Wildland, de Jeanette Nordahl

AMOR Y VIOLENCIA.

“Gente que no conozco de nada me hace todo tipo de preguntas. Sobre mi tía. Y mi madre. Dicen que hay tiempo de sobra. Que descubrimos qué salió mal. Pero algunas cosas salen mal incluso antes de empezar”.

Las primeras imágenes que abren Wildland, de Jeanette Nordahl, son directas e impactantes. Un coche volcado, fragmentos del accidentado en el hospital, mientras escuchamos la voz en off de Ida, un rostro que veremos atónito, impasible y algo magullado. Ida es una adolescente de 17 años que, después de perder a su madre, la llevan con su tía Bodill, y sus tres hijos mayores que ella. Ida, por primera vez, se siente acogida, tranquila y sobre todo, querida. Pero, las cosas no son nunca lo que parecen, y la tía Bodill y sus hijos no son de una pieza, sino de muchas, y se dedican a actividades criminales. Después de pasar con gran éxito por la televisión con series como Borgen, Cuando el polvo se asienta y La ruta del dinero, la directora danesa, con un férreo y directo guión que firma Ingeborg Topsoe, debuta en el largometraje con una película enmarcada en una fábula al estilo de Hansel y Gretel y Alicia en el país de las maravillas, donde una joven de vida difícil, encuentra en el seno de una familia violenta, quién lo diría, el amor y el cariño que nunca ha tenido en su vida.

Todo se filma desde la mirada de Ida que, actúa de forma impasible a todo lo va sucediendo a su alrededor, como un testigo mudo, alguien que mira, observa y sobre todo, calla. Nordahl confía en su elenco su potente y desgarradora historia, que va in crescendo, radiografiando a todos los personajes, sus aspectos psicológicos, esenciales para este tipo de películas, las relaciones que tienen con mujeres y entre ellos, y sobre todo, la relación estrecha y amorosa que mantiene la madre, una auténtica matriarca criminal de armas tomar, con sus hijos. Tenemos a Jonas, el mayor, matón, y muy violento, el digno heredero de la madre, luego, está David, el adicto, el que desaparece sin dejar rastro, el complicado, y por último, Mads, el pequeño, adicto a los videojuegos, alguien fiel y centrado. Con ochenta y ocho minutos de metraje, la cineasta nórdica, establece un retrato muy íntimo y contundente de esta peculiar familia, y el nuevo miembro, una Ida que participará en los delitos criminales, y se mostrará apática ante la violencia, aunque quizás, ha llegado el difícil momento de elegir entre el amor familiar o involucrarse en terrenos que le pueden llevar a pozos más oscuros de los que venía.

Wildland es una película entera, de carácter, que no dejará indiferente al espectador que quería conocer de primera mano una familia danesa muy unida, que se dedican a extorsionar a aquellos que les deben dinero, a hurtos diversos y a la violencia como pan de cada día, porque la película plantea los límites del amor y la familia, vistos desde fuera, desde Ida, una joven que ha encontrado a alguien que la quieren y la respetan, pero quizás para conseguir, y sobre todo, mantener ese amor, debe pagar un precio demasiado alto para su juventud o no. El elemento que más destaca de la película es su extraordinario reparto, encabezado por una grandísima Sidse Babett Knudsen como la gran madre, esa especie de matrona italiana, de extraordinaria belleza física y “jefa” del clan violento y familiar, un pilar irrompible y capaz de todo. A su lado, Joachim Fjelstrup como Jonas, Elliott Crosset Hove como David, y Besir Zeciri como Mads, y la auténtica protagonista de esta fábula moderna que no es otra que la debutante Sandra Guldberg Kampp como Ida, una niña que crecerá de repente, sumergida en un horror que, quizás, le conviene más que le perjudica, aunque eso deberá descubrirlo por ella misma.

Jeanette Nordahl debuta en el cine de forma brillante y concisa, realizando una obra de gran calado no solo cinematográfico, sino también, un ejemplar estudio de personajes que viven situaciones extremas en un entorno donde la familia lo es todo, pero también, la violencia lo es todo. La realizadora danesa nos somete a las cuatro paredes de este núcleo familiar, a sus relaciones y a su relación con Ida, el nuevo huésped que ha venido a quedarse, consiguiendo una película sólida, devastadora y cruda, que no solo describe el amor familiar, sino también, el de una violencia como motor de ese amor y de esa forma de vivir, y frente a ellos, o a su lado, según se mire, Ida, la niña que entrará en ese mundo de amor y violencia, de realidad y fantasía, de sentimientos al límite, y de relaciones enfrentadas, aunque para Ida, todo ese enmarañado de relaciones familiares tan negras y violentas, no son más que otro peldaño hacia el infierno en el que la existencia de Ida está desde que vino al mundo, rodeada de adultos demasiado egoístas, individualistas y violentos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

The Duke of Burgundy, de Peter Strickland

dAgDAYnZjFYdM55arJNkLbbG6koEL RITUAL DEL DESEO.

Rodeadas por un mundo artificial, en el que el tiempo se ha detenido o no existe, en un ambiente en el que se respira pulcritud y excelentes formas, encerradas en las cuatro paredes de una casa en medio de la naturaleza, dos mujeres, Cynthia, estudiosa de las mariposas y las polillas, mantiene una relación peculiar y oscura con su amante Evelyn. Las dos asisten a un juego sexual basado en un ritual que consiste en someter la voluntad del otro, los roles de amo y esclava, en la que una domina y la otra obedece, un extraño ritual en el que las dos se sienten unidas por el placer más profundo.

Peter Strickland (1973, Reading, Reino Unido) se ha situado en la vanguardia del cine contemporáneo con sólo tres obras. Su debut se produjo en Katalin Varga (2012) en el que nos sumergía en un viaje tenebroso en el que se sometía su protagonista para enfrentarse a un pasado terrible que pretendía ocultar en su alma, en su siguiente filme, Berberian Sound Studio (2012) un ingeniero de sonido se trasladaba hasta Italia para trabajar en una película “giallo”, y allí se introducía en un ambiente malsano en el que confundía realidad y ficción. En su nueva película, vuelve a explorar las relaciones humanas, construyendo un relato sobre el amor, y las relaciones de poder que se generan, un amor basado en el placer y en el sadomasoquismo fetichista, en el que todo parece irreal, como si estuviésemos metidos en un sueño macabro, en un lugar muy profundo y oscuro, y en el que parece que no tenemos escapatoria. Strickland nos sumerge con habilidad y elegancia en ese mundo aislado, en el que las leyes naturales han desaparecido o simplemente han dejado de existir, en que el amor se basa en la dominación hacía el otro, que obedece como un simple servidor de nuestros deseos y filias más profundas, como un ser que su única razón de existir fuese únicamente para satisfacer nuestro placer y nada más. Una imagina y la otra escenifica. Un juego macabro y siniestro en que las verdaderas razones del amor quedan supeditadas bajo el yugo del placer y el sexo.

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El cineasta británico prescinde de todos aquellos elementos que nos distraigan de su propuesta, crea una mise en scène ajustada y formalista, en el que asistimos a una amalgama de colores, sonidos y sabores, y de planos cortos y medios, y la importancia esencial del sonido, que refuerza la sensación de irrealidad y capta con detalle todos los elementos sensoriales cruciales en la construcción de la película, en el que la importancia de los detalles inunda la pantalla, los rostros, inertes y doloridos, según el caso, de las protagonistas, la belleza de sus cuerpos, presentados fragmentalmente, los objetos de la casa y las prendas de vestir que funcionan como partes esenciales del juego sucio al que asistimos. Un película eminentemente femenina, la presencia masculina queda anulada, y construida a través de los personajes, y todas sus sensaciones y complejidad psicológica, aparecen algunos personajes más, como la vecina cotilla que intrigada pregunta para conocer los detalles que se cuecen detrás de las puertas de esa casa, o las compañeras amantes de las mariposas y polillas en las conferencias que asisten, filmadas de modo aséptico en las cuales la irrealidad se manifiesta con más firmeza, la seriedad e incapacidad de mostrar emociones de las asistentes, o esos maniquíes adecuadamente situados entre ellas.

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Amén de los rituales de fetichismo que está elaborada con sumo cuidado la película, la ropa, las pelucas, la bisutería y demás detalles y complementes que utilizan las protagonistas para escenificar sus instintos sexuales y de dominación más profundos. Un par de actrices que se desnudan emocionalmente en este descenso a los infiernos (como lo fueron sus anteriores obras), una historia sexual sin ser explícita en el que Sidse Babett Knudsen,  como elegante y dominatrix de la función, y Chiara D’Anna (que ya estuvo en la anterior película de Strickland) como la sometida y aniñada que, reivindicará su condición con una sorpresa. El cine de Buñuel, con su sexualidad oculta y latente, incluso el cine bizarro de los 70 (el proyecto surgió como remake de una película de Jess Franco, con sus mujeres vampiras y sexo sangriento), sin olvidarnos de la música obra de Cat’s Eyes, elemento primordial para adentrarnos en esta historia sobre el amor, el sexo, el poder de las relaciones humanas, y sobre todo, sobre nuestros más bajos instintos sexuales y sociales que se manifiestan en nuestro interior, y se escenifican en las demás personas con las que nos relacionamos.