgada, en la que tiene responsabilidades familiares, debido al trabajo de su madre, y además, encuentra su leve respiro en otros chavales de su edad que piensan en salir de su vida mísera a costa de pequeños hurtos. Problemas y dificultades que le llevarán a enfrentarse con su madre, una mujer de batalla, que ha tenido que enfrentarse a una vida nada fácil, y levantar un hogar a pesar de la ausencia de su marido. En un momento, le dirá a un tipo que la pretende que, su vida es trabajar y sus hijos, una realidad demasiado frecuente en las madres solas afro-americanas. Pero, Regina quiere algo más, que haga su vida más respirable, conoce a Robert y se enamoran, y vivirá con ellos, aunque esto signifique una olla de conflictos con el joven Andrew y afectará a Regina en su relación con Robert.

Méndez Esparza acota su película en apenas tres personajes, y nos introduce en la intimidad doméstica de sus problemas y las durísimas relaciones que se producen entre ellos, en un paisaje que nada tiene que ver con ese que nos venden otras películas. Aquí, la realidad se palpa en cada rincón, una realidad que duele, que se suda y también, se sangra, que incómoda y da frío. El director madrileño coloca su cámara (penetrante y cruda fotografía del rumano Barbu Balasiou, que ya trabajó en su primer largo, y colaborador de Cristi Puiu) en las entrañas de sus personajes, sin caer en sentimentalismos ni nada por el estilo, centrándose en sus existencias complejas y duras que chocan contra un sistema legal que les deja poco aire que respirar, un sistema que los aparta y los invisibiliza. La elección de actores no profesionales, que se llaman igual que sus personajes, dota a la película de una naturalidad absorbente y una cercanía abrumadora, llevándola a esos terrenos de denuncia y resistencia de un colectivo que, desgraciadamente son carne de cañón y acaba con sus huesos en la cárcel, una triste y terrorífica realidad que la película aborda con seriedad, complejidad y humanidad.

Encuentro con Jean-Pierre y Luc Dardenne

Encuentro con Jean-Pierre y Luc Dardenne con motivo de la rueda de prensa de la película «La chica desnococida», junto a Esteve Riambau, director de la Filmoteca de Catalunya. El acto tuvo lugar el miércoles 1 de marzo de 2017 en la Filmoteca de Catalunya en Barcelona.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Jean Pierre y Luc Dardenne, por su tiempo, conocimiento, y generosidad, a Yolanda Ferrer de Wanda Visión, y a Esteve Riambau y su equipo de la Filmoteca, por su generosidad, paciencia, amabilidad y cariño.

La chica desconocida, de Jean-Pierre y Luc Dardenne

UN CADÁVER EN LA CONCIENCIA.

“Filmamos lo que no se suele ver, lo que no se quiere ver”

Jena-Pierre y Luc Dardenne

Nos encontramos en la periferia de un barrio cualquiera de Lieja. Allí, en ese lugar alejado de todo y de todos, junto a la autopista atestada de automóviles que van a toda velocidad, ajeno al mundo, se instala la consulta de medicina general regentada por la joven doctora Jenny Davin. Una noche, una hora después de que finalicen las consultas, alguien llama al timbre. Tanto, Jenny como su ayudante, no abren la puerta. Días después, la policía se presenta en la consulta y preguntan por una víctima que quizás pasó por allí. Consultan las grabaciones de la cámara de seguridad, y encuentran a una adolescente negra llamando a la consulta sin respuesta. La policía informa a Jenny que la han encontrado asesinada cerca del río.

La décima película de Jean-Pierre (1951) y Luc Dardenne (1954), ambos nacidos en Lejia (Bélgica) arranca como si fuese una cinta de misterio, un thriller en toda regla con cadáver incluido, con la investigación que emprende la doctora angustiada por el sentimiento de culpabilidad que le mata la conciencia. Aunque podríamos estar ante una película que mantiene esas características del género, pero la cosa no va por ahí, los hermanos Dardenne, máximos exponentes del cine social y conciencia moral desde que debutasen, primero haciendo documentales y después, desde el prisma de la ficción, aunque no será hasta su tercer trabajo que, tanto la crítica como la industria, se rendirían a su talento cinematográfico, nos referimos a La promesa (1996) en la que Igor, un adolescente que tiene como padre a un traficante de inmigrantes, se debatía entre el amor paternal y su moral humanista, una película que mantiene ciertos paralelismos con La chica desconocida, donde los Dardenne vuelven al tema de la inmigración (tristemente más vivo que nunca, con el drama de los refugiados) en la que su protagonista se enfrenta a su conciencia y al entorno insolidario en el que se mueve, tema que también tocaron en El silencio de Lorna (2008) donde una joven albanesa mantenía un matrimonio de conveniencia para lograr la documentación.

Con Rosetta (1999) lograrán el reconocimiento mundial, con Palma de Oro de Cannes incluida, en la que contaban con extrema dureza la sordidez y las extremas condiciones de vida de una adolescente con madre alcohólica. Volverán a triunfar en Cannes con El niño (2005) en la que un joven ladronzuelo y su novia tienen un hijo y eso les llevará, sobre todo a ella, a plantearse su vida con alguien así. Entre medias, realizaron El hijo (2002), durísimo retrato de los niños conflictivos enfrentados a un hombre de pasado tortuoso que les ayuda en su rehabilitación. Con El niño de la bicicleta (2011) volvían a los niños abandonados por sus padres que, afortunadamente, encontraba consuelo en los brazos de una peluquera comprometida. En Dos días, una noche (2014), con Marion Cotillard, seguían los pasos de una despedida que necesitaba los votos de sus compañeros para ser readmitida a cambio de perder una paga extra.

Los Dardenne sitúan sus películas en los suburbios de Lieja, bajo una forma naturalista, casi documental, generalmente siguen a adolescentes o jóvenes, tanto niños como niñas, todavía ingenuos e inocentes, en situaciones de riesgo de exclusión, y enfrentados a un sistema que los aparta, manteniéndolos desplazados, sin herramientas válidas para construirse un porvenir. Individuos que se mueven en los márgenes de la sociedad y dada su situación,  trasgreden la ley a menudo, seres que encuentran acostumbran a encontrarse con el rechazo de los demás, aunque logran encontrar algún resquicio de luz que los empuja inevitablemente hacia algún lugar en el que pueden encontrarse mejor. Un cine de calado moral, comprometido, hijo de su tiempo, valiente, social, alejado de cualquier discurso ideológico o manierista que, investiga y desmenuza la idea de Europa, un continente que vende humanismo y solidaridad, pero de puertas hacia afuera, en el fondo, en sus entrañas, en su más ferviente cotidianidad, ha devenido un continente individualizado, materialista y egocéntrico.

En La chica desconocida nos hablan del sentimiento de culpa y el dolor que produce dejar una muerte más sin nadie que la acoja, una adolescente negra, inmigrante y pobre, dedicada a la prostitución ha muerto y parece que a nadie le importe, pero Jenny que atiende diariamente a esos excluidos de la sociedad, a los que no llegan a final de mes, los que no tienen recursos económicos ni de ningún tipo, y el estado, además de negárselos, los excluye de forma miserable del sistema. Jenny se adentra en la investigación de la niña, quiere saber, conocer quién era, metiéndose donde no la llaman, pero siguiendo en sus trece, preguntando a los individuos a los que se encuentra y recabando información para averiguar su identidad. Los Dardenne construyen una película sobre la moral de cada uno de nosotros, nos interpelan directamente, nos impiden mirar hacia otro lado, nos muestran las complejas relaciones humanas que abundan en su cine, seres huidizos, con miedo que, intentando sobrevivir a duras penas, acaban metidos en líos con la justicia.

Los Dardenne recogen el espíritu del neorrealismo, los Rosellini, De Sica, y demás, que ponían el foco de la acción en la deprimente realidad de la Italia de posguerra, de la miseria, tanto moral como física, que se había instalado en una población derrotada y pobre, y sus deudores como Karostami, Kaurismaki… La inclusión de la joven intérprete Adèle Haenel (con su ingenuidad e inocencia, muy diferente a su rol en Les Combattants) recogiendo el aroma de otras heroínas dardennianas como Rosetta, Sonia, Lorna, Samantha o Sandra, todas ellas mujeres que siguen en pie a pesar de todas las heridas que arrastran, y la inclusión de los Olivier gourmet y Jérémie Renier, dos de los actores fetiche del universo de los Dardenne. El cine de los cineastas belgas rescata a una sociedad invisible, ese mundo de los nadies, de aquellos que desaparecen de un día para otro y nadie pregunta, de aquellos que existen y no se ven, de los que se resisten a morir.

Las furias, de Miguel del Arco

af_cartel_furias_rgb_online_3219COMO EN LAS MEJORES FAMILIAS.

“Para mí la familia es el principio de todo. El microcosmos en el que nos formamos y que más tarde reflejamos, consciente o inconscientemente, en el macrocosmos al que somos lanzados como personas adultas. El que nos arma o nos desarma para defendernos en el mundo exterior”

Miguel del Arco

La frase que acompaña el cartel de la película nos advierte que hay que tener mucho cuidado con lo que uno hace con los suyos, si no te perseguirán “Las furias”, seres con cabeza de perro, alas de murciélago y serpientes en lugar de cabello, con la misión de obligarte a expiar tu culpa o enloquecerte. A continuación, arranca la cinta con el breve prólogo situado en el camerino del padre actor, después de una función,  rodeado de los suyos, con la compañía de la niña, iremos conociendo a todos los integrantes de la familia Ponte Alegre. Seguidamente, la película viaja hasta diez años después, más o menos, cuando la niña, María (excelente la joven Macarena Sanz) se ha convertido en una adolescente con problemas mentales, su madre, Casandra, la hija, (los tres hermanos compartes nombre extraídos de “La Ilíada”, de Homero) actriz frustrada, se gana la vida como loctura de radio escuchando las penurias ajenas, el padre, Gus, al cuidado de la hija, se ha olvidado de sí mismo y de su mujer. El hermano mayor, Héctor, de mediana edad, triunfador en las finanzas y felizmente enamorado de María, y el hermano menor, Aquiles, actor del montón, ahora se ha refugiado en el caserón de la infancia para escribir las memorias familiares. El padre, Leo, de más de setenta, famoso y carismático actor, ahora padece alzhéimer y ha olvidado su vida y los que le rodean, aunque en ocasiones irrumpe con su voz poderosa recitando pasajes de Shakespeare y demás. La madre, Marga, de alrededor de los setenta, mantiene una relación lésbica con Julia, una psiquiatra atractiva, que mantiene en secreto.

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Miguel del Arco (Madrid, 1965) que arrancó su carrera como actor, se ha convertido en una de las voces más interesantes y comprometidas del teatro actual, en el que ha adaptado a autores de renombre como Shakespeare, Gorki, Gógol o Molière, entre otros, además de escribir, dirigir y llevar un teatro. Desde el año 2000, dirige tres cortometrajes con numerosos premios tanto nacionales como internacionales, Las furias es su puesta de largo, y para ello se ha rodeado de algunos de los actores con los que ha trabajado a lo largo de estos años, y ha construido una película en torno a la familia, a todos sus logros, y sobre todo, fracasos. A ese extraño núcleo o grupo al que pertenecemos sin haberlo pedido, a ese mundo complejo de relaciones y confidencias, de secretos ocultos que no se dicen o situaciones del pasado que no se quieren volver a vivir, del implacable paso del tiempo y todo aquello que arrastra en su demolición natural, de los efectos, ilusiones, tragedias que se mascan en el seno de una familia muy vinculado al teatro, como no podía ser viniendo de Del Arco. El conflicto arranca cuando la madre, incapaz de afrontar la verdad (una constante que padecen todos los personajes) y desvelar su relación lésbica se escapa anunciando que va a vender la casa familiar, la casa de la infancia, de los recuerdos, de ese tiempo de esperanza, de juegos, de risas.

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Del Arco acota su obra en un fin de semana, un par de días en el que todos los componentes se reunirán para despedirse de la casa, situada en el norte con el cantábrico como testigo, y el paisaje de bosque frondoso y secreto, un lugar que los ha acogido con tanto amor, y de paso, asistirán a la boda de Héctor y María. Aunque la cosa de entrada pinta bien, pronto aparecerán los conflictos, rencores y diferencias entre ellos, todos, absolutamente todos, arrastran cargas emocionales muy pesadas que explotarán sin control durante esas 48 horas. El padre, que parece ausente, compondrá la figura marchita que ha perdido todo su esplendor de gran actor para caer en un olvido injusto, pero que quizás no parece tan perdido, la madre, pretendiendo ocultar su relación, se topará de bruces con la realidad y tendrá que hacerla frente, Gus y Casandra, distanciados por la mentira de ella, no tendrán más remedio que mirarse y hablar, Héctor y María con su boda quieren tapar una noticia terrible que ha roto sus vidas, y pronto saldrá a la luz, Aquiles, tendrá que hacer frente a su vida y dejar de huir, dejando atrás tantos castillos de cartón. Y finalmente, María, consumida por su enfermedad en medio de una familia perdida, hilarante y confundida (como suele ocurrir con todas, en mayor o menor medida) tomará una decisión que quizás ayudará a que todos se sientan menos solos, y manifiesten el amor que han olvidado, aunque solo sea ese fin de semana.

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Del Arco se ha rodeado de un reparto coral extrarodinario (como las películas de Berlanga) un elenco extraordinario encabezados por dos figuras de la interpretación como son José Sacristán y Mercedes Sampietro, con Carmen Machi, Gonzalo de Castro y Alberto San Juan, como los hijos perdidos de la Troya sitiada, con Emma Suárez y Pere Arquillué, como las parejas que resisten estoicamente, la maravillosa Bárbara Lennie, como la amante que quiere dejar de ser la asistente, y para finalizar, Macarena Sanz, la pequeña del clan que huye de sus demonios. El cineasta madrileño ha compuesto una lúcida, amarga y estupenda disección sobre la familia, (que recuerda en muchos aspectos a la deliciosa y cruel Mamá cumple cien años, de Saura, o más reciente en la negrísima Como en las mejores familias, de Cédric Kaplisch) que a ratos encoge el alama y en otros, se mueve entre el humor más cínico. Una tragicomedia de cimientos sólidos, que nos cuenta la vida de una familia de teatro, o al menos una que lo fue, de una familia de difícil y extraña complejidad que se mueve entre las sombras del pasado que fue diferente, y la incertidumbre de un presente, y de un tiempo oscuro en el que todos, cada uno a su manera, van a intentar escapar por otros caminos, aunque lo que desconocen que ese camino siempre lleva al mismo lugar, a ese espejo, sin trampa ni cartón, en el que debemos mirarnos para conocernos, saber quiénes somos y seguir adelante, aunque nos duela, porque siempre va a doler.

Francofonia, de Aleksandr Sokúrov

af_cartel_francofonia_web_9962EL ESPACIO HUMANÍSTICO.

“El cine no puede aún pretender ser un arte y, aunque aspire a serlo, todavía está lejos. Algunos pueden fabular, inventar historias sobre su muerte; yo opino, por el contrario, que ni siquiera ha nacido. Le falta todo por aprender, especialmente de la pintura, porque la apuesta principal es pictórica. La elección más importante para el cine sería renunciar a expresar la profundidad, el volumen, nociones que no le conciernen y que incluso revelan impostura: la proyección ocupa siempre una superficie plana, y no pluridimensional. El cine no puede ser sino el arte de lo plano. Este principio me permite, cuando trabajó en una película, permanecer concentrado en uno o dos aspectos, y dedicar a ellos el tiempo necesario”.

Aleksandr Sokúrov

El universo cinematográfico de Aleksandr Sokúrov (1951, Podorvikha, región de Iskutsk, Rusia) se instala en los espacios de la memoria o las relaciones personales, plantea un cine de fuerte cargada poética que penetra en las profundidades de la condición humana, extrayendo las partes más oscuras y complejas del alma de los individuos que filma, a través de experiencias visuales, que nos convocan a ensoñaciones en las que nos envuelven mundos oníricos, en los que la materia desaparece, para convertirse en un estado imperceptible fuera del alcance de nosotros mismos. Planteamientos artísticos desarrollados en su admirable díptico: Madre e hijo (1996) y Padre e hijo (2003), y no menos su aproximación al poder, mediante tres figuras políticas, en una trilogía: Moloch (1999), sobre Hitler, Taurus (2000), sobre Lenin, y cerrada con El sol (2004), en la que se acercaba a Hirohito. El arte siempre ha tenido un valor importante en el imaginario de Sokúrov, en el 2001, en Elegía de un viaje, filmó en gran parte en el museo Bojmans de Rotterdam, en Holanda. Aunque, el precedente más valioso lo encontramos en El arca rusa (2002), mastodóntica y excepcional obra filmada en el Ermitage de San Peterburgo, con la maravilla técnica de haber rodado en un solo plano secuencia de 96 minutos, en la que introduciéndonos en los diversos espacios del museo reflexionaba sobre la historia de Rusia.

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Ahora, se traslada al museo del Louvre, en París, y nos convoca a un instante crucial de la vida del museo, cuando las tropas nazis entraron en la capital parisina aquella primavera de 1940. Sokúrov plantea una película con múltiples capas narrativas y temporales, que no sigue una estructura marcada, sino más bien, se alimenta de procesos más propios de los vaivenes mentales, en las que coexisten varios aspectos de representación cinematográfica: maneja herramientas propias del cine-ensayo de Marker o Huillet/Straub, como la utilización de material de archivo de la época, mezclado con la ficción que representa aquel instante histórico, el encuentro entre Jacques Jaujard (director del Louvre) con el Conde Franziskus Wolff-Metternich, oficial nazi de la ocupación, además, de filmar mediante dron tomas aéreas en las que vemos el París actual con el museo imponente en mitad de la imagen, actuando como símbolo de la memoria de la humanidad que hay que preservar, y completa con imágenes del propio cineasta (que también actúa como narrador omnipresente) en las que lo encontramos encerrado en una habitación trabajando, en las que reflexiona sobre el arte de nuestro tiempo y su representación, mientras intenta comunicarse con un amigo que capitanea un barco que transporta obras de arte, en medio de una tempestad. Excelente y contundente metáfora que funciona como espejo deformante de la importancia de los museos en el contexto de la civilización.

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Recorremos el museo a través de varios personajes, por un lado, los personajes de ficción, el director y oficial nazi, que defendieron a ultranza las obras del museo, algunas trasladadas a lugares seguros antes de la llegada de los invasores, y otro, el invasor, que acabó fulminado de sus funciones por no obedecer las órdenes de incautar y robar las obras para el Tercer Reich. Por otro lado, nos acompañan dos figuras de la historia francesa, Napoleón, el dictador que pretendía dominar el mundo, y también el arte, que con sus delirios de grandeza observa las obras en las que el mismo protagoniza, acompañado de la Marianne, el emblema de Francia, que asombrada por la grandiosidad de las obras que tiene delante, va exclamando, “Liberté, égalité, fraternité”. Un recorrido asombroso por los pliegues y costuras de la historia del siglo XX, capturado por la excelente luz velada y  etérea del cinematógrafo Bruno Delbonnel (que ya trabajó en Fausto con Sokúrov).

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Una película asombrosa, una obra grandiosa y humanista del experimentado cineasta ruso, dotada de argumentos y reflexiones sobre la preservación del arte como forma de resistencia ante una humanidad acuciada y en constante peligro, no estamos ante una película documental, ni de ficción, ni tampoco sobre el museo del Louvre, sino en una película en la prima la experiencia museística como legado humano, en el que nos sumerge en un espacio de pensamiento sobre el arte, sobre la memoria, sobre nuestro pasado, y por definición, nuestro futuro, una película sobre el valor de la humanidad, sobre lo que somos, también sobre aquellas obras que no consiguieron sobrevivir ante los atentados enloquecidos de la humanidad, también, es una obra sobre nuestro acercamiento a la historia, como la política, y sus malvados intereses, han contribuido a la desaparición de ese gran legado humano, esos testimonios mudos e irremplazables del pasado que nos explican el tiempo pasado y presente, y debemos proteger y conservar como patrimonio de la humanidad como medio indispensable para reflexionar sobre nuestros antecesores, lo que somos, y aquello que nos deparará el porvenir.