Entrevista a Juan Miguel del Castillo, director de la película “La maniobra de la tortuga”, en el marco del BCN Film Fest, en el Hotel Casa Fuster, el miércoles 27 de abril de 2022.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Juan Miguel del Castillo, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Eva Calleja de Prismaideas, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Fred Tatien y Natalia de Molina, intérpretes de la película “La maniobra de la tortuga”, de Juan Miguel del Castillo, en el marco del BCN Film Fest, en el Hotel Casa Fuster, el miércoles 27 de abril de 2022.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Fred Tatien y Natalia de Molina, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Eva Calleja de Prismaideas, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Las personas que viven solas siempre tienen algo en su mente que estarían dispuestos a compartir”
Antón Chéjov
En los setenta, el nuevo cine estadounidense recuperó los policíacos clásicos y los actualizó, descontaminándolos de tanta aura romántica, situando a sus héroes a ras de suelo, convirtiéndolos en antihéroes, en tipos vulnerables, y sobre todo, muy humanos. Ahí tenemos al Marlowe que interpretaba magistralmente Elliott Gould en El largo adiós (1973), de Robert Altman, el fantástico Serpico de Al Pacino en la película homónima de 1973, o el Harry Moseby al que daba vida Gene Hackman en La noche se mueve (1975), de Arthur Penn. Todos ellos se movían por la periferia, entre las ruinas y la decadencia de una sociedad sin futuro y ensimismado en el capitalismo más feroz. El inspector o lo que queda de él Manuel Bianquetti, no estaría muy lejos de los investigadores citados, porque anda muy perdido, roto por un dolor que no acaba de matar, y dispuesto a todo porque ya no le queda nada a que agarrarse. Si algo caracteriza a tipos de esta especie es la mala suerte, una especie de fatalismo que les persigue sin descanso, aunque la vida y su astucia, les dará una nueva ruta con la que podrán redimirse.
Después de la interesante y demoledora Techo y comida (2015), Juan Miguel del Castillo (Jerez de la Frontera, Cádiz, 1975), ha encontrado en la novela “La maniobra de la tortuga”, de Benito Olmo, la inspiración para su segundo largometraje, con un guion escrito junto a José Rodríguez, que ya estuvo en Adiós (2019), de Paco Cabezas, que junto a La isla mínima (2014), de Alberto Rodríguez, dos de los noir andaluces más impactantes de los últimos años. Sin alejarse demasiado de los barrios obreros de Cádiz, y adentrándose en otras zonas de la tacita de plata, esos lugares sin nombre, donde abundan las malas gentes, y las zonas abandonadas y oscuras. Todo arranca con el mencionado inspector atrapado en un Cádiz del que quiere irse, pero su superior se lo impide, él sigue obsesionado con el asesinato de su hija hace años y del trauma por haberse cargado a un inocente. El tiempo le devuelve al dolor o quizás, una nueva oportunidad para espiar sus fantasmas, porque una chica ha sido asesinada, y él por su cuenta empezará a investigar.
Del Castillo consigue un relato muy noir, peor muy actual y cercano, creando ese Cádiz como si una isla se tratase, una isla donde náufragos como el protagonista intentan salir de allí sin dolor y sin miedo. Con una atmósfera extraordinaria, con el gran trabajo de arte de Vanesa de la Haza, que ya estuvo en los equipos de La peste y La isla mínima, ambas de Alberto Rodríguez, un espectacular trabajo de cinematografía de Gina Ferrer, que sigue brillando después de Panteres, de Erika Sánchez y Tros, de Pau Calpe, con esa mezcla de día y noche, con ese sol cegador y esos neones nocturnos que nos recuerdan al Doyle de Wong Kar-Wai. El exquisito y ágil montaje de Manuel Terceño, que ha trabajado en La peste, y en la interesante Parking, de Tudor Giurgio, otro relato de segundas oportunidades, que consigue un ritmo cadencioso e intenso en sus ciento y tres minutos de metraje. La trama bien llevada y trabajada, nos lleva de la mano del inspector protagonista por los arrabales de Cádiz, por todos esos espacios donde suceden las cosas malas, y lo hace con honestidad y sin piruetas argumentales, sino con un estilo marcado clásico y actual, donde vemos el peculiar via crucis de alguien que se equivocó y no logra tirar pa’lante.
La aparición de la vecina, una mujer que intenta vivir con el recuerdo de un marido maltratador que la sigue acosando por teléfono, añade un aliciente más a una película que no deja indiferente, que tiene mucho cine, que nos asfixia con sus personajes atrayentes, sus lugares no lugares, y sobre todo, con su exploración a las partes más oscuras de la condición humana y la complejidad y vulnerabilidad de los seres humanos. Una película de estas características que habla y profundiza en la negritud del alma humana, necesita tener un reparto bien conjuntado y lleno de matices y detalles. Encontramos a Ignacio Mateos, Gerardo de Pablos y una espectacular Mona Martínez, que ya nos helaba la sangre como una matriarca gitana de armas tomar en la citada Adiós, y la pareja protagonista, una Natalia de Molina que deja a la madre angustiada y solitaria de Techo y comida, para meterse en la piel de una joven, también sola, y amargada por la presencia/ausencia de un ahombre que la machaca en todos los sentidos.
Mención aparte tiene la presencia de Fred Tatien, un actor desconocido para quién escribe, que había visto de pasada en La próxima piel (2016), de Isa Campo e Isaki lacuesta, y La enfermedad del domingo (2018), de Ramón Salazar, en un rol magnífico, siendo la mejor baza de la película, convirtiéndose en el alma y en la piel de la trama, interpretando o mejor dicho, arrastrando el grandioso cuerpo, dos metros de estatura, y la mirada rota y triste de alguien que lo ha perdido todo y ya no puede más, o quizás, solo puede un poco más, y ve en el asesinato de la joven, un reflejo de su hija y la oportunidad de volver a intentarlo una vez más, quizás la última vez, moviéndose por los lugares más oscuros y malvados de la sociedad, haciendo el trabajo sucio y maloliente que no hacen los que fueron sus compañeros. Manuel es un proscrito, un desterrado, alguien que cumple la peor de las condenas, la de querer a una hija muerta, la de alguien que se quedó en el pasado y el presente lo mata cada día, uno de esos tipos fuertes físicamente y destrozado anímicamente, con esa mirada que duele por todo lo que oculta. Del Castillo ha construido una extraordinaria película, con su tempo y un cuadro que no se olvida, colocando otra gran piedra para que el noir andaluz siga dándonos muchas alegrías y siga escarbando en eso que muchos no quieren hablar pero está ahí y muy presente. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“No hay nada que obligue tanto a mirar las cosas como hacer una película. La mirada de un literato sobre un paisaje rural o urbano puede excluir una infinidad de cosas, recortando del conjunto sólo las que le emocionan o le son útiles. La mirada de un director de cine sobre ese mismo paisaje, en cambio, no puede dejar de tomar consciencia de todas las cosas que hay en él, casi inventariándolas”.
Pier Paolo Pasolini
Doce años después de La leyenda del tiempo, Isaki Lacuesta (Girona, 1975) ha vuelto a filmar a los hermanos Gómez, al Isra y al Cheito, los sueños y las ilusiones inocentes propias de la infancia, cuanto todo estaba por hacer, por decidir, por vivir, han dejado paso a unos adultos con cargas familiares y con expectativas laborales duras, y en el caso de Isra, aún más, porque sale de la cárcel después de una condena por narcotráfico. Recogiendo el postulado de André Bazin: “El cine es el único medio capaz de mostrar el paso de la vida a la muerte”, que se escuchaba en Las vacaciones del cineasta (1974), de Johan van der keuken, Lacuesta adopta la tesis baziniana para filmar las vidas de estos chicos gaditanos, para retratarlos en el tiempo, para ver que ha sido de ellos después de doce años, y lo fabrica con herramientas propiamente dichas del documental, aunque tomándose licencias narrativas, como suele hacer en su cine, en el que la deriva del lenguaje adopta diferentes capas de la realidad propiamente dicha, y la ficción convencional, para crear una suerte de cine donde todo se fusiona para rastrear el paisaje filmado, y sobre todo, para capturar las miradas de sus personajes, sus emociones y su inmediatez, ese palpito indisoluble en aquello que ellos miran y viven, y lo que nosotros miramos con ellos.
El cineasta gerundense ha construido un guión, con sus inseparables Isa Campo y Fran Araújo, en continua construcción, que vivie y respira junto a sus personajes, en el que ellos mismos han colaborado en los diálogos, para captar esa realidad de los dos hermanos, esa vida que va y viene, ese tiempo fugaz, que se escapa, que no se detiene. El relato mantiene ciertos aspectos intrínsecos en el cine de Lacuesta, empezando por la captura de lo real a través de la ficción, y viceversa, fusionándose en uno solo, la idea del doble, que forma parte del adn de su cine, el otro como respuesta, como reflejo y también, como doblez de sus personajes, como le ocurre a Isra, en esas dos aguas, a las que se refiere el título (extraído de un disco de Paco de Lucía, como ya ocurría en La leyenda del tiempo, el disco de Camarón, quizás el trabajo más revolucionario del flamenco en una vida laboral legal, aunque la situación de paro y pocas expectativas sean tan duras, y en esa otra vida, la ilegal, la de trapichear con la droga, de dinero fácil, pero con la cárcel como futuro.
El paisaje como elemento importante en su mirada, una parte física y emocional de los personajes, por el que se mueven como almas en pena, como barcos a la deriva, en ese perpetuo movimiento que los lleva de un espacio a otro, de un tiempo a otro, de una vida a otra, convirtiéndose casi en aquellos cowboys que se perdían en las llanuras solitarias, magnetizándose con el paisaje y perdiéndose (como hace Herzog en mucho de su cine) en un intento vano de buscarse y encontrar el sentido a sus vidas que perdieron hace tiempo, y ya no se reconocen en los suyos, y sobre todo, en ellos mismos. La forma de Lacuesta observa a sus criaturas sin juzgarlas, colocándolas en medio de ese paisaje agreste y áspero, tanto físicamente como emocionalmente, capturando la esencia del espacio y de sus personajes, víctimas de su pasado y de su realidad, como les ocurre en muchos casos a los personajes de las películas de Fritz Lang, donde intentan escapar infructuosamente de aquello que les martiriza y les hiere, como les ocurre a Isra y Cheito con el recuerdo de la muerte de su padre.
Quizás, como sucedía en La próxima piel (2016) pero en esta más, Lacuesta ha hecho su película más social, recogiendo esa sensación de no futuro que hay en la provincia de Cádiz (el lugar con más paro del país) y concretamente, la situación social de la Isla de San Fernando, y al igual que hacía Buñuel en Los olvidados (1950) y Pasolini en su Accattone (1961) la película rescata a la primera línea a los invisibles, a los más desfavorecidos, a los que cada día se levantan para buscar trabajo en la lonja, recoger chatarra en lugares difíciles como espacios abandonados y ruinosos, o marisqueando para sacarse unas perras, trabajos para vivir o algo que se le parezca, todo para volver a ser quién eras, para recuperar a tu familia, para que tu mujer vea que has cambiado, que has optado por una vida honrada, y volver a estar con tus hijas, y vivir con tu familia, una vida legal y tranquila, aunque eso sea tan complicado en esa zona, donde el trabajo es escaso, o no existe, y si lo hay, está mal pagado.
El director catalán huye de cualquier atisbo de paternalismo o sentimentalismos, todo respira y vive en su medida, filmando con la distancia justa y necesaria, ni más ni menos, dejando que sus personajes respiren y sientan, reflejando esa vida inmediata y alegre, porque también hay tiempo para ello, como los encuentros con los amigos, los titubeos con el trapicheo, las zambullidas en el agua, los paseos en barca por las aguas gaditanas, soñando con un futuro mejor, o simplemente, soñando, recordando (como hace en algunos momentos la película, que recupera imágenes de La leyenda del tiempo) aquel niño que fuimos, aquel chaval que soñaba con una vida futura diferente, no fantástica, peor si mejor que la de ahora. Lacuesta ha capturado esa realidad anclada en la ficción, con esa textura del 16mm obra de su cinematógrafo habitual, Diego Dussuel, para recoger todos los colores y aromas de San Fernando, y esos espacios en mitad de la nada, en esa periferia física y emocional, en esas casuchas de la playa, que se inundan cuando sube la marea, en un justo y preciso montaje de Sergi Dies, que consigue sumergirnos en los 136 minutos del metraje, mezclando con acierto los momentos duros con aquellos más amables, focalizándonos en la mirada de Isra, Cheito y los demás, en sus derivas emocionales de lanzarse a otra misión lejos de su familia que tiene Cheito, o buscarse la vida para estar con su mujer y familia que padece Isra.
La poderosa mirada y brutal interpretación de Israel Gómez (que recuerda a los personajes del ya citado Pasolini o el José Luis Manzano, en las películas de Eloy de la Iglesia, que lo dirigió en varias películas) convirtiéndolo en un actor de fuerza expresiva, como demuestran sus grandes momentos en la cinta cuando se emociona por su situación familiar o sus coqueteos con el lado oscuro, o esas discusiones brutales con Cheíto, sin olvidarnos del papelón del propio Cheíto, que se convierte en ese espejo donde mirarse para Israel, y los demás personajes, tan naturales y complejos como ese paisaje físico y emocional que con tanto tino retrata el cineasta gerundense. Lacuesta ha cimentado una bellísima y dolorosa, apasionante y viva, con esa alegría que duele, o esa sonrisa amarga, una película sobre la sociedad actual, sobre las pocas expectativas de futuro, sobre el tiempo, sobre la mirada y la vida, aquella que se escapa sin remedio, aquella que viaja a velocidad de crucero, la que no espera, la que duele, la que no tiene compasión, la que a veces es amarga, y en ocasiones, en pocas, da alegrías aunque sean de tanto en tanto.
Lacuesta es un cineasta total, alguien capaz de conseguir una filmografía llena de trabajos diferentes y parecidos a la vez, como lo certifican sus 9 largos, y sus puñados de cortometrajes, instalaciones museísticas y espectáculos teatrales, donde encontramos narraciones y lenguajes de toda índole y condición, en una filmografía en continuo viaje para construir el lenguaje más idóneo para cada proyecto, en el que todo se (des) construye con herramientas de ficción, documental y demás, donde no hay límites, donde todo es posible, donde se adecua para el bien del relato que tiene entre manos, consiguiendo de manera sencilla y honesta, unos trabajos donde el espacio y la narrativa dialogan constantemente haciéndose preguntas, viajando hacia mundos diferentes, imposibles, agrestes e inhóspitos, en que sus personajes se transmutan con el paisaje, creando una suerte de realidad y ficción, o las dos cosas a la vez, fusionándose y dialogando, e investigándose en continuo movimiento.