El chico, de Charles Chaplin

LA GRANDEZA DE LOS DESHEREDADOS.

“No tenía idea sobre qué maquillaje ponerme. No me gustaba mi personaje como reportero (en Carlitos periodista). Sin embargo en el camino al guardarropa pensé en usar pantalones bombachudos, grandes zapatos, un bastón y un sombrero hongo. Quería que todo fuera contradictorio: los pantalones holgados, el saco estrecho, el sombrero pequeño y los zapatos anchos. Estaba indeciso entre parecer joven o mayor, pero recordando que Sennett quería que pareciera una persona de mucha más edad, agregué un pequeño bigote que, pensé, agregaría más edad sin ocultar mi expresión. No tenía ninguna idea del personaje pero tan pronto estuve preparado, el maquillaje y las ropas me hicieron sentir el personaje, comencé a conocerlo y cuando llegué al escenario ya había nacido por completo”.​

Charles Chaplin en su libro de memorias.

Hace un siglo, en febrero de 1921, llegaba a los cines de EE.UU., The Kid (El chico), el primer largometraje de Charles Chaplin (1889-1977), luego vendrán La quimera del oro, Luces de la ciudad, Tiempos modernos y El gran dictador, entre otras, películas que han trascendido al propio arte cinematográfico y se han instalado en nuestras vidas. Chaplin debuta en el cine mudo en 1914 con su personaje mendigo, y quiere llevarlo a un cine diferente, más largo y contando otro tipo de relatos. Será ese mismo año, en 1914, donde nació su  “The Tramp”, de nombre Charlot, su vagabundo más pobre que las ratas, perdido, sin nada que hacer, comer, y sobre todo, un paria con una gran habilidad para meterse en líos, eso sí, un tipo que, a pesar de sus lamentables circunstancias, era un tipo refinado, con clase y de buenísimas maneras, porque lo cortés no quita lo valiente.

La primera vez que el cine vio a Charlot fue en Carreras sofocantes en 1914, de la compañía Keystone, aunque había sido en una película anterior Extraños dilemas de Mabel, donde ideó el atuendo de su célebre personaje, pero esta última película se estrenó después que la otra. Cien años después, nos llega a las pantallas, en una magnífica restauración con la exquisita técnica del 4K, El chico, donde Chaplin nos ofrece una delicadísima y magnífica película sobre la infancia, con esa ya imprescindible frase que abría la película: “Una película con una sonrisa, y quizá, una lágrima”. Una sentencia que sería el leit motiv de su carrera, porque Chaplin siempre buscaba esa idea en su cine, contar una historia apegada a la realidad más dura y desoladora, pero sin olvidar de sonreír, porque la existencia humana ya tiene mucho de drama en su propia idiosincrasia. Ver la nueva copia de El chico es una experiencia asombrosa, porque no solo engrandecen las imágenes filmadas por Chaplin cien años atrás, sino que nos envuelve en ese aura mágica que tiene el cine, esa emoción indescriptible cuando las luces se apagan y empiezan los sueños, y alguna que otra pesadilla.

Chaplin en aquel lejano 1921, quería ir más allá en su cine, y sobre todo, pretendía dar forma a una carrera en la que su vagabundo fuese el centro de atención en historias más dramáticas, ahí nació El chico, donde el genio nacido en Inglaterra, habla a tumba a vierta de su difícil y triste infancia, en la que, entre otras penalidades, sufrió verse separado de su madre, como rememorará en la extraordinaria secuencia cuando separan al vagabundo y al niño, en uno de esos momentos que han traspasado el cine, la pantalla y la historia. La historia que cuenta El chico es muy sencilla, un vagabundo encuentra por casualidad un bebé que cuidará como si fuese suyo, a pesar de las necesidades. Cinco años más tarde, los dos se han convertido en padre e hijo, y como dos granujas se ganan la vida como pueden y les dejan, inventando las triquiñuelas más imaginativas. Pero, todo cambiará cuando el niño enferma, aparece el médico y los servicios sociales quieren arrebatarle el niño ya que no es suyo. Charlot hará lo imposible para no perder al niño y que sigan estando juntos, situación que también desea el pequeño.

La indudable maestría de Chaplin es abrumadora, su composición del encuadre, sus maravillosas elipsis, el excelso tratamiento de los diversos conflictos, la infinita inventiva de mezclar drama y comedia en la misma secuencia, y con un dinamismo brutal, que nunca se agota, que siempre va a más, con un control sobre el tempo cinematográfico que ya era moderno y sigue siéndolo, donde todo va ocurriendo sin decaer en ningún instante, con una maravillosa intuición para mostrar lo oculto, y ocultar aquello que es necesario, en que el espectador se convierte en un agente despierto, inteligente y perspicaz. El crítico André Bazin lo describía a las mil maravillas en su “Introduction à une symbolique de Charlot”: (…) “Queda por señalar que las mejores películas de Chaplin pueden volver a verse una y otra vez sin que disminuya el placer, muy al contrario. Sin duda se debe a que la satisfacción que dejan determinados gags es inagotable por la profundidad que tienen, pero, sobre todo, a que ni la comicidad ni el valor estético son en absoluto deudores de la sorpresa. Ésta se agota una vez, y en su lugar queda un placer mucho más refinado que es la expectativa y el reconocimiento de una perfección”.

Para el personaje del niño, Chaplin optó por Jackie Coogan (1914-1984), un niño que lo enamoró mientras bailaba en un vaudeville. Porque el personaje del niño funciona como un doble del propio Charlot, una relación entre padre e hijo, pero también, una relación entre Charlot adulto y Charlot niño, en una simbiosis perfecta que funciona con elegancia y ritmo, dos almas necesitadas, sí, pero que irradian simpatía, sensibilidad y amor. Es un inmenso placer descubrir por primera vez el cine de Chaplin, y más aún, volver a descubrir y redescubrirlo cada vez que miramos una de sus películas, porque nunca se agotan, porque están llenas de inventos, de sueños, de alguna pesadilla, de humor, de alegría, y sobre todo, de humanismo, porque si Charles Chaplin y su añorado “Charlot”, han pasado a la historia del cine, y se han instalado en nuestra vida, es por sus características humanas, un cine sobre la condición humana, sobre lo que vemos y lo que ocultamos, un cine que se convierte en un reflejo de nuestras vidas, de lo que somos, y de lo que soñamos, esa humanidad que a veces nos olvidamos de ella, y nos empeñamos en ser quiénes no somos, Chaplin, a pesar de las injusticias, desigualdades y guerras, siempre nos habla desde el corazón, desde lo más profundo del alma, para que no olvidemos nuestra humanidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Invisibles, de Gracia Querejeta

PASEANDO CON LAS AMIGAS.

“Gracia, aún no lo sabes, pero llega un día en que te vuelves invisible para los hombres”

(Mercedes Sampietro a Gracia Querejeta durante el rodaje de Cuando vuelvas a mi lado)

Tres amigas quedan todos los jueves para pasear en un parque céntrico de la ciudad donde residen. Un paseo para estirar las piernas, contarse las semanas, y hablar del tiempo, o quizás, para contarse algo más personal y profundo, para hablar de frente, de sus cosas, de sus miedos, de sus problemas, de aquello que ocultan, lo que se guardan para ellas. El noveno trabajo tras la cámara de Gracia Querejeta (Madrid, 1962) se desmarca en cierta manera de sus trabajos anteriores, no en el sentido de relatos íntimos y agrupados en entornos familiares, porque en Invisibles, sigue habiendo cercanía e intimidades, sino en el despojo de contar sus reflexiones a través de otros.

En su nueva película, la directora madrileña nos habla de sí misma, sin intermediarios, de manera clara y transparente, de todas esas cosas que le rondan el alma, a través de tres mujeres que bordean o traspasan la cincuentena, tres mujeres de su misma edad y tres mujeres con sus mismas inquietudes, miedos y problemas. Julia es una profesora de mates, que anda metida en un matrimonio largo que ya no le entusiasma, como tampoco su trabajo, además, el acoso a una alumna introvertida le inquietará y la convertirá en más esquiva de lo que es. Elsa es una ejecutiva de armas tomar, atraída por su jefe lanza el cebo para llevárselo a la cama, es de esas mujeres que todavía se siente atractiva y deseada por los hombres, aunque quizás, ya no tanto, cosa que tampoco quiere admitir. Y por último, Amelia, metida en una relación en la que tiene que lidiar con la borde de la hija de su pareja, que le hace la vida imposible y le pone mil trabas para que se acabe la relación.

En esos jueves que Querejeta acota su película, y más concretamente, en las primeras horas de los jueves, en esos par de meses, arrancando el jueves 7 de marzo, caminaremos con estas tres mujeres, conoceremos sus vidas personales e intransferibles, y paso a paso, iremos escuchándolas y descubriendo aquello que ocultan en su interior, sus días, sus problemas, sus miedos sobre el peso de la edad, a la “invisibilidad” a la que se refiere el título, los problemas laborales, los de pareja, los cambios físicos, el amor, la soledad, el sexo, o la amistad, y demás cuestiones que la película aborda desde su maravillosa transparencia, apoyado en un inmenso y sencillo guión firmado por Antonio Mercero (habitual colaborador de Querejeta) y la propia directora, con una luz natural y penetrante que realiza Juan Carlos Gómez, otro cómplice habitual de Querejeta, y el montaje armónico y suave que firma Leyre Alonso, otro nombre de la factory Querejeta.

En ese caminar de los jueves por ese parque tranquilo y alejado de todos y todo, incluso de sus propias experiencias personales, se va convirtiendo en un espejo en el que reflejar todas las miserias y preocupaciones de sus vidas con las amigas confidentes, las que siempre te escucharán y estarán, o al menos por ahora, porque también aparecerá Mara, la amiga deprimida que cambia radical de vida y también, de “amigas”. Querejeta ha construido su película más sencilla y reposada a nivel formal, peor la más ambiciosa y compleja a nivel argumental, en el que el relato empieza suave y acabe encontrando su verdadero espíritu en la palabra, convertida aquí en la pieza fundamental de la película, una palabra vehicular en la que las amigas se irán descubriendo, abriéndose y contando y contándose todo aquello que anida en lo más profundo de sus almas, con ese aroma cercano de las películas de Bergman, Altman o Woody Allen, donde a través de la palabra y el (des) encuentro vamos conociendo lo que se cuece en el espíritu de unas almas solitarias, desesperanzadas y medio alegres o medio tristes, quizás como todos a esas edades.

Y si el magnífico e intenso guión es una pieza capital en el relato, las maravillosas interpretaciones de las tres actrices es la otra mitad de este estupendo y sensible juego de espejos, confidencias e intimidades, un reparto compuesto por Adriana Ozores, Emma Suárez y Nathalie Poza, tres almas y cuerpos en estado de gracia, que brillan con luz propia en cada instante de la película, en este laberinto de emociones que conforma una película valiente, necesaria y profunda, en la que Querejeta no solo habla de sí misma, sino de todas esas mujeres invisibilizadas por una sociedad sometida y narcotizada por lo joven, lo convencional y lo lineal, dejando fuera de ese orden social neoliberal a todas aquellas personas, en este caso, mujeres que ya no reúnen los cánones establecidos, olvidándose de otros y vitales valores humanos como la experiencia, la serenidad y la capacidad de mirar la vida, sin estar atadas por el éxito materialista o la belleza física que dicta la sociedad materialista, solo caminando con las amigas, acompañadas y relacionándose con la vida con paciencia y equilibrio, caminando paso a paso. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA