El origen del mal, de Sébastien Marnier

STEPHANE Y LA EXTRAÑA FAMILIA. 

“Por severo que sea un padre juzgando a su hijo, nunca es tan severo como un hijo juzgando a su padre”.

Enrique Jardiel Poncela 

Había una vez una mujer llamada Stephane. Una mujer que apenas sabía de su padre, un padre dedicado a los negocios y a las mujeres. Pero, un día Stephane conoce a su septuagenario padre en su rica mansión en mitad de una pequeña isla,  y su opulenta vida. Allí conoce su vida. Una vida en la que están una mujer sesentona, caprichosa y estúpida, una hija fría y calculadora que se ha puesto al frente de los múltiples negocios después del ictus del padre, una nieta que odia a su familia y quiere huir, y finalmente, una criada inquietante y oscura que sabe demasiado de todos y todas ellas. La realidad con la que se encuentra Stephane es muy inesperada, una situación que invitaría a huir y no volver jamás, aunque en el caso de la mujer e hija resucitada, todo será diferente, porque estará entre un padre que necesita a una aliada frente a sus “enemigas”, y las mujeres, necesitan otra mujer a su lado, alguien en confiar y derrotar al padre débil. 

La tercera película del director francés Sébastien Marnier, después de las interesantes Irréprochable (2016), y L’heure de la sortie (2018), sendos dramas ambientados en el trabajo y en la educación, se erige a través de un guion del propio director y la colaboración de Fanny Burdino, que tiene en su haber películas tan estupendas como Después de nosotros (2016), de Joachim Lafosse, El creyente (2018), de Cédric Kahn y Arthur Rambo (2021), de Laurent Cantet, entre otros. Un relato que, en su primera mitad, nos habla de una familia disfuncional, no son todas un poco o mucho, una familia enfrentada por la herencia de un padre débil de salud, en la que vemos sus relaciones y los diferentes roles de los personajes, tan excéntricos como cercanos. En su segunda parte, la película vira hacia el thriller hitchockiano, donde todo se torna aún más oscuro si cabe, y donde la historia se adentra en aspectos mucho más inquietantes y sorprendentes. El director francés nos sitúa en otro lugar muy Hitchcock, que recuerda a aquella mansión de Rebeca (1940), aunque está muy peculiar, llena de cajas y cajas llenas de artículos y productos que compra compulsivamente Louis, la mujer de George, el padre. 

Al igual que la siniestra familia, el lugar no podía ser diferente a tanta apariencia y lujo, como esa casa sobrecargada de elementos, a cuál más siniestro, como esos animales disecados, plantas y toda clase de objetos muy horteras que ofrecen un aspecto frágil y vulnerable a todo lo que allí acontece. Marnier vuelve a trabajar con el cinematógrafo Romain Carcanade, que ya estuvo en L’heure de sortie, que consigue esa luz etérea, donde enmarca a unos personajes que ocultan muchas cosas, con esos largos planos secuencia, como el que abre la película en el vestuario de la empresa de conservas, y las interesantes divisiones de la pantalla, tan significativas en el desarrollo emocional de los individuos. El preciso y brillante montaje de Valentin Féron, del que hemos visto Tan lejos, tan cerca y Black Vox, y Jean-Baptiste Beaudoin, del que conocemos Una íntima convicción y Promesas en París, que dota de ritmo y un in crescendo brutal a una película que se va a las dos horas de metraje. Una excelente música que va puntualizando los altibajos de unos personajes cercanísimos y misteriosos, firmada por el dúo Pierre Lapointe y Philippe Brault, que repiten después de la experiencia en El vendedor (2011), de Sebastien Pilot. 

Si el guion funciona como un mecanismo funcional lleno de capas complejas, y la técnica se pone a su servicio, el reparto debía estar a la altura de la exigencia. Tenemos a una Laure Calamy, que hace poco la vimos como la alocada Magalie en Las cícladas, de Marc Fitoussi, ahora su personaje está en las antípodas, porque su Stephane es una mujer que trabaja como operaria de conservas de pescado, vive en una habitación de alquiler y mantiene una relación tóxica con una reclusa. La llegada de su padre perdido dará un vuelco a su miserable vida. Le acompañan Doria Tillier en el papel de George, una mujer de armas tomar, siniestra y arribista, que hemos visto en películas de Quentin Dupieux y Nicolas Debos, entre otros. La joven Céleste Brunnquell como Jeanne, la pequeña menos contaminada de esta familia de locas, Verónique Ruggia Saura, que ha estado en las tres películas de Marnier, como Agnes, la criada que no está muy lejos de la Señora Danvers, y muchas saben de lo que hablo, Suzanne Clément como una detenida, amante de Stephane, que nos encandiló en las películas de Xavier Dolan, entre otros, y para terminar, dos grandes y veteranos de la cinematografía francesa como Dominique Blanc y Jacques Weber, en los roles de Louise y Serge, tal para cuál o un matrimonio que se odia más fuerte que el amor que quizás sintieron alguna vez en sus vidas. 

El origen del mal, de Sébastien Marnier, no es una película de esas que agradan a todos los públicos, porque no sólo habla de la familia, sino de una familia en particular, una familia que, salvando las distancias, se parece a las nuestras, aunque sea un poco, que ya es mucho, porque la familia y en este caso, esta familia no es diferente a la nuestra y la de nadie, porque en ella hay de todo, hay personas que se odian a sí mismas y a los demás, hay tensiones, mentiras, secretos, violencia, amor no lo sabemos, o quizás, el amor, en su complejidad, tiene demasiadas caras o quizás, el amor puede ser también eso, querer sin importar las consecuencias, o tal vez, el amor es querer sí, pero no querer a los demás demasiado, como hacen en esta familia, que usan el amor para querer, pero no a los que tienen más cerca, si no a lo que tienen, al maldito parné, que cantaba Miguel de Molina, o al vil metal, que decía Pérez Galdós, el dinero, esa cosa que mezclada con el amor da resultados muy sorprendentes e inquietantes, sino que le pregunten a Stephane y su nueva familia. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Un blanco fácil, de Jean-Paul Salomé

SOY LA SINDICALISTA MAUREEN KEARNE. 

“Lo más revolucionario que una persona pueda hacer es decir siempre en voz alta lo que realmente está ocurriendo”.

Rosa Luxemburgo

Hay una larga tradición en la cinematografía europea de hacer películas sobre el trabajo y sus problemas: Amargo silencio (1960), de Guy Green, La clase obrera va al paraíso (1971), de Elio Petri, El hombre de hierro (1981), de Andrzej Wajda, Daens (1982), de Sitjn Coninx, Sinfin (1985), de Krzysztof Kieslowski, Germinal (1992), de Claude Berri y Pan y rosas (2000), de Ken Loach, entre muchas otras. Películas que generalmente están amarradas a la actualidad más cercana, en la que a parte de contarnos historias que nos sacuden fuertemente, tienen una parte emocional y psicológica muy profunda. Un blanco fácil (La Syndicaliste, en el original), basada en la novela homónima de Carolina Michel-Aguirre, que se basa en sucesos reales, es una de esas películas que nos devuelve al trabajo y sus historias, cosa que se agradece, porque últimamente el cine ha olvidado la actividad que condiciona completamente nuestras vidas. 

La película se trata de la segunda colaboración entre la actriz Isabelle Huppert y el director Jean-Paul Salomé (París, Francia, 1960), después de Mamá María (2020), en la que en un tono de comedia dramática, una especialista en escuchas telefónicas que trabaja para la policía, va involucrándose en un trapicheo de drogas.Tanto el tono como el contenido han cambiado mucho en Un blanco fácil, un guion escrito por el propio director y  Fadette Douard, de la que hemos visto Papicha, de Mounia Meddour, y Entre rosas, de Pierre Pinnaud, porque seguimos a Maurren Kearney, una sindicalista de la principal multinacional nuclear de Francia, una mujer de carácter y dura que se mueve en un mundo de hombres, patriarcal y machista. El conflicto estalla cuando la jefe es sustituida por Luc Ourset, un tipo sin escrúpulos que quiere pegar el pelotazo de su vida, vendiendo la empresa a China, con la conveniencia de un poderoso abogado, todo a espaldas del gobierno. La señora Kearney no permitirá semejante abuso y descabello y se enfrentará al dirigente para salvar a los 50000 trabajadores de la macro empresa. 

No es la primera vez que el director había coqueteado con el thriller, si recordamos Espías en la sombra y El camaleón, entre otras, pero es la primera vez que lo hace mezclando el trabajo, el sindicalismo, el drama personal y el thriller político, en un relato que nos devuelve títulos como Tempestad sobre Washington, Cinco días de mayo, Klute, Todos los hombres del presidente, entre otras, en las que a través de la cruzada personal de un tipo, se hace una radiografía crítica y brutal sobre las aristas y las miserias de un sistema democrático injusto, partidista y profundamente violento. En Un blanco fácil lo que empieza siendo una tarea tremendamente dificultosa para la protagonista, recibiendo amenazas y una persecución feroz, deriva a se acusada por inventar una violación, todo enmarcado en el thriller más puro y oscuro, como esas viejas películas del Hollywood clásico, donde nada es lo que parece, y donde empiezas persiguiendo y acabas en el otro lado, pisoteado y acusado. La estupenda y etérea cinematografía de Julies Hirsch, un grande que ha trabajado con Godard, Desplechin, Techiné, Jacquot, y también estaba en la mencionada Mamá María, con ese tono frío y cercano, que escenifica con detalle los diferentes estados de ánimo por los que pasaba la sindicalista. 

El impresionante ritmo y calidad del montaje del tándem Valérie Deseine, también en Mamá María, y Aïn Varet, ayuda a contar con transparencia y brillo todos los detalles de una película nada fácil, con una gran intensidad, agobio y psicología, que se va a las dos horas de metraje. La magnífica música de Bruno Coulais, que capta la tensión y la inquietud de la protagonista, sumergida en un laberinto kafkiano y apabullante, que no es la primera vez que trabaja con Salomé. Que podemos decir de Isabelle Huppert, con más de medio siglo de carrera y más de 100 títulos a sus espaldas con los directores más importantes de la cinematografía europea, hace su enésima composición con un personaje como el de Maureen Kearney, la sindicalista que cree en las personas y se enfrenta a un universo machista y sin escrúpulos, que disfrazados de socialdemócratas son unos miserables fascistas que lo venden todo, empresas públicas, personas y todo lo que se les antoje, sin pensar en las consecuencias de cientos de miles de vidas tiradas a la basura. Una mujer, que ama a su marido y a su hija, pero obsesionada con su trabajo, y llena de fortaleza y valentía, que contrasta con el cuerpo menudo y aparentemente frágil de la actriz, pero todo lo contrario, un cuerpo lleno de fuerza y temperamento capaz de enfrentarse a todos y todo. 

Acompañan a Huppert un buen grupo de intérpretes empezando por Grégory Gadebois en el papel de marido protector y paciente, Pierre Deladonchamps, un inspector de policía que es uno más de esa cadena legal que sigue órdenes y atosiga a la víctima de ninguneando su confesión y acusándola sin investigar, y luego, las excelentes colaboraciones de Marina Foïs, que hemos visto recientemente en la extraordinaria As bestas, como la ex jefa, una más o una menos, eso nunca podemos saberlo. Y Finalmente, Yvan Attal como Luc Ourset, menuda pieza, menudo tipo, todo un miserable que actúa bajo sus propios instintos de depredador y avaricia, uno de esos señores con traje y corbata que han ido a los colegios y universidades más caras, pero que, en el fondo, son unos vampiros sedientos de violencia y dinero. Estamos de enhorabuena porque son escasas las películas sobre el trabajo, y más aún, que estén protagonizadas por mujeres, pensamos en la reciente Matria, de Álvaro Gago, y cómo no en el espejo donde se mira Un blanco fácil, que no es otra que la extraordinaria Norma Rae (1979), de Martin Ritt, todo un acontecimiento en su momento, que le valió un merecidísimo Oscar a Sally Field, en su contundente e inolvidable interpretación de una sindicalista en lucha y protesta continúa para salvar el trabajo, vaya a ser que los socialdemócratas en sus ansías de avaricia y glotonería quieran venderlo al subes asiático o cualquier país del este. Norma y Maureen sólo son dos, aunque deberíamos ser más, afiliados al sindicato y luchar no sólo por nuestro trabajo, sino por una vida más digna y justa, porque nos han vendido la democracia, pero no la real. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Ti mangio il cuore, de Pippo Mezzapesa

TIERRA DE SANGRE. 

“No quiero matar a todos… sólo a mis enemigos”.

Frase escuchada en El Padrino, de Coppola. 

Hemos visto muchas películas que abordan la mafia italiana desde múltiples aspectos y miradas, como, por ejemplo, y por citar las más recientes, tenemos Gomorra (2008), de Garrone, Calabria (2014), de Francesco Munzi, El traidor (2019), de Bellocchio, Para Chiara (2021), de Jonas Carpignano, entre otras. Ahora, nos llega Ti mangio il cuore, qué podríamos pensar otra de gangsters, sí, es otra de gangsters, pero con alguna que otra peculiaridad. Porque se concentra en la región de Puglia, en el promontorio de Gargano, en una península al sureste de Italia. Una zona poco o nada tratada en el cine, en una historia que arranca en 1960, en una inmensa secuencia de apertura que nos deja sin aliento, en la que asistimos a una matanza en fuera de campo, ciñéndonos en una virgen o madonna que irá llenándose de sangre a medida que avanzan los disparos secos y estruendosos. La acción se traslada al 2004, cuando Michele Malatesta ya adulto y padre de familia, único testigo y superviviente de la matanza, desea la paz entre su familia y los Camporeale, autores de la citada matanza. 

El director Pippo Mezzapesa (Bitonto, Italia, 1980), que ha trabajado en documentales y cortometrajes y un par de largometrajes encuadrados en temas humanos y sociales, basados en hechos reales, como Il paese delle spose infelici  (2011), e Il bene mio (2018). Con Ti mangio il cuore se inspira en la novela homónima de Carlo Bonini y Giuliano Foschini, en un guion escrito a seis manos por dos cómplices como Antonella W. Gaeta y Davide Serino y el propio director, en el que abordan el odio y la venganza entre dos familias, los Malatesta y Camporeale, y la chispa que todo lo provoca que no es otra que el amor entre el apocado y reservado Andrea Malatesta y Marinela, la esposa de Santo, el hermano huido de los Camporeale. El amor queda al descubierto y la violencia entra en juego de manera salvaje y cruel, sin miramientos ni compasión, a degüello y hasta el final. En este tipo de relatos es difícil no caer en acciones trilladas y demás, pero lo que hace especial la película de Mezzapesa es su estética, filmada en un primoroso y magnífico blanco y negro, muy contrastado, como ese brutal comienzo que ya hemos mencionado, la procesión que vemos, con esos mantos negros de las mujeres que contrasta con las casas blancas, etc. que firma el cinematógrafo Michele D’Attanasio, que ya estuvo en La giornata (2017), corto del citado director italiano, y que hemos visto otros trabajos suyos en películas de Moretti, por ejemplo. 

El gran trabajo de montaje de Vicenzo Soprano, que ha trabajado en películas de Garrone, y Donde caen las sombras (2017), de Valentina Pedicini, que vimos por aquí, porque consigue dotar de ritmo y pausa a una película con muchos asesinatos que se va casi a las dos horas de metraje. Si la fotografía es uno de los elementos más espectaculares y cruciales de la película, su asombroso y equilibrado reparto no se queda atrás, arrancando por su maravillosa pareja protagonista. Por un lado, tenemos a Elodie, famosa cantante italiana que debuta en el cine dando vida a la impresionante Marilena, una mujer, muy al estilo de la Sofía Loren de aquellas comedias de De Sica, que se convertirá en el objeto de deseo, amor y vida de Andrea Malatesta que hace un desatado y estupendo Francesco Patané, que recordamos por su papel dando réplica a Castellito/Gabriele D’Annunzio en El poeta y el espía (2020), de Gianluca Jodice, en un personaje de esos que se recuerdan por todo su brutal proceso. Le siguen figuras como Michele Placido, que da vida a Vincenzo Montanari, el otro, que intenta poner paz entre las dos familias, el gran Michele Placido, con más de medio siglo de carrera, que hemos visto en mil y una con grandes nombres como los de Monicelli, Amelio, Comencini, Ferreri, Moretti, Tornatore y Borowczyk, entre otros. 

Seguimos con el mencionado “Padrino” de los Malatesta, lo hace Tommaso Ragno, que conocemos por su aparición en películas como Lazzaro felice (2018), de Alice Rohrwacher, y Tres pisos, de Moretti, entre otras, y Lidia Vitale, la mamá de los Malatesta, auténtica mamma italiana, que tiene en su filmografía a Sorrentino, Castellito y Marco Tulio giordana, y muchos más. Después tenemos una retahíla de estupendos intérpretes con esos rostros de “verdad”, como en las películas de gángsters de Coppola y Scorsese, donde no parecen actores ni actrices, sino mafiosos de verdad, con esas formas de caminar, de mirar y de disparar, que encogen el alma. Unos tipos que van de cara y sin miramientos, con una mezcla de miedo y valentía, los Francesco Di Leva, Giovanni Trombetta, Letizia Pia Cartolaro, Giovanni Anzaldo, Gianni Lillo y Brenno Placido, entre otros. Ti mangio il cuore, de Pippo Mezzapesa gustará a todos los amantes de películas de gangsters, con violencia a raudales, pero no esa violencia gratuita y estúpida de otras producciones populares, aquí la violencia hace daño, duele, y tiene consecuencias terribles, de esas que provocan más sangre, y sobre todo, secuelas emocionales, porque en la vida no hay nada gratis, en la vida todo se paga e incluso a veces se paga con la vida, la posesión más preciada que tenemos y que tanto olvidamos, quizás nos salve el amor, pero ya sabemos que no, el amor también tiene su violencia, y en ocasiones, puede ser mortal, y si no que se lo digan a los Capuleto y Montesco de esta película. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La hija eterna, de Joanna Hogg

MI MADRE Y YO. 

“Parte de la historia habla de cómo nuestras madres – más que nuestros padres – tienen el poder de transportarnos de nuevo, da igual nuestra edad, a la infancia, como si usaran un hechizo. Incluso cuando se ha alcanzado los cuarenta o más, cuando se está cuidando a padres ancianos, la sensación de ser una persona adulta desaparece y vuelven las lágrimas y el sentimiento de vulnerabilidad”.

Tilda Swinton 

No nos dejemos llevar por el tono y la textura de cuento de terror gótico que almacena una película como La hija eterna, el sexto largometraje de Johanna Hogg (London, United Kingdom, 1960), porque alberga la misma mirada e inquietudes que ya estaban en las anteriores películas de la excepcional cineasta británica. La historia vuelve a hablarnos de familia, en este caso madre e hija, de entornos muy cotidianos y tremendamente domésticos y palpables, ese hotel que antes fue la mansión de la familia, y nuevamente, en estados vacacionales y de asueto, una directora que quiere armar su nueva película mientras se aísla unos días en ese lugar solitario y alejado de todos y todo, pensando, descansando y sobre todo, recordando. 

La británica una experta consumada en la observación de las grietas emocionales femeninas en el entorno familiar, ya lo descubrimos con Unrelated (2007), su ópera prima en la que seguía a una casada infeliz que se refugiaba en un joven, en Archipelago (2010), las tensiones de una familia también eran el foco de atención, así como en Exhibition (2013), con una pareja que debe abandonar el edificio que han construido y compartido, o en el magnífico díptico The Souvenir (2019), y su secuela, dos años después, en la que profundiza en el primer amor de una joven, su toxicidad y su recuperación. Julie es una mujer madura, sin hijos, cineasta de oficio, que pasa unos días con Rosalind, su anciana madre. En esos días de descanso y trabajo, envuelta en muchas sombras y nieblas, situada en una zona inhóspita como Moel Famau, en Gales, vivirá o quizás deberíamos decir, tendrá su Ebenezer Scrooge dickensiano particular, porque Julie recreará y volverá al pasado, aquel que compartió con su madre, en el que se destaparán recuerdos ocultos, invisibles y sobre todo dolorosos, en una especie de viaje espejo-reflejo en que la protagonista se sumergirá en una especie de ensoñación catártica, en la que la seguiremos, la sentiremos y la descubriremos, y nos adentramos en su interior, en todo aquello que oculta y nos oculta, y que irá emergiendo a la superficie más tangible, dejando sobre la superficie toda su relación y no relación con su madre. 

Como hemos mencionado el tono y la textura nos remiten de forma directa a los cuentos de terror clásicos de la época victoriana, a sus personajes solitarios, melancólicos y perdidos, que tan bien relataron nombres tan ilustres como los de Henry James y su inmortal Otra vuelta de tuerca, y su excelente adaptación cinematográfica The innocents (1961), de Jack Clayton, autores como William Wilkie Collins y Margaret Oliphant, entre otras, a películas de la Hammer basándose en relatos de Poe y Lovecraft, y a todo ese universo donde lo inquietante se apodera de la historia, y vemos al personaje metido en una sucesión de experiencias extrañas que no tienen una explicación racional ninguna, en que el grandísimo trabajo de cinematografía de Ed Rutherford, que ya estuvo tanto en Archipelago como Exhibition, el exquisito y conciso montaje de Helle Le Fevre, que ha trabajado en los seis títulos de la directora, que construye una armonía perfecta para condensar los noventa y seis minutos de metraje, así como la inquietante y cercana música de Béla Bartók (1881-1945), un gran compositor que su música se acopla con detallada perfección a las imágenes de la cineasta. 

Hogg acoge el cuento de terror gótico de forma natural y absorbente, pero sólo lo usa para sumergirnos y sobre todo, vapulear a su personaje, expulsándolo de su zona tranquila y llevándolo a ese otro espacio donde abundan las sombras, las tinieblas (qué maravillosa niebla, que recuerda a la de Amarcord, de Fellini), y los fantasmas, tanto los suyos como los ajenos, todos esos espectros que revivimos de tanto en tanto, todos los que nos rodean y damos cuenta de ellos en algunos instantes de nuestra existencia, cuando debemos investigarnos y encontrarnos, como el caso de Julie, que pretende hacer una película sobre su relación con su madre. La directora londinense es una maestra consumada en introducirnos, sin estridencias ni piruetas narrativas, casi de forma transparente, de un entorno íntimo y cotidiano en otro, muy oscuro y violento, pasando de un lado al otro del espejo de manera tan natural como sencilla, a través del diálogo, como esa recepcionista, tan inquietante como amable, que dice que el hotel está lleno y nunca vemos a nadie más, o la aparición del vigilante y jardinero, que recuerda a aquel otro de El resplandor (1980), de Kubrick, con el que Julie mantiene una relación, algo estrecha y que la transformará en muchos sentidos. La compañía del perro también se convierte en un elemento distorsionador que inquietará a la protagonista. 

La elección de Tilda Swinton, que ya estuvo en el díptico The Souvenir, para el doble papel tanto de hija como madre, no sólo consigue seducirnos desde el primer encuadre, sino que consigue capturar toda la retahíla de matices y detalles de los dos personajes y de todo lo que se ha cocido a su alrededor, en ese espejo-reflejo en bucle, y la estupenda compañía y no de los otros personajes, la rara recepcionista que interpreta la debutante Carly Sophia-Davies, coproductora de la cinta, y el enigmático y cercanísimo vigilante que hace Joseph Mydell, al que vimos en Manderlay (2005), de Lars Von Trier, y algunas series británicas, completan un breve reparto que no sólo hace aumentar la inquietud y la extrañeza que tenemos durante toda la película. No se pierdan La hija eterna, de Joanna Hogg, porque a parte de todas las cosas que les he comentado, es una película que recordarán por mucho tiempo, porque no es sólo una película más de terror con la Swinton, sino que es una película que nos habla de nosotros y sobre todo, nuestra relación con nuestra madre, y eso es fundamental, no sólo en nuestras vidas sino en nuestras relaciones y en todo aquello que sentimos, porque todo nace y se cuece cuando éramos pequeños y mirábamos a nuestra madre y ella nos miraba, o quizás no. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Theo Montoya

Entrevista a Theo Montoya, director de la película «Anhell69», en el marco del D’A Film Festival en Barcelona, en el Hotel Regina, el miércoles 29 de marzo de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Theo Montoya, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Iván Barredo de Surtsey Films, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Blanquita, de Fernando Guzzoni

LA JOVEN POBRE Y LA LEY.  

“La verdad es más importante que los hechos”.

Frank Lloyd Wright

Si nos fijamos con detalle en las dos películas anteriores de Fernando Guzzoni (Santiago de Chile, 1983), Carne de Perro (2012), que cuenta la posibilidad o no de redención de un torturador de la dictadura chilena, y Jesús (2016), centrada en la falta de posibilidades de un chaval que se siente a la deriva, tendríamos muchos de los elementos que se analicen con profundidad en Blanquita, porque tenemos a una joven de 20 años, cuyo nombre da título a la película, con un historial que hiela la sangre, porque sufrió abusos de niña, y después de pasar por un centro de menores, intenta salir adelante con un bebé a cuestas, y tenemos una situación de alguien que se esconde, que se invisibiliza, porque su pasado le impide salir adelante. Dos temas que son la base de la película de Guzzoni, al que hay que añadir la inspiración del Caso Spiniak, que asoló Chile en el 2004-2005, en el que se descubrió una red de abuso y explotación infantil en el que estaban implicados poderes como empresarios y gobernantes. 

A partir del caso real, el director chileno construye una interesante ficción que mezcla con acierto e inteligencia el drama social y político, contado como si de un thriller se tratase, centrándose en la denuncia de Blanquita que acusa a los poderosos de estos delitos. La joven, acompañada por el Padre Daniel, antiguo tutor del centro, que la cree a pies juntillas. Un cuento de nuestros días, una fábula que nos va sumergiendo en una kafkiana película de terror entre la ley, mal llamada justicia, y la joven, o lo que es lo mismo, la guerra desigual entre el poder, disfrazado de legalidad, y los de abajo, aquellos que no tienen nada, que les niega todo, y se les somete a una sociedad desigual, totalmente injusta, en el que unos viven y los otros son explotados. Con una excelente cinematografía que firma Benjamín Echazarreta, que es el autor de esas dos maravillas que son Gloria (2013), y Una mujer fantástica (2016), ambas de Sebastián Lelio, en la que la oscuridad nos va envolviendo, y nos lleva por lugares lúgubres, tristes y sin alma, donde se cuenta mucho más sin subrayar nada de lo que ya se dice en la película, donde la palabra es sumamente importante, al estilo de esas succionadoras fábulas de Asghar Farhadi, donde te vuela la cabeza con esos conflictos de nunca acabar en el que van minando la voluntad de sus protagonistas. 

La potente y afilada música de la dj parisina Chloé Thévenin, que ya la escuchamos en Arthur Rambo, de Laurent Cantet, y el brutal montaje, lleno de tensión e incertidumbre, con esos 94 minutos que se te agarran y no te sueltan, que firman dos grandes como el polaco Jaroslaw Kaminski, que está detrás de películas tan importantes como Ida (2013) y Cold War (2018),  ambas de Pawel Pawlikowski, amén de otras como Quo Vadis? (2020), de Jasmila Zbanic, y Nunca volverá a nevar (2020), de Malgorzata Szumowska, entre otras, y la chilena Soledad Salfate, habitual del mencionado Lelio, y Paz Fábrega y Pepa San Martín, entre otras. Si la parte técnica brilla con intensidad, la parte artística la acompaña de la mano, con unos personajes sumamente complejos, ambiguos y contradictorios, entre los que están la inmensa Laura López en el papel de Blanquita, un personaje que nos cuestiona en todo momento, en ese testimonio que va de la verdad y la mentira y mezclándolo todo, y sólo es una excusa, porque la realidad es más triste, porque la película profundiza en los efectos de la ley, en el manejo arbitrario de los poderes ante los hechos, y la indefensión de los más necesitados ante esa ley que, presumiblemente, ayuda a todos. 

Acompañan a la desdichada protagonista, el Padre Daniel, que interpreta Alejandro Goic, el actor fetiche de Guzzoni, al que también hemos visto en películas del citado Lelio, Larraín, Wood, Littín, y otros grandes intérpretes como Amparo Noguera, en el papel de una diputada que quiere pero su posición y amiguismo la hacen mantenerse en su elitismo, que era la ex pareja del ex torturador en Carne de perro, un fiscal de armas tomar en la piel de Armando Alonso, que sustituye a la otra fiscal, que hace Daniela Ramírez, que deja el caso por hurgar demasiado. Guzzoni ha hecho una película incomodisima, que destapa las irregularidades ancestrales de una justicia, y la de cualquier país llamado occidental, que sólo ayuda al poderoso, y sobre todo, humilla y somete a la víctima, como el caso de Blanquita, con la ayuda de la prensa carroñera, cómplice del poder, que la descreen, la amenazan y la encajonan por señalar a los abusadores, a los delincuentes, y ejercen la ley y toda la presión del mundo para que cambie su versión, para que se retracte y sobre todo, para que se olvide o la ley la juzgará. Blanquita es mucho más que una película, es la razón que, como decía el gran Buñuel, que vivimos en la peor sociedad de todas, esa que sólo se hace para que cuatro vivan y dominen al resto, a un resto que si habla y los señala, le caerá toda la contundencia de la ley sobre ellos, y así funcionan las cosas, puedes creer en la humanidad, pero no es así, y no lo es porque la ley sólo sirve para mantener a los malvados en el poder, y no sólo eso, también sirve para mantener en la pobreza y la miseria a los de abajo, no vayan a desobedecer y rebelarse, porque eso sería el final, y nadie de los de arriba quiere eso, sino que se lo digan a Blanquita y el Padre Daniel, que lo saben y muy bien. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Georgia Oakley

Entrevista a Georgia Oakley, directora de la película «Blue Jean», en el marco del D’A Film Festival, en la terraza del Hotel Regina en Barcelona, el domingo 26 de marzo de 2023.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Georgia Oakley, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a Iván Barredo de Surtsey Films, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño, a mi querido amigo Rafael Dalmau, por su gran labor como intérprete, y al equipo de comunicación del D’A Film Festival. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Blue Jean, de Georgia Oakley

ENTRE DOS AGUAS. 

“Nada más intenso que el terror de perder la identidad”.

Alejandra Pizarnik 

Hay secuencias que, por sí mismas, explican cada detalle y cada gesto de lo que siente el personaje en cuestión, sin necesidad de subrayados en los diálogos y la explicación reiterativa. En Blue Jean, la ópera prima de Georgia Oakley (Oxfordshire, Reino Unido, 1988), existe esa secuencia, y no es otra que esos momentos, creo que son un par en la película, en el que vemos a Jean, la protagonista, tiñéndose el cabello y luego, sentada en el sofá, en el silencio de la noche, ensimismada en sus pensamientos. Filmar no sólo su intimidad, sino también la soledad que la rodea, y su interior, debatido en lo que es y siente, y la presión social que estigmatiza su condición LGTBQ+. Una secuencia que sin emplear la palabra, explica el complejo estado de ánimo de una profesora de educación física en el norte de Inglaterra conservadora de Thatcher de 1988, y su maldita ley, la conocida Sección 28 que impedía que los maestros y los que trabajan para las autoridades locales reconocieran la existencia de la homosexualidad. Toda una barbaridad que Jean no lleva nada bien, porque debe guardar las formas y esconder su lesbianismo, y llevar una doble vida con su novia Viv y las demás lesbianas que tienen una cooperativa para ayudarse y defender sus derechos que, en contraposición, viven su condición de forma libre y sin ataduras. Aunque, esa aparente y difícil realidad se romperá con la llegada de Siobhan, una alumna lesbiana que sacará a relucir demasiadas cosas que afectarán a Jean. 

La directora británica construye una película potente y muy compleja, alejándose del esquematismo y el mensaje, y filmando una película muy íntima y sensible, donde hay verdad, miedo, y estigmatización a una forma de ser y sentir que es perseguida y machacada. El aspecto 1,66:1 y la película de 16mm ayuda a crear esa atmósfera que traspasa la pantalla, muy cercana, y donde podemos tocar a los personajes y sentir su piel y emociones, la misma textura que encontrábamos en los primeros cines de Loach, Frears y Leigh, entre otros. Un cine que habla de la sociedad, de sus individuos y sobre todo, de sus problemas y sus inquietudes. La cinematografía de Victor Seguin, del que habíamos visto su trabajo en películas muy interesantes como Gagarine y A tiempo completo, entre otras, ayuda a creer en todo lo que se cuenta, y también, a implicarnos en el conflicto que sufre la protagonista, al igual que el conciso y revelador montaje de Izabella Curry, que consigue aglutinar con acierto todos los detalles, tanto físicos como emocionales, en unos intensos y conmovedores noventa y siete minutos de metraje. 

La película genera debate y controversia ante la actitud de la protagonista, una mujer que se debate entre su pasión por la docencia y la educación física, y la estigmatización de una sociedad muy conservadora, clasista y ensimismada en unos valores arcaicos y excluyentes para diferentes formas de vivir y de amar. Los espectadores somos Jean, la acompañamos en este particular vía crucis tanto vital como identitario en el que está diariamente, sin poder expresarse libremente y sobre todo, ocultando quién es y qué hace fuera del instituto. Oakley introduce varios frentes y todos muy convenientes, desde la relación con esa hermana, casada y madre, y ese cuñado, con esas vidas tan convencionales y en las antípodas de Jean, y qué decir, del hallazgo de guion, escrito por la propia directora, en el que existe el conflicto entre las dos alumnas: Lois que acosa a Siobhan por ser lesbiana y la guerra que se genera entre ellas, en la que Jean, como su profesora, deberá intervenir y ser partícipe de un conflicto en el que ella tiene mucho que ver porque lo sufre cada día. 

Una película que consigue con pocos elementos sumergirnos en la atmósfera de esa Inglaterra de los ochenta tan llena de contrastes, en el que vemos a unas lesbianas bailando música techno y sintiéndose libres en sus espacios y en contra, tenemos a un gobiernos aplicando leyes homófobas y racistas, que sufren mujeres como Jean, que deben ocultarse frente a la rectitud y el conservadurismo de sus compañeros y la dirección del instituto donde trabajo. Un relato conciso, de pocas palabras y llena de piel y sentimientos que se sienten y no hay palabras para expresarlos y que nos muestra la intimidad y la cotidianidad de alguien que sufre y se siente atrapada sin saber cómo hacer ante las imposiciones injustas de la vida, debía tener un reparto igual de potente y lleno de detalles, donde una mirada y un gesto dice mucho más que un diálogo. Tenemos a dos jóvenes actrices como Lucy Halliday y Lydia Page como Lois y Siobhan, respectivamente, que dan vida de forma muy convincente a las dos estudiantes en litigio, tanto en la cancha por ser la líder que no quiere perder su estatus, y en su sexualidad, porque Lois hará lo impensable para desterrar a su rival. 

Mención aparte tienen las dos actrices adultas principales, donde destacan por sus grandes composiciones a Kerrie Hayes, que hemos visto en series como The Mill, The Living and the Dead, entre otras, se mete en la piel de una sorprendente Viv, una mujer que vive su lesbianismo sin complejos, sin importarle nada y sobre todo, sin ocultarse, frente a ella, Rosy McEwen, que ha triunfado con la serie El alienista, junto a Daniel Brühl, tiene en el personaje de Jean su gran oportunidad de protagonizar un drama íntimo tan importante, y no defrauda en absoluto, sino todo lo contrario, porque su composición es sublime, lleno de detalles, y cómo mira, unas miradas en las que sentimos todo el desbarajuste emocional en el que transita un personaje que se siente en tierra de nadie, a la deriva, luchando con todas sus fuerzas en silencio, y sobre todo, afectada por un miedo aterrador, ocultándose por la estigmatización de su condición de lesbiana. Nos quedamos con el nombre de la cineasta Georgia Oakley a la que seguiremos su esperemos carrera cinematográfica, ya sea en el cine o la televisión, porque si en su primera película ha sido capaz de hacernos reflexionar y emocionarnos de esta forma, deseamos que en sus próximos trabajos conforme una línea tan brillante y potente como esta, porque hacen falta muchas historias que se detengan y expliquen de dónde venimos y analicemos las innumerables barbaridades que han impuesto tantos gobiernos llamados democráticos contra la libertad del individuo y sus diferentes formas de sentir y amar. En fin, la lucha continúa. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Saint Omer, el pueblo contra Laurence Coly, de Alice Diop

MADRES E HIJAS. 

“Matamos lo que amamos. Lo demás no ha estado vivo nunca”

Rosario Castellanos 

Una de las razones por las que me apasiona el cine es su gran capacidad para llevarte a situaciones muy incómodas, profundizar en tus contradicciones y sobre todo, a reflexionar en tus propias ideas sobre las cosas. Un cine que sea complejo, que transite por las zonas oscuras de la condición humana, y un cine que sea vivo, fiel a su tiempo y una crónica de lo que hacemos y lo que somos. Saint Omer, el pueblo contra Laurence Coly, la ópera prima de Alice Diop (Aulnay-sous-Bois, Francia, 1979), escrita por Marie Ndiaye, Amrita David y la propia directora, que se basa en un hecho real y en una experiencia de la cineasta, es una de esas películas, porque a partir de un hecho real, nos sitúa como testigos privilegiados en el interior de un juicio. Un juicio en el que no dirimen si la acusada, la citada Laurence Coly, dejó morir ahogada a su bebé de quince meses, porque ella misma ha confesado su autoría, sino que el juicio va más allá, y todos los allí presentes quieren conocer las causas que llevaron a un mujer inteligente y culta, a cometer semejante crimen. 

Diop que ha confeccionado una filmografía con abundantes cortos y mediometrajes, siempre con lo social y la inmigración como focos de atención, en su primer largometraje, nos sumerge en las cuatro paredes del mencionado juicio, en la que hemos llegado a la deprimida Saint Omer, al norte de Francia, de la mano de Rama, una joven novelista que asiste al juicio. Alice Diop construye una película a partir de la palabra, del discurso de la acusada y las propias contradicciones de ella misma, y de los otros testimonios, el Sr. Dumontet, ex pareja de la acusada, y la madre de la juzgada. Asistimos a un dialecto sin descanso, donde volvemos a aquella playa donde Laurence Coly dejó a su hija, e indagamos por el antes y el después, y todos los pormenores y silencios y oscuridades de una joven senegalesa que llegó a Francia con ilusiones y deseos, y cómo estos fueron desapareciendo y su vida se limitó a una relación con un señor casado que le sacaba treinta años de diferencia, una madre con la que no tenía relación y una soledad y una depresión acuciantes. La película cuece a fuego lento, con esa pausa que te va absorbiendo, un fascinante cruce de espejos entre la acusada y la novelista, donde tanto una como otra se ven reflejadas y muy cercanas, entre dos mujeres que una ha sido madre y la otra, lo será. 

Una luz natural contrastada en el que cada encuadre engulle a los personajes que aparecen en su soledad y sus pensamientos y en su testimonio, en un gran trabajo de composición y elegancia por parte de la cinematógrafo Alice Mathon, de la que hemos visto películas tan importantes como El desconocido del lago (2013), de Alain Guiraudie, Mi amor (2015), de Maïwenn, Retrato de una mujer en llamas (2019), y Petite maman (2021), ambas de Céline Sciamma, y Spencer (2021), de Pablo Larraín, entre muchas otras, y el preciso e intenso montaje de Amrita David, que ya había trabajado con Diop, en un imponente ejercicio de planos y contraplanos, llenos de miradas, silencios y demás, donde las casi dos horas de metraje se pasan volando, donde hay descanso, pero un descanso lleno de incertidumbre y de inquietud. La directora, de padres senegaleses, se aleja completamente de ese cine de juicios donde se juega con la resolución del veredicto en forma de thriller, aquí el thriller se mezcla con lo social de forma muy potente, porque en realidad, el juicio le sirve a la directora como excusa y como motor para hablar y reflexionar sobre otras situaciones más arraigadas y de gran actualidad, como las vidas y los problemas de los hijos de inmigrantes africanos en la Francia que se enorgullece de diversidad y multiculturalidad y demás, y la realidad difiere mucho de ese eslogan. 

Un relato muy sencillo y honesto en todo lo que cuenta y cómo lo hace, en su humanidad y en su complejidad, y en sus planteamientos, porque también nos habla de oportunidades, de estigma por el color de la piel, de miedo a ser madre, de muchos miedos, de soledad y de salud mental, y de muchísimas más cosas, porque la historia se instala en esa incomodidad de la que hablábamos desde el primer instante, siguiendo con reposo y tensión toda la explicación de los hechos allí juzgados, y los diferentes actores que intervienen, como esa jueza que quiere comprender ciertas acciones completamente incomprensibles de la acusada, el fiscal que agrede verbalmente a una juzgada que se siente indefensa, aturdida y acosada, y finalmente una abogada defensora que sabe que allí no se está juzgando a un madre que ha acabado con la vida de su hija, sino que la cosa va sobre quienes somos como sociedad y qué hacemos con los otros, porque suceden ciertas cosas y siempre miramos al otro lado. Unos intérpretes que mezcla actrices con experiencia como Valérie Dréville que hace la jueza, Aurélia Petit es la abogada y Xavier Maly como el Sr. Dumontet, y Robert Cantarela como el fiscal. 

Para sus personajes principales, Diop opta por actrices casi desconocidas como Kayije Kagame que da vida a la novelista Rama, de formación y oficio de artista, debuta en el cine con esta película, creando un personaje sumamente complejo, como podemos comprobar en los enigmáticos flashbacks de la relación densa con su madre, que la asistencia al juicio aún abrirá tantas heridas que todavía se mantienen ahí. Frente a ella, en esos intensos cruces de vidas, ánimo y esas miradas que tanto dicen, como suele ocurrir, sin necesidad de subrayarlo con el diálogo, tenemos a Guslagie Malanda, que había debutado en el largometraje con Mi amiga Victoria  (2014) de Jean-Paul Civeyrac, duro drama basado en una novela de Doris Lessing, metida en un personaje dificilísimo, el de una madre que ha dejado morir a su bebé de quince meses, sumergida en un infierno particular, incomprendida por todos y todas, y queriendo escapar de ella misma, y anulada en todos los sentidos y muy sola y abandonada. Solo nos queda decirles que no se pierdan Saint Omer, el pueblo contra Laurence Coly, y no porque sean unos apasionados del cine con juicio, porque la película no va de eso, la cinta de Diop indaga y reflexiona sobre muchas cosas, entre otras, sobre las herencias maternas, las complejas relaciones entre madres e hijas, y sobre nuestra identidad cuando estamos solos y venimos o somos de otras culturas, creencias y todo lo hemos tenido muy difícil, y en ese sentido, la película es magnífica, porque sin música, apenas un par de temas y en momentos muy significativos, y con un equilibrio excelente entre lo personal y lo social, consigue una película de gran calado y muy profunda que se recordará por muchos años. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Almas en pena de Inisherin, de Martin McDonagh

A COLM YA NO LE CAE BIEN PÁDRAIC. 

“Vivimos como soñamos, solos”.

Joseph Conrad

Después de cuatro películas, podemos decir, sin ánimo de pecar de exceso, que el universo de Martin McDonagh (Camberwell, London, Reino Unido, 1970), está plagada de pobres tipos, de individuos solitarios y algo torpes, tanto física como emocionalmente, seres que deambulan por sus circunstancias muy solitarios y extraordinariamente tristes, perdidos en la inmensidad de su realidad y también, porqué no decirlo, ensimismados en unos sueños que saben que muy difícilmente se harán realidad, eso sí, en su afán por no sentirse más solos de lo que están, siguen empecinados en empresas abocadas al más absoluto fracaso. Sean lo que sean, porque aunque cambie el contexto, los personajes del cineasta británico son lo que son: los asesinos que deben desaparecer en una ciudad desconocida de Escondidos en Brujas (2008), el guionista sin inspiración y sus dos locos amigos en Siete psicópatas (2012), la madre desesperada por esclarecer el asesinato de su hija en Tres anuncios en las afueras (2017). 

Con Almas en pena de Inisherin el talento de McDonagh se pone al servicio de un relato sumamente sencillo, con un conflicto de esos que no llaman la atención, pero que tiene mucha miga, es decir, cuando nos hemos visto privados, ya sea de amistad o amor, de esa persona que queríamos profundamente, o al menos así lo sentíamos, y nos hemos visto privados de esa relación sin que haya ocurrido nada extraordinario, aunque quizás sí que pasaba y nosotros no éramos conscientes de tamaño desenlace. Porque la cosa de la película es que Colm ya no quiere ninguna relación de amistad con Pádraic, con el que ha sido amigo de muchos años, explicando que se aburre con él, y quiere pasar el poco tiempo que le quede de forma muy diferente. El problema es que, los dos ex amigos viven en en un pueblo llamado Inisherin, apartado y olvidado de la costa irlandesa allá por el año 1923, después de la Guerra de irlandeses con ingleses, y ahora enfrascados en una civil, con esos bombazos que vienen de otra isla cercana. Ante esa cercanía y lugares comunes, como son la iglesia de la misa de los domingos, el ultramarinos donde compran todos, los caminos pedregosos del pueblo, y sobre todo, la única taberna en la que los dos amigos pasaban las horas, uno aburriendo con sus repetitivas historias, y el otro, tocando su inseparable violín. 

La película se centra en las profundas heridas que supone un desarraigo emocional de semejantes características, que no es poco, cuando hay tan pocos alicientes en la vida y mucho menos en Inisherin. Pádraic sufre esa pérdida como puede, sufriendo mucho y deambulando por ese pueblo tan triste y desolador, contando con la ayuda y compañía de Siobhán, su hermana que vive con él, y que arde en deseos de abandonar la isla y marcharse a una más grande, y también, está Dominic, un joven obsesionado con las mujeres, golpeado por su padre, el policeman del lugar, y con problemas emocionales. Una cinta muy bien contada y mejor explicada, con un formidable guion que firma el propio director, con esa impecable cinematografía de Ben Davis, que ha estado en tres películas con el director, y con gente tan importante como Frears, Eastwood y Tim Burton,que imprime esa luz mortecina, tan propia de esos lugares, con esa luz natural fusionada con la velada, creando una aroma de penumbra y recogimiento que recuerda mucho a Zurbarán. La fantástica música de Carter Burwell, que ha puesto música a todas las películas del director londinense, y mítico músico de los hermanos Coen, y de Spike Jonze, y de Carol (2015), de Todd Haynes, que recoge con acierto toda esa melancolía, soledad y tristeza que radia en la película, sin olvidarnos de esa sátira y humor negro tan característico en el cine de McDonagh, que es una marca de la casa los mencionados Coen. 

El acertado y conciso montaje de Mikel E. G. Nielsen, que tiene en su haber a Thomas Vinterberg y Robin Wright, entre otros, que impone un ritmo pausado y elegante, condensado sus casi dos horas de metraje sin grandes alardes ni estridencias de ningún tipo, en que lo importante son esos tiempos sin nada que hacer que dicen mucho de lo que está ocurriendo y sobre todo, en el interior de los personajes, en el que cada gesto, cada mirada y cada no acción es cine y nada más, como decía mi querido Ángel Fernández-Santos. McDonagh recupera a sus dos actores más fetiche como Brendan Gleeson y Colin Farrel, ambos irlandeses que fueron los asesinos desterrados a Brujas en la película Escondidos en Brujas, amén de haber trabajado Gleeson en Six Shooter (2004), un cortometraje de veintisiete minutos, y Farrel en Siete psicópatas. Dos intérpretes de calibre curtidos en mil batallas, que componen unos personajes que cuesta creer que en algún momento pudieran ser íntimos amigos, porque son tan diferentes, Farrel más apocado, más rudo, más corto y más superficial, frente a Gleeson, en las antípodas del otro, músico, más emocional y sobre todo, más inteligente y sensible. Ambos consiguen mostrar sin mostrar, imbuidos en esa atmósfera cargada, asfixiante y pesada que reside en cada rincón de la isla, de ese Inisherin tan y tan irlandés con sus canciones, sus pintas, sus cotilleos y su idiosincrasia tan arraigada y tan apegada a un lugar y a una forma de ser. 

Ambos intérpretes están excelentemente bien acompañados por la irlandesa Kerry Condon, que vimos en Tres anuncios en las afueras, dando vida a Siobhán, la hermana que quiere volar y ser ella misma en otro lugar, con más carácter que su hermano y sobre todo, una mujer que sabe lo que quiere y no se deja intimidar por nadie. Barry Keoghan, que muchos recordamos por películas como El sacrificio de un ciervo sagrado, que hizo con Farrell, y Dunkerque, dirigido por Dolan, entre otros, dando vida a Dominic, ese bufón y tontolpueblo que, al igual que Pádraic y todos los personajes del pueblo, ansía un poco de compañía y algunas palabras, y luego todo un ramillete de intérpretes británicos a cual mejor, como Gary Lydon, el policeman del pueblo y padre maltratador de Dominic, David Pearse como el cura, que tiene unos momentazos llenos de ironía y sarcasmo con el personaje de Gleeson, y finalmente, Pat Shortt, uno de esos taberneros que hemos disfrutado y tronchado en películas que no hace falta nombrarlas para saber de las que estoy hablando. Amén de otros actores y actrices que conforman los simpáticos, cotillas y solitarios de Inisherin. 

McDonagh no olvida a sus referentes ni los oculta, sino que los mira con detenimiento y construye su película pensando en ellos, lanzando puentes y reflejándose en sus ambientes y personajes como El hombre tranquilo (1952), de John Ford, con su mítico Innisfree, que sería el padre cercano de Inisherin, y todos esos personajes de la película de Ford que podrían ser también de la del director británico, y La hija de Ryan (1970), de David Lean, más de lo mismo, eso sí, con historias muy diferentes, pero con atmósferas, lugares y estados de ánimo evidentes. Nos despedimos de Almas en pena de Inisherin, también de Colm, Pádraic, Siobhán y los demás, no porque nos sintamos a disgusto con ellos, pero ya se sabe que a los sitios ajenos hay que ir, verlos y marcharse cuánto antes mejor, no vaya a ser que los de allí se sientan espiados, invadidos y sobre todo, incómodos. Les dejamos con sus cosas, con sus tristezas, con sus canciones melancólicas, con sus soledades, y también, con sus almas, porque sí deja clara la película y su tema sobre la ruptura de una amistad es que, cuando algo se rompe es porque es mejor para todos, aunque en ese momento no lo entendamos, habrá un día que nos despertemos y sabremos el porqué, y ese día todo será diferente y nosotros también. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA