Blanquita, de Fernando Guzzoni

LA JOVEN POBRE Y LA LEY.  

“La verdad es más importante que los hechos”.

Frank Lloyd Wright

Si nos fijamos con detalle en las dos películas anteriores de Fernando Guzzoni (Santiago de Chile, 1983), Carne de Perro (2012), que cuenta la posibilidad o no de redención de un torturador de la dictadura chilena, y Jesús (2016), centrada en la falta de posibilidades de un chaval que se siente a la deriva, tendríamos muchos de los elementos que se analicen con profundidad en Blanquita, porque tenemos a una joven de 20 años, cuyo nombre da título a la película, con un historial que hiela la sangre, porque sufrió abusos de niña, y después de pasar por un centro de menores, intenta salir adelante con un bebé a cuestas, y tenemos una situación de alguien que se esconde, que se invisibiliza, porque su pasado le impide salir adelante. Dos temas que son la base de la película de Guzzoni, al que hay que añadir la inspiración del Caso Spiniak, que asoló Chile en el 2004-2005, en el que se descubrió una red de abuso y explotación infantil en el que estaban implicados poderes como empresarios y gobernantes. 

A partir del caso real, el director chileno construye una interesante ficción que mezcla con acierto e inteligencia el drama social y político, contado como si de un thriller se tratase, centrándose en la denuncia de Blanquita que acusa a los poderosos de estos delitos. La joven, acompañada por el Padre Daniel, antiguo tutor del centro, que la cree a pies juntillas. Un cuento de nuestros días, una fábula que nos va sumergiendo en una kafkiana película de terror entre la ley, mal llamada justicia, y la joven, o lo que es lo mismo, la guerra desigual entre el poder, disfrazado de legalidad, y los de abajo, aquellos que no tienen nada, que les niega todo, y se les somete a una sociedad desigual, totalmente injusta, en el que unos viven y los otros son explotados. Con una excelente cinematografía que firma Benjamín Echazarreta, que es el autor de esas dos maravillas que son Gloria (2013), y Una mujer fantástica (2016), ambas de Sebastián Lelio, en la que la oscuridad nos va envolviendo, y nos lleva por lugares lúgubres, tristes y sin alma, donde se cuenta mucho más sin subrayar nada de lo que ya se dice en la película, donde la palabra es sumamente importante, al estilo de esas succionadoras fábulas de Asghar Farhadi, donde te vuela la cabeza con esos conflictos de nunca acabar en el que van minando la voluntad de sus protagonistas. 

La potente y afilada música de la dj parisina Chloé Thévenin, que ya la escuchamos en Arthur Rambo, de Laurent Cantet, y el brutal montaje, lleno de tensión e incertidumbre, con esos 94 minutos que se te agarran y no te sueltan, que firman dos grandes como el polaco Jaroslaw Kaminski, que está detrás de películas tan importantes como Ida (2013) y Cold War (2018),  ambas de Pawel Pawlikowski, amén de otras como Quo Vadis? (2020), de Jasmila Zbanic, y Nunca volverá a nevar (2020), de Malgorzata Szumowska, entre otras, y la chilena Soledad Salfate, habitual del mencionado Lelio, y Paz Fábrega y Pepa San Martín, entre otras. Si la parte técnica brilla con intensidad, la parte artística la acompaña de la mano, con unos personajes sumamente complejos, ambiguos y contradictorios, entre los que están la inmensa Laura López en el papel de Blanquita, un personaje que nos cuestiona en todo momento, en ese testimonio que va de la verdad y la mentira y mezclándolo todo, y sólo es una excusa, porque la realidad es más triste, porque la película profundiza en los efectos de la ley, en el manejo arbitrario de los poderes ante los hechos, y la indefensión de los más necesitados ante esa ley que, presumiblemente, ayuda a todos. 

Acompañan a la desdichada protagonista, el Padre Daniel, que interpreta Alejandro Goic, el actor fetiche de Guzzoni, al que también hemos visto en películas del citado Lelio, Larraín, Wood, Littín, y otros grandes intérpretes como Amparo Noguera, en el papel de una diputada que quiere pero su posición y amiguismo la hacen mantenerse en su elitismo, que era la ex pareja del ex torturador en Carne de perro, un fiscal de armas tomar en la piel de Armando Alonso, que sustituye a la otra fiscal, que hace Daniela Ramírez, que deja el caso por hurgar demasiado. Guzzoni ha hecho una película incomodisima, que destapa las irregularidades ancestrales de una justicia, y la de cualquier país llamado occidental, que sólo ayuda al poderoso, y sobre todo, humilla y somete a la víctima, como el caso de Blanquita, con la ayuda de la prensa carroñera, cómplice del poder, que la descreen, la amenazan y la encajonan por señalar a los abusadores, a los delincuentes, y ejercen la ley y toda la presión del mundo para que cambie su versión, para que se retracte y sobre todo, para que se olvide o la ley la juzgará. Blanquita es mucho más que una película, es la razón que, como decía el gran Buñuel, que vivimos en la peor sociedad de todas, esa que sólo se hace para que cuatro vivan y dominen al resto, a un resto que si habla y los señala, le caerá toda la contundencia de la ley sobre ellos, y así funcionan las cosas, puedes creer en la humanidad, pero no es así, y no lo es porque la ley sólo sirve para mantener a los malvados en el poder, y no sólo eso, también sirve para mantener en la pobreza y la miseria a los de abajo, no vayan a desobedecer y rebelarse, porque eso sería el final, y nadie de los de arriba quiere eso, sino que se lo digan a Blanquita y el Padre Daniel, que lo saben y muy bien. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Lucas, de Álex Montoya

TODOS NECESITAMOS UN POCO DE CARIÑO.

“Es mucho más difícil juzgarse uno mismo que juzgar a los demás. Si logras juzgarte correctamente serás un verdadero sabio”.

Antoine de Saint-Exupéry

Durante el momento más crítico de la pandemia, la plataforma Filmin estrenó Asamblea (2019), la opera prima de Álex Montoya (Valencia, 1973), de formación arquitectura, pero de vocación cineasta, oficio con el que lleva batallándose desde 1999, en los que ha dirigido la friolera de 14 cortometrajes, con los que ha cosechado más de 170 reconocimientos por todo el mundo. Asamblea era una película sencilla y directa, llena de tensión y sobria, sobre el transcurso de la última reunión de propietarios antes del verano, filmada en una sola localización, con el tono de tragicomedia, entre los que destacan unos finísimos diálogos y el extraordinario reparto que estaban en un gran nivel con nombres como los de Francesc Garrido, Cristina Plazas, Nacho Fresneda, Marta Belenguer, entre otros. Ahora, cuando la pandemia empieza a darnos tregua, y después de su exitoso paso por el Festival de Málaga, Montoya estrena su segundo largo, Lucas, que nace de un cortometraje que rodó en el 2012, recuperando así la existencia trágica de un chaval que, después de una accidente donde ha muerto su padre y él ha salido cojo, se ve viviendo con una madre en su vida que pasa bastante de su hijo, que tiene que soportar burlas y la condescendencia de sus compañeros de instituto.

La existencia de Lucas cambia cuando conoce a Álvaro, un fotógrafo al que le gustan las niñas, que le propone unas fotos para hacerse un perfil falso en los chats. Lucas desesperado por tanta carencia, ya sea emocional como material, acepta la propuesta. El director valenciano ha construido una filmografía desde una mirada hacia la periferia de su tierra, donde abundan seres que pululan entre la falta, ya sea emocional o de otra índole, personas que buscan desesperadamente que los atiendan un poco, en ese sentido, el cine de Montoya se acerca mucho al cine de Fassbinder, colocando en el centro de todo a esas personas con muy poco que andan a la deriva en busca de algo de consuelo y amor, perdidos en un mundo demasiado en el “yo”, y nada en el “nosotros”. Lucas nos pone el foco en un adolescente perdido, metido en un duelo duro por el que se culpabiliza, y sin encontrar la comprensión de una madre que no quiere que la llame así. Álvaro es esa persona a la que nunca debería conocer Lucas, pero la persona menos recomendable a priori, se convierte en ese ser que lo escuchará, lo atenderá y sobre todo, lo protegerá, aunque sea con fines personales.

