Un pequeño plan… como salvar el mundo, de Louis Garrel

TRANSFORMAR EN UN MAR EL DESIERTO DEL SÁHARA

“Aprendí que nunca somos demasiado pequeños para hacer la diferencia”.

Greta Thunberg

Viendo la extraordinaria y sorprendente secuencia que abre la película Un pequeño plan… como salvar el planeta, de Louis Garrel (París, Francia, 1983), no podemos imaginarnos los derroteros por los que transitará el tercer largometraje del director francés. Vemos a unos padres que no caben en si a medida que su hijo Joseph, de trece años, les va revelando que ha estado vendiendo objetos superfluos que ellos apreciaban mucho. Después de unos instantes de tensión y mucho nerviosismo, el chaval les comunica a sus progenitores que todo se debe a un plan para transformar en un mar el desierto del Sáhara y un montón de niños de su edad han hecho lo mismo porque el tiempo apremia y el planeta se va a la mierda. La madre entiende de seguida y se sitúa en apoyar la estrategia de su hijo y todos los que le acompañan. El padre, más escéptico, no se lanza la aventura y quiere saber más. A Garrel, le conocíamos su impresionante carrera como actor junto a directores de la talla de Polanski, Bertolucci, Honoré, Ozon, Desplechin y su padre, el gran Philippe Garrel, y sus anteriores trabajos como director, el mediometraje El pequeño sastre (2010), y sus dos largos Les deux amis (2015) y Un hombre fiel (2018), todos ellos en torno a las relaciones sentimentales, sus idas y venidas, de jóvenes en la treintena como el propio director que se reservaba alguno de los roles principales.

Con Un pequeño plan… como salvar el planeta (del original “La croisade”, traducido como La cruzada), vuelve a contar con el legendario guionista Jean-Claude Carrière (1931-2021), como ya hiciese en Un hombre fiel, y la colaboración de la joven treintañera Naïla Guiguet, para construir un relato que alberga dos partes bien diferenciadas. En una, asistimos a la sorpresa y conocimiento de unos padres en la cruzada de su hijo y otros muchísimos de su edad y en sus acciones para salvar el mundo, para convertir un desierto en un gran mar azul. Una parte en que el tono se mueve entre la comedia ligera, donde en algunos momentos estamos en mitad de algo sorprendente y a la vez, tan cercano. Después de la impresionante secuencia de la contaminación de partículas finas, cuando el propio Garrel camina por una calle parisina desierta, que recuerda y de qué manera a lo vivido durante la pandemia del Covid, el tono de la película cambiará y la cosa se volverá más seria y cruda con la toma de conciencia activa por parte de la madre.

La trama no se desvía demasiado del epicentro de las anteriores películas de Garrel, porque vuelve a esa intimidad que tanto le caracteriza, en una película más doméstica si cabe, donde la mayor parte del relato se apoya en la dialéctica, y a una duración corta, en este caso son sesenta y siete minutos de metraje, donde la concisión y el detalle resultan imprescindibles. La película tiene un contexto actual, de aquí y ahora, en el que se filma el instante, como si fuese un reportero en plena agitación callejera, donde el fantástico trabajo del cinematógrafo Julien Poupard, del que vimos otra película de tema igual de actual como Los miserables, de Ladj Ly, y la formidable música de Grégoire Hetzel, habitual del cineasta Arnaud Desplechin, que ya trabajó con Garrel en el mencionado El pequeño sastre. Todo el film busca la intimidad, lo cercano y lo transparente, con pocos personajes, apenas tres como principales: el joven Joseph Engel, que ya estaba en Un hombre fiel, da vida a Joseph, el hijo de la pareja protagonista, convertido en un activista medioambiental a imagen y semejanza de otros tantos por lo ancho del planeta, con Greta Thunberg como cabeza visible y la más popular de entre todos los que existen alrededor del mundo.

Frente al adolescente activista y firme, nos encontramos con sus padres. Un matrimonio acomodado y aparentemente feliz que forman Laetitia Casta, que vuelve a ponerse a las órdenes de Garrel después de la experiencia de Un hombre fiel. Si en aquella era una mujer que dejaba a un joven para irse con otro, y luego, el tiempo le hacía volver con él. Ahora se mete en la piel de una madre más concienciada que su marido, y se lanza sin dudarlo a la empresa de su hijo y los otros, tomando una actividad muy participativa y entregadísima. Frente a ella, el padre, que interpreta el propio Louis Garrel, la otra cara de la moneda, el que no acaba de creerse las intenciones reales de su hijo y los demás, y lo pone en duda, generando un pequeño conflicto en el hogar, sobre todo, con su mujer. Garrel ha cosido una película a fuego lento, con hechuras y conciliadora, que se aleja del discurso panfletario, de la mirada condescendiente, y sobre todo, de ese cine político de buenas intenciones y poco más.

Un pequeño plan… como salvar el planeta no es una película de mensaje, no van por ahí los tiros, sino lo que plantea en una sencilla trama, muy cercana, que podemos tocar, y a la vez, muy profunda, sin sentimentalismos ni nada de alardes innecesarios, sino con autenticidad e intimidad, porque es una película basada en el diálogo y la acción y pone todo el peso de la trama en los niños, unos niños bien organizados y con metas reales, – en una idea lejana de Carrière que, el tiempo y las circunstancias actuales, la han convertido de rabiosa actualidad -, no es una película que aprovecha cierta corriente de cine ecologista y buenista, sino todo lo contrario, la idea hace tiempo que se ha ido alimentando, y su propuesta sencilla y directa, cala en el espectador, en una película muy ligera, cómica y cercanísima que nos hable de frente y sin tapujos de un tema candente, y lo hace desde la tranquilidad, el respeto y la naturalidad más absorbente y concienciadora. Una delicia que no de ben perderse, porque les hará pasar un rato muy agradable, y además, y esto es lo más importante, les hará pensar que hacen por el planeta, y cómo podemos ayudar de una forma muy activa. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

 

 

El horizonte, de Delphine Lehericey

EL VERANO DEL 76.

“Todos los cambios, aun los más ansiados, llevan consigo cierta melancolía”.

Anatole France

“Era el mes de junio de 1976. Tenía trece años. Era el comienzo de las vacaciones de verano. Era el año de la sequía.” Así comienza la novela “El centro del horizonte”, de Roland Buti. Un relato que nos cuenta Gus, un chaval de trece años que vive en el campo suizo. Su familia se dedica a trabajar la tierra, una tierra seca debido a la intensa sequía que lo está cambiando todo. Una falta de agua que está llevando a las familias dedicadas a trabajar el campo, unido al desmoronamiento de su familia, cuando Nicole, su madre se enamora de Céline, además, Gus se encuentra en pleno proceso de cambio, dejando la infancia y convirtiéndose en un adulto, con el consabido despertar sexual. Varios elementos se conjugan en esta historia libre, naturalista y muy íntima, que explora un verano que será el último de muchos, porque el siguiente, el que vendrá el año siguiente, ya será otro, completamente distinto, porque el verano del 76 acabará con muchas cosas, trayendo otras formas de hacer, una actitud diferente ante la vida.

La cineasta Delphine Lehericey (Lausana, Suiza, 1975), ha trabajado en el teatro como actriz y directora, en televisión haciendo series y documentales y había dirigido debutado con la película Puppylove (2013), en la que exploraba el mundo del despertar sexual de un adolescente de forma clara y directa. Para su segundo largometraje, se adentra en el universo de la novela de Buti, en un guión que firma Joanne Giger, en la que Lehericey colabora, para contarnos una película ambientada a mediados de los setenta completamente actual, ya que nos habla de las consecuencias del cambio climático, el cambio de paradigma en el rol femenino, que provoca un gran sisma en el modelo tradicional de familia, la agricultura como industria, y el despertar sexual de un adolescente, que mira ese mundo de los adultos desde su desilusión y amargura, sin entender nada de lo que sucede, y completamente perdido ante las circunstancias, hechos que le provocarán sentirse aislado y con ganas de huir.

A partir de un tratamiento naturalista y cercano, con la película en 35 mm, que firma el cinematógrafo Christopher Beaucarne (que ha trabajado con nombres tan ilustres de la cinematografía francesa como Lelouch, Amalric, Gondry o Doillon, entre muchos otros), dotando a la película de esa textura táctil que hace que tanto los personajes como aquello que se cuenta, tengan un aroma más natural, libre y poderoso, como el acertado y equilibrado trabajo de montaje de Emilie Morier (que estuvo en la Escapada, de Sarah Hirtt, otra película con una atmósfera rural parecida), para llevarnos de un lugar a otro, y en los diferentes espacios en los que se desarrolla la trama, con los momentos de trabajo y los lugares abiertos. La directora suiza mira a sus personajes de forma honesta y tranquila, no hace nunca juicios sobre ellos, sino que muestra los diferentes puntos de vista en relación a los hechos que se van produciendo, creando esa tensión y la atmósfera claustrofóbica que se incrusta en toda la película, con unos seres humanos perdidos y aislados en ellos mismos, intentando encontrar una salida a sus problemas y su dura realidad, buscando una paz y tranquilidad que parece haber pasado de largo para ellos.

El personaje de Gus, epicentro de la acción emocional y psicológica, interpretado con maravillosa naturalidad y sinceridad por el debutante Luc Bruchez, redefine todo lo que ocurre, bajo su atenta mirada que actúa como testigo de este enjambre de cambios que está sufriendo su vida, y sobre todo, la de su familia, en un verano que todos recordarán como el último de muchos, y el comienzo de otros que nada tendrán que ver con los pasados. Nicole, a la que da vida una formidable Laetitia Casta, aupada por la brisa y la fuerza  que impone Cécile bajo la piel de una magnífica Clémence Poésy, es el contrapunto de la película, a parte del caprichoso y vilipendiado clima que está hundiendo el trabajo familiar y el de los otros granjeros, porque escenifica a todas aquellas mujeres aburridas y amas de casa y madres, que encuentran en una desconocida otra vida, una inesperada, una que jamás ni siquiera soñaron, una vida que les llena, les atrapa, y deben abrazarla sin contemplaciones. La película no juzga en ningún momento, solo filma la vida, el amor y el sexo, con sus momentos agridulces y trágicos, como la brutal metáfora de ese caballo que quiere terminar sus días bajo la sombra del árbol que lo vio crecer, terrible y a la vez, real como la vida, contribuyendo a la despedida de de ese último verano escenificado en la partida del caballo. El resto del reparto brilla a la altura de los mencionados, creando ese grupo que inevitablemente se está resquebrajando sin remedio, porque la vida al igual que la muerte, y todas las cosas que hay en el medio, tienen su forma de funcionar propia e irreversible, y nada ni nadie podrá detenerlas, lo único que podrá hacer es contemplarlas, aceptar sus cambios y seguir el camino. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El palacio ideal, de Nils Tavernier

EL SUEÑO DE UN HOMBRE SENCILLO.

“Hijo de campesino, campesino, quiero vivir y morir para demostrar que en mi categoría también hay hombres de genio y energía. Durante veintinueve años fui cartero rural”

Joseph Ferdinand Cheval

Erase una vez un cartero llamado Cheval, un hombre poco hablador, ensimismado en su mundo, en la naturaleza y los animales que se tropezaba en su andar continuo por los bosques y caminos de la región de Drôme, en el sudeste de Francia, a finales del XIX. Un hombre que rehuía de los humanos y se sentía más cómodo y comunicativo en la naturaleza, donde encontró su inspiración, como los grandes artistas, como ese maravilloso momento que tropieza con una roca, que luego saca de la tierra y se la lleva a su casa, donde la recorre con la palma de la mano, sintiendo la estructura y la forma de la citada roca. La película nos muestra a  alguien golpeado por la vida, que lo dejó viudo y sin su único hijo. Pero, él siguió con su ruta diaria y su amor por el medio ambiente. Un día, conoció a Philomène, una viuda hermosa y se casaron. Nació Alice, que se convirtió en la ternura y el sentimiento de Cheval, que empezó a construir “El Palacio Ideal” para su hija, recogiendo piedras y tomando inspiración en pasajes bíblicos y en palacios hindús. Una obra que, a pesar de las continuas dificultades, logró acabarla después de 33 años.

Nils Tavernier (París, Francia, 1965), hijo del insigne director Bertrand Tavernier, ha construido una carrera como actor en películas de su progenitor como Beatrice o Ley 627, y otros geniales directores como Chabrol y Forman. También ha dirigido documentales de corte social y cultural, junto al guionista Laurent Bertoni. Su debut en la ficción se produce con la cinta Con todas nuestras fuerzas (2013), protagonizada por Jacques Gamblin, que recogía la hazaña de un tetrapléjico, ayudado por su padre, en su cometido de correr la durísima prueba de “Iron Man”, le siguió el thriller con al miniserie En algún lugar del valle, sobre una niña desaparecida. Ahora, llega el turno de la historia real del cartero Joseph Ferdinand Cheval, la  L’incroyable histoire du facteur Cheval, en su título original, contando nuevamente con Bertoni, a la que se une Fanny Desmares, para contarnos un relato romántico, al estilo de El cartero y Pablo Neruda (1994, de Michael Radford, contándonos la pericia de un hombre seco e introvertido, alguien de pocas palabras, alguien en su universo naturalista, que ante los golpes y la dureza de la vida, empieza a crear desde cero un monumento para su hija, un lugar especial como legado para su primogénita.

La acción de la película arranca en 1873 y se desplaza hasta 1924, cuando falleció Cheval, donde conoceremos su entorno, pequeño y rural, en la aldea de Hauterives, donde el cartero alzó su obra, utilizando materiales como piedras, que iba encontrando en su andar como cartero. La película de Tavernier es lineal, ligera y emocionante, sigue un ritmo pausado y romántico, explicándonos los avatares tristes y alegres de la vida de Cheval y su familia, una vida dura y llena de desgracias, que el cartero, con la ayuda de su inseparable Philomène, sigue adelante con su trabajo como cartero y su construcción. La sobria y maravillosa luz obra del cinematógrafo Vincent Gallot, con esos tonos ocres y la intensidad de las velas y la luz del fuego, convierten la cinematografía de la película en uno de sus grandes hallazgos, al igual que la excelente partitura musical que firman los hermanos Baptiste y Pierre Colleu, que saben imprimir el carácter duro y romántico que tiene la existencia del peculiar cartero. Y finalmente, la exquisita edición de la película, de Marion Monestier, que sabe manejar el ritmo y la cadencia en un metraje de los 105 minutos para abordar un relato que abarca más de medio siglo.

Tavernier se rodea de un reparto brillante, en el que destaca la inmensa labor de Jacques Gamblin, con el que repite, en un personaje que le va como anillo al dedo, con una espectacular caracterización, que le llevaba una hora y media cada día antes de empezar a rodar, en uno de esos personajes “Bigger than Life”, al que la sabiduría, el porte y esa forma de caminar y sobre todo, su mirar profundo e inquieto de un grandísimo Gamblin, en uno de sus grandes composiciones, interpretando a un individuo invisible, criticado por las gentes de su pueblo, un ser inadaptado que encontró en su entorno natural, la inspiración ideal para levantar su sueño, un sueño sencillo y humilde, que destapó a uno de los grandes visionarios y creadores del arte naïf, declarada como monumento histórico en 1969 por André Malraux, entonces Ministro de Cultura. A su lado, Laetitia Casta como Philomène, la mujer, esposa fiel y compañera, firme ante los golpes de la vida, y una compañía esencial en la existencia de Cheval, y la actriz Lily Rose Debos, que habíamos visto en Gracias a Dios, de Ozon, da vida a la pequeña Alice con 12 años, creando esa fusión íntima y muy profunda entre padre e hija, y finalmente, la aportación de Bernard Le Coq, un actor dotado de una gran humanidad y elegancia, convertido en una especie de mentor de Cheval en su trabajo.

El palacio ideal se revela como una película conmovedora y honesta, que no sorprende por su narrativa, que resulta clásica, convencional y sin sorpresas, pero aporta una mirada interesante y llena de patices en la psicología de los personajes, donde si destaca, mostrando el lado íntimo, personal y profundo de una serie de personas que vivían en las zonas rurales de aquella Francia de finales del XIX y principios del XX, gentes del campo, alejados de las ciudades y sus formas de vida, centrándose en la existencia de alguien corriente, de un ser sencillo, de alguien que era uno más, de un tipo que no caía simpático, quizás porque en su interior, anidaban esas ideas tan diferentes y especiales, tan especiales que se alejan de su cotidianidad. Un relato lleno de amor y tragedia que desvela la parte extraordinaria de la gente común, la gente de campo, que aparentemente, no parece guardar esos secretos, pero que, de tanto en tanto, surgen personas como Cheval, llenas de luz, trabajo, entusiasmo y sabiduría que, hacen de su sencillez su mejor virtud, alguien sin preparación como arquitecto, que consiguió, solo con sus manos, un gran puñado de piedras, unas cuantas herramientas, imaginación, tiempo y paciencia, una de las obras más significativas del llamado arte marginal de principios del siglo XX en Francia, admirado por Breton y Picasso. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Louis Garrel

Entrevista a Louis Garrel, director de la película “Un hombre fiel”, en el marco del D’A Film Festival, en el Hotel Pulitzer en Barcelona, el jueves 25 de abril de 2019.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Louis Garrel, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a Philipp Engel, por su gran labor como intérprete,  y a Lara P. Camiña de BTeam Pictures, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño.

Un hombre fiel, de Louis Garrel

LAS CUESTIONES DEL AMOR.

“El amor es la más fuerte de las pasiones, porque ataca al mismo tiempo a la cabeza, al cuerpo y al corazón.”

Voltaire.

La película se abre de manera trágica y horrible para el personaje de Abel, porque Marianne, la mujer con la que convive, le confiesa que se ha enamorado de Paul, su mejor amigo y además, está embarazada de él. Aunque, el relato no continúa con la vida a partir de ahí de Abel o Marianne, sino que se traslada a ocho años después, donde, después de la muerte de Paul, Marianne y Abel se vuelven a encontrar y sienten que todavía se aman y vuelven a vivir juntos, junto a Joseph, el hijo de Marianne y Paul. Aunque hay, no acaba la cosa, Eva, la hermana pequeña de Paul, secretamente enamorada de Abel desde que tiene uso de razón, entra en escena con la firme intención de enamorar a Abel. En el debut como director de largometrajes del afamado actor Louis Garrel (París, 1983)  Les deus amis  (2015) se centraba en la tesitura de un joven actor, el propio Garrel, enamoradísimo de una joven atractiva (Golshiften Farahani) que algo oculto le obligaba a rechazar la propuesta, y era entonces, cuando Garrel le pedía ayuda a su mejor amigo (Vincent Macaigne). Unos personajes que expresan sus sentimientos a flor de piel, lanzados a la aventura de amar y ser amados, de una manera febril, alocada y sin pensar en las consecuencias.

Ahora, Garrel con la ayuda en el guión del gran Jean-Claude Carrière (Colombières-sur-orb, Francia, 1931) cambia de tercio y se sumerge en una historia completamente diferente, si bien vuelve a hablarnos de amor, ahora, lo hace desde una perspectiva diferente, podríamos decir más madura y más próxima a la realidad cotidiana, porque ahora sus personajes no expresan sus sentimientos, se los guardan a sí mismos, y sobre todo, a los demás, y encima, son individuos inseguros en el amor, porque dudan y dudan sobre lo que sienten, llevándoles a situaciones complejas, extrañas, cómicas y en ocasiones, ridículas. Garrel ahonda más en este misterio de idas y venidas en el amor, añadiendo una intriga propia del cine negro, ya que las fantasías o no de Joseph, el hijo de Marianne, un pequeño tirano, que en algunos instantes recuerda a Damien, el niño de La profecía,  que juega al engaño o no con Abel, haciéndole creer situaciones malvadas, con la firme intención de echarle de la vida de su madre.

El cineasta francés acorta su película, ya en sus 75 minutos escasos de metraje, como con su trío protagonista, en el que sentiremos que las dos mujeres juegan y manipulan al personaje de Abel, o quizás es al revés, que él las hace creer que se está dejando manipular, Garrel juega a estos equívocos, a estos laberintos sentimentales de ahora sí, y ahora no, en un retrato contemporáneo, reflexivo y muy lúcido sobre la naturaleza de nuestros sentimientos, tan frágiles, vulnerables y efímeros, en un mundo demasiado rápido, donde hay infinidad de cosas por hacer, y quizás, lo más importante, aquello que nos hace latir más fuerte y veloz el corazón, es lo que menos importante le damos, pensando que ya lo arreglaremos o saldremos del entuerto mucho mejor de lo que imaginamos, creyéndonos y haciendo creer a los demás que todo va bien, que sabemos lo que queremos, yendo por el camino correcto, aunque, en el fondo sabemos que estamos muy perdidos y volvemos constantemente a empezar un nuevo camino porque nos asaltan las dudas, las contradicciones y aquellos sentimientos que creíamos tan fuertes, acaban desvaneciéndose como un pluma ligera.

Un trío de intérpretes seguros y firmes en sus composiciones empezando por el aplomo y la seriedad de Laetitia Casta, mujer moderna, gran profesional, y madre enérgica, con la compañía de ese amor del pasado encarnado por Louis Garrel, quizás el personaje más inmaduro en esto del amor, con esa melancolía propia de los que nunca dejan de amar, como le ocurrirá en su reencuentro con Marianne, donde no hay reproches ni nada que se le parezca, sino todo lo contrario, amor sincero, amor de verdad, y finalmente, Lily-Rose Depp, la veinteañera que ama con valentía, como una exhalación, como un torrente sin control, como un viento fuerte que arrasa con todo, quizás demasiado, sin mesura, como esos amores de novela decimonónica, de aquellas heroínas rotas de dolor, del amor romántico que daña y sobre todo, un amor también demasiado voluble, con demasiada prisa, aunque eso sí, los tres aman, eso lo tienen claro, pero con muchísimas dudas, con demasiados impedimentos emocionales, envueltos en un laberinto de idas y venidas, de sentirse perdidos, a la deriva, agobiados y sobre todo, atados a sentimientos que en ocasiones les abruman, les hacen sentir mal y dados a las estupideces, a las inseguridades que atormentan y tantos besos que se dan arrepentidos o no. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA