“El espíritu busca, pero el corazón es el que encuentra”
George Sand
La historia arranca el treinta de marzo de 1924, el llamado “El domingo día de las madres”. Ese día será crucial para la vida de Jane Fairchild, la criada de los Niven. Un día que tiene libre. Un día que pasará la mañana en compañía de su amante, una relación que ya dura siete años. Una relación imposible porque su amante, el Sr. Paul Sheringham, un rico heredero de una familia cercana, está a punto de contraer matrimonio. Basada en la novela “Mothering Sunday”, de Graham Swift, los productores de Number 9 Films, Elizabeth Karlsen y Stepehn Woolley, que tienen en su haber grandes títulos como Carol, Byzantium y En la playa de Chesil, entre otros, adquirieron los derechos de la novela y encargaron a la guionista Alice Birch la adaptación, que tiene en su haber el guion de Lady Macbeth, y en las series Sucession y Normal People, y la dirección a Eva Husson (Le Havre, Francia, 1977), responsable de títulos como Bang Gang (une histoire d’amour moderne) de 2015, y Les filles du soleil (2018), en su primera aventura en inglés.
Primavera en Beechwood tiene su pilar en el día citado. Un día que viviremos en primera persona por la desdichada Jane, su encuentro amoroso y sexual con Sheringham, Pero la historia no solo se queda en ese instante, porque a partir de los acontecimientos que se desarrollaran ese día, el relato también se trasladará a finales de la década de los cuarenta, cuando Jane, convertida en una importante escritora, echa mano de sus recuerdos, y mira a su pasado, y más concretamente, a los sucesos del mencionado día. La película está narrada con pulso, intensidad y pausa, con el romanticismo de las novelas de Jane Austen y las hermanas Brontë, y el aroma de los mejores títulos british, como los recordados melodramas de Ivory-Merchant. Todo está en su sitio, pensando en el más mínimo detalle, donde brilla la parte técnica, con esa excelente música de Morgan Kibby, que vuelve a trabar con Husson, al igual que Emilie Orsini, en el apartado de montaje, amén de tener en su filmografía a Sally Potter, la luminosa cinematografía de Jamie Ramsay, y el grandísimo trabajo de arte, caracterización, y vestuario que firma Sandy Powell, la responsable de Carol.
Qué decir de la composición del reparto, con interpretaciones soberbias y sobre todo, concisas y sin estridencias, todo muy comedido, desde dentro a fuera, con toda esa retahíla de estupendos intérpretes, otra de las marca de la casa de este tipo de películas, que todos son importantes, todos. Tenemos a dos grandes en estas lides como son Colin Firth y Olivia Colman, como el matrimonio Niven, riquísimos pero tristes, ya que han perdido a sus tres varones en la maldita guerra. La maravillosa presencia de Glenda Jackson, una de las actrices británicas más importantes de la historia, aquí en un breve pero interesante papel, las interesantes aportaciones de Sope Dirisu como Donald, el novio de Jane en los cuarenta, también escritor como ella. Josh O’Connor como Paul Sheringham, que habíamos visto destacar en Tierra de Dios, Regreso a Hope Gap y Emma, entre otras, y la australiana Odessa Young que se queda el rol protagonista de Jane Fairchild, una actriz que ya nos había llamado la atención en películas como Shirley y Nación salvaje, entre otras. Odessa ilumina cada fotograma y sale muy bien parada del envite que tenía en frente, con una gran composición llena de intensidad, aplomo y formidable, llena de esas miradas y esos silencios arrebatadores y llenos de vida y energía. Todo un acierto por parte de los responsables y un precioso descubrimiento para el que escribe estas palabras.
Husson no lo tenía nada fácil con la empresa que se le venía por delante, y la saca con fuerza y brillantez, con un texto ajeno basado en una novela de éxito, un guion firmado por otra, sus dos anteriores películas estaban escritas por ella misma, un idioma nuevo, una película de época, contada en varios tiempos, y una traba desestructurada, todo un reto que la directora francesa saca adelante con energía y pulso narrativo, creando esa inquietante atmósfera que va desde el romanticismo ya mencionado, y algunas incursiones del thriller, donde el espectador sabe todo lo que ocurre, muy acertado por parte de la película, y los personajes lo irán o no descubriendo, creando ese marco de suspense y nerviosismo que ayuda a entender ese universo burgués donde todo se oculta bajo la alfombra, una alfombra llena de mugre, que desprende un olor demasiado pestilente, y todo eso la película lo hace desde la naturalidad y sin caer en el sentimentalismo o el dramatismo exacerbado, todo contado con ritmo, pausa y amor, todo el que se procesan los protagonistas, todo ese amor que deben de ocultar, que deben callar, que deben sentir sin demostrar. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”
Gabriel García Márquez en “Vivir para contarla”
La verdad es que, aunque muchos se nieguen a reconocerlo, lo que verdaderamente somos, se lo debemos a otros, a todos aquellos que nos precedieron, a todos aquellos que nos dieron la vida, a todos aquellos que estuvieron aquí antes que nosotros. En realidad, somos la suma de todos nuestros antepasados. Solo somos porque ellos fueron alguna vez. Ahora, que somos, la idea de cómo los recordamos siempre está en nosotros. Todos los recuerdos, objetos, documentación y memoria que dejan cuando ya no están. El nuevo trabajo de Helena de Llanos (Madrid, 1983), transita por ese lado. Porque la directora es la nieta de Fernando Fernán Gómez (1921-2007), y su objetivo, nada fácil, es hacer una película sobre el insigne actor, director, escritor, dramaturgo y muchísimas cosas más. Viajar por un legado muy prolífico que abarca la inmensidad de más de 200 películas como actor, 28 títulos como director, amén de muchos trabajos para la televisión, abundante obra en forma de novela, teatros y demás. Un trabajo nada fácil, lo dicho.
Un trabajo muy costoso en el que la directora-nieta ha invertido cinco años clasificando el material infinito, una quimera el de bucear por el inmenso legado en forma de objetos, documentación e imágenes, del que ya vimos un adelanto en el imprescindibles que TVE le dedicó a José Sacristán, cuando el gran actor se veía con Helena y mostraban algo de toda aquella documentación. La directora que tiene una trayectoria en la que ha hablado de política, perspectiva de género y lo rural siempre en un tratamiento de la no ficción, se instaló en el 2016 en la casa de los abuelos, el citado Fernando y Emma Cohen (1946-2016), no de sangre, pero sí de amor. De Llanos plantea una película-recorrido por la casa, tanto exterior como interior, pero no un recorrido al uso, sino todo lo contrario, un itinerario que nos recuerda a aquel otro de la Alicia de Carroll, donde la realidad y la imaginación se presentan constantemente, se mezclan, se fusión, nos confunden y además, se van bifurcando en infinitos caminos, donde Fernando Fernán-Gómez y Emma Cohen están presentes y ausentes, como nos adelante una de las frases con las que se inicia la película. La función muestra el trabajo de los dos, todo su legado y su memoria, con la que nos cruzamos a cada paso y suspiro que damos por la casa.
Helena es a su vez la directora y la protagonista, que deambula por la casa, establece diálogos con sus abuelos, en el caso de Fernando capturando minuciosamente fragmentos de sus películas, obras de teatro y novelas, y en el de Emma, algunas imágenes con ella viva, y desentierra muchas de sus obras, tanto cinematográficas como literarias, desconocidas en su mayoría. Y no solo eso, recupera el personaje de Juan Soldado, que interpretó Fernando en televisión, en la piel de Tristán Ulloa que se pasea por la casa, con su cuerpo y la voz del desaparecido actor. Invita a los intérpretes de esa mítica película El viaje a ninguna parte, de la que extrae su título, como son José Sacristán, Juan Diego, Nuria Gallardo y Tina Sainz y Óscar Ladoire, que interpretan algunos fragmentos de su obra, así como Verónica Forqué. También, otros intérpretes, todos pelirrojos como el abuelo de joven, escenifican otras partes de la obra tanto de Emma como de Fernando. De Llanos se acompaña de excelentes técnicos como Almudena Sánchez en la cinematografía, que ha trabajado con Chus Gutiérrez, y gran trabajo de edición en el que están Emma Tusell, montadora de Cuerda y Vermut, entre otros, Adrián Viador y la propia directora, para organizar o desorganizar un hermosísimo, trepidante, intenso, desordenado y emocionante collage en el que todo vale, todo se enreda, y sobre todo, se siente el amor y la memoria de los abuelos que ya no están.
Viajamos por un inmenso rompecabezas donde no hay tiempo, porque todo vive, en que todo lo que vemos no es real, o sí, todo lo que vemos pertenece a la fábula, al mundo de los sueños, de la reinterpretación, donde el archivo cobra vida y se mueve y se percibe en cada rincón de la casa. Y no solo eso, también hay reflexión y discusión, porque se plantea la cuestión de cómo hacer una película con todo ese inmenso archivo sin caer en los tópicos, en los lugares trillados y en ese sentimentalismo tan horrible, sino hacer una película sobre como recordamos a los que ya no están, usando su trabajo, su legado y su memoria, donde el cine sea cine, teatro, literatura, imaginación, ensoñación, fabulación, verdades a medias y enteras, y mentiras auténticas o deshonestas, todo al servicio para recordar y resucitar a los abuelos Fernando y Emma, y sobre todo, tenerlos en un mismo espacio, un espacio invisible, oculto, un espacio que no pertenece a este mundo, solo al mundo de los que se atreven a soñar y sobre todo, a invocar a los ausentes y presentes, o diciéndolo de otra manera, un espacio solo existente en nuestros corazones, en ese espacio donde todos los sueños son posibles, en ese espacio donde solo los valientes se atreven a soñar, a volar, a recordar de verdad, y se atreven a vivir y sentir. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Yo nunca te voy a olvidar. Igual que tú nunca me olvidarás”
Alguna vez hemos sentido algo muy bonito por alguien mucho más mayor que nosotros. Si enamorarse es algo muy difícil, hacerlo de alguien fuera de nuestro entorno y alcance resulta una tarea casi imposible. Gary Valentine tiene 15 años y todavía anda en el instituto, y el día de los retratos para el almanaque del colegio, conoce a Alana Kane, con la que conecta de inmediato y comenzará a gustarle mucho. Pero, Alana tiene 25 años y se mueve, piensa y siente de forma muy diferente a Gary. Gary no se dará por vencido, y quizás, el tiempo dirá que ocurre entre ellos. Nos encontramos en el año 1973, en el Valle de San Fernando, uno de esos barrios periféricos del norte de Los Ángeles, donde el director Paul Thomas Anderson (Studio City, California, 1970), creció y ha ambientado tres de sus películas, como Boogie Nights (1997), Magnolia (1999), y Punch-Drunk Love (2002). Basándose en los recuerdos de Gary Goetzman, ex niño actor y ahora afamado productor de televisión, le sirvió para construir el personaje de Gary, un chaval al que veremos de aquí y para allá, con su colla de amigos, y sobre todo, Alana que, sin quererlo o sí, andará detrás de todas las actividades económicas que emprenda el avispado chaval, desde las camas de agua a las máquinas de pinball.
El director estadounidense ha virado hacia otro rumbo en su noveno trabajo, y ha dejado a los Daniel Plainview de Pozos de ambición (2007), Freddie Quell de The Master (2012), Doc Sportello de Puro vicio (2012), y al Reynolds Woodcook de El hilo invisible (2017), tipos complejos, obsesionados con su trabajo y sus vidas, alejados de la realidad, y traumatizados por un pasado tortuoso, y con amores oscuros, que más que placer dan dolor. Porque Licorice Pizza, hago un alto en el camino para aclarar el tema del título (traducido como “pizza de regaliz”, recoge el nombre de una famosa cadena de tiendas de discos), seguimos con la película. Un cambio de sentido total en su forma de mirar aquellos años setenta, los de su infancia, construyendo una hermosísima película vitalista, que atrapa un estado de ánimo, donde el amor o no de Gary y Alana, acaba siendo una maravillosa excusa para retratar un tiempo donde todavía la utopía de libertad y cambio parecía posible. Recorremos sus calles, tiendas y casas de forma vertiginosa llevados por el viento con temas del momento, como ”Life on Mars”, el extraordinario tema de Bowie, mientras vemos a Gary sorteando transeúntes y automóviles movido por esas ansias de vivir, de probarlo todo, y de querer ser mayor cuanto antes mejor, porque mañana ya será tarde.
La mirada hacia el pasado de Anderson no está muy lejos de las que nos ha brindado Linklater, y otros relatos-retratos como los inolvidables Veranodel 42 (1971), de Robert Mulligan, que también retrataba una relación entre un teenager y una joven, y en Mas petites amoureuses (1974), de Jean Eustache, que el primer amor despedía la niñez. El formato panorámico y de 70 mm, con una grandísima cinematografía que firma Michael Bauman junto al director, ayuda a que la película tenga esa textura tan de la época, y esos maravillosos planos secuencia como el que abre la película, que se convertirán en el arranque de los diferentes episodios de la trama, donde el movimiento de los intérpretes nos seduce de tal forma que creemos que nos rodean, y los característicos primerísimos primeros planos que jalonan todo el relato. La película se abre camino entre las aventuras y desventuras de Gary con Alana, con un estupendo trabajo de edición de Andy Jurgensen, que van tropezándose con personajes reales, a cual más variopinto, una interesantísima fusión que la película hace con una naturalidad sorprendente.
Nos cruzamos con tipos de toda clase y calaña como Jack Holden, que hace Sean Penn, un trasunto de William Holden, en una secuencia hilarante donde cine y vida se dan la mano o te la rompen, en la que participa un desatado Tom Waits en la piel de Rex Blau, la cazatalentos Mary Grady, interpretada por Harriet Sansom Harris, y la no menos famosa Lucie Ball, de la que coincide también la película Being the Ricardos, aquí convertida en Lucille Dolittle, que hace con gracia y mala leche Christine Ebersole, toda una fiera del mundo catódico con show propio, el candidato a la alcaldía Joel Wachs que interpreta Benny Safdie, y uno de esos cameos imposibles de detectar porque el actor John C. Reilly hace una aparición como Herman Monster en el rarísimo festival adolescente de buscarse la vida, y quizás el personaje más hilarante y alocado que no es otro que Jon Peters, en la piel de una excelente Bradley Cooper, el famoso peluquero y luego, convertido en productor de éxito, con tres momentazos difíciles de olvidar.
Una película que sigue el amor o no de Gary y Alana, con sus continuas idas y venidas, que si ahora sí, que ahora no, que quizás más tarde o la semana que viene, o qué sé yo, conducidos por ese ritmo veloz que tienen los años de la juventud, visitando locales de moda entonces como el mítico restaurante fino “Tail O’The Clock”, que estuvo abierto casi medio siglo, frecuentado por estrellas de Hollywood, el Cine Portal, mítica sala de la zona, esas casas de clase media como el hogar de los Kane, toda una familia judía conservadora tan característica, o la madre de Gary, toda una mujer de su tiempo, moderna y madraza, que lleva la carrera y los negocios de su hijo. La película es una conjunto de pequeñas historias y realidades setenteras, donde nos toparemos con un Nixon a un año de su histórico dimisión, aquellos programas televisivos que agolpaban a toda la familia frente al televisor, y la crisis del petróleo que dejó sin gasofa a todos los vehículos de buena parte del mundo consumista, incluido los del Valle de San Fernando, con esa inolvidable secuencia del camión cuesta bajo conducido por una intrépida Alana. Pasamos del ambiente juvenil al adulto sin darnos cuenta, en una especie de itinerario parecido al que hacía el mencionado Dos Sportello, metiéndose en líos bastante oscuros e inquietantes como los de Holden o Peters.
Los setenta y el mundo de las películas ya habían sido revisitados por Anderson en Boggie Nights y la mencionada Puro vicio, en un contexto diferente. Ahora vuelve a aquel universo, pero desde la adolescencia y la juventud, donde Gary y Alana podrían ser unos jóvenes Rick Dalton y Cliff Booth, los personajes principales de Erase una vez en… Hollywood (2019), de Tarantino, ambientada en el 69, porque tanto la película de Anderson como la del cineasta de Tennessee, miran el pasado acordándose de las personas corrientes y anónimas, porque detrás de cada éxito siempre hay muchísimos fracasos, con brillo y oscuridad, recordando aquellas calles, aquellos locales desparecidos, y aquella atmósfera de libertad, de vida y de amor, con la formidable música de Jonny Greengood, guitarrista de Radiohead reciclado en excelente compositor de bandas sonoras, que con Licorice Pizza, firma el cuarto trabajo para Anderson, y al igual que la película de Tarantino, una selección de grandes temas como los de Nina Simone, Bing Crosby, Sonny & Cher, Chuck Berry, The Doors, Paul McCartney, entre otros.
La fabulosa pareja protagonista y debutante que nos encanta desde su maravillosa apertura, con ese no coqueteo, con ese no amor, con una buscavidas que encuentra a otro, igual de buscavidas que ella, y ese diálogo que los atrae y repele a la vez, con esas miradas del quiero y no quiero, con ese juego que seguirán en toda la película, el juego del amor que los tiene ahora sí, ahora no, ahora quizás. Una grandísimo acierto del director con una pareja que son la película, o lo que es lo mismo, sin ellos no hay película. Una no pareja formada por la forman Alana Haim, componente de la banda de indie rock – a los que Anderson ya había dirigido alguno de sus videoclips – en la piel de una poderosísima Alana Kane, la mujer de armas tomar, con esa familia castradora y esas hermanas estúpidas (sus hermanas en la vida real), y ese momento político, que tanto recuerda al de Cybill Shepherd en Taxi Driver (1976), de Scorsese, que Gary y los suyos ayudan como cineastas con su 16mm, o ese otro tronchante con el novio en su casa, o ese otro con el Holden. Frente a ella, Cooper Hoffman, hijo del desaparecido actor Philipp Seymour Hoffmann, actor que trabajó en cuatro films de Anderson, es el intrépido y enamorado Gary Valentine, todo un buscavidas, todo un tipo emprendedor, un tipo sin miedo, y sobre todo, un tipo que quiere, desea y ama a Alana, y a veces se empeña en todo lo contrario o al menos eso parece.
La jugada diferente e inusual de Anderson dentro de su filmografía no le ha salido nada mal al director californiano, porque sus ciento treinta y nueve minutos nos acaban sabiendo a muy poco, porque ya estamos dentro de su valle, de su rollo setentero y queremos tirarnos en sus camas de agua, maravillosa la secuencia de la tienda, con ese vendedor bigotudo y esa chica negra blaxploitation, jugar hasta que se nos rompan los dedos en las máquinas pinball, comer con Alana y Gary, jugar al amor con ellos, enamorarnos, o al menos, creer que lo hacemos, como hacen ellos, en esa aventura de vivir, de jugar, de correr, de sentir, y del amor, ese sentimiento maravilloso del que todos hablan pero tan pocos lo conocen, de enamorarnos o de volver a enamorarnos ya sea de una chica mayor que nosotros, que no está a nuestro alcance, o quizás sí, o quizás tan vez, porque la vida es eso, vivir y confiar en el destino, en ese mismo destino que nos cruzó, y quizás nos vuelva a cruzar, porque nunca se sabe, y no podemos controlar nada de lo que sucede, las cosas suceden y nos pilla por ahí en medio, y no perdernos en nuestras cosas y en las de los demás, y dejarnos llevar por lo que sentimos de verdad, porque eso, quizás, no volvamos a sentirlo con nadie más. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Miquel Fernández y Alberto Evangelio, actor y director de la película «Visitante», en los Cines Boliche en Barcelona, el martes 8 de febrero de 2022.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Miquel Fernández y Alberto Evangelio, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a María Sard y Eva Herrero de Madavenue, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño.
“He oído que en Estados Unidos no es tan importante quién eres o quién fueras. Sino quién quieres ser. – Ni siquiera sé la persona que era antes”.
Novela de ajedrez, de Stefan Zweig (1881-1942), fue la última novela que escribió el genio vienés, publicada póstumamente en 1942 después de su suicidio junto a su esposa en Brasil. Zweig escribió una obra durísima contra el nazismo, dejando una terrible crónica de los espeluznantes métodos de la Gestapo, la incomunicación y el exilio forzado, que sufrió el propio escritor. En los años sesenta tuvo una adaptación al cine, también fue adaptada como ópera y en cómic. Ahora nos llega una nueva traslación a la gran pantalla del magnífico texto de Zweig, dirigida por el director Philipp Stölzl (Múnich, Alemania, 1967), que muchos conocemos por otra adaptación, la de la novela El médico (2013), de Noah Gordon, amén de haber dirigido óperas y desarrollar una filmografía con títulos populares. En The Royal Game, nos pone en la piel de Josef Bartok, un notario vienés detenido por la Gestapo en la Viena de 1938, cuando los nazis se apoderaron del país.
La intención de los nazis es sacarle a Bartok un bien altamente preciado, la existencia de unos códigos numéricos que descifrarán los lugares donde se hallan las grandes fortunas de nobles austriacos. Bartok no da su brazo a torcer y resiste la prisión, asilamiento, miedo y locura en el hotel más lujoso de la ciudad convertido en prisión por los nazis. Toda esa terrible existencia cambia radicalmente cuando cae un manual de ajedrez en manos de Bartok, un objeto insignificante se tornará en un objeto preciado para el recluso, que lo estudiará concienzudamente. A partir de un guion del letón Edlar Grigorian, la película se estructura a partir de dos instantes en el tiempo, que se intercambiarán en continuas idas y venidas en el tiempo ye le espacio, creando esa sensación de frágil equilibrio que padece el protagonista. Viajaremos desde el presente de la Viena del 38 con Bartok preso y torturado, y luego, al otro tiempo, el de Bartok ya liberado, viajando en un magnífico barco con rumbo a Estados Unidos, donde se jugará una partida de ajedrez de lo más subyugante. La cuestión que plantea la mirada de Stölzl no es si lo conseguirá o no, porque eso ya lo sabemos, si no otra muchísimo más interesante, como es el proceso de resistencia de Bartok en el tiempo de prisión, y luego, como gestionará el trauma de tanto tiempo recluso.
El cineasta alemán envuelve su película en un viaje al terror del nazismo, y a todos los miedos y dolor que provoca, y lo hace con suma elegancia y belleza, que en algunos momentos nos viene a la memoria la preciosidad del cine de Ophüls o Minnelli, en la que la parte técnica brilla con armonía y sensibilidad, donde el director alemán cuenta con colaboradores anteriores como el cinematógrafo Thomas W. Kiennast, el montador Sven Budelman, y el músico Ingo Ludwig Frenzel, donde nos quedamos fascinados con esa Viena pre nazi, con esos bailes majestuosos y esa clase alta que parece ajena al infierno que se les viene encima, y qué decir del fascinante viaje en barco, donde encontramos todo tipo de elementos y detalles, desde la psicosis que sufre Bartok, rodeado de fantasmas y espectros de su vida, y esos personajes enigmáticos e inquietantes que, atraen y repelen a partes iguales. Un plantel extraordinario de intérpretes ayuda a generar esa tensión y terror que impregna todo el metraje, entre los que destacan actores destacados en la cinematografía alemana como Samuel Finzi, Albrecht Schuch, en el rostro del maléfico oficial de la Gestapo, Joel Basman en un papel de Barman, que hemos visto hace nada como el protagonista de Pájaros enjaulados, el actor sueco Rolf Lassgârd, la maravillosa presencia de Birgit Minichmayr como la esposa de Bartok, que muchos la recordamos en interesantes películas como La cinta blanca, de Haneke, y Entre nosotros, de Maren Ade, con su belleza, corporeidad y esa imagen de mujer moderna y enamorada.
Y finalmente, la magnífica aportación de Oliver Masucci en la piel del desdichado Bartok, que conocemos por su participación en la serie Dark y en La sombra del pasado, entre otras, un actor que nos recuerda físicamente al intérprete danés Mads Mikkelsen, compone un personaje inolvidable, uno de esos tipos que se admiran por su coraje y humanidad cuando no tenemos nada y estamos en el pozo más oscuro y solos, un personaje que padece una transformación brutal en la trama, que pasa de un vienés de clase alta a un despojo humano que resiste gracias al ajedrez, un juego que cae del cielo, una forma de entretenerse y sobre todo, ejercitar la mente ante el abismo en el que se encuentra. Stölzl ha construido una película con hechuras, bien ejecutada, que mantiene esa tensión emocional durante todo el proceso, sin caer en ningún momento en la sensiblería que padecen muchas películas actuales, sino en todo lo contrario, en un viaje a las entrañas del nazismo y sus terribles consecuencias, y encima, asistimos a una inquietante y magnífica partida de ajedrez entre el campeón del mundo, y Josef Bartok, alguien que sabe que después de estar en el infierno, no tiene nada que perder. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“No siempre somos lo que parecemos, y casi nunca somos lo que soñamos”
Peter Beagle
¿Qué ocurriría si pudiéramos ver nuestra vida desde otra perspectiva? ¿Realmente seríamos capaces de vernos, es decir, de vernos de verdad? Hacer el esfuerzo de conocernos de forma sincera, e interpretando todo aquello que somos o no, todo aquello que hemos dejado de ser, todo aquello que algún día fuimos, y jamás seremos. Una situación parecida vive Marga, la protagonista de Visitante, la opera prima de Alberto Evangelio (Benidorm, Alicante, 1982), en la que tendrá la oportunidad de pasar al otro lado, de ver su vida, y su otra vida, aquella que vive en paralelo, gracias a una misteriosa caja que cayó del cielo la tarde del 13 de septiembre de 1997 cuando ella y su hermana Diana, tuvieron una experiencia imposible de olvidar, un suceso que les cambió sus vidas, aunque no lo supieran. Evangelio se ha pasado una década dirigiendo películas cortas enmarcadas en el género de ciencia-ficción y terror, dos elementos que están muy presentes en su primera película. La cuestión es bien sencilla, Marga, en plena separación de su marido, el enigmático Daniel, médico que trata a su padre enfermo, deja la ciudad y se instala en la casa familiar apartada. Allí, se enamorará de Carlos, un antiguo compañero de universidad, y descubrirá sucesos muy extraños en la casa, y demasiados misterios sin resolver.
El director valenciano nos sitúa en un único espacio, esa casa que oculta muchos secretos, y maneja con soltura y detalle todos los elementos para conseguir una atmósfera cotidiana y tremendamente inquietante, con pocos ingredientes, basándose en la interpretación de sus actores y actrices, y una muy estudiada y verosímil técnica, con un equipo cómplice que le ha acompañado en varios de sus trabajos, como la música de Carlos M. Jara y Guiller Oliver en la cinematografía, que conocíamos por películas como El lodo y Asamblea. En Visitante realiza un trabajo excepcional, consiguiendo esa luz atrayente y cercana, que explica mucho y acoge a unos personajes muy complejos y oscuros, que guardan muchas cosas para sí mismos, y el estupendo trabajo de Luis de la Madrid en la edición, que firma junto al propio director, todo un especialista en la materia ya que tiene en su filmografía ya que tiene nombres como los de Balagueró, Guillermo del Toro y Paco Plaza, entre otros.
La trama arranca de forma muy convencional, con una película de intruso, es decir, donde una mujer se siente amenazada por alguien que ronda la mencionada casa. Aunque, la cosa no queda ahí, y la acción empieza a penetrar más en el fondo de la cuestión, dejando el exterior en segundo plano y centrándose en esos espacios de la casa que guardan demasiadas cosas del pasado, en una historia que en un primer tiempo siguen una línea gradual, para en la segunda mitad, desestructurar la madeja y haciendo continuos saltos en el tiempo, el espacio y en la otra realidad, con la inteligente incursión del video doméstico que nos traslada al pasado, creando ese rompecabezas en el que la protagonista irá conociendo todos los detalles del embrollo, y sabiendo las armas con las que cuenta en lo que está aconteciendo, y sobre todo, todo lo que le está ocurriendo en su interior. Un gran plantel que ayuda a hacer creíble todo lo que va sucediendo, encabezada por una fantástica Iria del Río en el rol de la perdida Marga, dando vida a una mujer muy perdida que encontrará algo que la llevará a lo más profundo de su alma y la enfrentará a sus miedos más invisibles. Una actriz que ya nos deslumbró en El increíble finde menguante (2019), de Jon Mikel Caballero, una película en la que Visitante se miraría en el espejo.
Del Río está muy bien acompañada por el siempre brillante Miquel Fernández como Daniel, un tipo con varias caras o no, que resultará muy sorprendente, Jan Cornet, que sigue pegado al thriller después de las interesantes Rocambola y El desentierro, esta última también ambientada en la costa levantina, y Sandra Cervera, conocida de la serie Diumenge Paella, en la que coincidió con Evangelio, en el papel de Diana, una mujer que vive en el otro lado. Teniendo en cuenta de que Visitante es un debut, la película resulta interesante, muy inquietante y despacha sus cien minutos de forma loable y sin grandes efectismos, confiando en la historia que cuenta, en la casa como espacio de terror y llenos de misterios y un buen cuarteto de protagonistas, bien secundados por tres intérpretes valencianos con experiencia como Pep Ricart, Inma Sancho y Carles Sanjaume, curtidos en muchas series y películas. Una película con ese aroma de la mítica serie de La dimensión desconocida, y las películas de Corman, donde la cotidianidad y lo más doméstico, siempre eran objeto de cosas y objetos misteriosos que irrumpían en la vida anodina de sus personajes, convirtiéndolos en otra cosa, y siendo hipnotizados por otros lados y otros universos, que están entre nosotros y no los vemos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“La derrota tiene una dignidad que la victoria no conoce”
Jorge Luis Borges
En Los tomates escuchan a Wagner (2019), de Marianna Economou, unos primos griegos y la ayuda de unas abuelas reciclaban su cultivo de tomates en conservas orgánicas que vendían al extranjero. Algo parecido le sucede a Mikos, un sastre a la antigua usanza que ha heredado el negocio de su padre. Los cambios en la moda masculina, unos clientes envejecidos o fallecidos, y la crisis arrasadora del país, obligan a Nikos a mirar hacia el futuro de forma diferente y dejar su trabajo como sastre y mirar a las mujeres y a los vestidos de novia. La directora Sonia Liza Kenterman (Atenas, Grecia, 1982), de madre griega y padre alemán, que ya había dirigido un par de películas cortas como Nicoleta (2013), y White Sheet (2015), con gran aceptación internacional, vuelve a colaborar en el guion con Tracy Sunderland, con la que ya coescribió Nicoleta, y continúa en el mundo de los marginados y perdedores, y aquellos que han sufrido alguna pérdida en el entorno familiar. Individuos como Nikos, que no se resigna al inminente embargo de su tienda por falta de pagos, y sobre todo, de clientes.
La trama arranca con el padre de Nikos en hospital, y con la soga al cuello, se las ingeniará para sacar a flote su negocio, con la inestimable ayuda de su ingenio y de su vecina Olga, y su pequeña y espabiladísima hija Victoria, formaran un equipo que recorrerá las calles con un especie de remolque tirado por una moto en busca de clientas, imposible no acordarse del motocarro de Plácido y sus penurias para afrontar la primera letra del citado vehículo. Tailor tiene ese tono de fábula mágica, con el aroma del cine mudo de Chaplin o Keaton, con un tipo muy curioso, de hablar poco, mirar mucho y de vida tranquila y anodina, solo de su trabajo. Tiene también mucho del cine de Tati, y su inolvidable Monsieur Hulot, el tipo hecho a la antigua que choca con tanto aparato moderno, y sin olvidarnos del toque de cuento, con tonos melancólicos y tragicómicos que deambulan por el imaginario de Menzel, Iosseliani, Kusturica, entre otros, y películas como Delicatessen, donde la comedia y el tono de fábula ayuda a mirar la realidad de formas y texturas diferentes.
Kenterman confía plenamente en su plantel de intérpretes para dar vida a unos personajes que hablan lo justo, y miran mucho, eso sí, y como miran, diciéndolo todo, expresando todo lo que tienen en su interior. Dimitris Imellos da vida a Nikos, el callado y rutinario Nikos, un tipo que ya no seduce con el maravilloso arranque de la película, cuando lo vemos en plena faena, con sus telas, sus patrones, sus hilos y alfileres y agujas y demás herramientas de su sastrería, con ese olor a naftalina y a inamovible. La actriz rusa Tamila Kouieva es Olga, una vecina que le ayudará con los vestidos de novia, y quizás a algo más, la niña Dafni Michopoulou es Victoria, hija de Olga, con la que mantiene una peculiar correspondencia, y en el otro lado, están Thanasis, el padre de Nikos, que interpreta el veterano Thanasis Papageorgiou, un hombre de antes, que ve a su hijo como un ser inferior, alguien a quien dirigir, un pobre tipo que ha aprendido el oficio y no es nada sin él, y finalmente, Kostas, el marido de Olga, que compone el actor Stathis Stamoulakatos, un tipo rudo, corriente, y todo lo contrario a Nikos.
Sonia Liza Keterman ha dado con el tono y la forma de su opera prima, una película que no solo habla de la crisis económica desde otra posición, no de aquella triste y crudísima, sino desde un espacio donde se habla de valores que en la sociedad actual parecen olvidados, como la dignidad, la amistad, la fraternidad y la cooperativa, ayudarse unos a otros, mirar al otro, y sobre todo, empatizar. Y todos esos valores humanos nos lo cuenta en el marco de una hermosísima y sensible fábula con el aroma de los cuentos de toda la vida, con la cotidianidad e intimidad que vivimos diariamente. Una película que no debería pasar desapercibida entre la maraña de estrenos semanales, porque el espectador no solo va encontrar un relato bien contado y unos intérpretes que destilan bondad, trabajo y dignidad, valores que en este mundo se hacen cada vez más necesarios y valientes, sino que también van a encontrar humanismo, esa palabra que muchos no solo desconocen, sino que sus actos les llevan a todo lo contrario, porque en casos de dolor y tristeza, como el caso de Nikos y su sastrería, es cuando más necesitamos al otro, que nos mire, que nos entienda y sobre todo, que nos coja de la mano y nos acompañe, porque no somos un número de cuenta corriente ni los bienes materiales que lleven nuestro nombre, eso no es ser, es solo tener. Ser es otra cosa, ser es como somos y nos relacionamos con los demás cuando estamos tristes y jodidos, eso es lo que nos hace personas de verdad, y sobre todo, humanos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Marc Sempere-Moya, codirector de la película «Canto cósmico. Niño de Elche», en el marco de L’Alternativa. Festival de Cinema Independent de Barcelona, en el Parc de la Ciutadella en Barcelona, el viernes 26 de noviembre de 2021.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Marc Sempere-Moya, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a Eva Calleja de Prismaideas y al equipo de prensa de L’Alternativa, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño.
“Cuando se carece de verdadera vida, se vive de espejismos…”
De la obra “Tío Vania”, de Anton Chéjov
Apenas tres meses del estreno de La ruleta de la fortuna y la fantasía, volvemos a cruzarnos con otra película de Ryûsuke Hamaguchi (Kanagawa, Japón, 1978), y como no podía ser de otra manera, volvemos a reencontrarnos con sus personajes de existencias cotidianas, de instantes fugaces, de sentimientos vulnerables, con sus conflictos existenciales, sus continuas derivas emocionales, y sobre todo, volvemos a mirar de frente aquellos problemas invisibles, aquellos que ocultamos a los demás, y también, y sobre todo, a nosotros mismos. El cineasta nipón nos habla sobre la vida, o mejor dicho, sobre aquello que creemos que es vivir, sobre todo aquello que nos ocurre, sobre todas esas heridas y el dolor que nos producen las situaciones vitales, y sobre como gestionamos ese dolor, la forma en que nos relacionamos con él, y como lo usamos o no frente a los demás. Sus relatos se van sucediendo frente a nosotros como ocurría en las obras de Ozu, casi sin darnos cuenta, aplastadas por la cotidianidad de nuestros quehaceres diarios, unos relatos breves y fugaces que se perdían casi sin llamar la atención, pero que continuaban viviendo en nuestro interior. Esos pequeños conflictos a los que apenas damos importancia, pero acaban dirigiendo nuestras vidas, porque están ahí, quietos, sin revolver, viviendo en nosotros, agazapados y esperando su oportunidad, donde serán expuestos y enfrentados y quizás, resueltos o no.
En esta ocasión, la mirada de Hamaguchi toma prestado un cuento homónimo de Haruki Murakami (de título extraído de una canción de The Beatles), que apareció en el libro “Hombres sin mujeres”, y escribe junto a Takamasa Oe un guion que nos sitúa frente a una pareja dedicada a contar historias. Él, Yusuke Kafuku, actor y director teatral, y ella, Oto, guionista de televisión. Una pareja que se quieren, y poseen una peculiar forma de contarse las diferentes historias que van inventándose. El automóvil de él, un Saab 900 Turbo, un vehículo de más de diez años de vida, es el encargado de acoger esas historias y funciona como espacio donde los personajes se abren mucho más y exponen más sus emociones y por ende, descubrimos lo que son en realidad. Estamos ante una película donde la interpretación y la fabulación son usadas como máscaras, como escaparates ficticios para ocultar los verdaderos sentimientos en forma de heridas. No obstante, veremos dos obras de teatro representadas. La primera, Esperando a Godot, de Beckett, la obra que más ha buceado por el hastío y el vacío vital, que explica con detalles todo lo que le sucede al personaje masculino, y luego, en las dos terceras partes siguientes, asistiremos a los ensayos de Tío Vania, de Chéjov, una de las obras que mejor ha descrito la desesperación y el vacío de la vida, en la que cada uno de los personajes arrastra sus heridas y su desconsuelo vital.
El automóvil actúa como acicate ante tanto dolor no compartido, la parsimonia de la circulación y la paz que le produce al protagonista es usado como bálsamo de paz, porque mientras conduce va escuchando la obra recitada por su mujer Oto. No es casualidad que la acción suceda en Hiroshima, la ciudad junto a Nagasaki, arrasadas por las bombas atómicas. Una ciudad de dolor, sobre el dolor, en la que todavía se perciben las secuelas de la tragedia y el inmenso dolor que produjo. En ese espacio, en sus calles, va a parar Yusuke, arrastrandon su dolor, y mientras trabaja en el montaje de “Tío Vania”, recorrerá sus calles y diferentes espacios con un chófer que le pone el festival de teatro, la elegida que conducirá su coche es Misaki, una joven de veinte años, que será su compañera, confidente y escuchadora durante esos dos meses en Hiroshima. Otro personaje clave en la película es Koshi Takatsuki, un actor que volverá a la vida de Yusuke, que pertenece a su pasado, a ese pasado que compartió con Oto.
Los aspectos técnicos del cine de Hamaguchi son extraordinarios y sumamente elegantes y llenos de matices. Desde todo el anacronismo existente en la película, con ese automóvil en la cabeza, un modelo del pasado, con sus cintas de casete donde vamos escuchando las obras, o ese tocadiscos, con sus discos de vinilo que escucha la pareja. La excelente banda sonora que escuchamos firmada por Eiko Ishibashi, donde se van detallando con suma delicadeza todos los sentimientos de los personajes que van aflorando tímidamente. El ágil, exquisito y rítmico trabajo de edición de Azusa Yamazaki, como si se tratase de una partitura musical, para aligerar sus ciento setenta y nueve minutos de metraje, que se nos pasan casi sin darnos cuenta, completamente ensimismados por sus imágenes, sus palabras y sus emociones. La cinematografía de Hidetoshi Shimoniya ayuda a armonizar toda esa gama de sentimientos complejos que arrastran los dos personajes principales, donde la ligereza y suavidad de sus imágenes, confronta con todo ese espacio interior, donde todo es complejidad, oscuridad y dolor.
La mirada de Hamaguchi no está muy lejos del cine de Rohmer y Hong Sang-soo, otros dos autores-cronistas sobre las dificultades emocionales ante la vida y sus catástrofes, con sus personajes sin tiempo, que hablan y discuten, y miran y se mueven intentando ser, que nos es poco. Hamaguchi es otro creador maravilloso de personajes, porque es a través de ellos que se cuentan los diferentes conflictos, a través de sus hermosos y transparentes diálogos, y sus importantísimos silencios, quizás más elocuentes y auténticos, con ese revelador detalle del personaje que no habla y solo se comunica con el lenguaje de signos. Sus criaturas son individuos como nosotros, cercanísimos en sus problemas emocionales, en el que cada uno de ellos actúa como reflejo del otro, como espejo deformador de sus propias existencias, donde las diferentes composiciones, en los que abundan los personajes femeninos fuertes y sensibles, como sucede en Drive My Car, con esa Oto y Misaki, quizás dos mujeres muy diferentes o no, que conducirán, y nunca mejor dicho, la existencia y el trabajo de Yusuke. Un grupo de grandes intérpretes como los Hidetoshi Nisgijima, al que vimos recientemente en El teléfono del viento, de Nobuhiro Suwa, da vida a Yusuke, el tipo que encontrará en la actuación la terapia para acompañar y vivir su dolor, aunque quizás la amargura de Vania esté demasiado cerca para poder interpretarlo.
Y los de reparto, igual de importantes que los principales, por la huella y la presencia-ausencia que dejan en estos, como Tôko Miura es Misaki, la joven que también arrastra su herida, y se convertirá no solo en la eficiente chófer de Yusuke, sino en su confidente, y su hermana de dolor, y los dos compartirán mucho más que la mera relación profesional. Reika Kinishima es Oto, una mujer compleja, enamoradísima y una herida difícil de llevar, y finalmente, Masaki Okada es Koshi, el joven actor que aparecerá en las vidas de la pareja de forma inesperada e intensa. Hamaguchi ha vuelto a construir una grandiosa película, como son las grandes películas, de armazón ligero, suave como una brisa frente al mar, y denso y complejo en su interior, con unos personajes cercanos e íntimos, pero convertidos en una especie de islas emocionales, llenos de heridas, llenos de dolor, que les iremos conociendo y sintiendo en su proceso de acompañar el dolor, de mirarlo de frente, de no huir de él, de vivir con ello, porque la vida a pesar de su tristeza y su sin sentido, siempre está ahí para regalarnos una conversación con alguien, una mirada cómplice o simplemente, compartir unas miradas y un silencio que lo dicen todo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Intentar entender al otro significa destruir los clichés que lo rodean, sin negar ni borrar su alteridad”
Umberto Eco
La opera prima de la directora brasileña Coraci Ruiz, codirigida junto a Julio Matos fue Letters to Angola (2012), en la que nos hablaba de personas nacidas en Angola y su migración y exilio en países como Portugal y Brasil, en la que también se abordaba el encuentro con el otro. Bajo esa premisa, la cineasta nacida en Sâo Paulo, se enfrenta a otro reto mayúsculo, esta vez centrándose en la intimidad de su familia, porque ha comenzado a filmar el proceso de su hija que siente la necesidad de ser otra persona. La película está construida desde múltiples ángulos y texturas, desde el material de archivo, con esas imágenes domésticas donde vemos la infancia de su hijo, la juventud de la madre, y la propia de la directora. Hay una parte importante que la película se apoya en el diálogo íntimo y transparente, entre la madre de la directora y ella misma, donde conocemos su activismo político en aquel Brasil de principios de los setenta con la dictadura derrocada y una sociedad nueva llena de cambios y sobre todo, de libertad. Y ese otro diálogo, entre madre e hijo, donde nos adentramos en las reflexiones, dudas y preocupaciones tanto de madre como de hijo, a través de una conversación tranquila, profunda y abierta.
Las imágenes de Ruiz traspasan el documento para profundizar en la vida, y en el otro, en todas las ideas, prejuicios y combates internos que tenemos ante los conflictos emocionales que se nos van presentando en nuestra existencia. La película tiene una vitalidad extraordinaria, porque maneja con soltura los citados momentos íntimos, con otros como las manifestaciones feministas y LGTBI, en el Brasil que abarca tres años de rodaje de la película, el que va de 2016 con el fin de la progresista Dilma Rousseff y la llegada del ultraderechista Jair Bolsonaro en el 2019. Acontecimientos que impregnan la película y la hacen muchísimo más reivindicativa y humana, porque estamos ante una película que abraza la diferencia, la diversidad, y sobre todo, nos plantea todo aquello que pensamos sobre cuestiones diferentes a nosotros, colocándonos en una situación en la que debemos mirar, escuchar y entender al otro, liberándonos de todo aquello que se ha ido cociendo en nuestro interior, siendo valientes para observar y ver que hay dentro de esas personas que sienten diferente a nosotros, y mucho más cuando se trata de tu propio hijo.
La directora brasileña trata con suma delicadeza y sensibilidad todo aquello que filma, el archivo que edita, y las personas que filma y cómo las filma, de frente, nunca sin condescendencia ni sentimentalismo, sino de forma auténtica, de verdad, sin acompañamientos ni efectos estilísticos, de forma natural, con esos encuadres cerrados y llenos de humanidad, acercándose con tacto y ternura a sus compañeros de viaje como su madre y su hijo. La película empieza hablándonos de un conflicto íntimo e interno, para crecer enormemente y construir todo un viaje personal, político, social y económico sobre querer ser otro, y cómo esa sociedad que cada vez se vuelve más intransigente y conservadora, responde ante esos cambios que nos hablan de una nueva generación de personas, como aquella otra de los setenta, la de los abuelos, que quiere y necesita vivir sin miedo, aceptando a los demás y sobre todo, aceptándose a sí mismos, construyendo y luchando por una sociedad más justa, con más liberta, y llena de vida, de amor, y de personas que son respetadas y aceptadas por los demás independientemente de su identidad y su género.
Aplaudimos y celebramos la valentía y la sinceridad de una película que habla del individuo para hablarnos de lo colectivo, de una película que se formula a través de lo que filma y como lo hace. Un gran alegría por el coraje de Coraci Ruiz, su coguionista Luiza Fagá, su productor Julio Matos, y de todo su equipo, para levantar una película bellísima, tanto por su contenido como por su forma, por poner sobre la mesa tantos temas de aquí y ahora que entroncan con el pasado, en un tiempo de lucha, reivindicación y manifestaciones, alzándose contra el poder, contra los muros y barreras que continuamente ponen a la libertad de uno mismo. En el umbral habla en realidad de todos nosotros, de todos aquellos que alguna vez en la vida nos hemos sentido diferentes y hemos querido vivir de otra manera, más acorde a lo que sentíamos, aunque para ello tuviéramos que ser objeto de críticas y demás. Todos somos Noah, y también, Coraci, y la abuela. Porque todos vamos en el mismo barco, porque todos queremos una vida tranquila y sobre todo, una vida de verdad, aunque para ello tengamos que enfrentarnos a tantos cavernarios. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA