LOS OTROS.
“El hombre es el inventor de la crueldad. Sé que tengo que gobernar la bestia que llevo dentro; algo así hacemos con la razón; pero la crueldad es fruto de la razón. La misma razón que crea.“
José Saramago
Después de cinco películas y media, podemos decir sin ánimo de aventurarnos demasiado que, el cine de Rodrigo Sorogoyen (Madrid, 1981), tiene una mirada de aquí y ahora, un cine que se centra en nuestro alrededor más próximo, en relatos donde sus individuos están metidos en encrucijadas de difícil tesitura, personajes totalmente emparentados con la figura clásica del antihéroe trágico del western, esos tipos, nobles y transparentes, que deben lidiar con fuerzas del mal, ya sean caciques de pueblo de turno, o sheriffs corruptos y demás tipejos, porque cuando el western alcanzó su mayoría de edad, o sea que se dejó los alardes nacionalistas donde los indios eran el foco de enemistad y demás, se centró en la corrupción imperante y la violencia desatada con la que se edificaron muchas ciudades, en que el miedo y la muerte era el pan de cada día.
No podría entender el cine del madrileño sin el grandísimo trabajo de la guionista Isabel Peña (Zaragoza, 1983), en el universo de Sorogoyen, porque le viene acompañando en la elaboración de los guiones desde casi el principio. Tanto el madrileño como la maña han construido una solidísima filmografía que abarca cinco largometrajes y alguna que otra serie, en que a partir de un conflicto dramático, visten sus obras de thrillers agobiantes y laberínticos, donde las emociones complejas tienen una parte muy importante en su desarrollo. La magnífica apertura de As bestas, con ese hipnótico y revelador prólogo, del que ya tuvimos buena cuenta en A rapa das bestas (2017), de Jaione Camborda, y en Trote (2018), de Xacio Baño, en las que también escenificaban la lucha del hombre y el animal. Sorogoyen, después de ese arranque, nos sitúa en una de esas aldeas galegas, aunque podría ser cualquiera del ancho y largo territorio del país, esos lugares fantasmales que la falta de trabajo y la dejadez gubernamental ha vaciado, y se basa en un hecho real, para contarnos la existencia de un matrimonio francés alrededor de la cincuentena, los Antoine y Olga, que quieren hacer su proyecto de vida cultivando la tierra y restaurando las casas abandonadas para que otros como ellos vengan a disfrutar de la naturaleza.
Antoine y Olga se encontrarán o mejor dicho, se tropezarán con los “otros”, las pocas gentes de la aldea que todavía resisten a pesar de tantas hostias, y en especial, los hermanos Xan y Loren que están en conflicto con los franceses, porque una empresa eólica quiere instalar sus molinos y todos votaron que sí, menos el francés y algún otro. El cineasta madrileño nos mete en faena desde el primer instante, manteniendo las brasas de este irremediable estallido de llamas, porque como buen western que es, la tensión está presente en cada instante, en cada mirada y en cada gesto, son impagables todos los momentos del bar del pueblo, esos diálogos tan llenos de rabia y furia, y el estupendo uso del miedo instalado tanto en unos como en otros, con esas grabaciones caseras de Antoine, que ayudan a hacer correr el tiempo y a situarnos en el continuo conflicto malsano que tienen entre los franceses y los hermanos gallegos. Un elemento fundamental de la película es la excelente música de Oliver Arson, del que hemos escuchado hace poco su trabajo en Cerdita, y un habitual de Sorogoyen, con esos ritmos afilados y de lija que nos sacuden a cada momento, con esos tambores de esa guerra inminente entre unos y otros.
El gran trabajo de luz del cinematógrafo Alex de Pablo, otro cómplice del director, del que hemos visto no hace mucho su maestría en El sustituto, de Óscar Aibar, que acoge esa luz mortecina, de monte, de niebla, de humedad y de frío, que tan bien penetra en cada espacio, tanto interior como exterior, donde los contrastes evidencian la tensión y el miedo que se palpa, y finalmente, el exquisito trabajo de montaje de Alberto del Campo, que también estaba en Competencia oficial, que unifica una historia que tiene dos partes bien diferencias, y también, dos tonos muy diferentes, pero que son una unidad, donde el miedo y la tensión van cambiando, pero no desaparecen, donde todo fluye en un metraje que se va a los ciento treinta y siete minutos. Resulta alentador y magnífico que la última temporada de cine español haya vuelto su mirada a lo rural, con relatos muy diferentes entre sí, que aglutina todas las complejidades existentes y las diferentes luchas de sus habitantes por mantener una forma de vida y de relación con la naturaleza como son Alcarràs, de Carla Simón, Cerdita, de Carlota Pereda, y la de Sorogoyen, deseamos que esto no sea flor de un día, y los cineastas sigan acercándose a lo rural que siempre había sido espacio intrínseco del cine de nuestro país.
Una película como As bestas que tanta importancia le da a todo lo invisible, en un gran equilibrio entre lo físico, ya sea el entorno y el movimiento de los personajes, como lo emocional, tenía que reclutar a un buen grupo de intérpretes capaces para mostrar todo ese interior salvaje y malsano que ocultan y el que no, y lo ha conseguido con dos star del cine francés como Denis Ménochet, que le hemos visto en mil y una, y hace poco en Peter von Kant, de Ozon, haciendo de Fasbinder, casi nada, con ese físico tan imponente y esa mirada alijada, hace un Antoine con ternura y también, una animal herido que luchará por “su casa”, junto a él, su esposa en la película, una Marina Foïs, que nos enamoró en Una íntima convicción, en el rol de la esposa enamorada, que vive el sueño de su marido, una mujer en la sombra que más tarde, también tendrá su protagonismo y demostrará una entereza, valentía y arrojo envidiables. Y luego están los otros, los hermanos machados y desgraciados, como espeta en algún momento de la película, unos enormes Luis Zahera, su tercera película con Sorogoyen, aquí dando vida al malcarado y dolido Xan, bruto y salvaje, y el otro hermano, Diego Anido, que nos encantó en la citada Trote, el hermano más tranquilo o quizás, podríamos decir, el menos violento, aunque tiene lo suyo. Dos hermanos que no estarían muy lejos de aquellos de Puerto Hurraco que se liaron a tiros con todos un maldito domingo de finales de agosto de 1990.
También tenemos a los de fuera, aquellos que orbitan alrededor y funcionan como testigos, como hacía el joven Enrique en la inolvidable La caza, entre los que están Marie Colomb, la hija del matrimonio francés, que mira y observa e interviene y no entiende a sus padres ni nada de lo que hacen, y el actor no profesional José Manuel Fernández Blanco como Pepiño, el “amigo” de los franceses. As bestas es una película que recoge lo ancestral con esa lucha entre lo propio y lo extraño, entre lo de aquí contra lo extranjero, entre la animalidad y lo racional, un choque entre formas de mirar, entender y relacionarse con la naturaleza y los animales, entre lo mío, lo de toda la vida, y lo otro, lo que viene de fuera, el que me quiere arrebatar, un conflicto eterno de difícil solución, y lo muestra a través de una complejidad apabullante y con el tempo de los grandes, con una película que nos habla de muchas cosas, de la sociedad rural, de una de ellas, porque tampoco pretende ser ejemplo de nada, de capitalismo salvaje, de agricultura, de formas de vida ya desaparecidas y otras, a punto de desaparecer, como la que encarna el señoritingo que hereda y nunca va al pueblo, o lo ve como una oportunidad de negocio sin más, de drama cotidiana y extraordinario, y de thriller del bueno, del que se te mete en las entrañas y no te suelta, y todo contado con la precisión del que sabe hacia dónde va. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA