Retrato de una mujer en llamas, de Céline Sciamma

UN AMOR PROHIBIDO.

Desde que conocimos la obra de Céline Sciamma (Pontoise, Francia, 1978) nos hemos rendido a su mirada, tan íntima y bella, revelándose como una observadora inquieta y lúcida que explora con determinación y paciencia las relaciones sinceras y honestas que van construyendo sus personajes, sumergiéndose con sensibilidad y delicadeza para atrapar la amistad y el amor, en mitad de los conflictos que se van desatando en entornos normalmente hostiles, ásperos y demasiado cerrados en sí mismos. En su debut Naissance des pieuvres (2007) una adolescente se sentía fascinada por una compañera de clase, en Tomboy (2011) una niña se hace pasar por niño, hecho que se despertará los sentimientos de una amiga. Y en Girlhood (2014) en la que retrata a una chica desplazada de su entorno que encontrará cobijo en un grupo de chicas liberales. Sus retratos contemporáneos, muy de aquí y ahora, excelentes miradas sobre nuestro tiempo actual, dejan paso en Retrato de una mujer en llamas a un tiempo histórico y una atmósfera aislada del mundo, como es esa isla de la Bretaña francesa de 1770, en las cuatro paredes de una casona capitaneada por una condesa rígida e inflexible. Un lugar solitario e inhóspito donde llegará Marianne, una pintora que recibe el encargo de la aristócrata de retratar a su hija Héloïse, como regalo para su próximo enlace, con la condición que no podrá posar para ella, una chica recién salida del convento para desposarla.

Sciamma desarrolla una pasión igualitaria y bellísima, a través de la recreación de una verdad histórica a través de una ficción excelentemente moldeada y filmada, deteniéndose en las poderosas miradas y detalles de sus personajes, desde sus dos protagonistas, la criada y sus conflictos, o esa matriarca inflexible con el devenir de su hija, construyendo una película austera y desnuda, de magníficos encuadres, con unos decorados casi invisibles, a partir de tres únicos espacios, el estudio donde pinta Marianne, la cocina donde se alimentan y se relacionan con Sophie, la criada, y por último, esos largos paseos junto al acantilado que rodea la isla. Tres espacios filmados con la quietud y la elegancia necesarias de una cineasta creadora de atmósferas y sutilezas, donde iremos conociendo los conflictos interiores y exteriores que azotan a las protagonistas, donde la mirada de Marianne será la elegida para mostrarnos la narración y sus personajes, una artista que la conoceremos en su intimidad, tanto en su oficio como en su persona, a través de sus bocetos, sus ideas, sus rasgos pictóricos, y demás trabajos intensos y apasionados para captar la luz, los detalles y las formas y los complementos del rostro triste, ausente e invisible de la desconocida Héloïse.

La directora francesa plantea su película a través de dos partes bien diferenciadas, en la primera, asistimos al encuentro entre la artista y su modelo, entre esos paseos diurnos y esas largas noches donde la pintora agudiza su memoria para dibujar a la retratada. En la segunda mitad, y aprovechando la ausencia de la condesa, la amistad entre las dos mujeres se vuelve más intensa, más cercana, la artista y la modelo, o lo que es lo mismo, la que mira y la que es observada, dos mujeres que se disiparán para encontrar a dos almas inquietas, libres de corazón, encerradas en una sociedad que las invisibiliza, que las oculta, en la que se les prohíbe ser quiénes son, sus deseos más ocultos, donde no pueden dar rienda suelta a sus formas de pensar, a sus sentimientos, y a sus pasiones más secretas. Es en ese instante, donde la película se centra en ellas dos, en sus caracteres, donde las descubrimos de verdad, donde nos rendimos a sus deseos e ilusiones, donde la pasión se desborda y las dos mujeres disfrutan del momento, sin obstáculos ni autocensuras, de lo que sienten y de su amor.

Todo está contado con solidez e intensidad, a través de una dulzura y elegancia magníficas, sin caer en el sentimentalismo ni nada que se le parezca, con unas imágenes sobrecogedores que nos congelan el ánimo, sujetándolo con fuerza, con esos instantes poéticos y líricos en que todo se suspende en el aire, donde el tiempo se desvanece y las fuerzas del amor se apoderan del ambiente, como si la fuerza inspiradora y arrebatadora de estas dos mujeres nos atrapará sin remedio, dejándonos llevar hacia lo más profundo de nuestra alma, donde nos encontramos con esa luz tenue y cálida, que traspasa muros y puertas infranqueables, obra de Claire Mathon (responsable entre otras de Mi amor o El desconocido del lago, otras muestras del amor y la pasión desaforadas) o el estupendo montaje de Julien Lacheray (editor de todas las películas de Sciamma) con esas conduntendes e invisibles elipsis y los maravillosos planos secuencia en la que vemos con todo lujo de detalles el trabajo de la pintora, o las elegantes y sinuosas composiciones, tanto en la cocina como en esos paseos junto al acantilado, donde el tiempo se detiene, donde todo parece diferente, donde las cosas y los sentimientos se desatan y se lanzan a ese abismo de la pasión y el amor.

La maravillosa pareja protagonista en la que vemos la sutileza de sus gestos y miradas, sobre todo sus miradas, porque como se miran estas dos mujeres, con Adèle Haenel como la desdichada Héloïse, que repite con Sciamma, mostrando su rigidez del inicio para luego ir destapándose a aquello nuevo, inesperado y dulce que la va atrapando, frente a Noémie Merlant como la pintora, esa mujer tan liberal, tan especial y tan diferente de Héloïse, pero a la vez también barrada en esa sociedad patriarcal que dirige las vidas y las ilusiones de las mujeres. Desde Carol, de Todd Haynes, no asistíamos a un canto a la libertad de amar, del amor en mayúsculas, del amor entre mujeres de verdad, de esos que se recuerdan, de los que no hay dos iguales, de ese amor sincero y honesto, de ese amor que rompe barreras sociales, de frente, cara a cara, de esos amores que estallan, donde la composición de Vivaldi y sus estaciones, sobre la de la primavera, casa de fábula con esos sentimientos que invaden el alma de las dos mujeres, que sentimos los espectadores, que nos invitan a dejarnos llevar por aquello que procesamos, porque el amor es un sentimiento complejo, fugaz, efímero, algo que llega y raras veces permanece, pero lo que sí nos despierta en mitad de la noche es aquel recuerdo íntimo y profundo que sentimos y que jamás podremos olvidar. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

120 pulsaciones por minuto, de Robin Campillo

LA LUCHA CONTINÚA.  

El arranque de la película es sumamente descriptivo y eficaz, lanzándonos de lleno a la cuestión que plantea su discurso. Unos jóvenes escuchan atentamente a un activista del Act-Up París que les explica la idiosincrasia de la asociación de LGTB que lucha contra el sistema para visibilizar los enfermos de VIH positivo y que se inviertan todos los recursos disponibles para luchar contra la enfermedad de forma más eficaz que hasta la fecha, además, les menciona el modus operandi de sus acciones de protesta y el funcionamiento de las asambleas donde de forma democrática se debate, se escucha y se llegan a acuerdos en la forma de aplicar las teorías. Estamos a principios de los 90, cuando el estado demonizaba al colectivo LGTB, y por supuesto, no veía con malos ojos la enfermedad del SIDA, que ya se había convertido en una epidemia mundial que haría estragos en la comunidad citada, y en otras, como los toxicómanos y demás. La tercera película de Robin Campillo (Mohammédia, Marruecos, 1962) vuelve a explorar temas que ya estaban en sus anteriores dos trabajos, aquellos ocultos a la sociedad, pero que sobreviven en las sombras, en esa periferia de la sociedad que la gran mayoría se niega a ver, en Les revenants (2004) nos contaba una trama con trasfondo social y político, pero a través de unos muertos vivientes, en su siguiente trabajo, Eastern boys (2013) se detenía en las miserables peripecias de los menores venidos del este que subsistían prostituyéndose en Francia.

En su nuevo trabajo, vuelve a introducirnos en un relato social y político, de lucha y activismo, en el que unos jóvenes seropositivos se enfrentan a lo establecido, a las farmacéuticas amparadas por el gobierno de turno que se niega a visibilizar la enfermedad del SIDA y a combatirla con todos los medios a su alcance. Campillo que ha desarrollado toda su carrera como coguionista y editor al lado del cineasta Laurent Cantet, nos sumerge aquí en un estado de excepción constante, en una lucha incansable y decidida por convencer a aquellos que no quieren convencerse. Una lucha diaria, llena de energía y fuerza, a través del combate en primera línea, saboteando eventos (como la secuencia que abre la película) visitando las empresas y haciendo visible sus protestas con esa sangre de mentira que visibiliza la sangre contaminada que recorre sus cuerpos, irrumpiendo en aulas para explicar los efectos devastadores del VIH, mientras reparten condones, o manifestándose y montando campañas publicitarias con mucho ingenio y brillantez. Todo lo que este a su alcance para combatir esa enfermedad invisible que el establishment se niega a ver un gran problema cuando muchos de sus amigos perecen irremediablemente.

Campillo compone una película de arrollador ritmo y atmósfera, que sus 144 minutos se nos pasan volando, convirtiéndonos en uno más de las asambleas, en las que se debate agitadamente las diferentes posturas que allí se manifiestan (que nos recuerda a los mismos debates que tenían el profesor con sus alumnos en La clase) en la que todos hablan y exponen sus reflexiones y diferentes posturas que a veces, deben debatirse para llegar a consensos y de esa manera materializar con más fuerza sus acciones reivindicativas. Campillo no solo nos habla de  la actividad política, sino también, de aquello menos visible, los sentimientos que experimentan sus componentes, sus amores (como el que articula la película) o las secuelas terribles que tienen debido a los tratamientos ineficaces contra la enfermedad, y cómo van llevando sus problemas de salud, su declive y sus últimos días. El cineasta francés nos lleva en volandas por una película que recoge a los primeros activistas que se alzaron contra los poderosos, y lucharon incansablemente, hasta sus últimos días, para cambiar el destino de sus enfermedades, y por ende, sus vidas.

Una película de arrolladora energía, que levanta hasta el más apático, envolviéndole en ese colectivo de lucha política activa, aquellos que ejercen una fuerza contra los de arriba, contra esos que se hacen llamar representantes de la democracia, una democracia o cómo se llame, sujeta y completamente abducida a las leyes de un mercado capitalista, que en nombre de la libertad y la justicia, acapara grandes fortunas y deja sin recursos sociales a los que más sufren. El brillante y rico plantel de actores jóvenes, capitaneados por Nahuel Pérez Biscayart, Arnaud Valois o Adèle Haenel (que algunos recordarán como La chica desconocida, de los Dardenne) nos seducen con su fuerza, su agitación, sus miradas y sus gestos de rabia, con esa energía envidiable que se lanza a las calles a protestar y gritar mientras bailan moviendo unos pompones rosas, luces y colores, y también, oscuridades y sufrimiento, en una película necesaria y valiente, que recoge con una gran fuerza a todos aquellos que se levantaron contra el establishment, esos burócratas canallas que  corrompen un sistema del que se sirven en favor de sus intereses personales y el de sus colegas, aunque siempre tendrán la oposición de aquellos que no se callan las injusticias.

La chica desconocida, de Jean-Pierre y Luc Dardenne

UN CADÁVER EN LA CONCIENCIA.

“Filmamos lo que no se suele ver, lo que no se quiere ver”

Jena-Pierre y Luc Dardenne

Nos encontramos en la periferia de un barrio cualquiera de Lieja. Allí, en ese lugar alejado de todo y de todos, junto a la autopista atestada de automóviles que van a toda velocidad, ajeno al mundo, se instala la consulta de medicina general regentada por la joven doctora Jenny Davin. Una noche, una hora después de que finalicen las consultas, alguien llama al timbre. Tanto, Jenny como su ayudante, no abren la puerta. Días después, la policía se presenta en la consulta y preguntan por una víctima que quizás pasó por allí. Consultan las grabaciones de la cámara de seguridad, y encuentran a una adolescente negra llamando a la consulta sin respuesta. La policía informa a Jenny que la han encontrado asesinada cerca del río.

La décima película de Jean-Pierre (1951) y Luc Dardenne (1954), ambos nacidos en Lejia (Bélgica) arranca como si fuese una cinta de misterio, un thriller en toda regla con cadáver incluido, con la investigación que emprende la doctora angustiada por el sentimiento de culpabilidad que le mata la conciencia. Aunque podríamos estar ante una película que mantiene esas características del género, pero la cosa no va por ahí, los hermanos Dardenne, máximos exponentes del cine social y conciencia moral desde que debutasen, primero haciendo documentales y después, desde el prisma de la ficción, aunque no será hasta su tercer trabajo que, tanto la crítica como la industria, se rendirían a su talento cinematográfico, nos referimos a La promesa (1996) en la que Igor, un adolescente que tiene como padre a un traficante de inmigrantes, se debatía entre el amor paternal y su moral humanista, una película que mantiene ciertos paralelismos con La chica desconocida, donde los Dardenne vuelven al tema de la inmigración (tristemente más vivo que nunca, con el drama de los refugiados) en la que su protagonista se enfrenta a su conciencia y al entorno insolidario en el que se mueve, tema que también tocaron en El silencio de Lorna (2008) donde una joven albanesa mantenía un matrimonio de conveniencia para lograr la documentación.

Con Rosetta (1999) lograrán el reconocimiento mundial, con Palma de Oro de Cannes incluida, en la que contaban con extrema dureza la sordidez y las extremas condiciones de vida de una adolescente con madre alcohólica. Volverán a triunfar en Cannes con El niño (2005) en la que un joven ladronzuelo y su novia tienen un hijo y eso les llevará, sobre todo a ella, a plantearse su vida con alguien así. Entre medias, realizaron El hijo (2002), durísimo retrato de los niños conflictivos enfrentados a un hombre de pasado tortuoso que les ayuda en su rehabilitación. Con El niño de la bicicleta (2011) volvían a los niños abandonados por sus padres que, afortunadamente, encontraba consuelo en los brazos de una peluquera comprometida. En Dos días, una noche (2014), con Marion Cotillard, seguían los pasos de una despedida que necesitaba los votos de sus compañeros para ser readmitida a cambio de perder una paga extra.

Los Dardenne sitúan sus películas en los suburbios de Lieja, bajo una forma naturalista, casi documental, generalmente siguen a adolescentes o jóvenes, tanto niños como niñas, todavía ingenuos e inocentes, en situaciones de riesgo de exclusión, y enfrentados a un sistema que los aparta, manteniéndolos desplazados, sin herramientas válidas para construirse un porvenir. Individuos que se mueven en los márgenes de la sociedad y dada su situación,  trasgreden la ley a menudo, seres que encuentran acostumbran a encontrarse con el rechazo de los demás, aunque logran encontrar algún resquicio de luz que los empuja inevitablemente hacia algún lugar en el que pueden encontrarse mejor. Un cine de calado moral, comprometido, hijo de su tiempo, valiente, social, alejado de cualquier discurso ideológico o manierista que, investiga y desmenuza la idea de Europa, un continente que vende humanismo y solidaridad, pero de puertas hacia afuera, en el fondo, en sus entrañas, en su más ferviente cotidianidad, ha devenido un continente individualizado, materialista y egocéntrico.

En La chica desconocida nos hablan del sentimiento de culpa y el dolor que produce dejar una muerte más sin nadie que la acoja, una adolescente negra, inmigrante y pobre, dedicada a la prostitución ha muerto y parece que a nadie le importe, pero Jenny que atiende diariamente a esos excluidos de la sociedad, a los que no llegan a final de mes, los que no tienen recursos económicos ni de ningún tipo, y el estado, además de negárselos, los excluye de forma miserable del sistema. Jenny se adentra en la investigación de la niña, quiere saber, conocer quién era, metiéndose donde no la llaman, pero siguiendo en sus trece, preguntando a los individuos a los que se encuentra y recabando información para averiguar su identidad. Los Dardenne construyen una película sobre la moral de cada uno de nosotros, nos interpelan directamente, nos impiden mirar hacia otro lado, nos muestran las complejas relaciones humanas que abundan en su cine, seres huidizos, con miedo que, intentando sobrevivir a duras penas, acaban metidos en líos con la justicia.

Los Dardenne recogen el espíritu del neorrealismo, los Rosellini, De Sica, y demás, que ponían el foco de la acción en la deprimente realidad de la Italia de posguerra, de la miseria, tanto moral como física, que se había instalado en una población derrotada y pobre, y sus deudores como Karostami, Kaurismaki… La inclusión de la joven intérprete Adèle Haenel (con su ingenuidad e inocencia, muy diferente a su rol en Les Combattants) recogiendo el aroma de otras heroínas dardennianas como Rosetta, Sonia, Lorna, Samantha o Sandra, todas ellas mujeres que siguen en pie a pesar de todas las heridas que arrastran, y la inclusión de los Olivier gourmet y Jérémie Renier, dos de los actores fetiche del universo de los Dardenne. El cine de los cineastas belgas rescata a una sociedad invisible, ese mundo de los nadies, de aquellos que desaparecen de un día para otro y nadie pregunta, de aquellos que existen y no se ven, de los que se resisten a morir.

Les Combattants, de Thomas Cailley

Les_combattants_poster_franciaSOBREVIVIR A LA EXISTENCIA

Arnaud es un joven que vive en un pequeño pueblo costero francés. Su padre, carpintero de profesión, acaba de morir. El joven se debate entre continuar el negocio familiar junto a su hermano mayor o alistarse en el ejército. Todo cambia cuando conoce a Madeleine, una joven de su misma edad que está obsesionada con el fin del mundo y se prepara concienzudamente para ello. Los dos se enrolan a un campamento militar durante 15 días en verano, y es en ese lugar, rodeado de vida castrense, donde darán rienda suelta a sus objetivos y emprenderán su camino.

Thomas Cailley (Clermont-Ferrand, 1980) debuta en el largo con una película (ganadora de los premios a la mejor película y a la crítica en la Quincena de realizadores del Festival de Cannes de 2014), que arranca como una comedia romántica, que huye de los convencionalismos del género, para rápidamente cambiar de estilo, y convertir esta aventura de chico conoce a chica, en una cinta totalmente diferente, donde hay espacio para el realismo social (la falta de oportunidades con las que se encuentran los jóvenes en la Europa “unida y democrática”), para luego mutarse en una aventura militar, donde los protagonistas se descubrirán a sí mismos y sobre todo, al otro, y no intentarán imponerse al contrario, sino aceptarlo como es. Y finalmente, el film vuelve a girar de rumbo y convertirse en una suerte de película de supervivencia, (donde el paisaje, un bosque frondoso donde cruza un río, se vuelve el centro de la trama), con desenlace apocalíptico, sin olvidar el contenido social que se respira en todo el metraje. Una banda sonora plagada de temas electrónicos ayuda y de qué manera, a escapar de ese tono de comedia romántica al uso con la característica música que acompaña a la historia invadiéndola de toneladas de caramelo. Aquí, la música describe situaciones, y funciona como fuerte contraste a lo que se nos está contando.

Una fuerte apuesta también es la elección de la pareja protagonista, por un lado, tenemos al chico (interpretado por el joven Kévin Azaïs) que pertenece a esos jóvenes de la tierra, que tienen un ambiente familiar adecuado, y parece que su vida está ya programada, no son ambiciosos, y resultan apocados y reservados. Frente a él, está Madeleine, toda visceral y con carácter, pero frágil, y tremendamente ambiciosa, compleja y ardiente, una mujer que no se rinde ante nadie y nada, un volcán en erupción, que al principio chocará fuertemente con Arnaud, pero el tiempo y la convivencia, los irá acercando y complementando, porque lo que no tiene uno, al otro le sobra, y viceversa. La joven actriz Adèle Haenel (que debutará con la interesante Los diablos, en el 2002, y también pudimos verla en L’apollonide, de Bonello, entre otras) ganadora de todos los premios a la mejor interpretación allá por donde ha ido, realiza un trabajo descomunal y lleno de energía, que si bien al inicio su personaje resulta algo antipático y presuntuoso, a medida que avanza el relato, se convertirá en una alma perdida y a la vez humana que, al igual que todos, necesita cariño y comprensión. Una estupenda película que muta formidablemente ofreciendo un variado tipo de tonos y registros para adentrarse en una cinta sobre las emociones, y sobre la soledad y la incertidumbre de unos tiempos convulsos y vacíos de oportunidades.