Montoya plantea una película sobre los prejuicios que mueven el mundo, y por los que nos guiamos la mayoría, juzgando a la ligera sin antes conocer, y conocer de forma profunda y de verdad, planteamientos similares manejaba la película El bola (2000), de Achero Mañas. Ahora, la cosa no va de malos tratos, sino de pedofilia, donde encontramos pinceladas de películas como Harold y Maude (1971), de Hal Ashby, y La flaqueza del bolchevique (2003), de Manuel Martín Cuenca, muy bien mezclado con los ambientes que proponían tanto Rosetta (1999), de los Dardenne, o Sweet Sixteen (2002), de Ken Loach, donde niños debían coger las riendas de su familia ante la imposibilidad de tener una vida “normal”. El director levantino vuelve a contar con cómplices que han ido en su viaje todos estos años, como los de Sergio Barrejón, coguionista que ya estuvo en Lucas, cuando fue un cortometraje, Jon D. Domínguez en la cinematografía y producción, Siddhartha Barnhoorn, en la música, y en la interpretación los fieles Jorge Cabrera, Irene Anula y Jordi Aguilar.

Lucas consigue conmovernos, hacernos reflexionar y sobre todo, nos posiciona en el lugar del otro, para que lo miremos de verdad, sin titubeos ni prejuicios, para que conozcamos al otro, de frente, mirándolo a la cara, encontrándonos con su humanidad. Un guion donde encontramos dos partes bien diferenciadas. La primera, totalmente urbana, donde se refleja el agobio y la tensión que sufre Lucas en ese entorno asfixiante, y aparece Álvaro, casi como una especie de ángel de la guarda, que lo sacará de ese momento, y lo llevará fuera, donde arrancará la segunda parte, completamente desarrollada en los márgenes de la ciudad, en una casa frente a los arrozales y alejada de todos. Montoya ha construido una película transparente, de esas que calan muy hondo, que nos plantea como pensamos y como juzgamos, y nos coloca en el corazón de un relato que tiene mucho de nosotros y de los otros, bajo el rostro de dos personas que deben de esconderse de los demás, porque su “verdad”, aquello que ocultan, es demasiado doloroso para los demás, y deben alejarse para volver a sentirse personas, echando sus demonios interiores e intentando seguir adelante con mucha menos carga culpabilizadora.

Si su parte técnica destaca por su arrojo, transparencia, intimidad, y fisicidad, por la gran capacidad de sacar lo máximo con lo mínimo, donde lo urbano se convierte en un laberinto donde Lucas es obligado a estar. Aunque es en el apartado artístico donde la película arroja sus mejores y más brillantes momentos es en su magnífico trabajo interpretativo de todo su elenco, arrancando con Jorge Motos que da vida al desdichado Lucas, Jorge Cabrera, fogueada en mil personajes, tiene aquí su gran oportunidad con Álvaro, que maneja a las mil solturas y lo convierte en un tipo atormentado que debe huir para ser él mismo. Jordi Aguilar, que ya estuvo en Asamblea, vuelve al universo Montoya con Manu, el novio de Irene, que hace Irene Anula, la madre del chico, por decir algo. Lucas es ante todo una historia muy bien contada, la cámara se coloca donde toca, y sobre todo, sus intérpretes dan vida, y transmiten con claridad y logran componer unos personajes humanos, complejos y llenos de oscuridades, que andan a la espera de encontrarse con un poco de cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Shootball, de Fèlix Colomer

VÍCTIMAS Y VERDUGOS.

“Es tan importante ver con quién se habla cómo con quién no se puede hablar”.

La película se abre con una imagen terrorífica, y a la vez, esclarecedora del contenido de la película que veremos a continuación. Vemos a Manuel Barbero, un padre que muestra dos fotografías de su hijo, una, en la que su expresión es triste, y después, otra fotografía, en que la expresión es alegre. Dos imágenes, dos fotografías, las que explican el antes y el después, las que distan cuando su hijo abandono el colegio, y cuando entró en el centro. A partir de esta imagen, la de un padre que muestra a su hijo, en dos momentos, en ese espacio que su vida cambió para siempre, la película nos abre la puerta a la trama de abusos sexuales a menores más grande que ha ocurrido en España, y más concretamente, en diferentes colegios de los Maristas de Cataluña. El director Fèlix Colomer (Sabadell, 1993) que ya despuntó con su primera película Sasha (2016) opta, en su segundo trabajo documental, por la investigación periodística, asumiendo el rol de un personaje más, alguien que quiere saber, alguien que busca a las personas relacionadas con el caso para hablar con ellos, exponiendo los hechos, y dando buena cuenta de las investigaciones llevadas a cabo, y escuchando a los diferentes testimonios, desde su posición de cineasta, de aquella persona curiosa e inquieta que utiliza el documental como medio para filmar aquello que ha de filmarse, aunque haya algunos que lo impidan.

Colomer construye su película a través de dos miradas, la de las víctimas, a través de Manuel Barbero, el padre que ha luchado contra todos para que no quede impune lo sufrido por su hijo, y tantos otros, que sufrieron los abusos en un período de 30 años. Y en el otro lado, la de Joaquín Benítez, el profesor de educación física que aprovechó su posición para cometer los abusos. Como ocurría en Sasha, Colomer nos habla de un niño, o unos niños, la parte más vulnerable de la sociedad, un niño que sufre los abusos y el terror de los mayores, un niño que encuentra refugio lejos de su entorno, en otra familia, otra vez la familia como centro en la película. Pero, en Shootball (juego inventado por Benítez, una versión sofisticada del “juego de matar” de toda la vida, que la  película lo utiliza para hacer un símil con la palabra “shoot” que significa disparar, abusar como lo que él hacía a sus víctimas) el director sabadellense (graduado en la Escac en Montaje) habla con todos los que puede o dejan, ya que el documental también deja patente las estructuras del poder, cuando deja al descubierto la inoperancia de instituciones como la policía, Generalitat y los propios Maristas, en un sistema que parece no perseguir sus miserias y anteponer los principios e intereses conservadores, donde unos y otros ámbitos del poder se protegen, haciendo caso omiso a los problemas reales de la población.

Colomer expone los temas que van surgiendo de forma clara, a través de entrevistas, explicando aquellas que no pudo hacer, hablando de manera sencilla y trasnparente con los implicados en el caso, con los jóvenes de ahora que hablan a cara descubierta sobre los abusos sufridos cuando eran niños, con los padres, los representantes de las instituciones, y pedófilos, entre ellos, la entrevista con Benítez, donde este nos habla de sus problemas psicológicos, los abusos que cometió, y su aparentemente arrepentimiento. La película transmite verdad y honestidad, la cámara captura a las personas de manera directa, sin tapujos ni vericuetos, todo está pasando aquí y ahora, sin adornos, ni efectismos. Colomer construye una investigación fascinante y seria, que nos lleva de una oficina a otra, de un lugar a otro, como esa superficie de madera, a modo de puzle de la propia investigación, con fotografías y notas, conectados por hilos que se cruzan y entrecruzan (que actúa como metáfora de la trama compleja de los abusos de los Maristas). Una película que entra en diálogo con Capturing the Friedmans, donde se analizaba desde el material de archivo el caso de pederastia de un padre y su hijo a los niños del vecindario que acudían a sus clases particulares, donde como nos advierte la cita que abre la película de Colomer, en la que todos parecemos amables y buena gente, desconociendo aquello que se oculta en nuestro interior, por muy monstruoso y oscuro que resulte, pero completamente invisible ante los ojos de nuestro entorno más cercano.

La película es un durísimo, valiente, necesario, interesante y conmovedor documento sobre las miserias del poder, sobre la impunidad de los abusos a menores, sobre los mecanismos inoperantes de la ley para terminar con esta lacra que afecta diariamente a tantos menores, y todo lo cuenta desde la sinceridad, recopilando hechos y mostrándolos, cotejándolos con los implicados,  desde el medio documental, aquel medio que tiene que coger la pala cuando otros se han cansado de cavar, y también,  la crónica de un hombre valiente y firme, sobre la honestidad y el convencimiento de un padre, de alguien como nosotros, de un hombre corriente, de un hombre que no se esconde ante el horror, que ante la injusticia y el dolor se levanta y pregunta, moviéndose hacía todos los lados, investigando él porque suceden estas cosas, y no sólo eso, el porqué no se investigan, porque no hacen más aquellos que deben hacer más, pero Manuel Barbero no es un hombre derrotado, es un hombre fuerte, persistente y no cejará hasta que todo se aclare, en el juicio pendiente por celebrarse, y los culpables entren en prisión.

En realidad, nunca estuviste aquí, de Lynne Ramsay

A MARTILLAZO LIMPIO.

Estamos en New York City, en uno de esos veranos sofocantes, en el que la grasa parece impregnarse en los cuerpos, en el que las noches parecen no tener fin y las calles huelen a podrido. En uno de esos lugares, uno cualquiera, qué más da, encontramos a Joe, de infancia tenebrosa, y veterano de la guerra de Irak, experiencias que les han dejado traumatizado y con tendencias suicidas. Joe vive con su madre anciana y se gana la vida recuperando personas para gente de las altas esferas. En una de esas, se ve involucrado en una trama pedófila que, mira tú por dónde, no será un trabajito más, sino que le despertará su instinto vengativo y tomará cartas en el asunto. El cuarto trabajo de Lynne Ramsay (Glasgow, Reino Unido, 1969) basado en la novela de Jonathan Ames, se mueve en torno a sus anteriores películas, en las que una muerte inesperada enfrentaba a sus protagonistas con sus miedos y traumas, como en su debut, que cosechó un gran éxito en Cannes, Ratcatcher (1999) cuando un adolescente mataba a su vecino accidentalmente, en Morvern callar (2002) Samantha Morton huía a Ibiza después de encontrar a su novio muerto por suicidio, y en Tenemos que hablar de Kevin (2011) una madre entraba en conflicto por el asesinato cometido por su hijo.

Una filmografía repleta de relatos sombríos y atormentados, donde sus personajes entran en terrenos fangosos y oscuros, en los que deberán mirarse hacia su interior y arrastrar el peso de la culpa y sus traumas consabidos. Su nueva criatura Joe es un tipo de melena grasienta, uñas largas, y bastantes kilos de más, de conducta solitaria y silenciosa, y se mueve por espacios terroríficos, tanto físicos como mentales, como evidencian esas secuencias donde realidad y tormentos se mezclan, creando ese terreno neutral, donde el personaje confunde su vida y la de los otros, dentro de esos mundos aparentemente correctos y saludables. Joe realiza ese trabajo sucio, ese que necesita discreción y sin testigos, para que todo, al fin y al cabo, siga manteniendo ese orden limpio y ordenado. Podemos encontrar similitudes con el Travis Bickle de Taxi driver, de Scorsese, haberlas las hay, aunque la justicia impartida, tanto por uno o por otro, difieren en muchos aspectos, quizás lo más evidente es la tendencia de esa atmósfera lúgubre y nocturna que acompañan las existencias atormentadas de ambos personajes.

Ramsay logra construir una película sofocante, dramática, y herida, donde vemos a un personaje que se mueve como alma en pena en un universo catastrófico moralmente hablando, en el que impera un reino de violencia cruel y sanguinaria, donde la miseria se desplaza en una sociedad completamente deshumanizada, donde se trafica con seres humanos y se viola a niñas sin el mayor de los escrúpulos, quizás la figura de Joe es ese espejo justiciero, a golpe de martillo,  completamente devastado, como no podría ser de otra forma, que ejerce una justicia de ojo por ojo en una comunidad terrible que sólo se deja llevar por el placer, la frustración y la bazofia. La inquietante atmósfera, que se mueve entre las sombras y el impresionismo, tanto de de sus imágenes duras y terroríficas (obras del cinematógrafo Thomas Towned) adquiere un carácter abrumador, convirtiendo la película en un viaje hacia las profundidades del infierno más devastador y sucio, donde no hay escapatoria, donde todo se mueve por inercia, en paisajes sin vida, donde las almas se reconocen por su intrínseca maldad, donde la luz, si es que la hubo en algún instante, se ha convertido en tiniebla, en el que la esperanza es salvaje y da poco espacio para la paz y tranquilidad.

La música obra de Johnny Greenwood (guitarrista de Radiohead, y colaborador habitual del cine de Paul Thomas Anderson), se suma, con esos aires barrocos y distorsionados, a construir ese no mundo de decadencia por el que se mueve la película, una música que se mezcla con ese sonio omnipresente y pasado de vueltas que, ayuda a sumergirnos en ese paisaje de terror, donde no hay salida y tampoco formas de salir. Ramsay no ha podido escoger mejor a Joaquín Phoenix para encarnar la figura de este tipo destruido, envuelto en oscuridad y rabia que, se mueve bajo su capa de derrota y locura, manteniéndose en pie a duras penas, a base de frustración, pastillas y deseo de venganza, en un gran transformación, tanto física como emocional que, convierte a Phoenix, por si todavía alguno albergaba alguna duda, en uno de los intérpretes más completos y abrumadores de su edad, porque logra transmitir esa dureza y abatimiento que persigue sin tregua a su personaje, ese alma destructora y arrebatada de vida, de pasado violento y presente sangrante, en una existencia en el que ayudar a la pequeña Nina quizás no lo salve a él, pero si hará que su realidad, o lo que queda de ella, se menos terrible.