Licorice Pizza, de Paul Thomas Anderson

ÉRASE UNA VEZ… EL AMOR.

“Yo nunca te voy a olvidar. Igual que tú nunca me olvidarás”

Alguna vez hemos sentido algo muy bonito por alguien mucho más mayor que nosotros. Si enamorarse es algo muy difícil, hacerlo de alguien fuera de nuestro entorno y alcance resulta una tarea casi imposible. Gary Valentine tiene 15 años y todavía anda en el instituto, y el día de los retratos para el almanaque del colegio, conoce a Alana Kane, con la que conecta de inmediato y comenzará a gustarle mucho. Pero, Alana tiene 25 años y se mueve, piensa y siente de forma muy diferente a Gary. Gary no se dará por vencido, y quizás, el tiempo dirá que ocurre entre ellos. Nos encontramos en el año 1973, en el Valle de San Fernando, uno de esos barrios periféricos del norte de Los Ángeles, donde el director Paul Thomas Anderson (Studio City, California, 1970), creció y ha ambientado tres de sus películas, como Boogie Nights (1997), Magnolia (1999), y Punch-Drunk Love (2002). Basándose en los recuerdos de Gary Goetzman, ex niño actor y ahora afamado productor de televisión, le sirvió para construir el personaje de Gary, un chaval al que veremos de aquí y para allá, con su colla de amigos, y sobre todo, Alana que, sin quererlo o sí, andará detrás de todas las actividades económicas que emprenda el avispado chaval, desde las camas de agua a las máquinas de pinball.

El director estadounidense ha virado hacia otro rumbo en su noveno trabajo, y ha dejado a los Daniel Plainview de Pozos de ambición (2007), Freddie Quell de The Master (2012), Doc Sportello de Puro vicio (2012), y al Reynolds Woodcook de El hilo invisible (2017),  tipos complejos, obsesionados con su trabajo y sus vidas, alejados de la realidad, y traumatizados por un pasado tortuoso, y con amores oscuros, que más que placer dan dolor. Porque Licorice Pizza, hago un alto en el camino para aclarar el tema del título (traducido como “pizza de regaliz”, recoge el nombre de una famosa cadena de tiendas de discos), seguimos con la película. Un cambio de sentido total en su forma de mirar aquellos años setenta, los de su infancia, construyendo una hermosísima película vitalista, que atrapa un estado de ánimo, donde el amor o no de Gary y Alana, acaba siendo una maravillosa excusa para retratar un tiempo donde todavía la utopía de libertad y cambio parecía posible. Recorremos sus calles, tiendas y casas de forma vertiginosa llevados por el viento con temas del momento, como ”Life on Mars”, el extraordinario tema de Bowie, mientras vemos a Gary sorteando transeúntes y automóviles movido por esas ansias de vivir, de probarlo todo, y de querer ser mayor cuanto antes mejor, porque mañana ya será tarde.

La mirada hacia el pasado de Anderson no está muy lejos de las que nos ha brindado Linklater, y otros relatos-retratos como los inolvidables Verano del 42 (1971), de Robert Mulligan, que también retrataba una relación entre un teenager y una joven, y en Mas petites amoureuses (1974), de Jean Eustache, que el primer amor despedía la niñez. El formato panorámico y de 70 mm, con una grandísima cinematografía que firma Michael Bauman junto al director, ayuda a que la película tenga esa textura tan de la época, y esos maravillosos planos secuencia como el que abre la película, que se convertirán en el arranque de los diferentes episodios de la trama, donde el movimiento de los intérpretes nos seduce de tal forma que creemos que nos rodean, y los característicos primerísimos primeros planos que jalonan todo el relato. La película se abre camino entre las aventuras y desventuras de Gary con Alana, con un estupendo trabajo de edición de Andy Jurgensen, que van tropezándose con personajes reales, a cual más variopinto, una interesantísima fusión que la película hace con una naturalidad sorprendente.

Nos cruzamos con tipos de toda clase y calaña como Jack Holden, que hace Sean Penn, un trasunto de William Holden, en una secuencia hilarante donde cine y vida se dan la mano o te la rompen, en la que participa un desatado Tom Waits en la piel de Rex Blau, la cazatalentos Mary Grady, interpretada por Harriet Sansom Harris, y la no menos famosa Lucie Ball, de la que coincide también la película Being the Ricardos, aquí convertida en Lucille Dolittle, que hace con gracia y mala leche Christine Ebersole, toda una fiera del mundo catódico con show propio, el candidato a la alcaldía Joel Wachs que interpreta Benny Safdie, y uno de esos cameos imposibles de detectar porque el actor John C. Reilly hace una aparición como Herman Monster en el rarísimo festival adolescente de buscarse la vida, y quizás el personaje más hilarante y alocado que no es otro que Jon Peters, en la piel de una excelente Bradley Cooper, el famoso peluquero y luego, convertido en productor de éxito, con tres momentazos difíciles de olvidar.

Una película que sigue el amor o no de Gary y Alana, con sus continuas idas y venidas, que si ahora sí, que ahora no, que quizás más tarde o la semana que viene, o qué sé yo, conducidos por ese ritmo veloz que tienen los años de la juventud, visitando locales de moda entonces como el mítico restaurante fino “Tail O’The Clock”, que estuvo abierto casi medio siglo, frecuentado por estrellas de Hollywood, el Cine Portal, mítica sala de la zona, esas casas de clase media como el hogar de los Kane, toda una familia judía conservadora tan característica, o la madre de Gary, toda una mujer de su tiempo, moderna y madraza, que lleva la carrera y los negocios de su hijo. La película es una conjunto de pequeñas historias y realidades setenteras, donde nos toparemos con un Nixon a un año de su histórico dimisión, aquellos programas televisivos que agolpaban a toda la familia frente al televisor, y la crisis del petróleo que dejó sin gasofa a todos los vehículos de buena parte del mundo consumista, incluido los del Valle de San Fernando, con esa inolvidable secuencia del camión cuesta bajo conducido por una intrépida Alana. Pasamos del ambiente juvenil al adulto sin darnos cuenta, en una especie de itinerario parecido al que hacía el mencionado Dos Sportello, metiéndose en líos bastante oscuros e inquietantes como los de Holden o Peters.

Los setenta y el mundo de las películas ya habían sido revisitados por Anderson en Boggie Nights y la mencionada Puro vicio, en un contexto diferente. Ahora vuelve a aquel universo, pero desde la adolescencia y la juventud, donde Gary y Alana podrían ser unos jóvenes Rick Dalton y Cliff Booth, los personajes principales de Erase una vez en… Hollywood (2019), de Tarantino, ambientada en el 69, porque tanto la película de Anderson como la del cineasta de Tennessee, miran el pasado acordándose de las personas corrientes y anónimas, porque detrás de cada éxito siempre hay muchísimos fracasos, con brillo y oscuridad, recordando aquellas calles, aquellos locales desparecidos, y aquella atmósfera de libertad, de vida y de amor, con la formidable música de Jonny Greengood, guitarrista de Radiohead reciclado en excelente compositor de bandas sonoras, que con Licorice Pizza, firma el cuarto trabajo para Anderson, y al igual que la película de Tarantino, una selección de grandes temas como los de Nina Simone, Bing Crosby, Sonny & Cher, Chuck Berry, The Doors, Paul McCartney, entre otros.

La fabulosa pareja protagonista y debutante que nos encanta desde su maravillosa apertura, con ese no coqueteo, con ese no amor, con una buscavidas que encuentra a otro, igual de buscavidas que ella, y ese diálogo que los atrae y repele a la vez, con esas miradas del quiero y no quiero, con ese juego que seguirán en toda la película, el juego del amor que los tiene ahora sí, ahora no, ahora quizás. Una grandísimo acierto del director con una pareja que son la película, o lo que es lo mismo, sin ellos no hay película. Una no pareja formada por la forman Alana Haim, componente de la banda de indie rock – a los que Anderson ya había dirigido alguno de sus videoclips – en la piel de una poderosísima Alana Kane, la mujer de armas tomar, con esa familia castradora y esas hermanas estúpidas (sus hermanas en la vida real), y ese momento político, que tanto recuerda al de Cybill Shepherd en Taxi Driver (1976), de Scorsese, que Gary y los suyos ayudan como cineastas con su 16mm, o ese otro tronchante con el novio en su casa, o ese otro con el Holden. Frente a ella, Cooper Hoffman, hijo del desaparecido actor Philipp Seymour Hoffmann, actor que trabajó en cuatro films de Anderson, es el intrépido y enamorado Gary Valentine, todo un buscavidas, todo un tipo emprendedor, un tipo sin miedo, y sobre todo, un tipo que quiere, desea y ama a Alana, y a veces se empeña en todo lo contrario o al menos eso parece.

La jugada diferente e inusual de Anderson dentro de su filmografía no le ha salido nada mal al director californiano, porque sus ciento treinta y nueve minutos nos acaban sabiendo a muy poco, porque ya estamos dentro de su valle, de su rollo setentero y queremos tirarnos en sus camas de agua, maravillosa la secuencia de la tienda, con ese vendedor bigotudo y esa chica negra blaxploitation, jugar hasta que se nos rompan los dedos en las máquinas pinball, comer con Alana y Gary, jugar al amor con ellos, enamorarnos, o al menos, creer que lo hacemos, como hacen ellos, en esa aventura de vivir, de jugar, de correr, de sentir, y del amor, ese sentimiento maravilloso del que todos hablan pero tan pocos lo conocen, de enamorarnos o de volver a enamorarnos ya sea de una chica mayor que nosotros, que no está a nuestro alcance, o quizás sí, o quizás tan vez, porque la vida es eso, vivir y confiar en el destino, en ese mismo destino que nos cruzó, y quizás nos vuelva a cruzar, porque nunca se sabe, y no podemos controlar nada de lo que sucede, las cosas suceden y nos pilla por ahí en medio, y no perdernos en nuestras cosas y en las de los demás, y dejarnos llevar por lo que sentimos de verdad, porque eso, quizás, no volvamos a sentirlo con nadie más. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Mula, de Clint Eastwood

UN TIPO DURO Y SOLITARIO.

En 1992, Clint Eastwood (San Francisco, EE.UU., 1930) interpretó y dirigió Sin Perdón, un western sombrío y crepuscular sobre la venganza y la dignidad de los perdedores, homenajeando al género que encumbró su carrera como actor, un género casi en extinción, además, el Sr. Eastwood dedicaba la película a dos de sus mentores cinematográficos: a Sergio Leone, que lo sacó del anonimato con la famosa trilogía del dólar, Por un puñado de dólares, La muerte tenía un precio y El bueno, el feo y el malo, y a Don Siegel, que lo devolvió a Hollywood en los años 60 con La jungla humana, Dos mulas y una mujer, Harry el sucio o Fuga de Alcatraz, títulos que lo convirtieron en un actor de renombre capacitado para interpretar a tipos duros, solitarios y con ideas sobre la justicia y la violencia muy peculiares que chocaban con las formas legales. Fueron Leone y Siegel que empujaron a Eastwood a colocarse tras las cámaras allá por 1971 en Escalofrío en la noche, una aventura en la que el director californiano ha construido una carrera sólida y magnífica que abarca los casi 40 títulos, tan importante como su carrera de actor, tareas que ha compaginado con astucia y energía, interpretando a tipos muy solitarios, tipos inadaptados, tipos con sus propias reglas y moral, quizás demasiado austeros y alejados de todos y todo, eso sí, pero nunca exentos de empatía y generosidad frente a los más débiles.

El cineasta estadounidense encontró en el western crepuscular, ese que hizo tan grande gente como Peckinpah, Hellman o Ford, en sus películas con John Wayne en Centauros del desierto, el hombre que mató a Liberty Balance o La legión invencible, o el Gregroy Peck de Yo vigilo el camino, un personaje que se asemeja al que ha construido Eastwood tantos años en tantas películas, como en sus westerns de Infierno de cobardes, El fuera de la ley, El jinete pálido o la citada Sin Perdón, donde encarnaba a tipos, algunos sin nombre, sin vida, cansados de todos y de todo, y con sed de venganza, justicieros contra la maldad, la injustica y la insolidaridad, que llegaban a un lugar ajeno, hacían su trabajo y marchaban como si se tratara de un fantasma. Incluso en sus dramas más íntimos y urbanos, el western ha seguido siguiendo el marco espiritual o emocional de sus personajes, tipos retirados del mundanal ruido, con sus pequeñas existencias que se ven alborotadas por el enemigo o la injusticia externa imposibles de tolerar para la buena convivencia.

El William Munny de Sin Perdón sentó unas bases formales y argumentales que ha seguido manteniendo el cine de Eastwood, al que todos esos polis retirados, periodistas cansados, cantantes de country venidos a menos, o empleados en las acaballas luchaban sin cesar en su idea más justa y diferente a la del resto, no sin meterse en más de un lío por su obstinación y carácter, enfrentado a todos, todo, incluso a él mismo. Un sosías del tal Munny, podría ser Walt Kowalski el veterano de la Guerra de Corea que interpreta en Gran Torino (2008) enviudado y con vida alejada de su familia y peleado con todos, interviene en la injusticia de aquellos que atentan contra una inmigración asiática en esa América odiosa con lo diferente que marcó Busch bajo su mandato. Earl Stone el protagonista de Mula, la vuelta a la interpretación de Eastwood desde Gran Torino, no estaría muy lejos de la senda de Munny y Kowalski, aunque este octogenario y dedicado al negocio de la floricultura, se muestra más rancio, árido y solitario, alguien que ha antepuesto su trabajo y el reconocimiento al de su familia, que ahora lo rechaza y lo aparta.

El guión de Nick Schenk, el mismo autor que Gran Torino, está inspirado en un artículo del New York Times Magazine titulado Una mula de la droga de 90 años en los cárteles de Sinaloa escrito por Sam Dolnick. Un relato que nos habla de Stone, un octogenario que su negocio de flores venido a menos por la competencia online, está amenazado de desahucio, con ese panorama y en la ruina, encuentra por casualidad un trabajo que consiste en llevar paquetes de un lugar a otro con su vieja camioneta, así, sin más, los portes irán aumentando, los paquetes cada vez serán más grandes, y podrá salvar su negocio, acercarse a su familia vía nieta, y ayudar a sus amigos y conocidos, convertido algo así como un “Robin Hood”. Aunque todo se enturbiará cuando descubre que esos paquetes son cocaína y se ha convertido en una “mula” de uno de los cárteles más importantes de México. A través de un montaje (obra de Joel Cox, con el que Eastwood lleva casi 40 años trabajando) con la música de Arturo Sandoval, protegido del gran Dizzy Gillespie, con esa música de jazz, country y demás baladas que acompañan con amor esta road movie.

Una planificación que recuerda a los grandes westerns que tanto ha amado Eastwood, ahora ha cambiado los caballos por las rancheras, pero siguen habiendo tipos duros, difíciles, mal encarados, ambientes depresivos, solitarios y de pocos amigos, y situaciones donde más de un destino se cruzan, tanto dentro como fuera de la ley. Por un lado, tenemos la peripecia de Stone, con sus más y sus menos, sus complicados relaciones con su familia, la enfermedad de su mujer incluida, y el acercamiento a través de la nieta, y esos “regalos” de los que todos desconocen la procedencia del dinero, el ambiente del cártel, que Stone conocerá y lo harán sentir uno más de todo el tinglado montado, y finalmente, la ley, los agentes de la DEA, que andan ojo avizor para capturar a los narcos del cártel, incluido Stone, al que todos desconocen su identidad y su “trabajo”.

Eastwood sabe construir clásicos al instante, dotar a sus narraciones de una fuerza extraordinaria, construir dramas fuertes y valientes, con la certeza que no dejarán indiferentes, donde dispara a todo lo que se mueve, como esas secuencias que crítica la idea de Trump contra el extranjero, sabiendo sacar humor y sinceridad en lo que toca, o el narrador clásico a la hora de cruzar todas las tramas de la película, que no son pocas, convertido en un maestro del ritmo y el drama in crescendo, rodeado de un equipo de producción que lo lleva acompañando hace décadas, y un reparto ajustado, sincero y lleno de naturalidad, empezando por él mismo, en que esas miradas que son marca de la casa, y esos movimientos del que sabe transitar por ambientes hostiles y difíciles, bien acompañado, como suele ser habitual, por interpretes de la talla de Bradley Cooper (con el que ya había trabajado en El francotirador) Laurence Fishburne (otro que repite después de Mystic River) como también Michael Peña (que ya estuvo en Million Dollar Baby) que interpretan a los agentes de la DEA, o los nuevos fichajes de Dianne Wiest, como la ex mujer, que lo adora y lo odia a la vez, Alison Eastwood como la hija que no lo puede ni ver, y la eficacia de un Andy García como Laton, jefe del cártel, extraordinario con esa voz rota que podría salir de alguna de gánsteres de Scorsese.

Una película magnífica y sobria, un drama íntimo, sobrio e intenso, sin estridencias ni sentimentalismos, lleno de garra y fuerza, una película que nos arranca lo mejor y lo peor de la humanidad, dirigida por uno de los grandes del cine y también, de la vida, donde nos habla de forma pausada y susurrándonos, sobre los avatares de la vida, las segundas oportunidades, sobre aquello que somos y lo que no, lo que amamos y lo que renunciamos, sobre tipos “loosers”, perdedores de la vida y de los sueños malgastados, que tanto les gustaban a cineastas como Fuller o Ray, enfrascados en existencias duras y solitarias, dentro de esa América blanca e insolidaria, que trata a los diferentes, a los raros y a los que no siguen el camino trazado como mala bestias, peor que ganado, aunque ellos, cabezones y fuertes, siguen dando caña, pese a quién pese y pase lo que pase, porque tenemos una vida para bien y para mal, y hay que vivirla según nuestra conciencia, guste o no al resto.