Un cabo suelto, de Daniel Hendler

EL POLICÍA QUE HUYE. 

“El retirarse no es huir, ni el esperar es cordura, cuando el peligro sobrepuja a la esperanza”

Miguel de Cervantes

Como se mencionaba en la inolvidable Touch of Evil (1958), de Orson Welles, aquello que las fronteras eran los estercoleros de los países. Eso mismo sucede en Un cabo suelto, de Daniel Hendler (Montevideo, Uruguay, 1976), en la que Santiago, un oficial de poco rango de la policía argentina ve algo que no debía y no tiene más remedio que cruzar la frontera con Uruguay y ocultarse en la ciudad y alrededores de Fray Bentos. El agente sólo puede huir, esconderse como una alimaña a la que vienen en su acecho. En esa travesía a lo desconocido, se irá encontrando con individuos como un vendedor de quesos ambulante que toca melodías tristes a la guitarra, un abogado que le encantan los quesos, y finalmente, una mujer que trabaja en una de esas tiendas de frontera que venden de todo y de nada. Vestida como un thriller con toques de comedia negra, con esa mezcla entre la idiosincrasia de la zona, tan peculiar y hermosa, y esa atmósfera de no cine negro tan habitual de los Coen y Kaurismäki. 

De Hendler conocemos su gran y dilatada trayectoria como actor con más de 25 años de carrera que la ha llevado a trabajar en más de 60 títulos junto a Daniel Burman, Juan Pablo Rebella, Pablo Stoll, Santiago Mitre y Ana Katz, entre otros, amén de su interesante filmografía como director con tres largos y una serie, que arrancó con Norberto apenas tarde (2010), El candidato (2016), la serie La división (2017) y la que nos ocupa. Historias llenas de tipos al borde todo y de nada, donde la situación los desborda y deben adaptarse y sobre todo, aceptar sus circunstancias y limitaciones. El policía Santiago se une a estos tipos don nadies, metidos en un embrollo de mil demonios, muy a su pesar, que debe huir, esconderse y encontrar un lugar diferente en un viaje lleno de obstáculos y peligro constante. Hendler no se olvida de los lugares comunes del noir, pero los llena de cotidianidad y de unas situaciones muy cómicas, incluso absurdas, como la vida misma, en la que el género se transforma en un costumbrismo que recoge esos espacios alejados del mundanal ruido que no parecen reales, pero sí lo son. Ese no tempo que recorre toda la historia consigue ese tono triste y melancólico que ayuda a mirar a los personajes de muy cerca y de frente.

La excelente cinematografía de un grande como el argentino Gustavo Biazzi, con más de 40 títulos, acompañando a directores de la talla de Alejo Moguillansky, Santiago Mitre, Hugo Santiago y Ana Katz, entre otros, que ya estuvo en la mencionada La división, construye una forma clásica, de planos y encuadres fijos y de gran factura técnica para darle esa prisión en la que vive el protagonista moviéndose por una zona desconocida y hostil. La música del dúo Gai Borovich y Matías Singer, que ha estado en todas de Hendler, amén de Carolina Markovicz, ayuda a mantener ese suspense y ligereza que se combina en todo su entramado. La edición de otro grande como Nicolás Goldbart, aparte de director, con casi medio centenar de películas, junto a Pablo Trapero, Damián Szifrón y Rodrigo Moreno, cimenta un ritmo pausado y nada estridente, que brilla en su cercanía y naturalidad en sus reposados 95 minutos de metraje, en una película que combina un gazpacho donde hay policíaco lleno de sombras y oscuridades, humor uruguayo donde se describe muy bien una forma de ser, sentir y hacer, con ese tono de tristeza, sin caer en la desesperanza, que tanto define una forma de estar en la vida.

Alguien como Daniel Hendler, con una filmografía impresionante de títulos como actor, debía tener especial elección y trabajo con sus intérpretes que brillan con actuaciones minimalistas, donde se habla poco y se mira mejor, con el argentino Sergio Prina dando vida al huido Santiago, Alberto Wolf es el peculiar y tranquilo vendedor de quesos, Néstor Guzzini es el abogado que recoge al huido, que recordamos en la reciente Un pájaro azul, el uruguayo y reputado César Troncoso, que ya estuvo en El candidato, es otro abogado que asesora a Santiago, Pilar Gamboa, una de las maravillosas protagonistas de La flor, de Llinás, es la mujer que trabaja en el súper de la aduana y que baila los viernes en un club, y además, tendrá un (des) encuentro con el protagonista. Una película como Un cabo suelto huye de los sitios manidos del cine negro, y lo hace de una forma nada artificial, sino todo lo contrario, a partir de esos espacios tan domésticos y tan extraños, casi de otro planeta que hay en las aduanas y los pasos fronterizos, donde unos van de aquí para allá y viceversa en un ir y venir de personas, de historias, de huidas, de amor, de mentiras y de no sé sabe muy bien, porque esos lugares y volvemos a Welles, no pueden traer nada bueno porque está lleno de individuos desconocidos y con muchas cosas que ocultar. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Una ballena, de Pablo Hernando

LA SAMURÁI.   

“La profunda soledad del samurái sólo es comparable a la de un tigre en la selva”. 

De “El libro del samurái”, de Bushidó 

El universo cinematográfico de Pablo Hernando (Vitoria-Gasteiz, 1986), se compone de dos elementos muy característicos. Por un lado, tenemos una cotidianidad aplastante, llena de rutina y vacío, y por el otro, el género, un policíaco que estructura y sobre todo, da algo de vida a los insatisfechos personajes. En Berserker (2015), como en Esa sensación (2016), película episódica que compartía la dirección junto a Juan Cavestany y Julián Génisson, seguían esas premisas. A partir de Salió con prisa hacía la montaña (2017), y El ruido solar (2020), sendos cortometrajes donde añadió la ciencia-ficción, la misma línea que continúa con Una ballena, un interesantísimo cruce de noir con gánsteres, donde el género sirve para contar las zonas oscuras e invisibles de la sociedad, la ciencia-ficción setentera que nos advertía de las terribles consecuencias que tendría la tecnología en manos equivocadas y una cuidadísima atmósfera que recoge todo el gris plomizo y la llovizna tan característica del País Vasco.  

El relato es sumamente sencillo y claro, tenemos a Ingrid, una asesina a sueldo que trabaja a lo Yojimbo (1961), de Kurosawa, es decir, al mejor postor, y recibe el encargo de eliminar a un jefe veterano del contrabando del puerto, pero el contraplano es que el contrincante le encarga que también maté al otro. En esa vicisitud se encuentra una mujer solitaria y silenciosa que está sufriendo una serie de mutaciones en su cuerpo. El director vasco menciona Le samurái (1967), de Jean-Pierre Melville como fuente de inspiración y no la oculta, todo lo contrario, la muestra y la lleva a su entorno, a sus espacios y a su realidad. Jeff Costello que hacía un gigantesco Alain Delon se convierte aquí en Ingrid, una extranjera en un lugar extranjero, o lo que es lo mismo, una foránea en mitad de un mundo en descomposición, o simplemente, cambiante, donde lo nuevo lucha encarnizadamente con lo viejo, como ocurría en muchos de los grandes westerns que todos recordamos. Hernando dosifica muy bien la información y las relaciones que se van tejiendo en la trama, donde todos los personajes hablan tanto como callan, como si fuese una partida de cartas en que los jugadores ocultan sus estrategias y sus disparos. 

La citada atmósfera es una de las claves de Una ballena, en la que la excelente cinematografía Sara Gallego, de la que hemos estupendos trabajos en El año del descubrimiento, Matar cangrejos, Las chicas están bien y la reciente Sumario 3/94, entre otras. Cada encuadre y luz está medido y tiene esa sensación de inquietud y terror que desprende cada instante de una película reposada y fría. La música de la debutante Izaskun González adquiere una importancia crucial porque no era nada fácil componer una música que no resultase un mero acompañamiento a unas imágenes que sobrecogen, pero el buen hacer de la compositora consigue crear el ambiente idóneo para que lo que vemos adquiere una profundidad muy interesante. El sobrio y conciso montaje del propio director va in crescendo ya que el relato no tiene prisa para contarnos todo lo que sucede y va desmenuzando con naturalidad y reposo todos los tejemanejes que se van generando y una mirada íntima y profunda a las complejas y oscuras relaciones que mantienen unos personajes que están obligados a relacionarse pero siempre con grandes cautelas y siempre en un estado de alerta donde hasta las sombras pueden asaltarte, en sus intensos 108 minutos de metraje.

Una película de estas hechuras necesitaba un reparto acorde a tantos silencios y miradas y gestos y Hernando lo consigue desde la honestidad de plantar la cámara y contarnos lo que sucede. Ustedes ya me entienden. Unos pocos personajes de los que dos son de auténtico lujo como la magnífica Ingrid García-Jonsson, cómplice del director en anteriores trabajos, en la piel y nunca mejor dicho, de Ingrid, la asesina a sueldo, tan diferente, tan hermética y de grandes silencios, en uno de sus mejores roles hasta la fecha, en el que transmite todo ese mundo interior y oculto con apenas detalles y gestos. Le acompaña un inconmensurable Ramón Barea, que tiene de sobrenombre “Melville” hay todo queda dicho en referencia al director francés citado más arriba. Qué decir del genio del veterano actor vasco que debutó en La fuga de segovia (1981), de Uribe y acarrea más de 140 títulos, ahí es nada. Con esa mirada de cowboy cansado, una voz inconfundible y la forma que tiene de caminar, de mirar y sobre todo, de callar. Otros componentes son Asier Tartás y Kepa y Kepa Errasti, intérpretes vascos que dan profundidad en sendos personajes vitales para la historia. 

No deberían dejar escapar una película como Una ballena, de Pablo Hernando, y les diré porque, si todavía no se sienten seducidos. Porque es una obra que cogiendo el género, el noir francés de los sesenta, sabe llevarlo a un espacio cotidiano y a la vez oscuro como los contrabandistas de los puertos y las oscuras relaciones que allí acontecen, e introduce la ciencia-ficción, como por ejemplo hacían Jonathan Glazer con Under the Skin (2013), y Amat Escalante con La región salvaje (2016), ambas extraordinarias, pero de forma como se hacía en los setenta, donde era un espejo-reflejo de la sociedad, donde el género era un vehículo idóneo para contar el terror de lo que no veíamos y las consecuencias que nos esperaban ante tanto desalmado con poder. Podemos verla como una rara avis dentro del panorama actual del cine que se hace en España, pero no quiero atribuirle esa rareza, porque sería situar la película en un lugar extraño y no quiero que sea así, ya que estamos ante una magnífica cinta que cuenta una historia diferente, eso sí, pero muy profunda y tremendamente sensible, ya que los personajes de Ingrid y Melville, con sus razones y deseos, ambos pertenecen a otros mundos, a otros universos que, seguramente, no están en este, y si están, no somos capaces de verlos y mucho menos de saber como son. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Andreu Martín

Entrevista a Andreu Martín, autor de la novela homónima en la que se basa la película «Societat negra», de Ramon Térmens, en el hall del Cine Phenomena en Barcelona, el martes 15 de octubre de 2024.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Andreu Martín, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Marién Piniés de comunicación de la película, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Nina, de Andrea Jaurrieta

LA VENGANZA TIENE NOMBRE DE MUJER.   

“¿Estás de su lado o del nuestro, Vienna? 

– Yo no estoy del lado de nadie”

Frase de Johnny Guitar (1954), de Nicholas Ray 

Si pensamos en westerns donde las mujeres llevan la voz cantante, por desgracia, encontramos muy pocos. Hay dos grandes excepciones: la Altar Keane que hacía Marlene Dietrich en Rancho Notorious (1952), de Fritz Lang, y la Vienna con Joan Crawford en Johnny Guitar (1954), de Nicholas Ray. Dos mujeres que no se amedrentaban por las sacudidas machistas de pistoleros y se hacían valer y de qué manera. Las directoras contemporáneas han venido a hacer cine, y sobre todo, a contar sus historias, muchas de ellas con mujeres fuertes y rotas, valientes y con miedo, y sobre todo, mujeres que se enfrenten a quién haga falta, mujeres que sientan el peso de la historia, como tantas veces a ocurrido con los hombres. Porque ellas también están, ellas no se esconden, como le ocurre a Nina, la protagonista de la película homónima de Andrea Jaurrieta (Pamplona, 1986), una mujer que viene de un pasado muy oscuro, que vuelve a su pueblo natal, al lugar de los hechos, a un paisaje hostil y frío, vuelve a la niña que fue, a la niña que se atacó, vuelve a recuperar lo perdido, pero ahora adulta, con ganas de justicia y de todo. 

Partiendo del texto “Nina”, de José Ramón Fernández, que a su vez, ya adapta libremente el clásico “La Gaviota”, de Chéjov, la directora navarra lo lleva a su terreno, y lo sitúa en el norte que conoce tan bien, en el pequeño pueblo costero de Arteire, arrancando en una noche negra y lluviosa, donde la citada Nina llega a lo que fue su vida hasta los 15 años. La película navega por los dos tiempos indistintamente, con la Nina adolescente del pasado y la Nina adulta en la actualidad. Un entramado narrativo en el que Jaurrieta no oculta sus referencias, el western y su clasicismo, con su amigo que le ayuda y la escucha como Blas, un pueblo ocupado en sus tradiciones y fiestas, y un objetivo: Pedro, el escritor, el maduro que se aprovechó de su ingenuidad y su soledad con un padre tan ausente. Un western con tintes de melodrama, un western contemporáneo sin caballos pero con venganza, con pasado tortuoso, donde se arrastran muchas cargas y mucho dolor. Segundo trabajo de la directora, después de su sorprendente Ana de día (2018), donde investigaba los aspectos psicológicos sobre la identidad de una mujer enfrentada a una réplica idéntica. 

Con Nina no se aleja de su aspecto psicológico, aunque añade otros elementos como lo espiritual y lo filosófico, en una interesante mezcla de género con profundidad y complejidad, en una intenso y detallista trama que se agarra y no te suelta, con mucha tensión y oscuridad, con la inquietante atmósfera gélida y silenciosa de su entorno y personajes, con ese estado de ánimo tan propio de los tipos que pululan las películas de Melville, tan callados y tan torturados, porque Nina es un personaje muy melvilleniano, tanto en su aspecto, su silencio y su dolor. Una parte técnica que brilla con ejemplaridad, con dos cómplices que ya estuvieron en la mencionada Ana de día, como el cinematógrafo Juli Carné Martorell, donde el rojo copa la película que contrasta con ese tono frío y neutro del norte, un rojo que acapara el sentir de su protagonista, como ocurría en el cine de Sirk, ahí volvemos al melodrama, que también capturó Fassbinder, y desarrolló Almodóvar en su obra cumbre Mujeres al borde de un ataque de nervios, un rojo de la pasión, de la sangre, del corazón y sobre todo, de la venganza. El otro habitual es el editor Miguel A. Trudu, que mantiene el ritmo entre el reposo y la agitación en un relato de poquísimos días pero muy intensos donde nunca hay respiro, o lo que hay poco, en un trama que se va a los 105 minutos de metraje. 

La nueva incorporación al universo de la navarra es la gran Zeltia Montes, como nos gustaron sus trabajos para Que nadie duerma y El buen patrón, tan diferentes y tan geniales, que compone una soundtrack que debería estudiarse al detalle en cualquier lugar con estudiantes de música, porque sus cuerdas y su composición son magníficas, creando la mejor compañía para la historia que quiere contarse, con esa lija que incómoda y aturde yendo al compás de la protagonista. Si en Ana de día, Ingrid García Jonsson tenía un reto por delante que solventaba con claridad y naturalidad, no digamos de la Nina que hace Patricia López Arnaiz, otro reto mayúsculo encarnar a un personaje que habla tan poco, que siempre está en silencio, que mira mucho y desprende muchas sombras sombras e inquietud, pero la actriz lo agarra del pescuezo con firmeza y valentía, en una composición memorable, otra más de l actriz vitoriana, que bien interpreta, con tanta sutileza, con tanta carga y con tanta fuerza, y tanta tristeza, como los pistoleros que cabalgaban meses para volver a su casa, con todo lo que habían dejado atrás y con tantas derrotas, y si no que le pregunten al Jeff McCloud de Hombres errantes (1952), otra vez volvemos a Ray, y a Ethan Edwards de The Searchers (1965), de Ford, dos tipos que si hubiesen sido mujeres serían interpretados por actrices como López Arnaiz. 

Bien acompañada por un enorme y sobrio Darío Grandinetti, ¿alguna vez está mal este inmenso actor?, haciendo el “malo”, pero no un villano público, sino uno que se esconde, que son los peores, que además no se siente malvado, que es mucho peor, porque entonces era un maduro escritor, cuando se aprovechó impunemente de una adolescente y ahora un anciano venerado en el pueblo, un monstruo bien considerado como suele pasar, que la gente no quiere ver ni escuchar. La joven Aina Picarolo hace de Nina adolescente, que vimos en un papel corto en La casa entre los cactus, en una gran interpretación, con todo ese candor e inocencia de su edad, de gran parecido con su Nina adulta, en una composición estupenda de una actriz que le deseamos un gran futuro, porque se lo ha ganado con creces con su espectacular Nina, con su sutileza y esa sonrisa que llena todo el cuadro. Como buen western que se tercie, la película tiene esos individuos de reparto tan bien compuestos como Iñigo Aramburu como Blas, que hemos visto en películas vascas tan interesantes como Handia, HIl Kanpaiak e Irati, entre otras, Mar Sodupe, Ramón Agirre y Silvia de Pé, entre otros. 

No dejen escapar una película como Nina, y no lo digo para que acuden al cine a verla, que sí, pero también, porque se atreve a romper muchas cosas, y a tejer con paciencia y angustia un relato noir, de los que se recuerdan mucho más con los años, un western con la rabia, la melancolía y la pérdida que tenían los crepusculares que empezaron a adueñarse de las carteleras a partir de los cincuenta, cuando el cine dejó de épicas y empezó a mirar el alma de sus cowboys, unos tipos solitarios, alejados de todo, y empeñados en luchar por un amor perdido que nunca llegaron a tener. La Nina de Andrea Jaurrieta también nos habla de alguien con alma oscura, no porque no haya intentado olvidar, pero es un olvido que duele demasiado, y el destino le tiene guardada un último aliento, una vuelta a los hechos, a su pasado, a ese pasado que un día huyó de él, un pasado que grita mucho, incluso demasiado, y ella sólo sabe que podrá callarlo haciendo lo que tiene que hacer, o quizás no, vean la película para salir de dudas, y si pueden, hablen de ella, porque les aseguro que la experiencia de ver esta película queda en el alma, y su protagonista y su viaje no deja nada indiferente. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Ashkal. Los crímenes de Túnez, de Youssef Chebbi

CUERPOS EN LLAMAS.  

“La ciudad enorme con su cielo maculado de fuego y lodo”.

Una temporada en el infierno (1873), Arthur Rimbaud 

La ciudad y su espacio urbano abandonado han servido para el director Youssef Chebbi (Túnez, 1984), para mirar a su país, y sobre todo, a su ciudad y las personas que la habitan. En Les profondeurs (2012), un cortometraje de 26 minutos en que seguía la nocturnidad de un vampiro exiliado que volvía a vagar por la ciudad de Túnez. En Babylon (2012), era el documental que le servía de vehículo para retratar la gran megalópolis a través de sus gentes venidas de muchos lugares. En Black Medusa (2021), su ópera prima codirigida junto a Ismäel, una mujer misteriosa usaba la oscuridad de la noche para atrapar a hombres. En su segundo largometraje Ashkal. Los crímenes de Túnez, la noche y el espacio urbano vuelven a ser determinantes para contarnos una película que mezcla muchos géneros y texturas, construyendo un interesantísimo híbrido por el que se mueven el thriller, la política, lo social y el terror, a partir de una inquietante y sombría atmósfera que recuerda a aquellos títulos noir de los treinta y cuarenta, donde aparte de entretenernos con polis tras la pista de asesinos escurridizos, nos daban un exhaustivo repaso de la actualidad política y social. 

El cine árabe que ha llegado por nuestros lares, en contadas ocasiones todo hay que decirlo, una pena porque nos perdemos un cine diverso, diferente e interesante. Un cine que habitualmente se ha detenido en las cotidianidades de sus habitantes sometidos a las continuas guerras promovidas por occidente, a través del drama personal que sufren las personas. Por eso es de agradecer nuevas miradas como la que supuso una película como El Cairo confidencial (2016), de Tarik Saleh, en que el thriller tomaba partido para hablar sin tapujos ni menudencias de la corrupción estatal a través de la policía. El éxito de esta ha contribuido a que en los últimos tiempos veamos thrillers, y aún más, para retratar los sinsabores y consecuencias de las llamadas “Primaveras Árabes”, en la que en varios países, cansados de regímenes dictatoriales sujetados por occidente, sus gentes salían a las calles y protestaban ante los abusos de años y años de ignominia y terror. Revoluciones que han vivido su reflejo en el cine en películas como Harka, del año pasado, dirigida por Saeed Roustayi, en la que un desesperado tunecino se inmolaba como respuesta ante tanta miseria y soledad. 

Las autoinmolaciones, la posrevolución y la corrupción estatal después del régimen autoritario de Ben Ali, tienen en Ashkal (En árabe, es el plural de la palabra forma o patrón), su razón de ser, y lo hace a través de un inteligente y comedido guion de François-Michel Allegrini y el propio director, en la que se centran en un símbolo del antiguo gobierno como los Jardines de Cartago, en el que se erige un emplazamiento de lujo que era para los autócratas del régimen caído. En la actualidad, las obras se han reanudado en unos edificios donde sólo hay una impresionante estructura vacía y desolada, como el esqueleto de un monstruo, como sucedía con la ballena de Leviatán (2014), de Andréi Sviáguintsev. En ese lugar, siniestro y muy oscuro, poblado de fantasmas, aparecen varios cuerpos calcinados que investigan Batal, el policía veterano con pasado siniestro porque fue verdugo con el anterior régimen, y la savia nueva de Fatma, hija de un juez que está llevando a cabo la investigación denominada como la comisión “Verdad y Rehabilitación” inspirada en la real del  2013 llamada “Verdad y Dignidad”, donde se investigan las atrocidades del régimen derrocado en 2011. A partir de la extraordinaria cinematografía de Hazem Berrabah, donde prevalecen las noches muy oscuras, cargadas de un atmósfera asfixiante y agobiante, en que todo se ve a hurtadillas, entre susurros, caminando por una cuerda muy floja, donde los poderosos siguen ostentando poder a pesar de su pasado asesino, en que las autoridades no quieren destapar ni investigar nada, y donde los de siempre siguen ordenando las invisibles vidas de los ciudadanos. 

Un intenso y pausado montaje del francés Valentín Ferón, del que hemos visto las interesantes películas Black Vox y la reciente El origen del mal, sendos thrillers sobre la oscuridad y la corrupción estatal y humana, consiguiendo esa densidad, ese ritmo candescente como si una llama de fuego ardiendo se tratase, dan a la trama ese aspecto de pesadez, de relato kafkiano y emocional, donde nunca sabremos de qué demonios se trata lo que está ocurriendo, algo parecido a lo que se explicaba en excelente Zodiac (2007), de David Fincher, y muchas de sus películas como Seven (1995), Perdida (2014), en las que el cineasta de Colorado imprimía una pesadez a cada plano y encuadre, con unos personajes que luchaban contra su interior y el exterior lleno de obstáculos y pesadillas. La pareja de intérpretes también trabaja en ese sentido, en atrapar al espectador y no soltarlo durante los 92 minutos que dura la película, porque esa pareja, tan distinta y a la vez tan cercana, que les une una investigación y les separa un mundo, o podríamos decirlo, dos formas de régimenes de su país, o quizás es el mismo con diferente collar, como mencionaba el dicho popular. 

Tenemos a Mohamed Houcine Grayaa en la piel de Batal, el poli veterano, el que todavía sigue en el pasado, obedeciendo órdenes siniestras y haciendo como que no pasaba nada, recuerden los polis de la interesante e infravalorada película El arreglo (1983), de José Antonio Zorrilla, en el que un grandioso Eusebio Poncela arregla a golpes su trabajo como policía siguiendo las maneras del antiguo régimen. La otra policía es una mujer joven llamada Fatma Oussaifi, bailarina y profesora de danza, que compone una mujer valiente en un mundo demasiado religioso, machista y siniestro, escenificando ese aire de nuevo cambio, si es que es posible. Celebramos el estreno de una película como Ashkal. Los crímenes de Túnez, porque se aventura en un noir más pausado, más interesante y alejado de golpes de efecto y estridencias actuales, centrándose en un policiaco de los de antes y los de siempre, esta vez centrado en el fuego, con esos cuerpos autoinmolados, toda una metáfora de las revoluciones de las citadas “Primaveras Árabes”, que la acerca al cine de Julia Ducournau, en esa mirada desesperanzadora de la sociedad a través del género de terror más doloroso. Un caso y una ciudad rodeadas de un misterio agobiante, en el que la investigación cada vez se torna más difícil y compleja, así como todo lo que cerniéndose sobre la trama, todas esas cosas que ocurren en la oscuridad y la invisibilidad de la noche, tan sólo envuelto por una llama incandescente de un cuerpo quemándose. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Decision to Leave, de Park Chan-Wook

ESO QUE TENEMOS ES MÁS FUERTE QUE EL AMOR.

“Ser feliz, ser feliz porque si, porque respiro y porque tú respiras”

Pablo Neruda

MI primera vez con Park Chan-Wook (Seúl, Corea del Sur, 1963), fue con Old Boy (2003), un relato noir, muy oscuro y absorbente, con una elegante y sofisticada mise en scene, atravesada por una historia de amor arrebatada y sensual, estructurada a través de la venganza como leitmotiv, y sostenida en una violencia durísima, en una tragedia en la que se hablaba de vida y emociones. Eso sí, una de esas películas a la que siempre vuelves, siempre piensas, siempre imaginas, como ese amor que no puedes olvidar. Las siguientes del cineasta coreano han seguido en esa línea, atrapándonos en esos mundos dentro de este, unos mundos contradictorios, muy complejos, donde abundan las situaciones tensas y muy oscuras, en las que los espacios extraños y muy peculiares acompañados de los agentes atmosféricos tienen una importancia vital, escenificando el tsunami interior que están viviendo los respectivos personajes, unos personajes que deambulan, que no encuentran su lugar y sobre todo, van de aquí para allá en esa búsqueda incesante del amor.

Con Decision to Leave, nos sumerge en la mente de Jang Hae-joon, un policía insomne, obsesionado con su trabajo, en el montón de casos sin resolver que materializa mediante fotografías y notas en la pared del interior de un armario. Un policía que investiga los asesinatos de un sujeto que no logra detener, al que se suma el caso de un montañista, aficionado a Mahler, que ha caído mortalmente de una montaña muy peculiar. La cosa parece ser un suicido, pero con la entrada de Song Seo-rae, la mujer del muerto, todo cambia, y entre los dos nace una especie de amor-odio imposible de descifrar que los irá acercando cada vez más. Park Chan-Wook es un maestro de sumergirnos en su historia, y no lo hace de forma burda o con prisas, sino todo lo contrario, lo hace como los grandes maestros, a través de todo lo invisible, a través de miradas, gestos y objetos, objetos que adquieren su propio punto de vista, como esos encuadres a través de pantallas, y esos planos detalle en los que traspasa la pantalla como esas manos esposadas y rozándose, metáfora del conflicto que existe entre los dos protagonistas, y qué decir de esas secuencias, por ejemplo la del interrogatorio, en los que cambia la perspectiva o la vemos a través del reflejo o los monitores.

Una puesta en escena detallada y meticulosa, de la que cada movimiento de cámara no solo sirve para ver las cosas sino también para cambiar la perspectiva y generar esa incertidumbre constante en las emociones de los espectadores, creando esas imágenes imposibles que destilan una lírica suave y elegante, que le acerca a cineastas de la elegancia como Ophüls, Minnelli, Bresson, Visconti, y otros. Si la cámara interviene de forma fantástica en la narrativa del relato, el relato en si no le va a la caza porque también se muestra como un intenso y profundo caleidoscopio de situaciones, de tiempos, que van y vienen, y de conflictos laberinticos que empiezan y acaban sin ningún orden aparente, en el que los personajes viven el presente y el pasado aleatoriamente, aunque todo ese mejunje no hace que la película se torne complicada ni mucho menos, porque tiene esa mezcla de clasicismo y muy rompedoras como la tenían cineastas que también idearon historias de amor fou como Amanecer (1927), de Murnau, Breve encuentro (1945) de Lean, Jennie (1948), de Dieterle, Vértigo (1958), de Hitchcok, y Tristana (1969), de Buñuel, que acuñó el termino amor fou, In the Mood for Love, de Wong Kar Wai,  entre otras.

Chan-Wook, fiel a sus más cómplices colaboradores, vuelve a coescribir el guion junto a Seo-kyeong Keaong, quinto trabajo juntos, así como el cinematógrafo Kim Ji-Yong, acompañándolo en muchas de sus obras, y un reputado técnico que consigue ese aroma poético y muy cotidiano que tiene la película, con esos colores que contratan mucho con el ambiente, y esa atmósfera densa que nos subyuga desde el primer minuto, enredándonos en esos conflictos y emociones de los personajes, la excelente música de Jo Yeong-Wook, otro habitual, al que su lírica composición que va mucho más allá del acompañamiento, contribuyendo en construir toda esa madeja de emociones tan intensas y profundas, amén de las otros temas que como es frecuente en el cine del cineasta coreano, hay una mezcla muy interesante y particular, porque escuchamos desde la clásica de Mahler hasta un tema como “Niebla”, un bolero de antes que transmite todo lo que les acerca y distancia a los dos personajes principales, y finalmente, la participación del montador Kim Sang-Beom, toda una institución en la cinematografía coreana con más de cien títulos a sus espaldas, un habitual de Chan-Wook, que consigue una maravilla de edición, dotando de coherencia y ritmo pausado a una película que se va a los ciento treinta y ocho minutos de metraje, que no cansa y sobre todo, no aburre en ningún instante, sino todo lo contrario, donde el interés y el misterio adquieren un tono de in crescendo arrollador y muy inquietante.

Una magnífica pareja protagonista, con demasiadas vidas en sus pasados, con Park Hae-Il, que habíamos visto en Memories of Murder y The Host, ambas de Bong Joon-Ho,  en la piel del policía que no puede dormir, en alguien que vive agobiado por la niebla donde vive, que no está enamorado de la mujer con la que vive, y sobre todo, se siente fascinado por Song Seo-rae, a la que debe investigar y amar a la vez, todo un conflicto enorme, pero junto a ella lo tiene todo, o quizás podríamos decir, no le falta nada. Frente a él, Tang Wei, la actriz china que nos había maravillado en película como Deseo, peligro, de Ang Lee y en la reciente Largo viaje hacia la noche, de Bi Gan, en el rol de esa femme fatale, de esa mujer que nos seduce con la mirada o con un leve gesto, tan inteligente y bella, pero también llena de peligro por su intervención o no en las diferentes muertes que se van sucediendo durante todo el metraje. Como en toda película de amour fou que se precie, nos encontramos con una pareja protagonista compleja, llena de amor y también de odio e indiferencia, por lo menos en un sentido aparente, porque el noir debe contener esos elementos de persuasión y sensualidad, esos momentos en los que el tiempo se detiene, como los convirtiera en seres inmateriales, donde todo lo terrenal adquiere otro sentido, como esa maravillosa secuencia en la cima de la montaña, mientras está nevando y cae la noche, todo adquiere magia y sobre todo, una belleza donde podemos escuchar la respiración de los seres en cuestión, un elemento primordial en la película, porque constantemente se juega en todo lo que sienten y se explica con imágenes, detalles, objetos y acercamientos, sin recurrir a los diálogos, convirtiendo la película en un ejercicio de cine mudo, donde la imagen prevalece ante la palabra.

No dejen pasar la oportunidad, si la tienen, porque no todo el mundo tiene un cine que programen una película como esta, peor el que si la tenga, no deje de ver Decision to Leave en una pantalla grande, como mandan las buenas películas, con unas características de sonido y butacas muy cómodas, porque créanme si les digo que la película así lo requiere, porque cuenta y sobre todo,  está contada con elementos pensados para una gran pantalla, donde la imagen tiene esa fuerza y esa belleza, donde el tiempo pierde su sentido, y la vida lo tiene todo, porque no solo van a disfrutar de uno de los cineastas más rompedores e interesantes actuales, sino que se van a dejar llevar por el amor, eso sí, un amor de verdad, de los que duran para siempre, y no me refiero a lo físico, sino a lo emocional, a los que después de los años, siguen en tu interior, y no los puedes olvidar, y no por intentarlo, sino porque es mucho más fuerte que el amor, un amor que vive, que sueña y sobre todo sigue en el recuerdo, porque uno no ama y recuerda a quién quiere sino a quien sintió de verdad, al que no puede olvidar aunque pasen los años. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Juan Miguel del Castillo

Entrevista a Juan Miguel del Castillo, director de la película «La maniobra de la tortuga», en el marco del BCN Film Fest, en el Hotel Casa Fuster, el miércoles 27 de abril de 2022.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Juan Miguel del Castillo, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Eva Calleja de Prismaideas, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Fred Tatien y Natalia de Molina

Entrevista a Fred Tatien y Natalia de Molina, intérpretes de la película «La maniobra de la tortuga», de Juan Miguel del Castillo, en el marco del BCN Film Fest, en el Hotel Casa Fuster, el miércoles 27 de abril de 2022.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Fred Tatien y Natalia de Molina, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Eva Calleja de Prismaideas, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La maniobra de la tortuga, de Juan Miguel del Castillo

EL DOLOR DE UN HOMBRE.

“Las personas que viven solas siempre tienen algo en su mente que estarían dispuestos a compartir”

Antón Chéjov

En los setenta, el nuevo cine estadounidense recuperó los policíacos clásicos y los actualizó, descontaminándolos de tanta aura romántica, situando a sus héroes a ras de suelo, convirtiéndolos en antihéroes, en tipos vulnerables, y sobre todo, muy humanos. Ahí tenemos al Marlowe que interpretaba magistralmente Elliott Gould en El largo adiós (1973), de Robert Altman, el fantástico Serpico de Al Pacino en la película homónima de 1973, o el Harry Moseby al que daba vida Gene Hackman en La noche se mueve (1975), de Arthur Penn. Todos ellos se movían por la periferia, entre las ruinas y la decadencia de una sociedad sin futuro y ensimismado en el capitalismo más feroz. El inspector o lo que queda de él Manuel Bianquetti, no estaría muy lejos de los investigadores citados, porque anda muy perdido, roto por un dolor que no acaba de matar, y dispuesto a todo porque ya no le queda nada  a que agarrarse. Si algo caracteriza a tipos de esta especie es la mala suerte, una especie de fatalismo que les persigue sin descanso, aunque la vida y su astucia, les dará una nueva ruta con la que podrán redimirse.

Después de la interesante y demoledora Techo y comida (2015), Juan Miguel del Castillo (Jerez de la Frontera, Cádiz, 1975), ha encontrado en la novela “La maniobra de la tortuga”, de Benito Olmo, la inspiración para su segundo largometraje, con un guion escrito junto a José Rodríguez, que ya estuvo en Adiós (2019), de Paco Cabezas, que junto a La isla mínima (2014), de Alberto Rodríguez, dos de los noir andaluces más impactantes de los últimos años. Sin alejarse demasiado de los barrios obreros de Cádiz, y adentrándose en otras zonas de la tacita de plata, esos lugares sin nombre, donde abundan las malas gentes, y las zonas abandonadas y oscuras. Todo arranca con el mencionado inspector atrapado en un Cádiz del que quiere irse, pero su superior se lo impide, él sigue obsesionado con el asesinato de su hija hace años y del trauma por haberse cargado a un inocente. El tiempo le devuelve al dolor o quizás, una nueva oportunidad para espiar sus fantasmas, porque una chica ha sido asesinada, y él por su cuenta empezará a investigar.

Del Castillo consigue un relato muy noir, peor muy actual y cercano, creando ese Cádiz como si una isla se tratase, una isla donde náufragos como el protagonista intentan salir de allí sin dolor y sin miedo. Con una atmósfera extraordinaria, con el gran trabajo de arte de Vanesa de la Haza, que ya estuvo en los equipos de La peste y La isla mínima, ambas de Alberto Rodríguez, un espectacular trabajo de cinematografía de Gina Ferrer, que sigue brillando después de Panteres, de Erika Sánchez y Tros, de Pau Calpe, con esa mezcla de día y noche, con ese sol cegador y esos neones nocturnos que nos recuerdan al Doyle de Wong Kar-Wai. El exquisito y ágil montaje de Manuel Terceño, que ha trabajado en La peste, y en la interesante Parking, de Tudor Giurgio, otro relato de segundas oportunidades, que consigue un ritmo cadencioso e intenso en sus ciento y tres minutos de metraje. La trama bien llevada y trabajada, nos lleva de la mano del inspector protagonista por los arrabales de Cádiz, por todos esos espacios donde suceden las cosas malas, y lo hace con honestidad y sin piruetas argumentales, sino con un estilo marcado clásico y actual, donde vemos el peculiar via crucis de alguien que se equivocó y no logra tirar pa’lante.

La aparición de la vecina, una mujer que intenta vivir con el recuerdo de un marido maltratador que la sigue acosando por teléfono, añade un aliciente más a una película que no deja indiferente, que tiene mucho cine, que nos asfixia con sus personajes atrayentes, sus lugares no lugares, y sobre todo, con su exploración a las partes más oscuras de la condición humana y la complejidad y vulnerabilidad de los seres humanos. Una película de estas características que habla y profundiza en la negritud del alma humana, necesita tener un reparto bien conjuntado y lleno de matices y detalles. Encontramos a Ignacio Mateos, Gerardo de Pablos y una espectacular Mona Martínez, que ya nos helaba la sangre como una matriarca gitana de armas tomar en la citada Adiós, y la pareja protagonista, una Natalia de Molina que deja a la madre angustiada y solitaria de Techo y comida, para meterse en la piel de una joven, también sola, y amargada por la presencia/ausencia de un ahombre que la machaca en todos los sentidos.

Mención aparte tiene la presencia de Fred Tatien, un actor desconocido para quién escribe, que había visto de pasada en La próxima piel (2016), de Isa Campo e Isaki lacuesta, y La enfermedad del domingo (2018), de Ramón Salazar, en un rol magnífico, siendo la mejor baza de la película, convirtiéndose en el alma y en la piel de la trama, interpretando o mejor dicho, arrastrando el grandioso cuerpo, dos metros de estatura, y la mirada rota y triste de alguien que lo ha perdido todo y ya no puede más, o quizás, solo puede un poco más, y ve en el asesinato de la joven, un reflejo de su hija y la oportunidad de volver a intentarlo una vez más, quizás la última vez, moviéndose por los lugares más oscuros y malvados de la sociedad, haciendo el trabajo sucio y maloliente que no hacen los que fueron sus compañeros. Manuel es un proscrito, un desterrado, alguien que cumple la peor de las condenas, la de querer a una hija muerta, la de alguien que se quedó en el pasado y el presente lo mata cada día, uno de esos tipos fuertes físicamente y destrozado anímicamente, con esa mirada que duele por todo lo que oculta. Del Castillo ha construido una extraordinaria película, con su tempo y un cuadro que no se olvida, colocando otra gran piedra para que el noir andaluz siga dándonos muchas alegrías y siga escarbando en eso que muchos no quieren hablar pero está ahí y muy presente. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

 

A Land Imagined, de Yeo Siew Hua

LOS QUE NUNCA DUERMEN, LOS QUE NUNCA SUEÑAN.

“¿Acaso el sueño no es el testimonio del ser perdido, de un ser que se pierde, de un ser que huye de nuestro ser, incluso si podemos repetirlo, volver a encontrarlo en su extraña transformación?”

Gastón Bachelard

A principios del verano del año pasado, leía una noticia escalofriante, una noticia que hablaba del elevadísimo índice de mortalidad de obreros en las construcciones del Mundial de Fútbol de Qatar 2022. Más de 1400 fallecidos de países como Nepal, India y Bangladesh. Víctimas invisibles y olvidadas, producidas por las condiciones miserables de trabajo, necesitados y explotados por la codicia y avaricia humana por construir y generar cantidades ingentes de dinero. Vidas casi espectrales, vidas sin vida, vidas ensombrecidas, esas vidas son las que pululan por la segunda película de Yeo Siew Hua (Singapur, 1985), después de su experimental In the House of Straw (2009), en la que el cineasta viste de thriller de investigación, drama realista social y realismo mágico, un relato nocturno, repleto de almas en suspenso, lleno de heridas emocionales, en un espacio singular y fascinante, una de las áreas industriales de Singapur, donde la realidad o lo tangible ha desaparecido, dando dado paso al espejismo, a lo artificial, con acciones surrealistas como traer tierra de países colindantes como Malasia, Laos o Vietnam, para seguir ganando terreno al mar, y construir en esos islotes falsos, donde la línea de la playa es asquerosamente recta, edificios mastodónticos donde albergar ejecutivos o turistas.

Un espacio artificial por donde inmigrantes chinos, bangladenses o de otras regiones necesitadas, se mueven trabajando en condiciones infrahumanas de sol a sol, explotados hasta la extenuación, descansando en cuchitriles que más se parecen a zulos, donde se hacinan trabajadores, o más bien esclavos, que no consiguen dormir y deambulan por las noches sin fin, de aquí para allá, o como hace el protagonista, inventarse identidades falsas mientras chatea en un cibercafé, quizás lo más real y auténtico que tengan sus existencias. Yeo Siew Hua se mueve en un relato marcadamente noir, hipnótico, con esa atmósfera inquietante y cotidiana, casi de ciencia-ficción, con esa luz asfixiante y bellísima obra del cinematógrafo japonés Hideo Urata, construyendo una trama con saltos en el tiempo y onírica, en un misterio que nos va encerrando, con ese policía veterano, que también padece insomnio, como el desaparecido que busca, que se desplaza entre lo real y onírico, como si nada, en un ejercicio absolutamente brillante de clarividencia narrativa, y asombroso domino de la narración, como del entramado visual, con esos neones convertidos en un elemento esencial de este tipo de películas asiáticas, creando esos espacios reales, pero a la vez irreales, en el que sueñan los protagonistas, o sería mejor decir, en el que intentan soñar, o mantienen pesadillas, porque esa realidad mugrosa y sucia en la que viven se lo impide.

Los días son ruidosos, dentro de ese aparato industrial de tierra, máquinas ensordecedoras y empleados de aquí para allá (un espacio que recuerda al filmado en El desierto rojo, de Antonioni, donde la industria y la máquina, acababan absorbiendo al humano), pero en cambio, las noches son otro cantar, las noches es tiempo de lo posible, de soñar con otra identidad en el mundo virtual tecleando compulsivamente un ordenador, bañarse en las aguas con una mujer inteligente, o simplemente, tumbarse en una arena, de vete tú a saber de dónde viene, mirando las estrellas, imaginándose con esa vida-espejismo que nunca tendrás, pero en los sueños, sí. El cineasta singapurense juega a la doble mirada, el día y la noche, lo real y virtual, el trabajo y los sueños, incluso, con los hechos, en los que abre un inquietante acertijo en el que desconocemos si algunos de los hechos que nos cuentan han sucedido realmente o no, en ese especie de limbo donde habitan y se pierden los personajes.

Una trama policial excelentemente narrada, como lo hacían los Carné, Renoir, Hawks o Huston, y tantos maestros del noir, de ese género esencial para hablar de los males de las sociedades, con sus alegrías y tristezas, sus injusticias y pocas verdades, con esos tipos perdidos, a la deriva, sin nada y sin nadie, torpedeados por la vida y por un futuro demasiado incierto, que todavía no ha llegado, almas sin sombra, que siempre buscan a alguien, o quizás, ese alguien que buscan sea una mera excusa para seguir adelante, o tal vez, al que busca, tiene demasiados cosas en común con él, y lo busca, no para localizarlo, sino para verse en él, para compartir algunas cosas en las que se parecen, para encontrar un espejo que soporte una realidad demasiado negra. El excelente reparto encabezado por el veterano actor singapurense Peter Yu, dando vida al poli o lo que queda de él, bien acompañado por una fascinante Luna Kwok, la actriz china que da vida a la enigmática empleada del cibercafé, y Xiaoyi Liu, intérprete chino que hace de Wang, y Ishtiaque Zico, el inmigrante de Bangladesh desaparecido.

A Land Imagined tiene el aroma de esa luz cálida, colorida, penetrante, asfixiante e inquieta que escenifican muchas de las películas chinas de la última hornada, como las de Bi Gan, Hu Bo, Diao Yinan, Jia Zhangke o Wang Xiaoshuai, cine de aquí y ahora, que nos habla de las consecuencias personales, cotidianas e íntimas de las transformaciones estructurales, económicas, sociales y políticas de China y alrededores, donde lo humano ha desaparecido para dejar paso a una economía devastadora, opulenta y catastrófica, de pura explotación, que nunca tiene suficiente, siempre sigue (re)inventando las ciudades en pos de cambiarlas, transformarlas en centros de producción económica, que genere dinero y trabajo, eso sí, trabajo precario, esclavo y explotado, que realizarán inmigrantes, gentes invisibles que no tienen derecho, que les sustraen el pasaporte, chantajeados con la repatriación, desaparecidos si la ocasión se tercia, anulados como personas, y vapuleados en pos de un progreso que más tiene que ver con la autodestrucción de la humanidad que con otra cosa, donde el humano se ha sustituido por la máquina, por el beneficio económico, en que el mundo va de cabeza a la extinción, a la nada absoluta. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA