Un pequeño plan… como salvar el mundo, de Louis Garrel

TRANSFORMAR EN UN MAR EL DESIERTO DEL SÁHARA

“Aprendí que nunca somos demasiado pequeños para hacer la diferencia”.

Greta Thunberg

Viendo la extraordinaria y sorprendente secuencia que abre la película Un pequeño plan… como salvar el planeta, de Louis Garrel (París, Francia, 1983), no podemos imaginarnos los derroteros por los que transitará el tercer largometraje del director francés. Vemos a unos padres que no caben en si a medida que su hijo Joseph, de trece años, les va revelando que ha estado vendiendo objetos superfluos que ellos apreciaban mucho. Después de unos instantes de tensión y mucho nerviosismo, el chaval les comunica a sus progenitores que todo se debe a un plan para transformar en un mar el desierto del Sáhara y un montón de niños de su edad han hecho lo mismo porque el tiempo apremia y el planeta se va a la mierda. La madre entiende de seguida y se sitúa en apoyar la estrategia de su hijo y todos los que le acompañan. El padre, más escéptico, no se lanza la aventura y quiere saber más. A Garrel, le conocíamos su impresionante carrera como actor junto a directores de la talla de Polanski, Bertolucci, Honoré, Ozon, Desplechin y su padre, el gran Philippe Garrel, y sus anteriores trabajos como director, el mediometraje El pequeño sastre (2010), y sus dos largos Les deux amis (2015) y Un hombre fiel (2018), todos ellos en torno a las relaciones sentimentales, sus idas y venidas, de jóvenes en la treintena como el propio director que se reservaba alguno de los roles principales.

Con Un pequeño plan… como salvar el planeta (del original “La croisade”, traducido como La cruzada), vuelve a contar con el legendario guionista Jean-Claude Carrière (1931-2021), como ya hiciese en Un hombre fiel, y la colaboración de la joven treintañera Naïla Guiguet, para construir un relato que alberga dos partes bien diferenciadas. En una, asistimos a la sorpresa y conocimiento de unos padres en la cruzada de su hijo y otros muchísimos de su edad y en sus acciones para salvar el mundo, para convertir un desierto en un gran mar azul. Una parte en que el tono se mueve entre la comedia ligera, donde en algunos momentos estamos en mitad de algo sorprendente y a la vez, tan cercano. Después de la impresionante secuencia de la contaminación de partículas finas, cuando el propio Garrel camina por una calle parisina desierta, que recuerda y de qué manera a lo vivido durante la pandemia del Covid, el tono de la película cambiará y la cosa se volverá más seria y cruda con la toma de conciencia activa por parte de la madre.

La trama no se desvía demasiado del epicentro de las anteriores películas de Garrel, porque vuelve a esa intimidad que tanto le caracteriza, en una película más doméstica si cabe, donde la mayor parte del relato se apoya en la dialéctica, y a una duración corta, en este caso son sesenta y siete minutos de metraje, donde la concisión y el detalle resultan imprescindibles. La película tiene un contexto actual, de aquí y ahora, en el que se filma el instante, como si fuese un reportero en plena agitación callejera, donde el fantástico trabajo del cinematógrafo Julien Poupard, del que vimos otra película de tema igual de actual como Los miserables, de Ladj Ly, y la formidable música de Grégoire Hetzel, habitual del cineasta Arnaud Desplechin, que ya trabajó con Garrel en el mencionado El pequeño sastre. Todo el film busca la intimidad, lo cercano y lo transparente, con pocos personajes, apenas tres como principales: el joven Joseph Engel, que ya estaba en Un hombre fiel, da vida a Joseph, el hijo de la pareja protagonista, convertido en un activista medioambiental a imagen y semejanza de otros tantos por lo ancho del planeta, con Greta Thunberg como cabeza visible y la más popular de entre todos los que existen alrededor del mundo.

Frente al adolescente activista y firme, nos encontramos con sus padres. Un matrimonio acomodado y aparentemente feliz que forman Laetitia Casta, que vuelve a ponerse a las órdenes de Garrel después de la experiencia de Un hombre fiel. Si en aquella era una mujer que dejaba a un joven para irse con otro, y luego, el tiempo le hacía volver con él. Ahora se mete en la piel de una madre más concienciada que su marido, y se lanza sin dudarlo a la empresa de su hijo y los otros, tomando una actividad muy participativa y entregadísima. Frente a ella, el padre, que interpreta el propio Louis Garrel, la otra cara de la moneda, el que no acaba de creerse las intenciones reales de su hijo y los demás, y lo pone en duda, generando un pequeño conflicto en el hogar, sobre todo, con su mujer. Garrel ha cosido una película a fuego lento, con hechuras y conciliadora, que se aleja del discurso panfletario, de la mirada condescendiente, y sobre todo, de ese cine político de buenas intenciones y poco más.

Un pequeño plan… como salvar el planeta no es una película de mensaje, no van por ahí los tiros, sino lo que plantea en una sencilla trama, muy cercana, que podemos tocar, y a la vez, muy profunda, sin sentimentalismos ni nada de alardes innecesarios, sino con autenticidad e intimidad, porque es una película basada en el diálogo y la acción y pone todo el peso de la trama en los niños, unos niños bien organizados y con metas reales, – en una idea lejana de Carrière que, el tiempo y las circunstancias actuales, la han convertido de rabiosa actualidad -, no es una película que aprovecha cierta corriente de cine ecologista y buenista, sino todo lo contrario, la idea hace tiempo que se ha ido alimentando, y su propuesta sencilla y directa, cala en el espectador, en una película muy ligera, cómica y cercanísima que nos hable de frente y sin tapujos de un tema candente, y lo hace desde la tranquilidad, el respeto y la naturalidad más absorbente y concienciadora. Una delicia que no de ben perderse, porque les hará pasar un rato muy agradable, y además, y esto es lo más importante, les hará pensar que hacen por el planeta, y cómo podemos ayudar de una forma muy activa. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

 

 

La historia de mi mujer, de Ildikó Enyedi

EL AMOR QUE SOÑAMOS.

“No es el amor quien muere, somos nosotros mismos. Inocencia primera Abolida en deseo, Olvido de sí mismo en otro olvido, Ramas entrelazadas, ¿Por qué vivir si desaparecéis un día?”.

Luis Cernuda

Muchos conocimos el inmenso talento de la directora Ildikó Enyedi (Budapest, Hungría, 1955), a través de la fascinante y magnífica En cuerpo y alma (2017), una sublime e inquietante historia de amor que jugaba con todo tipo de géneros para envolvernos en un amor difícil y tierno. Con su nuevo trabajo, La historia de mi mujer, en la que adapta una novela por primera vez después de seis película, la del autor húngaro Milán Füst, y la vertebra en siete capítulos, para contarnos el amor de Jakob Störr, una capitán de barco, un tipo de mar, un hombre seguro y valiente en el mar, y en tierra firme, un mar de dudas e inseguro. Frente a él, Lizzy, una francesa joven y atractiva, que se casará con Jakob. Un amor que aparentemente parece ejemplar, pero todo esa apariencia irá resquebrajándose por los celos y las inseguridades de Jakob.

Una película bajo el prisma del capitán, a través de su mirada, a través de su vida y sus sentimientos, magníficamente envuelta en el período de entreguerras, en la década de los veinte, salidos de la Gran Guerra, y disfrutando de un tiempo que será una especie de oasis ante el terror que vendrá en la década siguiente. La cineasta húngara apenas usa un par de personajes, a los que se añadirán algunos otros, pero de forma breve, toda la historia está compuesta por dos almas, dos almas que solo conoceremos a través de una, el capitán de barco que es una especie de Dr. Jekill y Mr. Hide, porque navega siempre en aguas turbulentas cuando se encuentra en tierra firme, comido por los celos, por la amistad sólida e íntima de Lizzy y Dedin (un aspirante a escritor de tío millonario), ahogado por la vida liberal de su mujer, una vida que no entiende, una vida muy alejada a su existencia tranquila, rutinaria y triste en el mar. Enyedí envuelve su relato con la elegancia y la melancolía de muchas novelas que tratan el amor romántico con sus sombras como lo hacían Arthur Schnitzler, Stefan Zweig, Henry James, Edith Wharthon, con esas miradas críticas a una burguesía infeliz y amargada que tampoco conseguía en el amor sus dichas.

La película habla de dos mundos, de dos formas de ver la vida, de dos almas que se aman pero son como el sol y la luna, y todo lo que conocemos lo vemos desde Störr, todo lo que podemos imaginar o soñar, porque el amor tiene esa estructura de ensoñación, de irrealidad, de imaginar e imaginarse, de sentirse otro, de ser aquello que anhelamos, de una fantasía real y falsa a la vez, de sentimientos contradictorios, de ilusiones perdidas, y sobre todo, de idas y venidas, de caminar juntos y por separado, de un tiempo y un mundo imperfectos, de belleza y maldad, de héroes y traidores, de besos y lágrimas, de esperanzas y muerte. La directora húngara consigue una película bellísima, con esa luz que brilla y duele, creando esa inquietante y hermosa atmósfera en un grandísimo trabajo que firma el cinematógrafo Marcell Rév (del que conocemos por sus trabajos para Kornél Mundruczó), el formidable ejercicio de concisión y ritmo del exquisito montaje de Károly Szalai (que ya trabajó en En cuerpo y alma, y en la reciente Preparativos para estar juntos un período de tiempo desconocido, de Lili Horvát), que condensa sus 169 minutos en un relato lleno de capas, de sombras y contornos difíciles de descifrar, y el extraordinario trabajo de arte de Imola Láng, que también estaba en En cuerpo y alma.

Tanta sabiduría técnica y formal, tenía que acompañarse de un buen reparto, un reparto a la altura de unos personajes llenos de complejidad y tan humanos, como el capitán de barco Jakob Störr que hace el actor holandés Gijs Naber, auténtica alma mater de la película, que habíamos visto a las órdenes de Verhoeven en El libro negro, un hombre de mar perdido en tierra, lleno de dudas, de tristezas, un enamorado arrastrado por un amor que lo mata que, probablemente no existe, porque la película nunca desvelará sus sospechas de celos y demás conflictos que él cree de su mujer. Frente a él, la siempre maravillosa Léa Seydoux que, a cada trabajo que hace nos deslumbra con su enrome naturalidad, toda esa luz que irradia y sobre todo, toda su elegancia y ambigüedad, toda la que demuestra en su Lizzy, esa femme fatale que deslumbra y ensombrece a Jakob, incapaz de navegar en el mundo bohemio, díscolo y nocturno de su esposa, una mujer enigmática, sensual y llena de vida, quizás demasiada para el bueno y torpe de Jakob. Y finalmente, el amante o no de Lizzy, el actor Louis Garrell, siempre apuesto y cercano en ese traje del escritor que quizás no escribe o si lo hace, no quiere mostrar, un tipo de la vida, de la noche, de las mujeres, aunque apenas sepamos si todo eso es real, porque nos lo cuenta el atribulado y a la deriva capitán de barco.

Recorremos esa Europa despreocupada e íntima después del horror de la guerra, dejándonos seducir por los ambientes parisinos en plena década de la alegría, la libertad y el amor, donde nos toparemos con la presencia de una fascinante Romane Bohringer, entre otros muchas y muchos, tan alejados de la existencia de Jakob, y también, pasearemos por la neblina y la melancolía de Hamburgo, donde el amor de Störr y Lizzy se vuelve diferente, donde el capitán querrá ser quién no es, y donde su esposa seguirá amándole a su manera, o a la manera que él cree que lo ama. Enyedi ha construido una película fascinante y sensual, llena de erotismo y belleza, de amor y desamor, de deseo y muerte, y sobre todo, un relato donde el amor que siente Jakob siempre pende de un hilo, no porque ocurran cosas que lo lleven a esas conclusiones, sino porque su vida y sus ausencias por su trabajo, le imponen un amor lleno de dudas y sombras, porque si queremos amar, o creer que amamos, hay una cosa que nunca debemos olvidar, la otra persona siempre será otra persona, con sus decisiones y sus vidas, y por mucho que creamos que la relación depende de algo racional, olvidamos que la mayoría de nuestras acciones carecen de racionalidad, y mucho de impulsos, circunstancias y hechos totalmente ajenos a nuestra voluntad, y por mucho que queremos ir contra eso, no es posible, y solo nos queda una cosa, algo que realmente podemos hacer, y esa no es otra que, dejarnos llevar por lo que sentimos, así sin más, y disfrutar de cada instante, porque puede ser el último que abracemos a nuestro amor, y no pensar en lo que vaya a ocurrir, porque  pasará hagamos lo que hagamos, porque el destino siempre nos espera a la vuelta de la esquina, y finalmente, nos alcanzará y nada podremos hacer ante él. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Rifkin’s Festival, de Woody Allen

¿QUÉ SENTIDO TIENE ESTAR VIVO?.

Siempre he preferido el reflejo de la vida a la vida misma. Si he elegido los libros y el cine desde la edad de once o doce años, está claro que es porque prefiero ver la vida a través de los libros y del cine”.

François Truffaut

La cita anual con el universo cinematográfico de Woody Allen (Brooklyn, Nueva York, EE.UU., 1935), ha llegado a la película número cincuenta y medio, en la que nos sitúa esta vez en San Sebastián, y más concretamente, durante su festival de cine. A la ciudad, han llegado Sue, una engreída agente de prensa, y su marido, Mort Rifkin, un tipo inseguro y perdido, que siempre ha deseado ser escritor, y lleva demasiado tiempo intentando escribir su obra maestra. Mort es un gran amante del cine, del cine europeo de antes, aquel con el que soñaba hacer cuando daba clases de cine. Pero, la estancia en la preciosa ciudad no sale como esperaba, y todo se tuerce. Sue, está fascinada por su representado, Philippe, un afamado y narcisista director de cine, que no traga Rifkin, al que considera un esnob y presuntuoso, y además, un pésimo y pretencioso cineasta.

Entre tanto, y sin nada que hacer, Rifkin pasea por la ciudad, dejándose llevar por su imaginación, psicoanalizándose (como ese precioso arranque de la película, en el que Rifkin le cuenta a su psicológico las vicisitudes del viaje que estamos a punto de ver), y reinterpretando famosas secuencias de películas, en las que aparecen personas de su vida real, primero más lúdicas y sentimentales, reivindicando ese cine europeo más adulto y maduro que el que se hacía en Hollywood, donde las historias tocaban más la verdad y los personajes eran de carne y hueso, como hace con el triángulo amoroso de Jules y Jim, de Truffaut, emulando el recorrido en bicicleta, el famoso travelling de Ocho y medio, de Fellini (fábula profunda sobre los fantasmas de un director de cine), en el que aparecen diversos personas que interactúan con él, incluidos sus padres, mientras suena la maravillosa melodía de Nino Rota, o el famoso viaje en plena lluvia de Un hombre y una mujer, de Lelouch, y más adelante, las secuencias se volverán más oscuras y profundas, como el instante de los invitados atrapados en la casa de El ángel exterminador, de Buñuel, o la vuelta a la infancia emulando a Fresas salvajes, o en medio de las dos mujeres de Rifikin (su esposa y su doctora, que conocerá en San Sebatián), siguiendo la tensión de Persona, o el encuentro con la muerte, de El séptimo sello, todas dirigidas por Bergman. Durante sus encuentros por la ciudad, Rifkin conoce a la Dra. Jo Rojas, y toda su estancia cambia, ya se sentirá fuertemente atraído por Jo, y empieza a quedar con ella.

Allen sigue instalado en la comedia romántica, pero con sus matices, claro está, si bien construye un relato ligero y en cierta medida, arranca alegre y lleno de equívocos y (des)encuentros, se irá llenando de nubarrones y situaciones amargas y tristes, y alguna que otra, rocambolesca. Rifkin es el personaje tipo de Allen, los que hacía él en la década de los setenta y ochenta, para ya en los noventa dar paso a otros actores, que lo están interpretando, con alguna que otra incursión, que por edad, Allen daba el tipo. Sus personajes son personas inadaptadas, frustradas, demasiado diferentes para los avatares de la sociedad, seres que siempre han soñado con ser quiénes no son, individuos que fracasan en su empeño de ser artistas, quedándose en meros profesores o artistas de tercera, enfrascados en sus conflictos sentimentales, en sus constantes exámenes a sí mismos, en su búsqueda interior, en su razón de existir, y en ordenar, sin éxito, sus complejas emociones, deseos o ilusiones. Tipos que se embarcan en historias de finales inesperados y trágicos, metidos en situaciones que les son ajenas, enfrascados en encontrarle un sentido a la vida, y como suele pasar, siempre acaban mucho más perdidos que al principio. Allen suele hablar casi siempre de esa clase media-alta neoyorquina que tanto conoce, de forma crítica y divertida, donde hay escritores, profes, doctores, psicólogos, y muchos artistas, eso sí, ninguno de ellos es capaz de admitir su soberbia y también, su ineptitud.

En Rifkin’s Festival hay esa mirada al cine, a un oficio que conoce demasiado bien, donde pululan tipos de toda clase y colores. Una mirada que ha tocado en diversas formas y texturas a lo largo del cine, quizás las más parecidas a la película que nos atañe, serían dos, donde el cine no solo era una cuestión fundamental en la película, sino la única razón de existencia para sus personajes. En La rosa púrpura del Cairo (1985), cine y vida se mezclaban de tal manera, que la desdichada camarera Cecilia, encontraba el amor con un personaje de ficción que salía de la pantalla literalmente, y en Stardust Memories (1980), la que podríamos decir, más parecida a la historia que cuenta Rifkin’s Festival, aunque el director de cine Sandy Bates, viajaba a la costa a recibir un homenaje, y se encerraba en el hotel a recordar los fantasmas de sus ex parejas sentimentales. Casi como le ocurre a Mort Rifkin, aunque él no sea director, si que durante el festival, se enfrenta a sus fantasmas, miedos, inseguridades y respectivos vacíos, a un tiempo de reflexión, de hacer cuentas consigo mismo, y quizás, a empezar de nuevo, o a volver por donde solía, que no era algo importante, pero si, algo que, por momentos, le hacía estar bien.

El cineasta neoyorquino, fiel a su estilo y a su mirada de hacer cine, necesita ese equipo de colaboradores cómplices, que muchos de ellos le acompañan desde hace décadas, como las productoras Letty Anderson y Helen Robin, el arte de Alain Bainée, en su segunda colaboración, el vestuario de Sonia Grande, en su quinta película juntos, el maravilloso y ágil montaje de Alisa Lepselter, veintidós películas con Allen, y la magnífica luz cantábrica y soleada del gran Vittorio Storaro, la cuarta colaboración juntos, sin olvidarnos de un elemento esencial en el cine de Allen, la música, y concretamente, la música Jazz, que firma Stephane Wrembell, un viejo conocido. Después de tantas historias, la mirada de Allen tiene oficio, y sabe por dónde se mueve, los noventa y dos minutos de metraje de la película pasan volando, y las diferentes situaciones del festival, la ciudad, los sueños y evocaciones surrealistas de Rifkin, se acomodan sin ningún aspaviento en la trama.

Y qué decir de los intérpretes, con un viejo conocido de Allen como el gran Wallace Shawn, como el desdichado Mort Rifkin, bien acompañado por una elegante y engreída Gina Gershon dando vida a Sue, la mujer de Mort, una natural Elena Anaya es la doctora, objeto de deseo de Mort, con un marido como Sergi López, en una secuencia loquísima, y Louis Garrel como el director sabelotodo que se mueve en un escaparte como el festival, agasajado y encumbrado sin merecerlo, y la aparición de Christophe Waltz como la Muerte de El séptimo sello, quizás uno de esos momentos made in Woody Allen, donde mezcla trascendencia, terror y humor. La película gustará a todos aquellos que llevamos años viendo el cine de Allen, un señor que lleva más de medio siglo haciendo cine, el cine que le gusta, riéndose de todos y sobre todo, de sí misma, quitándole trascendencia a la vida, y a esto del cine, con ese toque de ligereza, donde hay humor, divertimento, conflictos sentimentales, conflictos existencialistas, y sobre todo, muchas preguntas sin respuesta, porque al fin y al cabo, el cine, no solo ayuda a vivir, sino a abstraerse y refugiarse de tanta realidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA 

El oficial y el espía, de Roman Polanski

LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD.

“Ahora, el antisemitismo. Él es el culpable. Ya dije de qué modo esa terrible campaña, que nos hace retroceder miles de años, indigna mis ansias de fraternidad, mi afán de tolerancia y de emancipación humana”

Émile Zola

El arranque de la película resulta contundente y demoledor, convirtiéndose en un claro ejemplo de apertura en el cine de los últimos años. La cámara recoge en una mañana gélida y gris del 5 de enero de 1895 a una legión de soldados perfectamente uniformados y en formación, el silencio es sepulcral. De repente, la cámara se detiene en el capitán Alfred Dreyfus, cariacontecido y compungido, acusado de traición es degradado y humillado en público. A lo lejos, agolpados en las vallas, una muchedumbre increpa y abuchea a Dreyfus sin ningún escrúpulo, avasallándolo con improperios e insultos. Nadie hace nada, todos los allí congregados asisten en silencio, atónitos al lamentable espectáculo. Nadie alza la voz frente al condenado, vejado, humillado y ridiculizado. Dreyfus era judío y se enfrentó a acusaciones falsas por su origen en una época en que el antisemitismo era el pan de cada día, a los que se les acusaba de falta de patriotismo frente a sus intereses personales, actitud que años después desencadenó en la Alemania nazi.

El mayor escándalo judicial de Francia había tenido anteriormente largometrajes en inglés, pero nunca en francés como ahora, dirigido por Roman Polanski (París, Francia, 1933) que desde que debutase en el cine en 1962 con El cuchillo en el agua en su Polonia natal, ha construido una filmografía alimentada por dramas personales e históricos, comedias que rompían moldes establecidos, o thrillers angustiosos, apasionantes y muy oscuros, como el que ahora nos ocupa El oficial y el espía (con su rompedor y brutal título original de J’accuse) acuñado por el escritor Émile Zola en su famosa carta dirigida al Presidente de la República publicada en el diario L’Aurore en 1897. Polanski acude a la novela “D:”, de Robert Harris, y junto a él, como ya sucedió con la película El escritor (2010) también firmada por Harris, escriben un guión en el que dejan de lado la figura de Dreyfus, que fue destinado a reclusión a la Isla del Diablo en plena Guayana francesa, para centrarse en el coronel Georges Picquart, el nuevo oficial al cargo de la unidad militar de contra-inteligencia que investiga los casos de espionaje del ejército.

Nos encontramos a finales del siglo XIX, época de grandes avances sociales, económicos y culturales con la aparición de nuevas tecnologías como el automóvil, el teléfono o las cámaras Kodak, y los movimientos liberales, aunque había cosas inamovibles como el ejército que gozaba de un poder ilimitado, un poder por encima de la verdad y la justicia. En ese contexto se desarrolla la investigación de Picquart, que descubre las pruebas falsas que incriminaron a Dreyfus y pondrá sus pesquisas en conocimiento de su superior el Comandante Henry, que le insta a olvidarse del tema y a no mancillar el honor del ejército con el error de haber condenado a un inocente. Pero Picquart, como suelen tener los personajes obstinados y libres de Polanski, seguirá empecinado en que se haga justicia y el caso vea la luz, y consigue llevar a juicio otra vez el caso. Con la ayuda del citado Zola que publicará la famosa carta en el diario, por la cual será fuertemente sancionado.

El director polaco construye un emocionante e intenso thriller histórico de grandes vuelos y un guión espléndido, lleno de momentos extraordinarios, como la conversación de Picquart y su superior Henry, donde queda claro que el ejército está por encima de todo y todos, aunque haya condenado a un inocente, porque el ejército no comete errores. Semejante actitud de ese poder sobrehumano, en el caso del ejército de entonces, que podría extrapolarse al poder de ahora, capaz de mentir y crear pruebas falsas para encerrar a inocentes o a aquellos que les molestan por su condición o actitud. Polanski plantea un relato subjetivo, a través de la mirada del omnipresente Picqart, alguien capaz de enfrentarse al poder porque todavía lucha por un ejército limpio y transparente, quizás su idealismo pueda sorprendernos, pero personas como estas hacen del mundo un lugar un poco más habitable para todos, porque creen en el ser humano por encima de unas instituciones corruptas y llenas de polvo y suciedad, donde no se investiga para esclarecer los hechos y conseguir la verdad, si no para buscar culpables que molesten, como queda patente en las oficinas de contra-inteligencia el primer día de Picquart, más parecido a un antro de perdición que a un espacio del estado, donde los informadores juegan a las cartas y el portero es un pobre diablo que está durmiendo siempre.

La estupenda e íntima luz de Pawel Edelman, con Polanski desde El pianista (2002) consigue atraparnos en esa atmósfera enrarecida donde le espionaje estaba a la orden del día, y la excelente partitura de Alexandre Desplat, capturando el romanticismo y la negrura tan propia de la época como de la trama. La película recorre un gran montaje obra de Hervé de Luze, con Polanski desde Piratas (1986), con un ritmo endiablado y enérgico sus 132 minutos de puro y brutal thriller al mejor estilo de Hitchcock y sus falsos culpables que tanto le interesaban plasmar en sus universos de poder, mentiras y demás. La maravillosa y contenida interpretación de Jean Dujardin dando vida al perspicaz y paciente Picquart, al mejor estilo de un Sherlock Holmes del ejército, consigue atraparnos con sus sutilezas, gestos y miradas, bien acompañado por Emmanuelle Seigner como su amante, a su vez esposa de un político poderoso, con Louis Garrel como el denostado capitán Afred Dreyfus, calvo y envejecido, con esa magnífica secuencia donde se ven los dos hombres en hermandad sin conocerse, donde se miran y entienden la naturaleza oscura y corrupta del ejército al cual pertenecen. Y las agradables presencias de un intérprete Polanski como Mathieu Amalric o Vincent Pérez, dos caras diferentes de la moneda en litigio.

El cineasta polaco traduce con habilidad y sentido un guión extraordinario, dando con la nota perfecta para conducirnos por un relato de misterio, de verdad y justicia, donde sus personajes son firmes y humanos, contradictorios y llenos de errores, unos los llevan con honor y otros con humanidad. El relato está lleno de sombras y personajes tortuosos y enigmáticos, como la atmosfera por donde se mueve la película, consiguiendo una grandísima ambientación llena de detalles, creando esa red de miedo, incluso paranoia con toda la investigación, a la que le pondrán un millón de obstáculos para no permitir la verdad, y sobre todo, no mancillar el honor del ejército por el error consumado. El relato nos habla del poder, y sobre todo, de sus mecanismos, ya sean del siglo XIX o de ahora mismo, donde la verdad y la justicia no son los elementos principales, sino palabras que pertenecen a la teoría, a lo establecido, a los discursos de los grandes acontecimientos, pero en la práctica, esa verdad siempre resulta incómoda, ajena al orden interno del ejército y un enemigo al que hay que expulsar y enterrar, por eso Picquart se convierte en un enemigo, en alguien que se desterrará, alguien que se querrá quitar de en medio, pero en este caso, quizás la verdad acabará resultando un enemigo imposible de batir. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Mujercitas, de Greta Gerwig

LAS HERMANAS MARCH.

“Las mujeres han sido llamadas reinas durante mucho tiempo, pero el reino que se les ha dado no merece la pena ser gobernado”

Louisa May Alcott

Louisa May Alcott (1832-1888) publicó en 1868 Mujercitas, una novela que hablaba sobre las jóvenes estadounidenses de manera clara, sencilla e íntima, reivindicando su rol en la sociedad, alejado de las convenciones de la época, un relato que por primera vez se centraba en las mujeres, mirándolas de frente, explorando sus secretos más ocultos, sus ilusiones y sus sueños, capturando sus capacidades como personas y no como mujeres a la sombra de los hombres. La novela no tardó en convertirse en un éxito, muchas norteamericanas se vieron reflejadas en la historia de las hermanas March, un cuarteto de jovencitas que deseaban ser artistas, soñaban con ser ellas mismas, costase lo que costase, y sobre todo, querían seguir sus caminos por muy diferentes que fuesen para la mayoría. En la época muda ya hubieron dos adaptaciones al cine, peor será en el 1933 cuando Cukor dirigiría la primera versión sonora con Katherine Hepburn, entre otras. En 1949 de la manod e Mervin LeRoy apareció la versión más famosa con Elizabeth Taylor. En el nuevo siglo aún llegaron dos versiones más, sin tanto encanto y sensibilidad que sus antecesoras.

Ahora, nos llega la última adaptación de la novela dirigida por Greta Gerwig (Sacramento, EE.UU., 1983) después de las inmejorables sensaciones que dejó con su debut en solitario con Lady Bird (2018) el relato de una adolescente triste, incomprendida y aburrida en el Sacramento vacío, triste y aburrido, protagonizada por una magnífica Saoirse Ronan, que en Mujercitas recoge el testigo de la rebelde e ingobernable aspirante a escritora, un alter ego de Alcott, donde la película se sitúa en el metalenguaje cinematográfico porque la historia que escribe Jo es su propia historia que más adelante será Mujercitas, un elemento moderno que incluyó Alcott en el que relataba su propia experiencia familiar. Meg, la hermana mayor sueña con ser actriz de teatro, aunque el amor la convertirá en esposa y madre, su carácter más tradicional y hogareño le apartó del camino soñado. Beth la más frágil y sensible de las cuatro hermanas tiene un talento especial para la música a través del piano. Y Amy, la pequeña de las March le encantaría ser una gran pintora pero deberá aceptar que es buena y nada más. Junto a ellas la matriarca, cariñosamente llamada Marmee, que será el timón y el oráculo en una familia en plena Guerra de Secesión con el padre ausente en la contienda.

La película arranca en aquellos años de la guerra que fue entre 1861 y 1865, y sus años posteriores, en el pequeño pueblo de Concord, Massachusetts, donde los March viven con penurias económicos debido la ausencia paterna, y se ganan la vida con remiendos de aquí y allá, junto a ellas los parientes ricos de la familia, que enfadados por la decisión del padre, les ayudan de tanto en tanto, peor aún así, tienen tiempo de ayudar a los más pobres de la zona. Todas forman un grupo unido e irrompible, unas niñas que irán dejando la infancia llena de disfraces, juegos y libertad, para enfrentarse a un mundo machista, tradicional y lleno de prejuicios. Jo será la primera en ejercer sus ideas, trasladándose a New York para trabajar como escritora, experiencia que le traerá sabores y sinsabores, aunque deberá volver por la enfermedad de Beth. Gerwig actualiza la novela convirtiendo el final del siglo XIX en un relato moderno y libre, donde se habla de unas mujeres que quieren ser libres y tendrán que luchar con uñas y dientes para conseguirlo, porque la sociedad que les ha tocado no está adaptada a este tipo de cambios.

La directora estadounidense se aleja de la linealidad de la novela para contarnos una historia desestructurada llena de saltos temporales, donde el relato que nos cuentan se hace en pasado, reconstruyendo los momentos más significativos de estas jóvenes haciéndose mujeres. La película tiene un ritmo vibrante y espectacular, las acciones ocurren de manera brillante y ligera, con ese trasfondo de pérdida de la inocencia que atraviesa la película, donde las cuatro hermanas se verán en la tesitura de hacerse mayores y tomar decisiones que marcarán sus vidas, algunas entendibles y otras, realmente sorprendentes para la sociedad bostoniana obsoleta y anticuada. A través del personaje de Jo, auténtico timón de la familia y de la película, tendremos la visión del conjunto, donde conoceremos el amor, la pérdida, el vacío, la tristeza, la ilusión, el trabajo, el maldito dinero, la vida al fin y al cabo, desde una perspectiva íntima y sensible, experimentando los aspectos más agradables de la vivir, y también, aquellos momentos oscuros de la existencia que nos van moldeando nuestra personalidad y por ende, la vida que vamos viviendo.

Gerwig se ha rodeado de un equipo técnico magnífico encabezado por un brillante trabajo en ambientación con Jess Gonchor (habitual de los hermanos Coen) y en vestuario con Jacqueline Durran (colaboradora de Mike Leigh y Joe Wright) con la excelente música conmovedora e intensa de Alexandre Desplat (que tiene en su currículum a autores de la talla de Frears, Fincher, Malick, Polanski o Audiard) con esa maravilla de síntesis y ritmo del montaje obra de Nick Houy, que ya estaba en Lady Bird, y la especial, clara y sombría luz de Yorick LeSaux (cómplice de Guadagnino, Denis, Ozon, Assayas, Jarmusch, por citar solo algunos de su brillante carrera). Y su excelente reparto capitaneado por una espectacular y fantástica Saoirse Ronan, que conmueve y hace saltar chispas con esa para envolvernos con lo mínimo en la piel de una Jo que nos hace volar pero también hundirnos en el vacío. Emma Watson hace una Meg señora, enamorada y tranquila, Elisa Scanlen da vida a Beth, la hermana más sensible, frágil y silenciosa de todas, Florence Pugh es Amy, la que rivaliza y quiere ser como Jo, con talento pero demasiado crítica consigo misma, y Laura Dern haciendo de esa madre protectora, sensible y sobre todo, líder de este grupo de mujeres a contracorriente y libres. Con Merl Streep como esa tía rica que en la sombra tiene un ojo para sus niñas.

Qué decir de los hombres de la película, bien explicados y dibujados, que no son meros clichés si no compañeros y testigos de la agitación femenina, con Timothée Chalamet como amigo, fiel y pretendiente de Jo, Louis Garrel como el amigo neoyorquino de Jo que la lee y la aconseja. Y Chris Cooper como ese tío viudo que aunque tiene enemistad con el padre ayudará a las March siempre que se lo pidan. Gerwig ha hecha una película fantástica y bien contado, situada en el hogar familiar de cuatro hermanas que conocerán la edad adulta a marchas forzadas, experimentando sus dulzura y amargura, tropezándose con muros que en apariencia parecen infranqueables peor con fuerza y tesón serán derribados, aunque por el camino haya que dejar muchas cosas, con el espíritu libre y desobediente que lidera el personaje de Jo que algún momento exclama una frase que define esa alma inquieta y curiosa en un mundo dominado por hombres: “Me encantaría ser un hombre”. No como inclinación sexual, sino como reivindación feminista para sentir el poder de la libertad y decidir la vida por uno mismo, sentimiento y leitmotiv que recorre toda la película en la que nos habla de unas mujeres que sobretodo, y por encima de todo, quieren ser ellas mismas y decidir la manera de vivir sus vidas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Louis Garrel

Entrevista a Louis Garrel, director de la película “Un hombre fiel”, en el marco del D’A Film Festival, en el Hotel Pulitzer en Barcelona, el jueves 25 de abril de 2019.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Louis Garrel, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a Philipp Engel, por su gran labor como intérprete,  y a Lara P. Camiña de BTeam Pictures, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño.

Un hombre fiel, de Louis Garrel

LAS CUESTIONES DEL AMOR.

“El amor es la más fuerte de las pasiones, porque ataca al mismo tiempo a la cabeza, al cuerpo y al corazón.”

Voltaire.

La película se abre de manera trágica y horrible para el personaje de Abel, porque Marianne, la mujer con la que convive, le confiesa que se ha enamorado de Paul, su mejor amigo y además, está embarazada de él. Aunque, el relato no continúa con la vida a partir de ahí de Abel o Marianne, sino que se traslada a ocho años después, donde, después de la muerte de Paul, Marianne y Abel se vuelven a encontrar y sienten que todavía se aman y vuelven a vivir juntos, junto a Joseph, el hijo de Marianne y Paul. Aunque hay, no acaba la cosa, Eva, la hermana pequeña de Paul, secretamente enamorada de Abel desde que tiene uso de razón, entra en escena con la firme intención de enamorar a Abel. En el debut como director de largometrajes del afamado actor Louis Garrel (París, 1983)  Les deus amis  (2015) se centraba en la tesitura de un joven actor, el propio Garrel, enamoradísimo de una joven atractiva (Golshiften Farahani) que algo oculto le obligaba a rechazar la propuesta, y era entonces, cuando Garrel le pedía ayuda a su mejor amigo (Vincent Macaigne). Unos personajes que expresan sus sentimientos a flor de piel, lanzados a la aventura de amar y ser amados, de una manera febril, alocada y sin pensar en las consecuencias.

Ahora, Garrel con la ayuda en el guión del gran Jean-Claude Carrière (Colombières-sur-orb, Francia, 1931) cambia de tercio y se sumerge en una historia completamente diferente, si bien vuelve a hablarnos de amor, ahora, lo hace desde una perspectiva diferente, podríamos decir más madura y más próxima a la realidad cotidiana, porque ahora sus personajes no expresan sus sentimientos, se los guardan a sí mismos, y sobre todo, a los demás, y encima, son individuos inseguros en el amor, porque dudan y dudan sobre lo que sienten, llevándoles a situaciones complejas, extrañas, cómicas y en ocasiones, ridículas. Garrel ahonda más en este misterio de idas y venidas en el amor, añadiendo una intriga propia del cine negro, ya que las fantasías o no de Joseph, el hijo de Marianne, un pequeño tirano, que en algunos instantes recuerda a Damien, el niño de La profecía,  que juega al engaño o no con Abel, haciéndole creer situaciones malvadas, con la firme intención de echarle de la vida de su madre.

El cineasta francés acorta su película, ya en sus 75 minutos escasos de metraje, como con su trío protagonista, en el que sentiremos que las dos mujeres juegan y manipulan al personaje de Abel, o quizás es al revés, que él las hace creer que se está dejando manipular, Garrel juega a estos equívocos, a estos laberintos sentimentales de ahora sí, y ahora no, en un retrato contemporáneo, reflexivo y muy lúcido sobre la naturaleza de nuestros sentimientos, tan frágiles, vulnerables y efímeros, en un mundo demasiado rápido, donde hay infinidad de cosas por hacer, y quizás, lo más importante, aquello que nos hace latir más fuerte y veloz el corazón, es lo que menos importante le damos, pensando que ya lo arreglaremos o saldremos del entuerto mucho mejor de lo que imaginamos, creyéndonos y haciendo creer a los demás que todo va bien, que sabemos lo que queremos, yendo por el camino correcto, aunque, en el fondo sabemos que estamos muy perdidos y volvemos constantemente a empezar un nuevo camino porque nos asaltan las dudas, las contradicciones y aquellos sentimientos que creíamos tan fuertes, acaban desvaneciéndose como un pluma ligera.

Un trío de intérpretes seguros y firmes en sus composiciones empezando por el aplomo y la seriedad de Laetitia Casta, mujer moderna, gran profesional, y madre enérgica, con la compañía de ese amor del pasado encarnado por Louis Garrel, quizás el personaje más inmaduro en esto del amor, con esa melancolía propia de los que nunca dejan de amar, como le ocurrirá en su reencuentro con Marianne, donde no hay reproches ni nada que se le parezca, sino todo lo contrario, amor sincero, amor de verdad, y finalmente, Lily-Rose Depp, la veinteañera que ama con valentía, como una exhalación, como un torrente sin control, como un viento fuerte que arrasa con todo, quizás demasiado, sin mesura, como esos amores de novela decimonónica, de aquellas heroínas rotas de dolor, del amor romántico que daña y sobre todo, un amor también demasiado voluble, con demasiada prisa, aunque eso sí, los tres aman, eso lo tienen claro, pero con muchísimas dudas, con demasiados impedimentos emocionales, envueltos en un laberinto de idas y venidas, de sentirse perdidos, a la deriva, agobiados y sobre todo, atados a sentimientos que en ocasiones les abruman, les hacen sentir mal y dados a las estupideces, a las inseguridades que atormentan y tantos besos que se dan arrepentidos o no. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Mal genio, de Michel Hazanavicius

AMANDO A GODARD.

“Al menos dos veces al día, el ser humano más digno es ridículo.”

Ernst Lubitsch

Nos encontramos en el París de 1967, Jean-Luc Godard acaba de finalizar el rodaje de La chinoise y se ha enamorado de Anne Wiazemsky, una chica de buena familia y nieta del gran escritor gaullista y católico François Mauriac, que un año antes había protagonizado Au hasard Balthazar, de Bresson. Godard es reconocido por todo el mundo y está en la cúspide de su carrera cinematográfica. Godard y Anne contraen matrimonio. Michel Hazanivicius (París, Francia, 1967) vuelve a la comedia más irreverente, iconoclasta y paródica con Mal genio, después de su intento fallido en el drama The search (2014) ambientado en la guerra de Chechenia. Un género, el de la comedia, que le ha reputado los mayores éxitos cinematográficos como las dos entregas de OSS 117, filmadas en el 2006, y tres años después, la segunda entrega, en la que parodiaba las películas de espías sesenteras con su actor fetiche Jean Dujardin, con el que repetiría en su mayor éxito hasta la fecha, The artist  (2011) una comedia romántica con tintes dramáticos filmada en blanco y negro y muda sobre la idiosincrasia hollywodiense en la época silente, que lo alzó con un buen puñado de estatuillas.

Ahora, y tomando como inspiración la novela “Un año ajetreado”, de Anne Wiazemsky (donde se explica su amor con Godard) retorna a la comedia y retrata aquellos años pop de finales de los sesenta y comienzos de los stenta, seis años, y lo hace con uno de los cineastas más influyentes y controvertidos de la historia, Jean-Luc Godard, al que vemos con unos 37 años, en plena crisis artística (en la que se planteaba nuevos caminos políticos y renunciar a su cine aburguesado y encontrar un cine más agitado políticamente y outsider)  y con el mayo del 68 en plena ebullición. Hazanavicius opta por la mirada externa, que recae en la joven Anne, una chica de 19 años que se ha enamorado del hombre-cineasta al que admira. Así que vemos a Godard desde la mirada de Anne, y asistimos a su historia de amor, desde los primeras risas y confidencias del comienzo a la destrucción de ese amor, pasando por muchos instantes donde se agita el posicionamiento político, los (des)encuentros con otros cineastas, como los casos de Bertolucci, por ejemplo, con amigos, estudiantes de la Sorbona, y demás personajes y personas que se cruzan en la vida del cineasta francés.

Hazanavicius retrata con detalle y mimo todo aquel instante desde la decoración, los colores, su atmósfera, la vida que empezaba y se desarrollaba entre manifestaciones contra el capitalismo, en cafés de interminables charlas, encontronazos con la ley, roturas de gafas, desayunos escuchando la radio, mítines en la universidad, amor y sexo, y nos lo cuenta tomando como referencia el cine de Godard, como la escena de sexo inspirada de Una mujer casada, o el espíritu y la vida que se detallaba en Pierrot le fou, El desprecio o Dos o tres cosas que sé de ella. Ese Godard sesentero, pop, con ese cine a contracorriente, formalista, y en continua transformación y de resistencia ante el cine imperante y popular. El Godard que vemos en la película es un tipo bregado en mil batallas, que a través de la discusión y el rechazo que provoca se construye su persona, que se mueve entre los extremos, desde encantador, inteligente, audaz y genio a todo lo contrario, a ese ser déspota, engreído, narcisista e insoportable. De ahí el título original “Le redoutable” que se traduciría como “El temible”, tanto para lo bueno como para lo malo, un hombre que no deja indiferente a nadie.

Hazanavicius encara al genio cinematográfico desde la comedia, pero también desde la historia de amor de Jean-Luc y Anne, porque el personaje público da paso al personaje privado en su intimidad, en la que la joven Anne pasa de admirar a su amor y descubrir junto a Godard la vida, el amor, el sexo, un mundo de intelectuales, el cine, la política, la fama y la vida parisina, con sus pros y contras,  a lentamente descubrir a un ser enfrascado en plena crisis creativa, que ya no admira y que ya no se ríe con él, como se comprobará en la secuencia de la habitación de hotel. Un irreconocible Louis Garrel, con calvicie y gafas de pasta negra, da vida a Godard, mostrando su humanidad, para lo bueno y lo malo y su desgaste creativo y personal, a su lado, Stacy Martin (descubierta por Von Trier en Nynphomaniac) da vida a la joven parisina sesentera, con su calidez, dulzura y fragilidad, y su libertad sexual, que descubre la cara amble y amarga de la vida, del cineasta y del amor.

Hazanavicius ha construido una película sobre Godard, Anne y la época en la que se enamoraron y vivieron su amor en el París más convulso del último medio siglo, a través del amor y la comedia más disparatada, pop, divertida, surrealista y desparramada, a lo Jerry Lewis (como el instante del viaje en coche cuando seis personas discuten entre ellas, como si fuesen niños enrabietados o aireados compañeros que les une una sincera amistad, pero también una división política muy aguda) en ese tiempo en el que las cosas parecían que podrían tomar otro rumbo, y lo hace retratando no sólo al cineasta y el genio que hay detrás, sino también a través de su humanidad, sus miedos, alegrías, inseguridades y sobre todo, su persona, que gustará más o menos, o simplemente no gustará, pero en el que todos los amantes del cine estarán de acuerdo, Godard es el cineasta que más ha reflexionado sobre el cine, y todo lo que rodea sobre su imagen, expresión, construcción y posicionamiento político, intelectual, social y cultural.


<p><a href=”https://vimeo.com/231376043″>MAL GENIO – Tr&aacute;iler VOSE</a> from <a href=”https://vimeo.com/filmsvertigo”>V&eacute;rtigo Films</a> on <a href=”https://vimeo.com”>Vimeo</a&gt;.</p>